XIV
La señora Luzhin tuvo que admitir que la visita de tres semanas de la dama rusa no había pasado sin dejar huella. Las opiniones de la visitante eran falsas y estúpidas, pero ¿cómo probarlo? La horrorizó el que en años recientes hubiera mostrado tan poco interés en la cultura del exilio, aceptando pasivamente los puntos de vista frívolos, barnizados, e impresos en oro de sus padres, sin prestar atención a los discursos que oía en los mítines políticos de los emigrados, a los que en una época había sido obligado asistir. Se le ocurrió que quizá también Luzhin podía interesarse por las cuestiones políticas, que a lo mejor le apasionarían, como les ocurre a millones de personas inteligentes. Y una nueva ocupación para Luzhin era esencial. Se había vuelto extraño, había reaparecido en él aquel anterior mal humor, y con frecuencia observaba en su mirada una especie de expresión huidiza, como si estuviera ocultando algo. Le preocupaba que no hubiera encontrado aún una afición que le resultara completamente absorbente, y se reprochaba a sí misma la estrechez de su visión mental, su incapacidad para encontrar la esfera, la idea, el objeto que pudiera proporcionar trabajo y alimento a los talentos inactivos de Luzhin. Sabía que tenía que darse prisa, que cada minuto desocupado en la vida de su marido era una grieta por donde podían colarse los fantasmas. Antes de partir rumbo a los países pintorescos era necesario encontrarle a Luzhin una actividad interesante, y solo después recurrir al bálsamo del viaje, ese factor decisivo empleado por los millonarios románticos para curar su melancolía.
Comenzó con los periódicos. Se suscribió a Znamia (La Bandera), Rosianin (El Ruso), Zarubeshny Golos (La Voz del Exilio), Obedinienie (La Unión), y Klich (El Clarín), compró los últimos números de las revistas de la emigración, y, para poder comparar, revistas y periódicos soviéticos. Decidieron hacer todos los días, después de cenar, lecturas en voz alta. Al advertir que algunos diarios dedicaban una sección al ajedrez, se preguntó si debía procurar que aquellas informaciones no llegaran a su marido, pero temió insultar con ello a Luzhin. En una o dos ocasiones se publicaron antiguas partidas de este como ejemplos de buen juego, lo cual era desagradable y peligroso. No podía ocultar los periódicos el día que publicaban selecciones de ajedrez, ya que Luzhin los coleccionaba para encuadernarlos después en grandes volúmenes. Cada vez que él abría un periódico donde aparecía algún oscuro problema de ajedrez, ella vigilaba la expresión de su rostro, pero él, al advertir aquella mirada, se limitaba a echar una ojeada rápida. Y ella no sabía con qué culpable impaciencia esperaba él los lunes y los jueves, que eran los días en que se publicaba la sección de ajedrez, como tampoco sabía con qué curiosidad repasaba y examinaba, cuando estaba solo, las partidas impresas. En el caso de los problemas de ajedrez, echaba una mirada de soslayo al diagrama y, abarcando con la mirada la disposición de las piezas, grababa al instante el problema en su memoria y después lo resolvía mentalmente mientras su mujer leía el editorial en voz alta.
–... Toda esta actividad se manifiesta en una transformación y un desarrollo fundamentales, destinados a asegurar... –leía su mujer con voz tranquila. («Una posición interesante», pensaba Luzhin. «La reina de las negras ha quedado enteramente libre»)... establece una clara distinción entre sus intereses vitales, y tampoco sería superfluo señalar que el talón de Aquiles de esa mano punitiva... –(«Las negras tienen una defensa obvia contra la amenaza de h7», pensaba Luzhin, y sonrió de un modo mecánico cuando su mujer, interrumpiendo su lectura por un momento, dijo repentinamente en voz baja: «No entiendo a qué se refiere»)... si en este terreno, no se respeta nada... –(«¡Oh, espléndido!», exclamó mentalmente Luzhin al encontrar la solución del problema, un sacrificio endemoniadamente elegante...)– y el desastre no se dejará esperar.
Con esas palabras concluyó su mujer la lectura del artículo, y suspiró. Sucedía que cuanto más leía los periódicos más se aburría, y una bruma de palabras y metáforas, de suposiciones y argumentos eran utilizados para oscurecer la clara verdad, que ella intuía, aunque fuera incapaz de expresarla. Pero cuando leía los periódicos del otro mundo, los periódicos soviéticos, su aburrimiento no conocía límites. De ellos se desprendía la frialdad de una contaduría sepulcral, el tedio típico de oficinas infestadas de moscas, y le recordaban de alguna manera los rasgos sin vida de cierto mínimo empleado en una de las dependencias que ella y Luzhin habían tenido que visitar en los días en que desfilaban de una oficina a otra en busca de algún insignificante documento. Aquel ínfimo funcionario, enclenque y testarudo, estaba siempre comiendo un bollo para diabéticos. Era posible que recibiera un salario miserable, que estuviera casado y tuviera un hijo con el cuerpo cubierto por una erupción. Concedía a aquel documento que no tenían y que necesitaban obtener una importancia cósmica; el mundo entero dependía de aquel pedazo de papel y se convertiría, sin remedio, en un montón de polvo si una persona se veía privada de él. Y eso no era todo: parecía que los Luzhin no podrían obtenerlo hasta que hubieran pasado períodos de tiempo monstruosos, milenios de desesperación y de vacío, y el único medio permitido para aliviar esa desdicha era escribir incesantes peticiones. El funcionario se enojaba con Luzhin por fumar en su oficina y en un momento de sobresalto este se metió una colilla en un bolsillo. Por la ventana se podía ver una casa en construcción cubierta por andamios y una incesante lluvia; en un rincón de la habitación colgaba una chaqueta negra, que el funcionario cambiaba durante las horas de trabajo por una de lustrina, y su escritorio daba una impresión general de tinta violeta y de desesperación trascendental. Salieron de allí con las manos vacías, y ella tuvo la sensación de tener que luchar con una eternidad gris y ciega que, de alguna manera, ya la había vencido, rechazando desdeñosamente su tímido soborno terrenal, tres cigarros. En otra oficina les fue entregado inmediatamente aquel pedazo de papel. Más tarde, la señora Luzhin pensó, con horror, que aquel insignificante empleado que los había despedido, posiblemente se los imaginaba vagando como espectros inconsolables a través del vacío, y tal vez estaría esperando su regreso sumiso e implorante. Le resultaba oscuro determinar por qué era precisamente esa imagen la que flotaba ante ella cada vez que tomaba un periódico moscovita. La misma sensación de aburrimiento y piedad, tal vez, pero eso para ella no era suficiente, su mente no quedaba satisfecha; pero de pronto advirtió que también ella buscaba una fórmula, la encarnación oficial de sentimientos, y ese no era de ninguna manera su propósito. Su mente no podía comprender la complicada lucha entre las confusas opiniones expresadas por diversas publicaciones de la emigración. Esa diversidad de opiniones la desconcertaba, acostumbrada a suponer, por inercia, que quienes no pensaban como sus padres lo hacían como aquel cojo divertido que una vez había hablado de sociología a un grupo de alegres colegialas. Parecía percibir los más sutiles matices de opinión y la hostilidad más venenosa. Y si todo aquello resultaba demasiado complicado para su mente, su corazón empezó a captar una cosa con toda claridad: tanto allí como en Rusia había gente que torturaba o deseaba torturar a otra gente, pero en su país de origen la tortura y el deseo de torturar eran cien veces mayores que en Berlín, y por lo tanto en Berlín se estaba mejor.
Cuando le tocaba leer a Luzhin, ella elegía un artículo humorístico, o alguna narración breve y emotiva. Leía con un cómico tartamudeo, pronunciaba algunas palabras de modo extraño, y a veces pasaba por alto un punto o no llegaba a él, y subía o bajaba el tono sin ninguna razón lógica. No fue difícil para ella comprender que los periódicos no le interesaban; cuando emprendía una conversación sobre algún artículo que acababan de leer, él apresuradamente le daba la razón en todas sus conclusiones, y cuando, con el propósito de ponerlo a prueba, ella afirmaba que todos los periódicos de la emigración mentían, él también estaba de acuerdo.
Los periódicos eran una cosa; la gente, otra. Debía de ser interesante oír a esas personas. Se imaginó a gente de diversas tendencias, «un hatajo de intelectuales», según decía su madre, reunidos en su piso, y a Luzhin escuchando esas disputas de viva voz y entablando conversaciones sobre temas nuevos, y aunque no se entusiasmara precisamente, tal vez encontrara en ellas una diversión pasajera. De todas las amistades de su madre el más ilustrado y aún «izquierdista», como afirmaba su madre con cierta coquetería, era Oleg Serguéievich Smirnovski; pero cuando la señora Luzhin le pidió que llevara a su piso a algunas personas interesantes, liberales, que no solo leyeran La Bandera, sino también Unión y La Voz del Exilio, Smirnovski le respondió que, como ella bien lo podría comprender, él no se movía en tales círculos y comenzó a censurar a quienes lo hacían; explicó que él solo se movía en los círculos en los que era esencial moverse, y la cabeza de la señora Luzhin comenzó a dar vueltas como en un tiovivo del parque de atracciones. Después de aquel fracaso, comenzó a extraer de los diversos rincones de su memoria a personas a quienes había conocido alguna vez y que en esos momentos podían resultarle útiles. Recordó a una muchacha rusa que se sentaba a su lado en la Escuela de Artes Aplicadas de Berlín, hija de un activista político del grupo democrático; se acordó de Alfiorov, quien había estado en todas partes y al que le encantaba contar cómo un viejo poeta había muerto en sus brazos; recordó a un pariente, al que no apreciaba nada, que trabajaba en las oficinas de un periódico liberal ruso, cuyo nombre era todas las noches guturalmente deformado por la gorda vendedora de periódicos de la esquina. Pensó en dos o tres personas más. También se le ocurrió que muchos intelectuales probablemente recordarían a Luzhin el escritor o habían conocido a Luzhin el ajedrecista y visitarían su casa con placer.
¿Y qué le importaba todo eso a Luzhin? La única cosa que en realidad le interesaba era el juego complejo e ingenioso en el que en otra época había estado inmerso. Impotente, tercamente, buscaba señales de la repetición de la jugada ajedrecística, preguntándose cuál sería su tendencia. Pero estar siempre en guardia, mantener la atención constantemente también le resultaba imposible: algo comenzaba a debilitarse en su interior; comenzaba a entusiasmarse con una partida publicada en el periódico para al poco rato advertir con desaliento que había vuelto a ser imprudente, y que en su vida acababa de realizarse una jugada delicada que continuaba sin piedad la combinación fatal. Decidía entonces redoblar la vigilancia, observar cada uno de los segundos de su vida, pues las trampas podían estar en cualquier lugar. Lo que más le oprimió era la imposibilidad de inventar un sistema de defensa racional, pues el objetivo de su oponente permanecía aún oculto.
Demasiado gordo y fofo para sus años, caminaba por entre la gente a la cual su esposa había invitado, trataba de encontrar un rincón tranquilo, y durante todo el tiempo no hacía más que mirar y escuchar en busca de una pista que le indicara el próximo movimiento, una continuación de ese juego que él no había inventado, pero que estaba dirigido con una fuerza terrible contra él. A veces sucedía que ese indicio se presentaba, algo se movía hacia delante, pero eso no aclaraba el significado general de la combinación. Y era difícil hallar un lugar tranquilo, la gente le formulaba preguntas que él tenía que repetirse varias veces antes de entender su significado y hallar una respuesta sencilla. En las tres habitaciones, vistas ya sin telescopio, había mucha luz, nadie se salvaba de las lámparas, y la gente se sentaba en el comedor, en las incómodas sillas del salón y en el diván del estudio. Un hombre que llevaba pantalones de franela clara se esforzó en varias ocasiones por sentarse sobre el escritorio, apartando, para sentirse más cómodo, la caja de pinturas y una pila de periódicos sin abrir. Un actor entrado en años con un rostro que sus muchos papeles habían transformado, un hombre melifluo de voz también meliflua (quien seguramente había desempeñado sus mejores actuaciones en zapatillas caseras, en papeles que exigieran gruñidos, quejidos, resacas imponentes y expresiones jugosas y extraordinarias) estaba sentado en el diván junto a la corpulenta esposa de ojos negros del periodista Bars, una exactriz, y ambos rememoraban la época en que habían actuado juntos en una ciudad a orillas del Volga en el melodrama Un sueño de amor.
–¿Recuerdas el problema que tuve con el sombrero de copa y la elegancia con que lo resolví? –preguntó melifluamente el actor.
–Hubo ovaciones sin fin –dijo la dama de ojos negros–. Jamás podré olvidar las ovaciones que recibí esa noche.
De esa manera se interrumpían el uno al otro, cada cual ocupado en sus propios recuerdos. El hombre de pantalones claros le pidió por tercera vez a Luzhin, que estaba por completo abstraído, un cigarrillo. Era un joven e incipiente poeta que leía con fervor sus poemas, en tono de cantinela, moviendo ligeramente la cabeza y mirando hacia el infinito. Normalmente mantenía la cabeza alta, por lo que su nuez era muy visible. Se quedó sin obtener el cigarrillo, ya que Luzhin se dirigió como un sonámbulo hacia el salón, y el poeta, mirando con reverencia su gruesa nuca, pensó en lo extraordinario que era como jugador de ajedrez, y deseó que llegara el momento en que pudiera hablar con un Luzhin del todo recuperado de temas relacionados con el ajedrez, juego del que era un gran entusiasta, y entonces, al ver a la esposa de Luzhin a través de la puerta entreabierta, se preguntó si valdría la pena cortejarla. La señora Luzhin escuchaba sonriente al periodista Bars, alto y picado de viruelas, y pensaba en lo difícil que iba a resultar sentar a todos sus invitados alrededor de una mesa de té y si no sería mejor servirlo en el futuro en lugares donde se hallaran sentados. Bars hablaba con excesiva rapidez y siempre como si estuviera expresando una idea tortuosa con todas sus cláusulas e interpolaciones en el período de tiempo más breve posible, desmontando y reajustando todo, y si daba la casualidad de que sus oyentes le escucharan con atención, entonces empezaban a comprender poco a poco que aquel laberinto de veloces palabras iba revelando gradualmente una asombrosa armonía, y que el discurso en sí, con sus ocasionales e incorrectas construcciones, cambiaba de repente. Su estilo periodístico se transformaba, como si adquiriera su gracia y su nobleza de las ideas que expresaba. La señora Luzhin, al pasar junto a su marido, le puso en la mano un plato con una naranja hermosamente mondada, y siguió su camino hacia el estudio.
–Y hay que observar –dijo un hombre de aspecto común y corriente que había escuchado toda la disertación del periodista, y la había apreciado– que en la poesía de Tiútchev la noche es fresca y sus estrellas son redondas, húmedas y relucientes, y no solo unos puntos brillantes en el firmamento.
No dijo más, ya que era, por lo general, hombre de pocas palabras, no tanto por modestia, sino al parecer por temor de derramar algo precioso que no era suyo pero que le habían confiado. A la señora Luzhin le resultaba muy simpático, precisamente por su sencillez, por la neutralidad de sus facciones, como si fuera el exterior de un recipiente que contenía algo tan precioso y sagrado que hubiera sido un sacrilegio pintar la arcilla. Se llamaba Petrov; nada notable se destacaba en él, no había escrito nada, y vivía como un mendigo, aunque jamás le hablaba de eso a nadie. Su única función en la vida consistía en llevar, con reverencia y concentración, aquello que le había sido confiado, algo que era necesario preservar a todo precio en todos sus detalles y toda su pureza, e incluso por esa razón caminaba con pasos cortos y cautelosos, procurando no tropezar con nadie, y solo con muy poca frecuencia, cuando discernía en la persona con quien hablaba una solicitud afín, revelaba por un momento, del todo enorme que guardaba en su interior, un ligero mendrugo, tierno e inestimable, un verso de Pushkin o el nombre campesino de una flor silvestre.
–Recuerdo al padre de nuestro anfitrión –dijo el periodista cuando la espalda de Luzhin desapareció en el comedor–. No se parecen, aunque hay algo semejante en la forma de los hombros. Era un alma buena, un hombre agradable, pero como escritor... ¿Cómo? ¿En verdad encuentra usted que esos cuentos para adolescentes, tan melosos...?
–Por favor, por favor, pasemos al comedor, se lo ruego –dijo la señora Luzhin, volviendo del estudio con tres invitados a quienes había encontrado allí–. El té está servido. Vengan, por favor.
Los que ya estaban en la mesa se habían sentado de un mismo lado, mientras que en el otro un solitario Luzhin, con la cabeza hoscamente baja, masticaba un gajo de naranja y revolvía el té de su taza. Allí estaba Alfiorov con su mujer; había también una joven, brillantemente maquillada, que dibujaba maravillosos pájaros de fuego, y un joven calvo que, en broma, se llamaba a sí mismo obrero de la prensa, pero que secretamente soñaba con convertirse en dirigente político, y dos mujeres, ambas viudas de abogados. También estaba sentado a la mesa el delicioso Vasili Vasílievich, tímido, majestuoso, puro de corazón, con una barba rubia y zapatos de fieltro propios de un anciano. Durante el zarismo había sido desterrado a Siberia y luego al extranjero, de donde volvió en 1917, a tiempo para dar un vistazo a la revolución antes de ser nuevamente desterrado, en esa ocasión por los bolcheviques. Hablaba con honestidad de su trabajo clandestino, sobre Kautsky y Ginebra, y era incapaz de mirar a la señora Luzhin sin emoción, pues en ella encontraba un parecido con las doncellas idealistas de ojos claros que habían trabajado con él por el bien de su pueblo.
Como sucede siempre en esas reuniones, cuando todos los invitados se sentaron a la mesa se hizo el silencio. Un silencio tan denso que la respiración de la sirvienta era claramente audible mientras servía el té. La señora Luzhin se descubrió varias veces abrigando el imposible deseo de preguntar a la sirvienta por qué respiraba tan fuerte, y si no podía hacerlo con más suavidad. Por lo general, aquella rechoncha campesina no era demasiado eficiente; sobre todo en las llamadas telefónicas era un desastre. Mientras oía la jadeante respiración, la señora Luzhin recordó brevemente que la sirvienta le había informado, riéndose: «Llamó un tal señor Fa... Fel... Felty... Sí, Felty. Aquí escribí su número.» La señora Luzhin llamó a aquel número, pero una voz cortante le respondió que llamaba a la oficina de una empresa cinematográfica, y que allí no había ningún señor Felty. Una especie de tonto embrollo. Iba a comenzar a criticar a las sirvientas alemanas, a fin de romper el silencio de su vecino, cuando advirtió que ya se había iniciado una conversación, que estaban hablando de una nueva novela. Bars afirmaba que se trataba de un estilo sutil y elaboradamente escrito, y q...