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Cambridge era un desierto. Era uno de los veranos más calurosos que había visto en mi vida. A finales de julio por el día buscaba refugio en cualquier parte y por la noche no podía dormir. Todos mis amigos de los cursos de posgrado se habían ido. Frank, mi antiguo compañero de piso, enseñaba italiano en Florencia, Claude había vuelto a Francia para trabajar en la consultoría de su padre y Nora estaba en Austria haciendo un curso acelerado de alemán. Nora me escribía hablándome de Frank y Frank me escribía hablándome de Nora. No tiene aún veinticinco años y está ya casi calvo. Ella, según él, era una pánfila con baile de San Vito que debería dedicarse a voltear hamburguesas. Yo procuraba no tomar partido, pero en el fondo envidiaba el amor que se profesaban y temía que acabara disolviéndose, a veces más de lo que lo temían ellos. Uno me citaba a Leopardi, la otra a Donna Summer. Los dos habían tardado poco en encontrar pareja en el extranjero.
Los demás amigos que se habían quedado en Cambridge para dar clases de verano se habían ido también. Me llegaban postales de París, Berlín, Bolonia, Sirmione y Taormina, incluso de Praga y Budapest. Un amigo que también hacía cursos de posgrado estaba recorriendo la ruta de Petrarca, de Arquà a la Provenza, y me escribió que, al igual que Petrarca, iba a subir al monte Ventoux con unos colegas medievalistas. El año próximo, añadía en la postal con su apretada y minúscula letra, pensaba escalar el monte Snowdon, en Gales; debería ir con él, dado mi amor por Wordsworth. Otro amigo, ferviente católico, había ido en peregrinación a Santiago de Compostela. Los dos se reunirían en París y tomarían el mismo avión para llegar antes de las clases de otoño. Echaba de menos a mis amigos, incluso a los que no me caían del todo bien. Pero les debía dinero y no me importaba que prolongaran la prórroga.
Los chicos que asistían a los cursos de verano se habían ido, al igual que los estudiantes extranjeros que todos los veranos acudían en manada para estudiar en Harvard. La Residencia Lowell estaba vacía y la verja de la entrada cerrada con cadena y candado. A veces, sólo de pensar que entraba y me quedaba en el patio principal rodeado de balaustradas, me bastaba para reactivar la fantasía de Europa. Podía llamar a la ventana de la garita y decir a Tony, el portero, que me abriese, por ejemplo porque necesitaba entrar en el despacho. Pero yo sabía que no iba a estar más de dos minutos allí dentro y no quería molestarlo.
Era otro Cambridge.
Como todos los años a mediados de verano, cuando los estudiantes y la mayoría de los profesores se habían ido, Cambridge empezaba a adquirir un carácter distinto, más amable, más de clase trabajadora. El ritmo se relajaba; el barbero salía de su establecimiento para fumar un cigarrillo, los empleados de la Coop se ponían a charlar, la camarera del Café Anyochka seguía sin saber si debía abrir la puerta de cristales o había llegado el momento de encender el destartalado aparato de aire acondicionado. Cambridge a principios de agosto.
Yo me quedaba todo el verano trabajando por horas en una biblioteca de Harvard. El salario era de pena. Para llegar a fin de mes daba clases particulares de francés. El alquiler se me llevaba todo lo que ganaba. Mis otras prioridades eran: comida, tabaco, una copa cuando podía. Cuando me quedaba a dos velas, lo cual ocurría inevitablemente a finales de mes, me ponía el traje y la corbata y me iba al club de profesores, donde comía a crédito rodeado de los docentes fijos y los dignatarios que estaban de visita. Había suspendido en enero los exámenes generales, pero aún me quedaba otra oportunidad. Leía libros para el segundo intento, que tendría lugar a principios del siguiente año académico, y adondequiera que fuese, iba cargado de libros. Tenía la triste sensación de que los cursos de posgrado se sucederían hasta el infinito, y cuando me diera cuenta, tendría ya treinta años, y luego cuarenta, y después me moriría. O esto o volvía a suspender los exámenes y se percataban de lo que seguramente sospechaban desde el principio, que yo era un impostor, que no estaba hecho para ser profesor y mucho menos para investigar, que había sido una mala inversión desde el comienzo, que era la oveja negra, la manzana podrida, la mala semilla, que pasaría a la historia como el suplantador que se coló por la cara en Harvard y le pararon los pies a tiempo. Lo único que había hecho en los últimos cuatro años había sido ocultarme del despiadado mundo exterior, enterrado entre libros todo el tiempo mientras abominaba incluso de las paredes que me cobijaban y me permitían leer más libros. Odiaba a casi todos los miembros de mi departamento, desde el presidente hasta la secretaria, sin olvidar a mis colegas los doctorandos; odiaba sus lealtades amaneradas, su monástica dedicación a su futuro oficio, su rastrero aspecto de patricios que se visten informalmente hasta parecer un poquitín asquerosos. Los despreciaba porque no quería ser como ellos, pero no quería ser como ellos porque sabía que por una parte no podía y por la otra sólo deseaba estar cortado por el mismo patrón.
Cuando no estaba trabajando en la biblioteca subía a la azotea de mi edificio para tomar el sol: con la tumbona, el traje de baño, el tabaco, los libros y una interminable serie de aguados Tom Collins cuyo vaso llenaba puntualmente cada dos horas en mi piso, que quedaba inmediatamente debajo de la azotea. Me había hecho con la botella magnum de ginebra Beefeater al acabar una fiesta que había organizado el departamento a fines de primavera y aún quedaba mucho licor en ella. Me gustaba leer mientras escuchaba música. A menudo había un par de estudiantes en la terraza, también leyendo y bebiendo. A una, ataviada con un bikini, le gustaba cruzar unas palabras conmigo de vez en cuando. Gracias a ella conocí a John Fowles. Gracias a mí conoció a Tom Collins. A veces subía galletas o fruta cortada. La azotea venía a ser como el quinto piso del edificio y desde ella se veía Cambridge, y lo único que necesitaba era mirar mi libro, oler el bronceador que me envolvía y, sumido en el silencio matutino que reinaba durante el fin de semana en Concord Avenue, dejarme llevar e imaginar que estaba por fin en una playa del Mediterráneo, o en mi perdida Alejandría, que yo sabía que nunca volvería a ver excepto en sueños.
A veces, cuando tenía que volver a bajar a mi piso, ofrecía una bebida helada a otra vecina que, al igual que yo, se estaba preparando para el examen oral. Aceptaba y charlábamos un poco. Me gustaban sus brillantes hombros bronceados y sus pies estrechos y descalzos. Pero antes de enzarzarnos en una conversación en firme, la vecina reanudaba la lectura. ¿Tenía yo la música demasiado alta? No, estaba bien. ¿De verdad no la estaba molestando? No. Saltaba a la vista que la del apartamento 42 no estaba interesada. La del 21, que también subía ocasionalmente a tomar el sol, era un poco más locuaz, pero vivía con su hermana gemela y en ocasiones las oía lanzarse los insultos más abyectos que había oído en boca de un ser humano. Era mejor mantenerse alejado, aunque la idea de estar en la cama con dos gemelas al mismo tiempo me excitaba siempre. La del apartamento 43, que vivía en la misma planta que yo, ya tenía novio, lo cual explicaba por qué era tan comunicativa. Al igual que yo, los dos tenían alrededor de veinticinco años. Por la mañana salían juntos del edificio, la viva imagen de la relación más sana del mundo. Ella lo acompañaba hasta Harvard Square, donde él tomaba el tren de Boston y ella volvía con su pastor escocés cruzando Cambridge Common, el parque público local. Usábamos el mismo rellano de servicio, la puerta de su cocina estaba enfrente de la mía. Les gustaba tomar tortitas por la mañana. A veces llegaba hasta mi cocina el olor de su desayuno, en particular cuando abría la puerta de servicio y ellos dejaban la suya abierta para ventilar la casa, y entonces los veía en paños menores y en pijama. Los fines de semana preparaban tostadas francesas y beicon. A mí me encantaba el olor. Traía imágenes de familia, hogar, amistad, bendición doméstica. La gente que preparaba tostadas francesas vivía con gente, simpatizaba con la gente, entendía por qué la gente necesitaba a la gente. En tres años, como mucho, tendrían hijos. Él se iba a trabajar algunos sábados. Luego ella subía a la azotea en bikini, con ganas de una breve charla, una toalla, el bronceador y siempre un libro de algún autor británico. ¿Sabía que la oía gritar de placer por la noche? Estaba convencido de que sí.
Cuando subía a la azotea los domingos por la mañana con la tumbona, sonreía a todos los presentes con picardía y vigilando sus propios movimientos. Quería que yo supiera que ella sabía que yo sabía. Pero la cosa acababa allí. Cuando hacía un alto y le ofrecía un Tom Collins, declinaba la invitación con una sonrisa, siempre de picardía y muy pendiente de sí misma. Se percataba de lo que yo estaba pensando.
Las mañanas de los días laborables me gustaba mirar por la ventana y verlos salir. Su vida era de un equilibrio perfecto. La mía llevaba escrito de principio a fin un desarraigo trascendental. Ellos iban y venían mientras yo me quedaba allí, cada vez más bronceado, más aburrido. No había nada que hacer en todo el día, salvo leer. No daba clases, tenía pocos alumnos particulares; no escribía; ni siquiera tenía televisor. Me habría gustado ir en coche a cualquier parte. Pero no conocía a nadie que tuviera coche. Cambridge era una franja de tierra reseca, aislada y cercada.
Arriba, en la azotea, había decidido volver a leer en seis meses todo lo que necesitaba para aprobar los exámenes generales sobre la literatura del siglo XVII. Mediados de enero estaba aún muy lejos, pero en mitad de la noche era consciente del paso de cada minuto. Cada vez que terminaba de leer un libro averiguaba que necesitaba leer o releer muchos más. Había planeado leer dos libros al día. Cuando llegara a los prosistas franceses leería tres diarios. En cuanto a los prosistas isabelinos, los jacobitas y los de la Restauración, decididamente dos al día. Pero también tenía que leer novela picaresca española, y a los prosistas italianos, un cuento de adulterio tras otro, hasta que la historia de la ficción europea parecía escrita por un P. G. Woodehouse cargado de esteroides. Y luego vendrían los autores alemanes y holandeses. Con éstos la solución era muy sencilla: si no los había leído ya, no existían. Y lo mismo con los grandes chismosos franceses de la corte: si no los recordaba es que no eran importantes. En cambio, había leído muchas veces las Cartas de la monja portuguesa y el Don Carlos y aún me apabullaba su brillantez, lo cual daba alas a mi esperanza. Atravesaba la jungla de libros a machetazos, sin dejar de encontrar remedios ingeniosos para mitigar mis remordimientos cada vez que me daba cuenta de que había omitido una obra importante. No era exactamente erudición, pero en el sofocante calor del verano y bajo el soporífero aroma del bronceador que aspiraba rodeado de muslos estirados en la playa de alquitrán, no se podía pedir más.
Mi director de tesis, el profesor Lloyd-Greville, temible conocedor del siglo XVII, me había admitido en el departamento esperando mucho de mí. Siempre había procurado ponerme una alfombra de dólares como ayuda y en cierta ocasión había esperado que aprobara los generales con alfanje y corcel, como el califa Harún al-Rashid cuando saltaba sobre inconcebibles obstáculos humanos. Siempre mencionaba a Harún cuando estaba conmigo, bien porque Harún era de Oriente Medio, como yo, bien porque además de ser un gran militar y estadista, Harún era mecenas de las artes y las ciencias, categoría a la que Lloyd-Greville aspiraba. Pero yo no tenía ni la más remota idea de lo que pensaba de mí ni de Harún. Nacido, educado y acostumbrado a Harvard, Lloyd-Greville era un dechado de sabiduría así como una autoridad en Yeats. Ya me veía llamando a su puerta después de examinarme por segunda vez y le oía decir, con una amable sonrisa seguida por una inconfundible tosecilla con que se aclaraba la garganta antes de emitir uno de sus lapidarios dictámenes, que esta vez, lamentaba decirlo, yo había perdido definitivamente el barco de Bizancio. «¿Incluso para viajar en tercera?», preguntaría yo. «Incluso para viajar en tercera», diría él. «¿Y en la bodega? Siempre hay ex presidiarios y polizones que viajan en la bodega.» «Ni siquiera en la bodega», declamaría, mientras esbozaba una tensa sonrisa de lamentamos mucho comunicarle y enroscaba el capuchón de la estilográfica Montegrappa con que acababa de firmar mi sentencia de muerte.
Mi otro director, el profesor Cherbakoff, era más indulgente, pero no se atrevería a dar el visto bueno a mis exámenes si Lloyd-Greville ponía objeciones. Simpatizaba conmigo, eso lo sabía, pero su interés paternal por mí se había vuelto opresivo. También era de una familia judía que lo había perdido todo en Francia por culpa de la guerra y la política. Cuando volvió a Francia después de la guerra para estudiar quedó tan horrorizado que al cabo de unos años, con un poco de suerte, encontró un empleo en Estados Unidos y se olvidó de Francia. Su experiencia era un sobrio aviso de que Francia, la Francia con la que yo soñaba cuando no quedaba ningún otro sitio con que soñar, o no había existido o nunca me habría abierto las puertas.
Lloyd-Greville, en cambio, adoraba Francia. Poseía una mansión del siglo XVI en Normandía. En su despacho había una foto de la misma enmarcada en cuero; era toda una leyenda y la comidilla del departamento: la mujer, las dos hijas, la doncella, la cocinera, el jardinero, el perro y dos o tres vacas de rigor pastando en un prado del fondo. «Sí, es perfecta», dijo una vez que entré en su despacho y, para ablandarlo, le comenté, después de mirar la foto, que su casa y su vida parecían perfectas. Cherbakoff no habría tenido la desfachatez de estar de acuerdo conmigo, por lo menos no sin reparos. Él conocía exactamente el calvario por el que yo estaba pasando, sabía hasta qué punto las dudas desguazaban el alma, hasta que no quedaba más que una tenue vaina, delgada como una piel de cebolla. Él quería que yo siguiera sus pasos y por ese motivo lo eludía.
Normalmente, cuando llegaba la una de la tarde en la azotea, me quedaba energía suficiente para leer durante otra hora en casa. Me gustaba cuando dentro había menos luz y menos calor. Después me iba a la pequeña biblioteca en la que trabajaba y en la que seguía leyendo. Luego me ponía a dar vueltas por Harvard Square, en busca d...