Diario de adolescencia
Sobre el infierno de la adolescencia pasaremos como por sobre ascuas, pues solamente un pobre diablo querría detenerse en el infierno.
ELISEO DIEGO
Domingo, 19 de octubre de 1986
Dice mami que mi generación adora el gregarismo. Dice que no conocemos el yo, sino el nosotros.
Yo me imagino que eso pasa porque somos sus hijos: Mayo del 68, la minifalda, las movilizaciones gigantes para la caña en los camiones de la agricultura, el parque de la funeraria donde se tatuaban unos a otros a sangre fría, las casas donde se escondían quince en un mismo cuarto a escuchar a los Beatles, que estaban más prohibidos que comer carne. Ellos son de los años sesenta.
A Waldo Luis, el mejor amigo de mi madre en la Escuela Nacional de Arte, le dispararon por defender a una bailarina en la cafetería La Pelota de 12 y 23. Vinieron unos hombres y apretaron el gatillo. Todo el mundo fue con flores al entierro, le cantaron a coro, leyeron poemas, todavía lo están llorando.
Nosotros vivimos entre lo prohibido y lo obligatorio. No tenemos ese espíritu de unidad que hubo en los sesenta. Vivimos ocultos en las literas, que son el monumento colectivo que adoramos en cualquier nuevo sitio en que nos hacinan. En una litera, en vez de dormir dos, a veces dormimos cuatro.
Las ropas son comunes, tenemos que prestárnoslas durante las salidas del fin de semana: nada que traigas a la escuela en verdad te pertenece en exclusivo.
La comida es algo que se traga a mucha velocidad, porque no aprendimos a usar el paladar en los semiinternados. Comemos como en una carrera de relevo, bajo el lema de «el que termina primero ayuda a su compañero».
Si usas los cubiertos correctamente te dicen burguesa, así que es mejor «palear» con la cuchara. Hablar con la boca llena y empujar con el dedo pulgar. Cuando vengo a la casa los fines de semana mi madre me llama «la hija del porquero medieval».
Ella no entiende que si eres distinta pagas un alto precio. El precio de que no te llamen nunca para invitarte a donde todos van: ni a los conciertos, ni a la playa, ni a las fiestas que hacen en sus casas sin ningún motivo en especial. Muchas veces me he visto sola en las interminables colas para ver cantar a Silvio o a Pablo, mientras ellos sí se divierten en un grupo enorme, muertos de la risa y con una alegría que no conozco.
Es la guerra fría, la guerra del silencio adolescente. Si no eres parte del grupo, no tienes novio; si no eres popular entre ellos, te rechazan, se burlan, te conviertes en algo con lo que no cuentan. Les molestas, les estorbas, no te comprenden y por eso se desquitan. No pueden soportar que tengas tu propio mundo y yo tampoco soporto que me rechacen.
Nadie te dice que eres linda, que algo te queda bien cuando te lo pones. Aunque seas del grupo, hay un acuerdo al que he llamado el NO LOVE.
No amarse: si alguien ama al otro, aunque logre estar con él, no se lo dice. Lo tira a broma. No se responsabiliza con ese sentimiento. Por eso las relaciones son tan breves, los novios duran un mes o dos. Porque surgen equívocos en los que nadie le dice a nadie lo que en realidad piensa. NO LOVE. Si dices que quieres a alguien te desgracias. NO LOVE. Entonces sí no te empatas nunca ni con el que te gusta de verdad. Para colmo hay una moda de no besarse. Se apretujan y se tocan, algunos ya se acuestan, pero como la cosa es el NO LOVE, no se besan. No entiendo nada, pero dentro de este circo sobrevivo.
Escribir el Diario en la escuela delante de todo el mundo: ni pensarlo. Ando siempre escondida con la libreta, porque ni los alumnos ni los maestros pueden leer lo que pongo aquí. Pudiera ocurrir que me botaran de la escuela. Lo peor de todo es que estudiamos arte. Así y todo, es complicado ser distinto.
Cada uno de nosotros le debe «una peseta a cada mártir», dice mi madre: al asma del Che, al cuerpo de Camilo en el mar, al que escribió con sangre antes de morir el nombre de Fidel en una pared, a los que mataron en Angola, a los que se perdieron en Bolivia, a los mambises, a todo el mundo le debemos algo. Ellos son los que hicieron todo por nosotros; nosotros no podemos hacer mucho por ellos. Creo que les debíamos todo eso mucho antes de que naciéramos.
Yo a quien le debo algo es a mi madre y se acabó. Para mí los mártires son nuestros padres. Nosotros, los hijos, a veces queremos olvidar los apellidos y hacemos verdaderas hazañas por volvernos uno más de aquellos que componen la larga fila de la bandeja de aluminio.
Estoy harta de tratar de parecer una más, de tararear las estúpidas canciones que todos tararean. Sé bien que es la adolescencia y me rapo la cabeza para que entiendan que yo soy yo. Este sábado acabo de raparme la cabeza, dejando un poco de cerquillos y flecos por los lados.
Sé que es la adolescencia. Sé que todo parece que empieza y no es así. Más bien se rompe. Se hace pedazos como el jarrón chino que se le resbaló de las manos a mami cuando me vio pelada. Se rompió, se le cayó de las manos al verme rapada; por ser distinta corre la sangre en esta dinastía falsa. Mi madre se cortó un dedo con los pedazos de porcelana. Jarrón chino, porcelana china, vida escrita en chino que no entiendo.
Yo no soy china, pero llevo tantos rasgos distintos que nadie atina a decir de dónde salí.
Con ese jarrón se fue lo único que quedaba en mi casa de mis abuelos paternos. Lo barremos hasta dejarlo en la basura. Se va, desvinculando mi nombre de todos los que me tienen aferrada desde el pasado. «Se fue lo malo», dijo mi madre. Me dio un beso en la frente y se puso una curita para que la sangre no manchara el uniforme que me está zurciendo por duodécima vez.
Para mami nada es anormal. Todo puede encontrar una solución en su mente. Por eso estamos juntas. Por eso nunca se me acaba el tema de conversación con ella. Siempre encuentra una salida. No hay forma de enfadarse, mi madre es una heroína. Los mártires están muertos y ella sigue viva a pesar de las malas noticias y de la vida que lleva en este solar lleno de marginales y de broncas a todas horas.
Algún día la sacaré de aquí. Lo sé.
En la guaga hacia la Escuela de Arte
Odio los domingos. Odio entrar a la escuela.
El mar de uniformes en el «punto» los domingos a las siete de la noche, y luego la travesía hasta la escuela con mis compañeros gritando y contando al mismo tiempo algo similar a lo de la semana pasada.
Ellos son los buenos y yo la niña mala, la hija de la oveja negra; ellos, los que se esconden a fumar cosas que en mi casa se fuman desde que soy niña y que a mí nunca me interesaron. No es un hallazgo.
No quiero ser hippy como mi madre, no quiero Peace and Love. Quiero ser yo. Ningún estado de ebriedad me parece necesario. Tengo quince años.
Nunca seré aceptada por ellos, quieren que actúe como mi madre. Ella acepta todo, sonríe, sin importar compartir lo que tiene trayendo un pelotón de gente a casa, que se comen mi comida y que juzgan y juzgan cómo me veo. Yo soy yo.
El líder de todo aquí es Alan Gutiérrez. Hace graffiti en la playita de 16. Ya se lo he dicho: no necesito ser rebelde para demostrar que no he salido de un molde férreo. Su padre es un pintor hiperrealista, pero él no quiere vender nada; su vida va al revés de la de sus padres. No tienen problemas económicos pero está becado porque sí. Para alejarse de su casa, de los horarios, de los amigos paternos. Eso sí lo tenemos en común. Con Alan he escrito cosas en el muro del Cementerio de Colón, en la playita de 16 y en las calles Galiano, Monte y Sitios. No quiero pertenecer a su grupo: Arte Calle. Tampoco aceptarían mujeres, y además él dice que no soy valiente. Yo..., en realidad, no tengo ningún interés en ser valiente. Estoy descansando de eso.
No quiero garabatear más la ciudad. Ya la ciudad es distinta con tanto verde olivo y tanto balcón caído. Tantas vallas y consignas, tantas órdenes exhortándonos desde los carteles políticos. Ni una orden más. Ahora Alan pretende también darme órdenes. Nada de eso. Ni una orden más, ni un hombre más ordenando mi vida.
El momento más hermoso entre Alan y yo fue cuando intercambiamos su camiseta de Mafalda por mi suéter tejido. Me quedé desnuda por unos minutos y él también. Nos miramos y simplemente nos vestimos en silencio. Nadie tocó a nadie. Era sólo un regalo. Un pacto, un ritual. A mí nunca me importó andar desnuda, pero los varones son otra cosa.
Traje los mechones que me cortaron ayer para hacer una obra con ellos: he puesto dos fotos mías en la galería de alumnos, una con el pelo largo y otra con el pelo corto; caen los mechones de pelo, sembrando de hierbas negras. No me parezco a nadie. Si leen este Diario me odiarán.
A veces me gustaría ampliar las páginas del Diario a gran escala y exponer las hojas en esta galería. La escuela es de ladrillos rojos, pero estos ladrillos son blancos y me encantaría pintar mis ideas sobre ellos. También tengo pensado hacer las letras de neón para que se puedan leer como si fueran escritas en fuego o en oro. Pero como en la escuela nunca hay corriente...
Mi madre se moriría de miedo. La cito textual en los Diarios y ella no puede decir en público lo que yo digo aquí. Debido a lo que escribo, los guardo en la barbacoa de mi casa, en el entrepaño. La humedad los destruye, pero yo les paso por arriba a las letras con tinta azul y en los nuevos no escribo todos los días para que no se les terminen las hojas. En la escuela tengo uno comenzado; no lo suelto, lo traigo conmigo, escondido entre las libretas. Mi Diario es un lujo, mi medicina, lo que me mantiene en pie. Sin él no llego a los veinte años. Yo soy é...