Mudar de piel
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Mudar de piel

  1. 240 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Nueve cuentos excepcionales sobre la familia, sus laberintos y sus grietas de la mano de uno de los grandes narradores españoles contemporáneos.

Imaginemos a nueve narradores reunidos para contar cada uno de ellos, sin callarse nada, una historia relevante de su vida. Historias de infancia compartidas con sus padres y hermanos, o historias de su pasado reciente vividas con sus parejas e hijos. Al igual que los narradores de esa escena imaginada se contagiarían de un tono similar dictado por el tema y las circunstancias, las nueve historias reunidas en este libro se sirven de un lenguaje común para hilar con tramas diversas un tapiz nada convencional de los subterráneos del afecto. Algunas conforman cuentos canónicos y otras fuerzan las fronteras del genero para erigirse en auténticas novelas bonsái, pero en las nueve late, junto al engarce de ecos sutiles, el mismo afán de desnudar la realidad para dejarla tal como se nos aparecería en un breve instante de revelación.

Con la agudeza y precisión que caracterizan su obra, Marcos Giralt Torrente se adentra de nuevo en las relaciones familiares demostrando sus grandes dotes para perfilar la psicología –en ocasiones contradictoria– de unos personajes enfrentados a sus miedos y anhelos. Padres intermitentes, madres esquivas, adolescentes que se asoman desconcertados al mundo adulto, niños cómplices, hermanos y hermanas unidos por lazos difíciles de disolver, reencuentros inesperados, engaños, sombras ominosas, ausencias irreparables, amores imperfectos y, en general, ese lento encaje de las complejidades de la vida al que nos expone la convivencia con el espejo de nuestros allegados.

Sin excesos melodramáticos, pero también sin contemplaciones, con una mirada a la vez desapegada y compasiva, acompañada siempre de una escritura virtuosa, atenta a las modulaciones y los matices, el autor explora las entrañas de la intimidad y sus grietas y nos brinda nueve narraciones excepcionales.

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Información

Año
2018
ISBN de la versión impresa
9788433998590
ISBN del libro electrónico
9788433939739
Categoría
Medicina
Categoría
Neurología

BAKER Y MARGARITAS

La última primavera mi mujer y yo pasamos una semana escondidos en la caseta del jardín de nuestra hija. Nuria venía de atravesar una mala época a consecuencia de un bulto que le habían descubierto en el pecho, y yo llevaba meses acostándome con una de sus amigas, pero no creo que ni una cosa ni otra obrara en nosotros una influencia determinante.
La tarde que Nuria tenía la ecografía, había estado en la cama con su amiga. Los dos estábamos al tanto de que aquel era el día, conocíamos la hora de la cita y el lugar. Sin embargo, nos había sido tan difícil cuadrar el encuentro que lo pasamos por alto. Memoria selectiva, habría dicho Nuria en caso de enterarse. Inconsciencia, estupidez, replicaría yo. Mi propósito era terminar una historia que se prolongaba desde hacía meses, que casi no me procuraba satisfacciones y sí muchos quebraderos de cabeza. Haber acabado en la cama no desdecía mis intenciones. Si me faltaban arrestos para plantear la conversación de entrada, la provocaría por el procedimiento de representar en las postrimerías una tenue desgana. Estábamos sentados, aún desnudos, la amiga de Nuria tentándome otra vez con sus caricias, cuando mi actitud pesarosa provocó su reacción.
–¿Quieres dejar de verme?
–No sé lo que quiero.
–¿Qué te pasa?
–Siento que mi vida se me va de las manos.
–¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
Mi amante rechazaba los paños calientes. A cada resbaladiza mirada mía, a cada vaguedad balbuceada, respondió con un dardo, hasta que dos o tres rondas después, cuando con meandros de silencios calculados yo ya había hecho mías las implicaciones de su pregunta inicial, me asestó la jabalina. Estábamos en la calle, despidiéndonos a través de la ventanilla de su coche.
–Apresúrate. Probablemente Nuria habrá llegado ya del médico.
Lo dijo azorada, como si efectivamente lo acabara de recordar, aunque con un mohín atragantado en los labios. Girando la llave, me guiñó un ojo y añadió:
–Llámame si decides otra cosa.
Situaciones así no han sido infrecuentes en mi matrimonio. Llevo tantos años casado que bastaría un desliz anual para que la cifra de mi deslealtad fuera indeseable. Lo que hacía esta distinta era la coincidencia temporal con el susto de Nuria y, sobre todo, que pudiera considerarse el final de una recaída. Había sido infiel de manera ocasional durante la mayor parte de nuestra relación, pero hacía al menos cinco años que lo evitaba.
Desconozco de dónde procedía el desinterés de Nuria por desenmascararme. Alguna vez había dado azarosamente con indicios que a otros les habrían permitido acusarme, pero, tras un enfado sumario, una mirada huidiza o una ironía, los había ignorado. Desde luego, no era producto de un frío cálculo. Perseguir apresarme con los lazos de la culpa a costa de guardar un silencio cómplice no casa con su carácter. O bien solo me atribuía flirteos y pecados veniales por los que no le valía la pena ponerme en aprietos, o bien era rea de difusos miedos relacionados con los cambios que afrontó al dejar Teherán, donde había nacido antes de la revolución jomeinista, hija de un matrimonio mixto de persa y española. Su padre, un cirujano plástico con ínfulas de intelectual bohemio, había conocido a su madre en Madrid mientras hacía prácticas con el famoso doctor Barros, y resultó obligado que a la hora del exilio optase por volver a la tierra de su mujer. A sus ocho años, Nuria no había afrontado grandes problemas de integración gracias al pragmatismo cosmopolita en el que fue educada. Sin embargo, la imposibilidad de regresar al lugar de su infancia, la ejemplar unión entre sus progenitores o la pequeñez del núcleo familiar –ella, como yo, es hija única–, le insuflaron cierto anhelo de solidez, de bases firmes, cierto pánico a encontrarse sola y desamparada.
Mi bagaje era distinto. También yo había sufrido una pérdida, solo que la mía era descomunal: mi madre formaba parte de la tripulación del vuelo que se estrelló en Barajas en 1983. Desde los dieciséis años viví aferrado a su recuerdo. Había continuado estudiando piano porque ella era aficionada y me lo inculcó, y había sido dócil con mi padre porque así lo habría querido, a pesar de que él jamás se recuperó y fue un padre con mando a distancia. Supe modular mi abatimiento, y aun así, por debajo de esa capa resignada, fluía en mi interior un autoinfligido escepticismo hacia el concepto mismo de solidez. No había amarras, en cualquier momento podíamos caer al vacío.
Pongo como ejemplo una conversación de hace tres años en un restaurante donde celebrábamos nuestro aniversario. Nuria me hizo una pregunta que inicialmente me desconcertó por su aparente puerilidad, pero que luego, en la conversación a que dio lugar, me sumió en un lastimoso estado de vergüenza paulatina. Algo muy suyo, eso de introducir cargas de profundidad en naderías de niña. Era la época en que la convivencia con nuestra hija se había convertido en un problema para los tres.
–Si tuvieras que elegir entre Daría y yo –me dijo–, ¿con quien te quedarías?
Daría es nuestra hija. Se llama así por empeño de Nuria, que quiso darle un nombre farsi con equivalencia en español.
–Por fortuna no tengo que elegir –repliqué. Sabía de lo que hablaba: había pasado el final de la adolescencia haciéndome una pregunta similar respecto a mis padres.
–Yo te elegiría a ti –aseveró, tras un instante de suspense.
El restaurante era de cocina gallega. Estábamos compartiendo un revuelto de erizos y la miré con el suculento tenedor, cargado de amarillos y naranjas, paralizado ante la boca.
–Eso no es cierto. No te mientas.
–Lo es en sentido metafórico. Si estuvierais los dos colgados de un precipicio, evidentemente trataría de salvarla primero a ella. Es más joven y, como madre, me siento responsable. Además –sonrió–, pesa menos y luego podría ayudarme a sacarte a ti. Pero no me refiero a eso.
Me había introducido el revuelto en la boca, e intentaba disimular el placer que me procuraba la gelatinosa mezcla de mar y aceite con el huevo apenas cuajado. Me inquietaba hacia dónde derivaría la conversación. Nuria y nuestra hija formaban una de esas parejas de madre e hija en las que la tendencia al acuerdo es inexistente desde muy temprano. Nuria había pecado de rigidez y a cambio había recibido toneladas de desprecio hacia lo que nuestra hija llamaba sus delirios de grandeza. Mi papel había sido el de mediador eterno entre ambas, con el resultado de que mis esfuerzos solo contribuyeron a mantener un statu quo viciado. Nuria me acusaba de no apoyarla lo suficiente, y nuestra hija se valía de mi propensión a la indolencia para esquivar el enconamiento con su madre y hacer lo que le venía en gana sin rendir cuentas.
–¿Te acuerdas de cuando no me decidía entre mi primo y tú?
Me acordaba, cómo no. Empezaba a levantar cabeza tras haber malgastado un año en recuperarme de un desengaño. Estaba cansado, resentido aún con una inglesa demasiado carnal que había arrastrado mi autoestima por clubs nocturnos de medio París, donde habíamos coincidido en el último curso de composición musical del ICRAM, y creía con vehemencia que la solución a mi mal pasaba por aceptar lo que antes rechazaba: buscar una novia que pudiera presentar a mi padre, abandonar mis veleidades de artista y emprender el doctorado en Madrid con vistas a acomodarme a un anodino horizonte de profesor. Como mis expectativas se fundaban en el aniquilamiento de la ilusión, me procuré una rutina exigente. La belleza auspiciadora de Nuria hizo el resto. Me la presentó su primo, un amigo del colegio con quien a veces acudía a conciertos y exposiciones. No fue fácil. Mantenían una relación ambigua condicionada por el parentesco, y aunque su primo no resistía un minuto al lado de Nuria sin balbucear, ni se apartaba para dejarme paso ni vencía sus reparos. Fue necesario que él perdiese en dos ocasiones los nervios conmigo, y que en ambas mi calma me prestigiara para que la mirada de Nuria recayera en mí. Nos deshicimos de sus últimas prevenciones una noche en que su primo quiso tener un aparte con ella, la sintió renuente y se marchó enfadado; aquello nos legitimó para salir a solas, y menos de un año después nos casábamos.
–Me pregunto qué habría pasado de haberlo elegido a él –continuó Nuria, mientras yo terminaba de tragar el revuelto–. No me arrepiento, entiéndeme. Por algo te escogí. Un primo nunca es de fiar. Me pregunto cómo de distinta sería yo. Tendría otra casa y Daría no existiría, existirían otros hijos, pero yo sería esencialmente igual. –Carraspeó, desvió la mirada un segundo hacia el revuelto y me miró decidida–. Por ejemplo: creo que tampoco me arrepentiría de mi elección. No te echaría de menos.
–Supongo –mascullé. No era una respuesta muy brillante, pero no veía a qué conclusión se encaminaba.
–Me refiero a que no es cierto que baste el aleteo de una mariposa en el otro extremo del mundo para que todo cambie en este. O no lo es para gente como yo. Nuestro margen de ser diferentes es muy estrecho y al final siempre se impone el carácter.
–¿Quieres decir que ahora podrías estar en otro restaurante diciéndole lo mismo a tu primo?
Nuria tardó unos instantes en entender.
–Eso es un poco exagerado, pero sí.
–¿Y qué tiene que ver con Daría? –pregunté.
–Que no ha sido una elección. Elegí tenerla, pero no la elegí a ella.
–¿Y por eso te sientes más libre? ¿Menos responsable?
–No me entiendes. Siento que mi ligazón contigo es más íntima.
Ya he descrito mi vergüenza por el contraste entre la firmeza de las convicciones de Nuria y la fragilidad de las mías. Nuria representa para mí esa persona que todos tenemos a la cual atribuimos las virtudes que a nosotros nos faltan. Mi problema reside en que dicha persona es también mi mujer, y uno no siempre quiere acostarse con su conciencia; lo cual no exime que, como cualquiera, Nuria también se equivoque y tenga a veces tempestuosos ataques de arbitrariedad que me arrojan a nocivos estados de egoísmo exacerbado. Su rectitud no es tanta ni la mía tan escasa, supongo.
Nos casamos sin patrimonio –Nuria tenía un empleo parcial como calculista en un estudio de arquitectura, y yo acababa de meter el pie en el conservatorio como profesor ayudante–, pero nos sobraba confianza en nosotros. Nos sobraba es una conclusión que saco ahora. Entonces ni me detenía a considerarlo. Nuria no dejaba espacio para la duda. Lo que se hace bien, sale bien, decía para celebrar cualquier éxito, y el mismo aserto impregnaba su vida entera. Todas sus acciones y lo que expresaba parecía fabricado a su dictado. Con los años, y las desilusiones, la invocación quedó reducida a un recordatorio ocasional de que el rumbo seguía siendo el mismo, pero en aquel entonces –entre risas, antes o después de un beso, raramente como censura o reproche– constituía una coletilla frecuente y, como tal, casi un conjuro. Es normal que tuviera efectos prácticos. Cómo desconfiar si nuestros objetivos efectivamente iban cumpliéndose.
No lo he dicho: Nuria posee una cara bonita y un cuerpo estupendo, y, por esos atributos y otros de naturaleza intangible, es una mujer atractiva. Lo era sin discusión en los primeros tiempos, aunque entonces una parte no desdeñable de mi interés sensual se aquilataba en la comparación con mi novia inglesa: el pelo negro liso frente al trigueño crespo; la boca de esfinge, amplia y con los labios dibujados, frente a la carnosidad menuda de un fruto de invierno; la hospitalidad tersa de una piel acostumbrada a los ángulos, frente al confort prieto de otra que se reserva recodos untuosos; el contraste azabachado de los pezones, frente al púrpura afresado... Allí donde mirase, Nuria respondía a un fenotipo opuesto. Donde no era tan diferente, o no de forma desfavorable, era en la cama. Se movía con aplicada desenvoltura, y, si acaso, solo podía imputársele cierta perfección aprendida. Ejecutaba con destreza sus patrones, los modificaba para que pasaran por improvisados, pero si se arañaba aparecía la partitura. Lo señalo con la naturalidad que me permite añadir que ese resquicio de candidez necesario para enfrentarse a la vida con el ardor de un alumno generoso sumaba en mi consideración como haber y no como debe. Sobre ese flanco vulnerable, encantadoramente visible pese a que algunas de sus concreciones parecían fruto del más juicioso sentido común, desplegaba yo el paternalismo con el que compensaba la obvia superioridad de ella en la gobernanza de nuestros asuntos.
Durante tres años no hubo fisuras: terminé mi tesis sobre la evolución de la música de corte española, empecé a publicar artículos y me aseguré un puesto en el conservatorio, mientras Nuria abandonaba el despacho de arquitectura y abría una galería de arte con una amiga. Teníamos la vida encauzada, y la sensación de tranquilidad disgregó mi concentración abriéndola a variables antes no consideradas. Estaba a punto de meterme en un lío con una alumna cuando el nacimiento de nuestra hija, precedida de un embarazo dichoso, me impulsó a una abnegada vida de padre ejemplar. Se acallaron provisionalmente los impulsos que bullían en mi interior, hasta que al cabo de no mucho aprendí a llevar una vida doble entre mi descomunal entrega como padre y marido y una indulgencia casi plenaria con los desatinos adúlteros a los que, no sin pesadumbre, me fui viendo abocado. No sin pesadumbre porque me envilecían. Cada vez que regresaba a casa después de un encuentro amoroso, tenía que arrancarme la piel con la esponja antes de enfrentar las miradas de Nuria y de nuestra hija. Despachaba a mis amantes con prontitud para no involucrarme en relaciones largas, pero reincidía a pesar de que la errada conciencia de excepcionalidad con la que al principio había adormecido la culpa enseguida dio paso a una aceptación rutinaria del hecho más correosa; desapareció la resaca ocasional con la que purgamos un exceso más o menos único y se instaló una planicie entumecida.
Me habría sido más fácil interrumpir el ciclo si hubiese respondido a una cuestión sexual. Pero no era así. No es que el sexo no funcionara. Con posterioridad se haría tan infrecuente que a ninguno de los dos nos sería fácil recordar la última vez que lo habíamos practicado, pero ese momento tardó en llegar. Más que a liberar endorfinas, me confieso en retrospectiva adicto a la adrenalina generada por la clandestinidad. Vivíamos tan obsesivamente la crianza de nuestra hija que el engaño representaba una descompresión, lo que para otros el deporte o un hobby. Pasé en ello algunos años, la infancia de Daría –muchas traiciones, muchas mentiras, muchos desechos de otros cuerpos adosados al mío mientras besaba a Nuria–, hasta que de pronto desapareció el impulso. Quedó, sí, el recuerdo inculpatorio: ¿conocía Nuria mis escarceos? La mayoría de las veces concluía que sí, y añadía que ella misma no habría sido tan tonta como para desaprovechar la cercanía con algún artista de su galería, pero detrás quedaba la duda, y en momentos de flaqueza tanta benevolencia conmigo acababa en repulsa retrospectiva. Jamás se...

Índice

  1. Portada
  2. Lucía y yo
  3. Rendijas, islas
  4. Abrir ventanas
  5. Un refugio imprevisto
  6. Sombras que reverberan
  7. Traición
  8. Mudar de piel
  9. Preserva mejor el recuerdo
  10. Baker y margaritas
  11. Nota
  12. Créditos