Tinta
1
Ya es tarde, pasa de la hora en que suelo ir a buscar a Lily para meterla en la cama; la diferencia estriba en que esta noche no tengo que ir a buscarla a ninguna parte porque está armando jaleo en el pasillo, ladrando y gruñendo sin parar. Cuando llego a su lado, está mirando fijamente el ángulo que separa la puerta del dormitorio de la puerta del cuarto de baño, en cuclillas, en posición de ataque, el pelo del lomo visiblemente erizado, asustada y enfadada.
–¿Pava? ¡Pava! ¡Mangosta! ¿Qué pasa?
No para de ladrar, ni se mueve para retroceder o reconocer mi presencia de una manera u otra. Solo ladra al maldito rincón como si fuera un batallón enemigo. Me agacho para levantarla en brazos, pero me sale al camino.
¡ESTA! ¡LLAMA! ¡PELOTA! ¡DE! ¡PLAYA! ¡SIETE! ¡PARLAMENTO! ¡CACEROLA! ¡ANTÁRTIDA! ¡PIJAMA!
Pero qué...
Nos miramos fijamente el uno al otro, inmóviles. Se parece a una película de terror, cuando alguien empieza a hablar en lenguas y todos los presentes se quedan mudos. Estoy casi esperando que la cabeza de Lily gire como la de un búho y que empiece a vomitar sopa de guisantes, pero sé a ciencia cierta que no la han poseído unos demonios; solo un demonio, un gilipollas viscoso con ocho tentáculos. La levanto en brazos y la estrecho contra mí para calmarla, pero se retuerce, primero a la izquierda, luego a la derecha. Por un pelo no se me escapa... Tengo que sujetarla un momento estrechándola contra mi pecho para que salga de ese trance en que parece estar; cuando lo consigue, se pone a temblar incontroladamente en mis brazos.
–Guppy, ¿qué ha pasado?
Lily aparta la vista de mí y mira la luz; luego deja de mirar la luz para mirar el comedor, y después el dormitorio.
–No veo –dice.
Sus palabras me sobresaltan.
–¿No ves qué? –digo yo, y enciendo la luz con la esperanza de que eso la ayude a ver.
Un largo silencio.
–No veo nada.
Miro al pulpo.
–¿Qué has hecho?
El pulpo parece molesto.
–¿Te has dado cuenta de que en esta casa empieza a ser habitual que yo sea siempre el primer sospechoso?
–¡¿Qué has hecho?!
–¿Qué le he hecho a ella?
Hasta ahora me había resistido a hacer esto, pero puesto que Lily está tan alterada, le doy un manotazo al pulpo. Con fuerza. Y aunque lo lamento al instante, Lily parece no enterarse.
–¡Ay! –exclama el pulpo, y con un tentáculo trata de aliviarse el efecto del golpe–. He vaciado la bolsa de tinta. ¿Satisfecho?
–¡Lily no ve!
–Precisamente para eso se vacía una bolsa de tinta.
La capacidad del pulpo para no alterarse ante mi rabia es una de las cosas que más detesto de él.
–Y después te preguntas por qué te echamos la culpa a ti.
–Ah, claro, míralo... Supongo que esto lo cargarás en mi cuenta.
Odio sus epifanías.
Ojalá existiera una manera de matarlo a palos, de dejarlo fuera de combate de un derechazo a la mandíbula, pero no. No sin correr el riesgo de causarle más daño a Lily. Opto por darle a mi perra un beso en el cuello, en el lado que está más lejos del pulpo.
–¿Por qué no os vais a un hotel, tortolitos? –dice el pulpo.
Me imagino cogiéndolo por ese tentáculo y enroscándoselo alrededor del cuello hasta asfixiarlo, como la Princesa Leia le hizo a Jabba el Hutt, hasta que su lengua repugnante le cuelgue fláccida una vez muerto. Pero no lo hago. Dejo a Lily en el suelo y sigo acariciándole la espalda, esas caricias que tanto nos sosiegan a los dos. Al cabo de unos momentos, toma cierta iniciativa y da tres pasos hacia delante hasta que choca directamente contra la pared.
–Epa. Tranquila, Mona.
Lily recula, vuelve a calcular el rumbo y da unos pasitos más, otra vez contra la pared, pero ahora un poco más cerca de la puerta de la cocina.
–¿Dónde está mi agua? –me pregunta.
La cojo por la cintura y la guío suavemente en dirección a su bol. Antes de que pueda frenarla, choca contra un lado del bol y el agua se desborda y le moja los pies.
–Ya la he encontrado –dice, y aparta las patas del charco. Después, muerta de sed, se bebe toda la que queda.
–¿No crees que ya va siendo hora de que te marches, pulpo?
–Creo que no –dice, mientras Lily sigue bebiendo–. ¿Por qué?
–Vaciar la bolsa de tinta es lo que hace un pulpo cuando quiere escapar. Ensuciar el agua para huir de un depredador.
El pulpo me dice que no con la cabeza, un movimiento que hace que Lily pierda un poco el equilibrio, pero se recupera con bastante facilidad.
–Vaya, de repente resulta que, entre tú y yo, el experto en pulpos eres tú.
–Claro. ¿O crees que no me dedico a leer todo lo que puedo sobre tu especie en cuanto te quedas dormido? Quiero encontrar una manera de matarte.
Es probable que no hubiese debido pronunciar esas palabras, ni jugar esa carta de un modo tan obvio, pero, dado que casi siempre Lily se sienta en mis rodillas cuando me pongo a investigar, imagino que, hasta cierto punto, el pulpo ya lo sabe.
Lily termina de beber y da unos pasitos hacia su cama; yo estoy a punto de gritarle al pulpo: No te vayas cuando te estoy hablando, pero de pronto recuerdo que él solo es un pasajero, y quiero que Lily se mueva para ayudarla a orientarse. Ella sabe perfectamente dónde está su cama en relación con el bol de agua, y llega a la meta sin incidentes.
–Bueno, yo no diría que esta cosa sea exactamente un depredador –replica, y sacude la cabeza con expresión de lástima cuando Lily da las tres vueltas de rigor antes de tumbarse.
–Por qué no te vas de su cabeza y compruebas cuánto tiempo duras tú vivo sin esta cosa.
Es posible que ese sea el único momento en que no me horrorizan los instintos de cazador de Lily, su destreza cuando se trata de destripar presas de peluche, su germanidad congénita. Es una dachshund... Ojalá pudiera coger al pulpo por su carne pegajosa y sacudirlo hasta que las vísceras terminen decorando su fachada exterior.
–Tienes razón. Estoy bien donde estoy –dice el pulpo, y me dedica una sonrisa torcida.
Lily apoya la barbilla en un lado de la cama. Dormir, sí..., puede que eso sea lo que más le convenga ahora, pero una parte de mí desea que no ceda a la ceguera. Una parte de mí desea verla lanzarse de cabeza contra las paredes de la cocina a toda velocidad, que machaque al pulpo hasta someterlo y conseguir que se asfixie en su propia arrogancia.
–Entonces, si Lily no es una depredadora y tú no vas a largarte, ¿para qué sueltas la tinta?
El pulpo pone los ojos en blanco.
–Creía que el experto en pulpos eras tú.
Nos miramos fijamente y sé que ninguno de los dos va a echarse para atrás. Como él también lo sabe, yo mismo me contesto.
–Porque a veces te aburres.
El pulpo parece sorprendido, puede que incluso un punto impresionado, pero enseguida trata de disimularlo.
–Muy bien.
–¿Cuánto tiempo dura el efecto de esa tinta? ¿Cuándo podrá volver a ver?
El pulpo se encoge de hombros. No sé cómo lo consigue, porque los pulpos no tienen hombros, pero eso es exactamente lo que hace, encogerse de hombros.
–No lo sé –dice, y parece realmente perplejo.
–¿Por qué no? ¿Por qué no lo sabes? ¿Cuánto suele durar?
–No lo sé porque normalmente me marcho mucho antes de que el efecto desaparezca.
–¡Pero ahora estás aquí!
Estoy a punto de mesarme los cabellos.
–¿Sabes una cosa? Retiro lo dicho. La verdad es que te estás convirtiendo en todo un experto.
Me alejo de él y me tapo la boca con la mano para ahogar un grito de angustia.
–Además, tampoco lo sé porque nunca he vaciado mi bolsa de tinta en el cerebro de nadie –dice, y suelta aire por entre los labios, que vibran, para entonar un «vaya uno a saber».
Y, sencillamente así, comprendo que Lily no volverá a recuperar la vista. El pulpo lo hizo simplemente porque se aburría y porque podía hacerlo. Lily ha visto mi cara, el mundo, su mundo, por última vez. Ahora es una perra ciega.
Ya no tengo flechas en mi carcaj, pero mentalmente saco una de las pocas que me quedan y apunto con cuidado.
–Sí que hay depredadores de pulpos, eso lo sabes.
Se ríe.
–Ja, ja. ¡Sí! ¡Los tiburones! –exclama, y echa un vistazo a la cocina–. ¡Pero no veo que haya tiburones aquí!
Esta vez no digo lo que pienso. Esta vez aprieto bien las cartas contra mi chaleco. Esta vez no revelo lo que me han enseñado mis insomnios, esas noches en blanco repletas de preocupaciones, ni lo que he aprendido sobre pulpos. Esta vez voy un paso por delante de él.
Muy bien, sí, los tiburones. Y es verdad, en la cocina no hay tiburones. Pero también tengo un motivo para envalentonarme.
Pues los pulpos tienen dos depredadores naturales:
Los tiburones.
Y los humanos.
2
El sol quema y me encandila. En realidad, me quema los ojos, y cuanto más los cierro, más me escuecen. Calor. Sudor. Cierro con fuerza los párpados, después los relajo; un caleidoscopio de colores y formas flota delante de mí. Estática televisiva, paramecios, cometas con colas de fuego, tornados, violencia, calma, y todo en la ...