Esto no es América
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Esto no es América

  1. 208 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Esto no es América

Descripción del libro

El regreso al cuento de Jordi Puntí después de quince años de ausencia. 

Un hombre se encuentra a la madre de un amigo del colegio que fue la obsesión erótica de su adolescencia; cuando el viaje de aniversario que iba a hacer con su mujer se frustra porque ella lo abandona, el marido acaba solo en un crucero –llamado Wonderful Sirena– donde conoce a un cantante apodado la Voz de Terciopelo o Dedos de Claqué; dos desconocidos se encuentran en un parque y una vieja canción pop lanza a uno de ellos en busca de una mujer; dos hermanos que hace años que no se hablan retoman contacto epistolar por un riñón; un individuo misterioso hace autoestop con un no menos misterioso maletín; un catalán vive peculiares aventuras amorosas en Las Vegas; un hombre busca el rastro de su amada por las calles de Barcelona... y, en el último de los nueve relatos de este libro, el propio autor se convierte en personaje.

Hacía quince años que Jordi Puntí no publicaba un volumen de cuentos. Ahora regresa al género por la puerta grande uno de sus más dotados cultivadores en activo. Aquí destila historias sobre la edad adulta, con personajes en fuga, rebeldes en busca de su lugar en el mundo, pinceladas de desamor, añoranza del pasado o de historias no vividas... Barcelona y sus calles están presentes en varios de los cuentos, pero si hay un hilo conductor que los une secretamente es la música: canciones que suenan al final de una fiesta, que deshacen la tensión en el interior de un coche, unen destinos inesperados... De ahí surge el título, que hace referencia a un tema de Bowie y Pat Metheny compuesto para una película de espías o aspirantes a espías, como son aspirantes a cosas muy diversas los personajes de estos cuentos.

Puntí construye sus historias con sutileza, finísima capacidad de observación y un humor siempre presente, aunque muchas veces la sonrisa se acabe helando en los labios. El resultado son nueve muestras de la excelencia de un autor elogiado por la crítica como un cuentista deslumbrante.

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Información

Año
2017
ISBN de la versión impresa
9788433998415
ISBN del libro electrónico
9788433938206
Categoría
Historia

EL MILAGRO DE LOS PANES Y LOS PECES

Hace ya unos días, una tarde de principios de verano, me reencontré con mi amigo Miquel Franquesa, que ahora se hace llamar Mike. Describirlo como un amigo tal vez sea exagerado, porque en realidad solo nos hemos visto un par de veces en tres años, pero también es cierto que nuestro contacto no fue en ningún momento esporádico ni casual, sino que contenía el punto justo de confianza y quizá de intimidad –sobre todo por su parte– que da el dinero compartido.
Digo que lo reencontré y en realidad fue él quien me vio primero. Iba yo por el paseo Marítimo, en dirección a la Barceloneta, cuando de pronto alguien que me venía de frente se plantó ante mí, impidiéndome el paso con una sonrisa. Tardé mis buenos diez segundos en reconocer ese rostro, el tiempo de rescatarlo de la memoria y comprender que estaba más envejecido y ajado. Lo saludé esforzándome por disimular la sorpresa. El Miquel que había conocido tres años antes era más bien delgado, tenía treinta años largos, las facciones suaves y huidizas, mirada de hurón y una alegría desgarbada, que se acentuaba porque solía llevar la camisa medio por fuera del pantalón. En cambio, el Mike que ahora tenía delante me hizo pensar en un pescado hervido, un salmón: inflado y blando, más que gordo, con la piel de un moreno tirando a naranja, lucía una gorra de los Yankees, un polo azul cielo salpicado de manchas metido por dentro de los vaqueros y unas zapatillas multicolores.
Nos dimos la mano y nos saludamos con cuatro palabras de cortesía. Su voz sonaba menos nerviosa de lo que recordaba, como templada por los ansiolíticos. Me contó que hacía más de medio año que había vuelto para pasar las vacaciones de Navidad y había decidido quedarse pese a que todo el mundo le recomendaba que no lo hiciera. La maldita crisis. Incluso había encontrado trabajo.
–Y ahora vas hacia el casino, supongo... –aventuré con algo de malicia, porque era allí donde nos habíamos conocido.
–Sí –contestó–, pero no es lo que crees. No he vuelto a jugar. Ahora es mi lugar de trabajo.
Supongo que lo miré con incredulidad, porque entonces me invitó a tomar una cerveza en un bar cercano y así, mientras él comía algo, charlaríamos y nos pondríamos al día. Su turno no empezaba hasta dentro de hora y media.
Durante esos tres años, me dijo Miquel, había hecho miles de kilómetros y había conocido a decenas de personas. Había tenido una amante fogosa y había logrado esquivar por los pelos la venganza de un marido cornudo. Había paseado en góndola por los canales de Venecia, conducido un Ferrari, considerado la idea de suicidarse lanzándose desde la torre Eiffel. Al final siempre había sobrevivido. Puede que esa sea la palabra que mejor resume su peripecia: a pesar de sí mismo, había sobrevivido a todo. Y ahora volvía a estar en Barcelona. Pero antes de adentrarme en el relato, tal vez valga la pena recordar cómo nos conocimos...
Empecemos, quizá, diciendo que Miquel Franquesa era cliente asiduo del Casino de Barcelona. En agosto de 2008 yo estaba escribiendo una novela y había decidido que en un capítulo importante saldrían unos jugadores de cartas. Llevaba algún tiempo peleándome con una escena en la que quería describir una partida de póquer. Sabía cómo resolver la atmósfera de la partida, pero me fallaban los gestos de los jugadores cuando ven las cartas por primera vez, sus caras cuando les toca una mano especialmente cargada, el silencio vanidoso de quien gana sabiendo que se ha marcado un farol... Así que una tarde de viernes muy calurosa fui al casino para fijarme en los jugadores de blackjack y, ya de paso, aprovechar el aire acondicionado. Como me conozco y sé que tengo debilidad por las cosas del azar, dejé las tarjetas de crédito en casa y me llevé solo sesenta euros por si tenía la ocurrencia de jugar.
Una vez dentro del casino me quedé con las ganas de ver a los jugadores de cartas. Resulta que las partidas de blackjack están restringidas al público. Las mesas quedan separadas del resto de la sala por una discreta mampara de madera y hay un vigilante que solo deja pasar a quienes acrediten que van a jugar. Por unos instantes me planteé volver a casa, pero gracias al ambiente relajado del casino y esa atmósfera espesa y turbulenta que suele respirarse allí donde se juega por dinero decidí quedarme un rato más. Pedí un gin-tonic y, con el vaso en la mano, como si todo aquello fuese de mi propiedad, me paseé por las mesas en las que se jugaba a la ruleta. (Sí, he visto muchas películas.) Fue entonces cuando en una de las mesas con más afición a su alrededor me fijé por primera vez en Miquel Franquesa. Su forma de entregarse al juego –en cuerpo y alma– me fascinó e, hipnotizado, no le quité los ojos de encima durante una hora larga, el rato que tardó en perderlo todo.
No sé cuánto dinero sería, calculé que cerca de dos mil euros, pero su rostro ni se inmutó. Al final, cuando perdió la última ficha y el crupier la arrastró con indolencia hacia sus dominios, le noté una leve mueca de disgusto, pero nada más. Se levantó, saludó con la cabeza sin dirigirse a nadie en particular y se fue. Lógicamente, lo seguí y vi que se metía en el aseo. Entré detrás de él y, para disimular, me lavé las manos. Después de mear él hizo lo mismo.
–¿Qué pasa, te doy lástima? –me preguntó desde el espejo.
–No –contesté al instante–. Lo que estoy es impresionado. ¿Cómo se puede perder tanto dinero?
–Mala suerte –contestó–, siempre es mala suerte. Va y viene. He apostado toda la tarde al doce, porque hoy es día doce, y ya lo has visto: he perdido todas las veces. Pero si ahora volviéramos juntos a la mesa de juego y apostáramos al doce, nada nos dice que volveríamos a perder.
–Ni que ganaríamos... –repuse yo.
–Exacto. ¿Quieres que lo intentemos? ¿Llevas dinero encima?
Dejé la invitación suspendida en el aire unos segundos, el tiempo de secarme las manos en un secador con ronquera. Al ver que no acababa de decidirme, Miquel repitió la pregunta, pero esta vez con un matiz distinto:
–¿Llevas dinero encima? ¿Me lo puedes prestar?
–Sí que llevo. Cincuenta euros. Pero con cincuenta euros no harás nada.
–En eso te equivocas –dijo–. Tal como lo veo yo, un billete de cincuenta euros contiene la promesa de más dinero. Solo tienes que saber cómo trabajarlos y que la suerte te acompañe. Es como cuando Miguel Ángel se plantaba frente a un bloque de mármol y veía la escultura que había dentro. El David, el Moisés...
–Hombre, no es exactamente lo mismo –le reconvine, pero confieso que la comparación me sedujo y me ablandó. Él debió de darse cuenta, porque insistió.
–Déjame los cincuenta euros y vamos a medias. O mejor aún: déjame los cincuenta euros y te devolveré cien. Que sea mañana, eso sí. Un préstamo de veinticuatro horas al ciento por ciento. Es una gran oferta.
Hablaba en un tono tan convincente que no supe resistirme. Me encogí de hombros y le di el billete de cincuenta euros. Se lo metió en la cartera al instante, como si el dinero le quemara los dedos, o como si diera mala suerte contemplarlo (vete a saber), y me lo agradeció con una mirada de confianza, casi de camaradería. Salimos juntos del aseo y lo seguí hacia la mesa de juego, pero cuatro pasos más allá Miquel se dio la vuelta y se despidió de mí hasta el día siguiente. Era una manera elegante de decirme que no quería que lo acompañara, que no me correspondía ver cómo ponía en juego mi dinero, mi inversión en su talento, y me fui convencido de que no volvería a ver esos cincuenta euros.
Al día siguiente, sin embargo, la curiosidad me hizo volver al casino a la misma hora. Miquel me esperaba fuera. Llevaba gafas de sol oscuras, como si quisiera disimular la cara de cansancio.
–No hace falta que entremos –me dijo, y me tendió dos billetes de cincuenta euros.
–Vaya, esto sí que no me lo esperaba. O sea, que volviste a ganar...
–No, no, lo perdí todo –admitió con una sonrisa triste–, pero soy un hombre de palabra. Gracias a tus cincuenta euros jugué durante más de cuatro horas y conseguí reunir una pequeña fortuna. Cerca de diez mil pepinos, pero no supe parar a tiempo y poco a poco me lo fui puliendo todo otra vez. Así es la vida.
Además de ser un hombre de palabra, para entonces ya había entendido que Miquel Franquesa era un ser impulsivo, tozudo y sometido a la adrenalina de los arrebatos, por más que a la larga eso le trajera desgracias. Para rematar el cuadro clínico, también era un optimista nato, de esos que se tiran de cabeza a la piscina sin preguntar si el agua está fría. Me lo quedé mirando y, como me dio lástima –esta vez sí–, le devolví sus cincuenta euros, pero no quiso aceptarlos. Al contrario. Se puso serio y me dijo que, sin saberlo, me los había ganado. Mi intervención casual había sido «terapéutica y enriquecedora» (palabras textuales). Entonces me contó que la víspera, cuando volvía a casa en taxi, abatido y con los bolsillos vacíos, había tenido una epifanía. El taxista iba oyendo la radio, un programa de entretenimiento sobre los catalanes dispersos por el mundo, y entonces el locutor había explicado que en Las Vegas «la capital del juego y la diversión sin límites» vivía cerca de un centenar de compatriotas. Miquel lo interpretó como un reto: si quería dejar el juego para siempre, se dijo, el mejor lugar para desengancharse era Las Vegas.
–¿Tú crees? –osé interrumpirlo.
–Desde luego. Nada como una buena quemadura para mantenerte alejado del fuego para siempre.
Una vez más su ejemplo me pareció rebuscado, pero me di cuenta de que le brillaban los ojos con una excitación pura, rayana en la fe, y yo no era nadie para cuestionar su decisión. Además, ya lo tenía todo dispuesto: esa mañana había sacado los escasos ahorros que le quedaban, había malvendido el ordenador portátil (después de guardar todos los documentos personales en un lápiz de memoria), había puesto un anuncio en internet para realquilar su piso y había comprado el billete de avión para viajar a Las Vegas tres días más tarde. Solo el vuelo de ida.
–Gracias, de verdad –me dijo cuando nos despedimos, estrechándome la mano con una sinceridad enfermiza–. Gracias por todo.
Lo vi partir decidido, como un explorador con una misión, y luego, acaso para rendir homenaje a su valor, o a su insensatez, entré en el casino y perdí los cien euros que me había dado.
Ya he dicho antes que ahora Miquel se hace llamar Mike. Esta reducción del nombre, que hoy se me antoja indisociable de su carácter, se produjo mientras vivía en Estados Unidos. Cuando me topé con él en el paseo Marítimo, era como si ese entusiasmo cándido de hace tres años se hubiera disuelto completamente en la realidad cotidiana de Las Vegas, y sin embargo hablaba sin pizca de acritud o remordimientos.
–Las Vegas es todo lo que uno quiera –me dijo en el bar, mientras tomábamos una cerveza–, y además no se acaba nunca. No sé si lo sabes, pero los sociólogos se refieren a ella como un «no lugar». De acuerdo, lo es, pero también es un «no tiempo». Las horas pasan sin orden ni concierto, y a menudo cuesta distinguir el día de la noche. Afuera siempre hay claridad, ya sea gracias al impetuoso sol del desierto o a los miles de letreros luminosos con los que la ciudad se engalana cuando llega la noche. Si no has visto el cielo de una puesta de sol rojiza, recortándose sobre los neones verdes del Nevada Inn, no has visto nada, créeme. Y dentro de los casinos no hay relojes, de modo que el tiempo pasa volando o se detiene en función de las rachas del juego.
Su referencia a los casinos me hizo fruncir el ceño.
–No, ya lo sé. Te costará creerlo, pero no entré en la sala de juego de un casino hasta medio año después de haber llegado a Las Vegas –aclaró–. Más allá del famoso Strip que todo el mundo conoce de las películas, detrás del decorado estridente, hay una ciudad hecha de casas que parecen prefabricadas, todas iguales, y que se extiende hacia la nada. Cuando llegué me busqué un motel baratito, el Flamingo, y me instalé en él durante dos semanas. Para que la experiencia fuera más emocionante, me inscribí con un nombre falso, Mike Picasso, pero la recepcionista ni siquiera pestañeó. Buena señal. Aunque tenía visado de turista, mi intención era encontrar trabajo para no esquilmar demasiado mis ahorros. Ahora podría describirte el motel, la cama gigante, la piscina de agua verdosa (en la que siempre había una pelota de plástico flotando), la máquina de hielo en el pasillo, la gente de paso como yo, las proezas sexuales o las discusiones nocturnas al otro lado del tabique, sin duda provocadas por el dinero. Pero no lo haré, tú mismo ya te lo puedes imaginar.
–Tienes razón, me lo imagino perfectamente.
–Los cinco primeros días no salí del motel –continuó–. Todo aquello me abrumaba. Oía el constante rumor de la ciudad, veía el resplandor desde la ventana y me decía que no estaba preparado para enfrentarme a algo así. Me pasaba el día en la piscina, haciendo el vago en una tumbona, y mi único alimento eran las patatas fritas y unas alitas de pollo picantes que la dueña del motel me mandaba llevar a la habitación. Desde mi atalaya al aire libre controlaba las idas y venidas de los perdedores de los casinos. Salían por la mañana con la esperanza en el rostro y volvían por la noche convertidos en despojos humanos.
»El quinto día me desperté con más decisión, como si me hubiese desintoxicado definitivamente de las ganas de jugarme el dinero. Sentía que formaba parte de ese mundo, que ya no era un visitante iluso, sino que con esa cuarentena autoimpuesta me había ganado el derecho a sobrevivir en él. Entonces, de repente, comprendí que no sabía por dónde empezar.
–Si mal no recuerdo, ibas a buscar catalanes...
–Bueno, eso era una excusa, pero es cierto que al final funcionó. Una mañana cogí un autobús gratuito hasta las fuentes del Bellagio, que son espectaculares, y desde allí me paseé por el bulevar de los casinos. El Caesars Palace, el Bally’s, el Tropicana... Nombres míticos que había oído mil veces y que se me ofrecían como una tentación... Qué digo una tentación: el paraíso del jugador. Por suerte, ahora ya tenía claro cuál era mi objetivo. Me fijaba en la gente que entraba o salía de los casinos y, de vez en cuando, al pasar por su lado, cantaba en voz alta «Baixant de la Font del Gat» o «El meu avi», por si me oía algún catalán de los que al parecer vivían en Las Vegas. Pero nada, nadie picaba el anzuelo. De pronto, cuando estaba a punto de darme por vencido, oí a alguien gritar: «¡Eh, catalán! Barcelona és bona si la bossa sona...» Me di la vuelta y era un tipo barbudo, vestido con elegancia, de origen cubano, nieto de catalanes, que de pequeño había oído cantar habaneras. Se llamaba Bonany. Llevaba unos patines en línea sobre los que hacía equilibrios a la salida de un casino y, mientras repartía propaganda, intentaba convencer a los clientes para que esa noche se olvidaran un rato del juego y fueran a ver el musical Los miserables. Lo invité a comer un trozo de pizza, más que nada por hablar con alguien, y le conté que estaba buscando trabajo pero no sabía por dónde empezar. «Pues encontraste a la persona ideal, broder», me dijo. «Pero permíteme una pregunta: ¿tú sabes hablar español con algún acento latino?» Le contesté que sí, que sabía imitar a los mexicanos y a los argentinos, quizá también a los venezolanos, y al día siguiente ya tenía mi primer trabajo en Las Vegas. Ilegal, por supuesto.
Mike Franquesa me contó entonces que se ganó su primer sueldo trabajando como aparcacoches en un casino de segunda categoría. Resultó que Wilfredo Bonany, el cubano medio catalán al que acababa de conocer, tenía montado un negocio para dar trabajo a inmigrantes ilegales. En Las Vegas, como en todas partes, hay casinos más pequeños, negocios que son como parásitos del juego y sobreviven, mal que bien, a la sombra de los grandes imperios, detrás de la primera línea. Son lugares ideales para abrirse paso cuando acabas de llegar, con apuestas más bajas, y nadie hace preguntas incómodas. La estrategia de Wilfredo Bonany era muy sencilla y al mismo tiempo muy bien estudiada: buscaba a jóvenes treintañeros que tuvieran buena presencia, fuesen latinoamericanos y llevasen poco tiempo en Las Vegas. Si hablaban un inglés rudimentario, como era el caso de Mike, mejor aún. Wilfredo se presentaba a las entrevistas de trabajo luciendo sus mejores galas, con su barba fecunda y espesa, y contestaba tímidamente, con una actitud retraída que se escudaba en sus aparentes limitaciones lingüísticas. Luego enseñaba sus documentos de ciudadano estadounidense, todo legal, y por lo general lo contrataban. Mano de obra básica. Llegado el día, Wilfredo enviaba a algún otro broder, como los llamaba él, instruyéndolo para que se presentara bien afeitado y se mantuviera fiel a ese carácter retraído que él había mostrado en la entrevista.
Con esta táctica, que se basaba en el uniforme y sobre todo en la incapacidad de los jefes de personal estadounidenses para distinguir los rostros y acentos latinos, Wilfredo Bonany tenía una plantilla de más de diez personas trabajando para él, bajo su nombre, que a cambio le entregaban un treinta por ciento de su sueldo. Más listo que el hambre, era como una empresa de trabajo temporal: jardineros, empleados de limpieza, camareros, repartidores de comida, aparcacoches... Tenía olfato y no dejaba escapar ninguna oferta. Solo tenía que andarse con ojo para no firmar más de un contrato por empresa. La discreción que domina los negocios en Las Vegas hacía el resto.
En el caso de Mike, todo sucedió tal como había previsto el cubano. Como le había tocado el horario nocturno, el primer día de trabajo llegó al casino hacia las seis de la tarde. El encargado le preguntó por la barba y él, siguiendo las instrucciones de Bonany, dijo que se la había afeitado para causar una mejor impresión, lo que le hizo ganar puntos al instante. Le dieron un uniforme y le presentaron a su compañero de turno, un armenio de carácter desabrido y gestos bruscos que debía enseñarle cómo funcionaba lo de aparcar coches.
–Trabajé allí durante unos ocho meses –recordó Mike Franquesa mientras pedíamos otra ronda de cerveza y él ojeaba la carta de platos combinados–. Aunque era muy aburrido, fue un aprendizaje que me permitió comprender los entresijos sociales de Las Vegas, los códigos que rigen la frontera entre los que trabajan y los que salen de fiesta. Aparcábamos los coches que querían acceder al casino o a un centro de restaurantes vagamente inspirados en Nueva York. Había pizzerías, hamburgueserías, puestos de tacos mexicanos... Siempre a la sombra de una reproducción de la estatua de la Libertad de porte avergonzado y un arco de cartón piedra que imitaba los del puente de Bro...

Índice

  1. Portada
  2. Vertical
  3. Intermitente
  4. Riñón
  5. Premio de consolación
  6. La madre de mi mejor amigo
  7. Siete días en el Barco del Amor
  8. La materia
  9. El milagro de los panes y los peces
  10. La paciencia
  11. Nota final
  12. Créditos
  13. Notas