Campos de Londres
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Campos de Londres

  1. 208 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

El año, un fantasmagórico 1999. Podría ser el último otoño del planeta. Un calor anormal reseca la tierra, azotada por tormentas de polvo. Y cuando por fin llega la lluvia, no cesa hasta parecer un diluvio eterno. El clima político no es menos caótico y una crisis internacional se acerca a su punto de fisión. Este panorama apocalíptico constituye el más que adecuado telón de fondo para la terrible y divertida novela de uno de los más talentosos escritores británicos de nuestros días.

Campos de Londres se inicia con una perfecta inversión del tópico: entre los detritos de Portobello, la «víctima» comienza a acechar a su «victimario», la asesinada dará caza al asesino. Vestida de negro, como corresponde a toda mujer fatal, la bella Nicola Six encuentra a su asesino en el pub local, el Black Cross, refugio de vividores, pequeños delincuentes y aficionados a los dardos. Nicola decide que la matará Keith, un estafador de poca monta, estafado él mismo por la vida, alimentado de pornografía y televisión, hijo de la Inglaterra thatcheriana, cruel y vulgar: perfecto para el papel asignado.

Pero la escena del crimen no puede constituirse con sólo dos vértices, y Nicola atraerá a un tercero, Guy, el inocente aristócrata fascinado por los bajos fondos, el ángel caído que pondrá en movimiento al terrible Keith. Los tres se deslizarán en un minuet esperpéntico, en una danza de cortejos y decepciones que enmascaran apenas un sórdido fondo de perversión y violencia. Y quien lo contará todo es un narrador seducido y atrapado por la escena, Samson Young, un joven escritor americano mortalmente enfermo y, quizá, mortalmente estéril...

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Información

Año
1999
ISBN del libro electrónico
9788433943736
Categoría
Literatura

1. EL ASESINO

Keith Talent era un mal sujeto. Keith Talent era un sujeto muy malo. Se puede decir incluso que era de los peores sujetos que circulaban por ahí; pero no era el peor, no era el peor de todos. Los había peores. ¿Dónde? Bañados por la caliente luz de CostCheck, por ejemplo, con las llaves del coche en la mano, camiseta beige y un paquete de seis cervezas Peculiar, la pelea en la puerta, las amenazas y el codo clavado en el negro cuello de la mujer que protesta, de nuevo al coche herrumbroso con rubia dentro, y a por otra, a por lo que sea, lo que sea necesario. Qué bocas las de esos tipos..., qué ojos... Dentro de aquellos ojos, un minúsculo universo desierto de sonrisas. No. Keith no era tan malo. Tenía algo que lo salvaba. No odiaba a la gente por motivos prefabricados. Tenía, por lo menos, una visión de la vida multirracial, irreflexiva e irremediablemente multirracial. Numerosos encuentros con mujeres de distinta pigmentación lo habían vuelto algo más dulce. Todos sus ángeles salvadores tenían nombres propios. Con las Fetnabs y las Fátimas que había conocido, las Nketchis y las Iqbalas, las Michikos y las Boguslawas, las Ramsarwatees y las Rajashwaris, Keith podía presumir de ser, en cierto sentido, un hombre de mundo. Estos eran los puntos débiles de su coraza negra: que Dios las bendiga a todas.
Aunque a Keith le gustaba prácticamente todo de su persona, no tragaba sus rasgos redentores. En su opinión, estos constituían su mayor defecto, su trágico talón de Aquiles. Cuando llegó el momento, en la oficina próxima al muelle de carga junto a la M4 a su paso por Bristol, con su enorme cara embutida en una sofocante media de nailon y la fiera mujer diciéndole que no con su temblorosa cabeza mientras Chick Purchase y Dean Pleat le gritaban a coro Dale, dale (todavía recordaba sus bocas retorcidas tapadas por el nailon), falló estrepitosamente. No fue capaz de poner a la mujer asiática de rodillas a base de estacazos ni de seguir golpeándola hasta que el hombre de uniforme abriera la caja fuerte. ¿Por qué había fallado? ¿Por qué, Keith, por qué? A decir verdad, aquel día se sentía fatal: media noche pasada en un callejón, metido en un coche que apestaba a pies y a eructos de delincuente; sin poder desayunar ni hacer sus necesidades; y ahora, para colmo, adondequiera que miraba veía hierba verde, árboles jóvenes, colinas ondulantes. Además, Chick Purchase había inmovilizado ya al segundo guardián, mientras Dean Pleat saltaba por encima del mostrador y propinaba farisaicamente una buena paliza a la mujer con la culata de su rifle. De modo que las bascas de Keith no cambiaron nada, salvo sus perspectivas en la carrera del robo a mano armada. (Es dura cuando estás arriba, y es dura también cuando estás abajo; el nombre de Keith quedó definitivamente manchado.) Si hubiera podido hacerlo, lo habría hecho, con todo el gusto del mundo. Solo que le faltaba..., le faltaba talento.
Después de esto, Keith volvió la espalda al robo armado para siempre. Se dedicó entonces al crimen organizado. En Londres, el crimen organizado significaba grosso modo pelear por la droga; en la parte de Londres que Keith llamaba su casa, el crimen organizado significaba pelear por la droga con los negros, y los negros pelean mejor que los blancos porque, entre otras razones, todos andan metidos en el cotarro (nadie está al margen). El crimen organizado funciona según el escalafón, y el dominio del escalafón: tienen éxito los que consiguen dar un salto exponencial, los que son capaces de asombrar de manera sistemática con su violencia. Keith necesitó varias palizas bien dadas, y los primeros signos de adicción a la comida de hospital, para darse cuenta de que no tenía madera para esa actividad. En el transcurso de una de sus convalecencias, mientras pasaba la mayor parte del tiempo en los cafés de Golborne Road, le preocupó cierto enigma de manera particular. El enigma en cuestión era el siguiente: ¿cómo es que se veían a menudo negros con chicas blancas (siempre rubias, siempre, sin duda para mayor contraste), y nunca blancos con chicas negras? ¿Zurraban los negros a los blancos que salían con chicas negras? No, o no especialmente; en cualquier caso, había que actuar con precaución y su experiencia le decía que raramente se fraguaban relaciones duraderas de ese tipo. Entonces, ¿cómo se explicaba? La respuesta le vino en un destello de inspiración. ¡Los negros zurran a las negras que salen con blancos! Pues claro. Más fácil no podía ser. Meditó la moraleja que se encerraba en esta explicación y sacó la oportuna lección, una lección que, en lo más íntimo de su ser, llevaba ya mucho tiempo aprendida: si quieres llegar a ser violento de verdad, tima a las mujeres, tima a los débiles. Keith abandonó el crimen organizado. Pasó otra hoja del libro de su vida. Tras renunciar a los delitos violentos, Keith empezó a prosperar y fue paulatinamente ascendiendo hacia la cresta de su nueva profesión: la delincuencia no violenta.
Keith se dedicó al timo. Ahí lo tenemos en la esquina de una calle con tres o cuatro colegas, con tres o cuatro colegas timadores; ríen y tosen (siempre están tosiendo), y sacuden los brazos para entrar en calor; parecen aves rapaces... Cuando hacía bueno se levantaba temprano y empleaba muchas horas en sus incursiones en el mundo, en la sociedad, con la intención de timar. Keith estafaba a la gente con su servicio de limusina en los aeropuertos y en las estaciones de ferrocarril; estafaba a la gente con sus perfumes y colonias falsos en los puestos callejeros de Oxford Street y Bishopsgate (sus dos marcas principales eran Escándalo y Ultraje); estafaba a la gente con pornografía no pornográfica en los cuartos traseros de locales alquilados para la ocasión, y estafaba a la gente en cualquier lugar de la calle con una caja de cartón y tres naipes trucados: ¡acierte a encontrar la dama! En esto, como en otras cosas, resultaba a veces difícil trazar la frontera entre el delito violento y su hermanito no violento. Keith ganaba tres veces más que el primer ministro, pero nunca tenía una gorda, pues perdía todos los días en Mecca, el despacho de apuestas hípicas de Portobello Road. Nunca ganaba. A veces reflexionaba sobre esto, un jueves de cada dos a la hora de comer, con su abrigo de piel de borrego, la cabeza inclinada sobre la página de las carreras, mientras guardaba cola para cobrar el subsidio de desempleo, y luego se dirigía en coche al despacho de apuestas de Portobello Road. Así podría haber transcurrido la vida de Keith durante años y años. Nunca tuvo por sí solo lo que se requiere para ser un asesino. Necesitaba a su víctima. Los extranjeros, los americanos con camisas de cuadros y dientes de perro, los japoneses con sus maliciosas caras de objetivo fotográfico de pie junto a la caja de cartón, nunca encontraban la dama. Pero Keith sí. Keith la encontraba.
Por supuesto, él ya tenía una dama, la pequeña Kath, que le había obsequiado con un bebé no hacía mucho. Puede decirse que Keith había aceptado el embarazo de buen grado: era, le gustaba bromear, una forma fácil de meter a su mujer en el hospital. Había decidido que el bebé, cuando llegara, se llamaría Keith, Keith junior. Kath, curiosamente, tenía otras ideas al respecto. Sin embargo, Keith se mostró inflexible, vacilando solo una vez, cuando barajó brevemente la posibilidad de llamarlo Clive, como su perro, un pastor alemán grande, viejo e imprevisible. Pero pronto cambió de opinión: se llamaría definitivamente Keith; sin embargo... Envuelto en ropas azules, el bebé llegó a casa con su madre. Keith los ayudó personalmente a salir de la ambulancia. Mientras Kath se ponía a fregar los platos, Keith se sentó junto a la estufa robada y frunció el ceño a causa del recién llegado. Había un error en el asunto, un grave error: el bebé era una niña. Keith meditó profundamente, y sacó fuerzas de flaqueza. «Keithette», le oyó murmurar Kath mientras se arrodillaba sobre el frío linóleo. «Keithene. Keitha. Keithinia.»
–No, Keith –dijo ella.
–Keithnab –dijo Keith, con un aire de lento descubrimiento–. Nkeithi.
–No, Keith.
–... ¿Por qué cojones no te gustan esos nombres?
Unos días después, cuando Kath se dirigía a la niña con el nombre de «Kim», Keith ya no insultaba a su mujer ni la estampaba contra la pared con convicción. Después de todo, «Kim» era el nombre de uno de los héroes de Keith, uno de los dioses de Keith. Además, esa semana Keith estaba timando desaforadamente a todo el mundo, y especialmente a su mujer. Así que se quedó con el nombre de Kim, Kim Talent, la pequeña Kim.
El tipo tenía ambiciones. Soñaba con llegar arriba, no estaba para perder el tiempo. Keith no tenía la menor intención, las más mínimas ganas, de ser un estafador el resto de su vida. Hasta él mismo encontraba desmoralizador su trabajo. Además, dedicándose solamente a timar a la gente nunca conseguiría las cosas que quería, los bienes y comodidades que quería, sobre todo si la suerte seguía dándole la espalda cuando apostaba a las carreras. Tenía el convencimiento íntimo de que Keith Talent había venido a este mundo para algo especial. Para ser justos, hay que decir que en su mente no había entrado el asesinato, todavía no, salvo quizá en esa potencia fantasmagórica que suele preceder a todo pensamiento y acto... El carácter marca el destino. Keith había oído decir a menudo a magistrados, ligues y encargados de correccionales que tenía un «carácter pobre», cosa que no le había importado reconocer. Pero ¿significaba eso que tenía también un pobre destino...? Al despertarse temprano algunos días, por ejemplo cuando Kath se levantaba adormilada para atender a la pequeña Kim, o cogido en medio de alguno de los embotellamientos que inevitablemente jalonaban su jornada, Keith gustaba de acariciar una visión alternativa, una visión de riqueza, fama y algo así como superlegitimidad centelleante: los peldaños dorados de un posible futuro como Campeón Mundial de Dardos.
Aficionado a los dardos de toda la vida, hasta el punto de colocar un blanco en la puerta de la cocina, últimamente Keith se había tomado la cosa muy en serio. Naturalmente, siempre había participado en los concursos de dardos de su pub y seguido de cerca a los mejores practicantes de este deporte. Casi entraba en éxtasis esas noches especiales (tres o cuatro por semana) en que dejaba el cigarrillo en el brazo del sofá y se preparaba para ver la partida de dardos en televisión. Pero ahora tenía la fundada esperanza de salir él también por la tele. Para su propio asombro, cuidadosamente mantenido oculto, Keith se vio clasificado para los dieciseisavos de final de los Sparrow Masters, una competición interpubs anual en la que se había inscrito hacía unos meses por consejo de varios amigos y admiradores, sin darle la menor importancia. Al final de aquel camino le sonreía la posibilidad de una final televisada, un cheque por valor de cinco mil libras esterlinas, y un play-off, también televisado, con su héroe y modelo en el lanzamiento de dardos, Kim Twemlow, el número uno mundial. Y después, bueno, después todo sería televisión.
Y en la televisión estaban todas las cosas que no tenía y todas las personas que no conocía y como las que él nunca podría llegar a ser. La televisión era el gran escaparate, ligeramente electrificado, contra el que Keith tenía siempre la nariz pegada. Y ahora, entre motas de polvo bailando y premios imposibles, veía una salida, o una flecha, o una mano amiga (con un dardo en ella), y todo le decía: Dardos. Profesional de dardos. Mundial de Dardos. Y ahí abajo está Keith, en su garaje, dedicando horas enteras a los dardos, con los ojos escocidos aún por la inefable y sobrecogedora belleza de un blanco flamante, robado ese mismo día.
Magnífico anacronismo. Keith mostraba desdén por las deslumbrantes costumbres del delincuente moderno. No tenía tiempo para el gimnasio, el restaurante de moda, el bestseller de mil páginas, las vacaciones en el extranjero. Nunca había hecho ejercicio (a no ser que se considere como tal el robo, salir corriendo y recibir una paliza); nunca había bebido un vaso de vino (o solo en situaciones en que le traía sin cuidado); nunca había leído un libro (con la excepción de Los dardos: cómo dominar la disciplina); ni tampoco había salido nunca de Londres. Excepto una vez: cuando fue a Estados Unidos...
Fue allí con un amigo, también un joven timador, también lanzador de dardos, también llamado Keith: Keith Double. El avión iba atestado, y los asientos de los dos Keiths estaban separados por unas veinte filas. Ahogaron su terror bebiendo como cosacos todo lo que les facilitó la azafata más lo que habían comprado en las duty-free del aeropuerto, y con gritos emitidos cada diez segundos aproximadamente: «¡A tu salud, Keith!» Imaginamos el gusto que les dio esto a los demás pasajeros, que tuvieron que tragarse más de un millar de estos gritos durante las siete horas de vuelo. Tras desembarcar en Nueva York, Keith Talent fue ingresado en un hospital público en Long Island City. Tres días después, cuando empezó a salir al rellano de las escaleras para pedir un pitillo, se topó de nuevo con Keith Double. «¡A tu salud, Keith!» El seguro obligatorio de viajeros resultó cubrir la intoxicación alcohólica, de modo que todos contentos, y más contentos todavía cuando los dos Keiths se recuperaron a tiempo para coger su avión de vuelta. Keith Double se dedicaba ahora a la publicidad y había vuelto con frecuencia a Estados Unidos. No así Keith, que seguía aún timando a la gente por las calles de Londres.
Por otra parte, ni el mundo ni la historia se podían recomponer de manera que tuvieran sentido para él. A cierta distancia de la playa de Plymouth, Massachusetts, hubo en otro tiempo un enorme guijarro, al parecer el primer pedazo de América que pisaron los pies de los Peregrinos. Identificado en el siglo XVIII, esta muestra inaugural de la especulación del suelo estadounidense tuvo que ser trasladada más cerca de la orilla con objeto de que se colmaran las expectativas sobre la manera como debió acontecer la historia. Para colmar las expectativas de Keith, para ir a alguna parte con Keith, sería menester reajustar todo el planeta –grandes cambios de escenario, colosales reordenamientos en su cerviz–. Y luego su cara tabular tendría que arrugarse y fruncirse.
Keith no tenía aspecto de asesino. Tenía aspecto de perro de asesino (sin faltar al respeto a Clive, el perro de Keith, que no tenía nada que ver con esto y al que de todos modos Keith no se parecía en absoluto). Keith se parecía al perro de un asesino, solícito compañero de un destripador, un ladrón de cadáveres o un profanador de sepulcros. Sus ojos tenían un brillo extraño: a veces parecían desprender salud, una salud oculta o dormida o misteriosamente ausente. Aunque a menudo inyectados en sangre, sus ojos parecían adivinar el pensamiento. En efe...

Índice

  1. PORTADA
  2. NOTA
  3. 1. EL ASESINO
  4. 2. LA VÍCTIMA
  5. 3. LA PISTA FALSA
  6. 4. EL CALLEJÓN SIN SALIDA
  7. 5. EL HORIZONTE DE LOS SUCESOS
  8. 6. LAS PUERTAS DEL ENGAÑO
  9. 7. ESTAFANDO
  10. 8. SALIENDO CON DIOS
  11. 9. HACIENDO EL BIEN DE VERDAD
  12. 10. LOS LIBROS DEL PISO DE KEITH TALENT
  13. 11. LA CONCORDANCIA DE LOS BESOS DE NICOLA SIX
  14. 12. EL GUIÓN SEGUIDO POR GUY CLINCH
  15. 13. NO SOSPECHABAN QUE...
  16. 14. JUGANDO A PELLIZCAR
  17. 15. PURO INSTINTO
  18. 16. LA TERCERA PERSONA
  19. 17. EL COLEGIO DE CUPIDO
  20. 18. ESTO ES SOLO UNA PRUEBA
  21. 19. EL ASEO DE CABALLEROS
  22. 20. JUGANDO A FRÍO O CALIENTE
  23. 21. A LA VELOCIDAD DEL AMOR
  24. 22. EL DIAHORROR
  25. 23. TÚ TE VUELVES CONMIGO
  26. 24. EL PLAZO FIJADO
  27. PAPELES FINALES
  28. NOTAS
  29. CRÉDITOS