Los nadadores
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Los nadadores

  1. 248 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

El nadador contempla su futuro: así lo hace Jonás cada mediodía, cuando comienza a encadenar brazadas, mientras al otro lado de las vidrieras de la planta de arriba del pabellón unas sombras esbeltas parecen observarlo; pero no sólo a él, sino también al resto de los nadadores. Para nadar en esa piscina, Jonás cruza toda la ciudad: es una de las pocas rutinas que le quedan de cuando todavía vivía con Ada, muy cerca de allí, en la zona norte, de altos rascacielos, y la fotografía aún le importaba como algo más que una manera de ganar dinero. 

Ahora vive solo, en un estudio al sur de la ciudad, y se conforma con ver la vida de los otros. La natación es el vínculo de Jonás con su vida anterior. Una mañana queda con su padre, un inspector de policía jubilado. No se ven desde hace varias semanas y le sorprende encontrarlo muy nervioso. Cuando le pregunta por la causa, él le cuenta que su madre ha desaparecido: lleva dos meses sin contestar al teléfono, ha ido al piso familiar, en el que ella aún vivía, y lo ha encontrado vacío, aunque sus abrigos, sus vestidos, su documentación y sus tarjetas de crédito están todavía allí. También todas sus pinturas.

A partir de entonces, Jonás comienza a escuchar historias similares sobre gente que desaparece: con una calma que se le hace extraña, escucha otros relatos sobre personas que, como su madre, dejan de presentarse en sus trabajos o de regresar a sus domicilios, dejando tras de sí un silencio inquietante

¿Son impresiones suyas? Tras su incredulidad inicial, Jonás decide buscar a su madre, mientras va descubriendo su propio miedo a desaparecer. Y continúa yendo al pabellón, y sigue distinguiendo, al levantar la vista de la profundidad clara de la piscina, en la que ya faltan varios nadadores, esas mismas sombras vigilantes, inclinadas detrás de los cristales de la planta superior. Pero, a pesar de ese vacío, Jonás sigue nadando.

Novela sobre la soledad y el sentido de la existencia, profundamente simbólica y de clara raigambre kafkiana, refleja el vacío y el sentido de pérdida de la vida contemporánea. Tras la muerte de los mitos sólo queda el esfuerzo por sobrevivir en un mundo cada vez más desolado y solitario, lo que se combate con una poética de la memoria y el impulso vital de la amistad y el amor. Esta nueva novela de Joaquín Pérez Azaústre lo confirma como uno de los principales narradores de su generación. 

Preguntas frecuentes

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Información

Año
2012
ISBN de la versión impresa
9788433972422
ISBN del libro electrónico
9788433933720
Categoría
Literatura

1

El nadador contempla su futuro. No en un primer instante, no cuando sale de casa o del cubículo al que puede llamar casa y coge la mochila que ha dejado lista el día anterior. No cuando coloca las sandalias de goma detrás de la toalla de baño cuidadosamente doblada, no cuando comprueba que lleva dentro el bañador, las gafas acuáticas y el gorro de tela roja que se ajustará al cráneo y le oprimirá al ponérselo. Ni siquiera cuando sale, con la bolsa a la espalda y las gafas de sol puestas, para proteger sus ojos de esa luz crispada de la calle, del mediodía de lluvia apergaminada por la blancura del sol, ni siquiera en el trayecto de ida al pabellón, cuyos cruces y pasos de peatones conoce de memoria, puede el nadador ver su futuro, ni cuando cruza la puerta de ese colegio cuyos equipos de natación infantiles son los campeones estatales, y paga el tique de entrada, y pasa al vestuario, y dice un hola absurdo, un hola que nadie escucha en realidad, y dice hola aunque en el vestuario no haya nadie, ni siquiera una sombra de presencia anterior, ni siquiera un charco mínimo en el suelo, ni cuando deja caer la moneda en la cerradura de la taquilla para guardar dentro sus cosas y luego echa la llave, ni al oír su eco al cerrar, puede ver su futuro.
El nadador contempla su futuro sólo cuando lleva unas brazadas. No basta con caminar, con ese paso lento de pato extraño y torpe, arrastrando las sandalias sobre la superficie húmeda, ni con dejar la toalla colgada en el perchero, bajo el reloj de la pared, ni siquiera con estirar brevemente los brazos y las piernas, ni con elegir una calle vacía, si hay algo de suerte, o quizá la menos transitada; es cuando entra en contacto con el agua, cuya temperatura va haciendo que refulja la de su propio cuerpo, mientras nota sus hombros y su espalda, sus manos y sus pies, estimulados bajo la presión, cuando la cabeza comienza a liberarse lentamente; y, a fuerza de llevar la cuenta de los metros y el tiempo de nadar, va ganando espacio en su interior otro tipo de tiempo más profundo, que se mueve en todos los sentidos: hacia el norte y el sur, al este y al oeste de sí mismo, en una sucesión de imágenes dormidas que entonces, sólo entonces, al contacto furtivo con el agua, despiertan y se adhieren a un significado, se tornan en secuencia y ganan lucidez.
La piscina, durante todo el día, está ocupada por los equipos del colegio. Pero en la franja del almuerzo y la cena, aprovechando la ausencia de los chicos, se abre a la natación libre, bien con tique de sesión o por abono, con el siguiente horario: por las tardes, de 14.00 a 16.00, y por las noches de 20.00 a 22.00. El nadador, a quien llamaremos Jonás, suele ir varios días a la semana. Casi siempre que acude al mediodía lo hace, como hoy, acompañado por Sergio, que alterna un largo a crowl y otro a braza, a diferencia de Jonás, que sólo nada a braza. Así, durante el mismo tiempo por sesión, de cincuenta minutos en los últimos tres años, por cada 2.500 metros que hace Jonás, Sergio le saca, como mínimo, unos 500 de ventaja. No porque Jonás no nade rápido a braza (sería el más rápido de la piscina si no fuera por un tipo al que Sergio y él llaman El Hombre-Pez, que debe de respirar con branquias y luce una patada portentosa, es la más acuática de toda la piscina, como de ancas de rana rematadas por aletas), sino porque Sergio, lo que pierde cuando van los dos a braza, el estilo más lento, luego lo recupera duplicado cuando se pasa a crowl.
La forma de nadar de Jonás es la potencia. Jonás no se desliza por el agua, Jonás empuja. Del mismo modo que su estilo elegido –aunque no exactamente por él, sino por los médicos, hace veinticinco años, para corregir su incipiente desviación de columna–, la braza, le ha determinado el cuerpo, también su forma de nadar es muy explicativa de su personalidad. Jonás no fluye, como El Hombre-Pez. El Hombre-Pez parece una de las corrientes alternas generadas por el mismo desplazamiento de los nadadores. El Hombre-Pez podría ser un rayo de agua. Sergio, en cierto sentido, también, sobre todo cuando nada a crowl, da la sensación de ser de agua, de integrarse muy bien, sin desligarse nunca de la superficie, manteniendo su línea horizontal. Jonás, en cambio, no se ha deslizado en su vida, ni en el agua ni fuera de ella. Jonás sólo empuja, Jonás nada a empujones, tira de hombros, de dorsales, Jonás tira de brazos y algo menos de piernas, porque su tren inferior no es tan potente y le lastra. Sergio, en cambio, sí parece tener una patada fuerte, quizá porque siempre ha jugado al fútbol: algún domingo, incluso, si hay un partido importante y ha conseguido entradas de palco, acude al estadio.
No es que Sergio no tenga potencia. La tiene, pero no la necesita. Sabe deslizarse. Jonás, en cambio, sólo sabe tirar. Cuando nada, a veces, oye una voz interior: le grita tira, tira. Hace ya mucho tiempo que dejó de ser la voz de su padre, que ha llegado a ser su propia voz. Y él tira. Es lo único que sabe hacer. Tirar y tirar. En la piscina y fuera de ella. Empujar y empujar. Y meter bien los hombros. Y estirar la brazada. Y soltar bien las piernas, y meter la cabeza, tratando de ganar para el próximo metro la brazada anterior. Nunca ha conseguido ir acumulando los impulsos, siempre ha tenido que ir nadando palmo a palmo, cubriendo la distancia no con la energía cinética que el mismo dinamismo va creando, sino con ese esfuerzo que termina justo cuando acaba de nacer, que nace y muere en sí mismo.
Por todo esto Sergio siempre acaba unos minutos antes. Incluso algunas veces nada un poco más, para que Jonás tenga tiempo de llegar a los 2.500, y poco después para, se quita las gafas, las deja en el borde y se catapulta hacia fuera con un movimiento grácil de los brazos. Jonás aprovecha esta pausa para respirar muy despacio dos o tres veces, mientras eleva la vista hacia la enorme cristalera horizontal, de la planta de arriba, tras la que distingue unas siluetas alargadas, no del todo estáticas y aparentemente absortas en la natación, al otro lado del cristal desde el agua translúcido.
–Acaba tranquilamente, mientras yo voy duchándome.
Jonás suele disfrutar de ese momento en que se queda solo, mirando el ventanal.

2

¿Tiene el cuerpo memoria? Jonás ha leído algo sobre la inteligencia de los músculos, cómo van aprendiendo y reteniendo distintos movimientos, cualquier acto reflejo, que cuando se repite suficientemente ya no es un mandato del cerebro, sino una respuesta aún más rápida, esa reacción pura que incluso es anterior a una orden nerviosa. Pero no piensa Jonás en ese tipo de memoria del cuerpo, que en cualquier caso es más inmediata que distante, es una memoria quizá acumulativa. ¿Tiene el cuerpo una memoria más profunda, que empiece en esa línea donde acaba el recuerdo? Porque la inteligencia de los músculos, según parece, nace del uso continuo, de las costumbres diarias. Todo esto es memoria, todo esto es recuerdo. Todo esto es acumulación. Pero, allá donde termina la acumulación, la memoria, el recuerdo, ¿queda un resquicio previo?
Esto lo siente Jonás cuando lleva ya un rato sumergido. Si la respiración va bien, si su cuerpo se adapta al ritmo de brazadas y patadas, a pesar de estar desarrollando un gran esfuerzo entra en una especie de rara placidez. Sobre todo la nota si descansa, y si cierra los ojos y se deja caer, igual que un peso muerto que lo arrastra hacia abajo, mientras su espalda permanece pegada a la pared, hasta quedar sentado sobre el fondo. Los pulmones están llenos, y la concentración se vuelve natural: concentración convertida en percepción, en la capacidad de verlo todo y comprenderlo. Pero si en ese momento además cierra los ojos, y deja que el oxígeno vaya debilitando su efecto lentamente, el agua se convierte en una oscuridad y ya no ve las piernas agitadas de los demás nadadores, ni los impulsos lentos y los rápidos, ni sus deslizamientos, ni tampoco percibe la sordera del agua; no ve ni oye nada, excepto ese golpeo contundente y marcado de su propio corazón, en esa oscuridad sin la escucha del mundo.
Es otra manera de estar solo: reducirse a un latido. Jonás siempre lo hace al acabar. Incluso algunas veces piensa que quizá nada para llegar y dejarse caer, y escuchar a su cuerpo sacudirse con el golpe menudo bajo el pecho en esa opacidad, si cierra bien los ojos, y después ascender como un recién nacido. Pero antes ha dejado atrás un líquido amniótico de un azul perlado en las baldosas, un cierto regreso a la luz primigenia, esa inspiración primera de aire, cuando los músculos no tienen aún ninguna memoria. Quizá salir del agua se parece remotamente a nacer.
–Martina está embarazada.
Jonás abre mucho los ojos y se queda mirando fijamente a Sergio: radiante, lleno de la vida que ha elegido como constatación de su propio éxito. Se levanta de la mesa casi de un brinco y le estrecha alrededor del traje azul, de un cierto clasicismo juvenil: nunca se ha alegrado tanto de palmear la espalda de alguien, porque conoce a Sergio desde que estaban en la universidad. Recuerda un sinfín de noches y de viajes, los dibujos que Sergio pintaba en un cuaderno y cómo al acabar sus dos licenciaturas se lo disputaban los mejores bufetes de la ciudad; también cuando comenzó a trabajar en uno de ellos y le contó, unos meses después, que había empezado a salir con una compañera, Martina, y la despedida de soltero y la boda, sobre todo la boda, y muchos otros instantes aparecen de súbito, porque Martina está embarazada y Sergio ha esperado a llegar al restaurante para darle la noticia.
Recupera aquel momento cuando vuelve a sentarse frente a él. Ocurrió en el mismo sitio, seguramente en la misma mesa: Paula tiene ahora cuatro años. Desde entonces, cada vez que han vuelto a nadar juntos, habitualmente tres a la semana y ocasionalmente dos, una sólo de forma excepcional, en función de los viajes de Sergio y de sus seminarios y congresos, Jonás ha rememorado aquel instante, en esa mesa junto a la pared de vidrio que dejaba ver, al fondo, una de las fachadas del estadio, en la terraza acristalada de ese mismo restaurante, con una sensación especialmente acogedora los días de tormenta: era hermoso nadar y sentir el acecho del agua primero en la piscina y después en la calle, pero ya protegidos por esa superficie transparente.
Recuerda aquel momento cada vez que van al restaurante, pero no únicamente por el anuncio de la paternidad de Sergio. También fue el día elegido por Jonás para contarle que Ada le había abandonado, que una noche se había sentado frente a él en la mesa de la cocina y le había dicho, entre dos copas de vino, que ya conocía los motivos y que no se los iba a repetir: se iría a casa de una amiga mientras él encontraba piso o ella buscaría otro lugar. Pero, al abrazar a Sergio, se dijo que no era la mejor ocasión para contárselo: su amigo iba a ser padre, y no quería estropearle el día obligándole a toda una sesión de afecto y confianza, de consuelo y cariño, con frases como hay mucha gente que te quiere.
Sin embargo, la razón no siempre es secundada por la voluntad, y después de unas cuantas cervezas, una ensalada césar con langostinos sobre una superficie laminada de aguacates y dos canapés de solomillo bajo queso brie fundido, había que seguir brindando, y a cada brindis nuevo Jonás se iba hundiendo delicadamente en su propia caída: cuanto más exultante veía a Sergio, cuanto más le brillaba la cabellera rubia y los ojos de padre que no había cumplido aún los treinta años, más a la intemperie se sentía Jonás, más en ese día de tormenta pero sin cristaleras amparándole, más en bañador bajo la lluvia, tratando de resguardarse, empapado y descalzo en medio de una calle con la acera mojada, bajo el cobijo de unas pocas cornisas, como si un oleaje minucioso y volátil se agitara en el molde circular, de vaso bajo, con un resto de agua diluida que le había contemplado antes de esparcirse por el whisky, de licuarse en una lluvia parda.
–¿Has visto qué lanzado iba El Hombre-Pez? Hoy he nadado en su misma calle y he tenido que pasarme a crowl para que no me adelantara.
–Yo le he aguantado a braza sólo los primeros largos. Después le dejé pasar.
–Lo mejor de ir a su ritmo es que bajas las mínimas. Creo que hoy he hecho el mejor tiempo de este mes.
Jonás asiente y luego alarga el brazo. Se miran fijamente durante varios segundos. Han brindado juntos tantas veces que ya no necesitan un motivo.
–¿Cómo está Paula?
–Es una fiesta. Se pasa el día hablando y riendo. Martina y yo estamos tan acostumbrados a ir con ella que ya no recordamos cómo era salir solos. Alguna vez lo hemos intentado, ir al teatro y cenar, pero creo que ya no sabemos pasarlo bien sin ella.
Jonás baja los párpados después de sonreír y se concentra en el solomillo. Comienza a cortarlo muy despacio, en trozos muy pequeños, y mueve el cuchillo de sierra y mango metálicos parsimoniosamente, como si de pronto se le hiciera difícil levantar la vista y encontrarse con la mirada brillante de Sergio, con esa plenitud.

3

Cuando sale del agua le sobreviene una indefensión. Antes, en los últimos largos, con la respiración ya hecha al ritmo de su cuerpo, con las patadas bien sincronizadas aprovechando el surco que han abierto los brazos, llega una sensación de fuerza sostenida: así, hay un instante en que Jonás sabe que podría seguir media hora más a partir de los cincuenta minutos que acostumbra, o incluso una hora, o hasta dos, porque si la respiración va bien y la circulación bombea con brío en la sangre puede nadar todo el día, ni despacio ni rápido, hasta que el sol se ponga y aun más tarde, cuando las propias luces del pabellón se apaguen, Jonás podría seguir incluso a oscuras: y es en ese instante de reconocimiento, sin tener que forzar su propia resistencia, cuando sale de la piscina.
Después de haber sentido esa fortaleza personal, de fácil combustión, se apoya de espaldas al bordillo y se impulsa tirando de los hombros y algo menos de los antebrazos, aunque concentrando toda la tensión en las muñecas, de tríceps hacia arriba hasta que el torso reaparece del agua y los muslos plegados sobre el pecho dejan que los talones suban hasta el filo, irguiéndose con agilidad. Es entonces cuando le sobreviene esa indefensión, mientras trata de calzarse las sandalias con algo de torpeza, porque los músculos aún no están hechos al aire: y de pronto el frío excitando los poros de la piel, y el vello que se alumbra con pulcritud eléctrica al rizarse aunque se haya calado el albornoz, tiene que atravesar la puerta de los vestuarios y pisar ese suelo empantanado, cubierto de un material parecido a un caucho fino que pretende ser adherente. Cualquiera puede resbalar ahí, y esa robustez de la piscina le abandona hasta el día siguiente: todo lo intermedio es levedad, incluso tras la ducha, cuando se seque bien los dedos de los pies y se los cubra, y se calce después, y se peine tranquilamente mirando en el espejo su rostro con las marcas de las gafas acuáticas forzando unas ojeras transitorias. Cuando salga a la calle de nuevo para irse con Sergio al restaurante recuperará el control de sus pisadas, y no resbalará, pero algo le dirá que la seguridad no le acompaña, que la ha dejado atrás.
–¿Sabes algo de ella?
–¿De quién?
–De quién va a ser. De Ada.
No pudo contenerse. Aquella misma tarde, ahora remota, cuando Sergio, en el restaurante, le contó que Martina se había quedado embarazada, Jonás también le había confesado que llevaba unos días buscando piso, aunque todavía no se hacía a la idea, tendría que mudarse a un sitio más pequeño porque se había quedado solo.
–No te has quedado solo. Te has quedado sin Ada, que no es lo mismo.
A Jonás le inquietó que Sergio no estuviera sorprendido. Parecía consternado: sí demostró entonces compartir su dolor, aunque no estaba demasiado seguro de que fuera un lamento genuino, que lo sintiera realmente, que de verdad pensara que había perdido algo o, por el contrario, fuera únicamente la empatía, el efecto perverso de invertir la felicidad propia para entenderle mejor: la diferencia entre una vida, la suya, capaz de engendrar otra con alguien dispuesto a acompañarle, y la vida dispersa de Jonás, que no engendraba más que su propia deriva.
–No es que no me sorprenda. Es que nunca habéis sido demasiado convencionales. Al menos, lo que se veía desde fuera. Daba la impresión de que ibais cada uno por vuestro lado.
–Eso s...

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