Tor. La montaña maldita
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Tor. La montaña maldita

Carles Porta

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Tor. La montaña maldita

Carles Porta

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Trece vecinos, propietarios de una montaña. Tor, un virginal enclave en el Pirineo leridano, cerca de Andorra. Poderosos que se enfrentan. Intereses, contrabando, el orgullo de la fuerza. Extraños asesinatos y sentencias judiciales que incrementan la crispación.

El caso se remonta a 1896, cuando los habitantes de Tor fundaron una sociedad para no perder la propiedad de la montaña del pueblo. Los años pasaron, muchos habitantes huyeron durante la Guerra Civil y el viejo pacto cayó en el olvido. Hasta que en 1976 uno de los habitantes del pueblo se alió con un promotor inmobiliario de Andorra para construir en la montaña una estación de esquí. Fue el punto sin retorno en un proceso de hostilidades, odios, disputas, sangre, miedo y un asesinato todavía sin resolver en el que se han visto implicados contrabandistas, hippies, especuladores, jueces, abogados y matones.

En 1997 el periodista Carles Porta recibió el encargo de efectuar un reportaje sobre el caso de la «montaña maldita» de Tor que apareció por primera vez en el programa «30 Minuts» de TV3. Caries Porta quedó atrapado por la historia y durante ocho años ha regresado repetidamente a Tor, para hablar largo y tendido con unos personajes difíciles, llenos de odio, de miedo y de secretos; y el resultado de la investigación ha sido este apasionante relato. En Tor. La montaña maldita, el misterio continúa. Como la ira del viejo Palanca, un personaje larger than life: «Me robaron, intentaron matarme, ¡y resulta que el cabrón soy yo! Sólo me queda una solución: ¡Morir matando!»

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Información

Año
2019
ISBN
9788433940292
Categoría
Criminología

1. LA MUERTE DEL ÚNICO PROPIETARIO

Los meses de julio, en Tor, son trágicos.
Desde 1800, los hechos que han manchado de sangre la vida de este pueblo de trece casas del Pirineo de Lleida han ocurrido en julio.
A Josep Montané, Sansa, lo asesinaron un día de julio de 1995, pocos meses después de que le declararan propietario único de la montaña más disputada del Pirineo.
«No estaba muerto, ¡estaba podrido!» Así es como se expresaba una de las mujeres del pueblo, remarcando con el tono que una cosa es peor que la otra. Y es que ella se alegraba de que, además de muerto, le hubieran encontrado podrido. Quien también se alegró de su muerte fue Jordi Riba Segalàs, Palanca, el otro cacique del pueblo, con quien hacía casi medio siglo que se disputaba la montaña.
Josep Montané era Sansa, o el rubio de casa Sansa, porque se había quedado con el nombre de la casa, y allá en la montaña llevar el nombre de la casa es como ostentar un título nobiliario. Pese a no ser el primogénito, el heredero natural, su carácter dominante le hizo pasar por delante de sus hermanos. En realidad, siempre quería pasar por delante de todo y de todos. Y a menudo, más que por delante, lo que hacía era pasar por encima.
No era el primero que moría violentamente en Tor. Quince años antes, en 1980, había habido ya dos muertos, dos leñadores que le hacían de guardaespaldas a Palanca. Y muchos dicen que Sansa no será el último.
En febrero de 1995, después de medio siglo de luchas por la propiedad, el juez de Tremp, capital judicial de la zona, había dictado una sentencia que ya se veía manchada de sangre: convertir a Sansa en único dueño. Después de tantos años de conflicto, Sansa sólo pudo gozar de su victoria cinco meses.
Dos años después, aquel crimen sin culpable, aquel choque de odios irreconciliables, me estallaría a mí en los morros.

2. UN REPORTAJE PARA LA TELE

«Quien tiene el culo alquilado, no se sienta cuando quiere.» Mi abuelo, el Ramonet de casa Flores, me lo había dicho un montón de veces. Aquel día de enero de 1997, en la redacción de TV3, la tele en la que trabajaba, me acordé de mi abuelo. ¡Pero él mandaba! ¡Cuando él decía «blanco» era blanco! En TV3 no había tanta contundencia formal, pero el sentido jerárquico que me habían inculcado desde niño –y que la mili terminó de imprimir en mí– hizo que, a pesar de la tibieza formal, terminara obedeciendo.
Estábamos a mediados de enero y hacía una semana que el caso de la montaña de Tor, después del asesinato de Sansa, volvía a ser noticia. Y por partida doble. Por una parte, la Audiencia de Lleida había absuelto a los dos acusados de matar al dueño de la montaña. Y por otra parte, una semana después, el mismo tribunal había declarado comunal la finca por cuya propiedad llevaban medio siglo luchando trece familias, con un total de tres asesinatos.
Mi jefe, Toni, me comentó –él no mandaba: comentaba, sugería– que le parecía que el caso de Tor era un buen tema. «¿Por qué no hacemos un reportaje?», dijo como si lo tuviera que hacer él. Aunque, claro, me lo decía a mí, sabía que bastaba con insinuármelo y yo lo haría. Siempre he sido así de tonto.
Había oído y leído cosas de la montaña de Tor cuando era redactor del diario Segre, en la década de los ochenta. Siempre me había parecido que era lo que periodísticamente llamamos un marrón, es decir, un tema muy complicado, difícil de tratar. Aquel día de enero de 1997 mi superior jerárquico quiso que yo me metiera en ese marrón.
Era poco después de Reyes. La gente de Tor estaba destrozada. Aquel invierno los jueces les habían condenado a seguir teniendo miedo. Por una parte, la absolución de los dos acusados quería decir que el asesino o asesinos del viejo Sansa seguían en libertad; y por la otra aquella sentencia de la Audiencia de Lleida que declaraba comunal la montaña les obligaba a mantener pleitos en los juzgados para hacerse dueños de la propiedad que ellos consideraban heredada de sus abuelos.
Tor es un pueblo del rincón más virgen y aislado del Pirineo leridano, el Pallars Sobirà, en la Vall Ferrera, junto a Andorra. Tiene trece casas, algunas no son más que ruinas por el abandono y porque se quemaron después de la guerra en una batalla entre maquis y la Guardia Civil. Quedan ocho en pie y habitables. Tor también es el nombre de una montaña. A mí, cuando escuchaba la palabra Tor, lo primero que se me ocurría era un dios nórdico que se escribe con hache, o sea, Thor. Después supe que una leyenda reza que el nombre del pueblo proviene realmente de la divinidad vikinga, porque en la montaña que se alza detrás de las casas, una inmensa mole de piedra, se puede ver –según los ancianos– un golpe de hacha del dios Thor. Con ese hachazo señalaba –explican– que quería un castillo con su nombre en esa cima, y así fue. La verdad es que en lo alto de ese macizo de piedra existe lo que podría ser la marca de un golpe de hacha gigantesca empuñada por un dios. Y al lado edificaron el castillo de Tor –supongo que la hache se debió de perder en la nebulosa del tiempo–, del que sólo se han conservado los restos de una torre redonda de vigía.
El caso es que durante muchísimos años, según mediciones –más bien estimaciones– realizadas en 1896, la montaña de Tor ha tenido una extensión de 4.800 hectáreas, y así consta en el registro de la propiedad de Sort. Y eso es mucho terreno. Es cierto que el último catastro, más preciso, cifra la superficie de la montaña en 2.300 hectá reas, aunque sigue siendo mucho terreno.
Volvamos a enero de 1997. Mi jefe me encarga un reportaje y yo me pongo a ello. «A ver –pienso–, estamos en enero; para hacer un reportaje sobre Tor tendré que ir allí. Eso significa que necesitaré un par de días y que tendré que pasar la noche en el hostal más cercano. Un par de días de montaña no me vendrán nada mal.» Tengo a Pol como compañero de equipo. Me entiendo muy bien con él y es además un buen amigo. En la tele, hacemos siempre los reportajes para los telenoticias en equipos de dos. Busco un poco de documentación, pero la verdad es que no encuentro gran cosa. La primera gestión es llamar a Alins, que es el pueblo más cercano a Tor. Primer obstáculo: en el Hostal Montaña me dicen que no se puede subir a Tor porque hay dos metros de nieve en la carretera. En realidad, lo que quieren decir es que no se puede subir en coche. En todo caso, a pie o en moto de nieve. Andando significa un montón de horas de camino, así que queda descartado. Me tendrían que rescatar los bomberos. Buscamos motos de nieve, al final hasta será divertido. En cuanto a la habitación, no hay problema. Están todas libres.
Más obstáculos: necesito gente que quiera salir en televisión hablando de Tor y los conflictos que hay en torno al pueblo. Ninguno de los implicados quiere saber nada de los periodistas. ¡Pues sí que estamos bien!
Lo intento con los abogados y, mira por dónde, encuentro a alguno que sí está dispuesto a ayudarme, de modo que podremos tener imágenes del pueblo y alguna declaración que lo haga entretenido. Daremos la palabra a los protagonistas, aunque indirectos.
Todavía no alcanzo a sospechar hasta qué punto este reportaje me complicará la vida.
Alins es la capital de la Vall Ferrera. El nombre le viene de las minas de hierro que había hace muchos años; en el agua todavía hay un alto componente férrico que, según la gente de la zona, provoca graves problemas dentales. En invierno no pasa de sesenta habitantes y en verano, aunque sea agosto, de los cien. Ese valle es un callejón sin salida. No tiene salida y, aunque presuma de tener la Pica d’Estats, la cumbre más alta de Cataluña, se pierde muy poca gente por allí. Y en invierno, prácticamente nadie.
Los del hostal nos han encontrado a dos chicos de la zona, uno de Alins y otro de la Pobla, dispuestos a acompañarnos a Tor en moto de nieve. La directora, Pepita, es una mujer soltera y llena de ternura que pasa de la cincuentena. Mientras desayunamos –seguramente somos los únicos clientes– se acerca a la mesa y nos dice:
–Tenéis suerte de que esté tan nevado. Así no encontraréis a nadie allí arriba.
El tono es más bien compasivo. Sólo le ha faltado decir: «Pobrecitos, no sabéis dónde os estáis metiendo.» Pol y yo nos miramos extrañados, todavía no somos conscientes del significado real de sus palabras, levantamos el porrón por última vez y salimos a la placita de Alins, donde esperamos a los dos chicos que nos van a acompañar con las motos.
No hemos estado nunca en Tor y llegar hasta allí es todo un espectáculo. Desde Alins a Tor hay trece kilómetros de pista forestal –los vecinos la llaman carretera–. La nieve ya blanquea un poco Alins, al pie del valle, y cada kilómetro que subimos crece su grosor. La «carretera», muy estrecha, serpentea a lo largo del río Noguera de Tor, que cada vez está más helado. La capa de nieve va espesándose paulatinamente. Pol, que es muy de Barcelona, lleva unos zapatos para pasear por Collserola, y al cabo de media hora tiene los pies empapados y congelados. El camino transcurre por un desfiladero largo y estrecho, tan estrecho que parece que las montañas y los árboles se te vayan a caer encima en cualquier momento.
Como casi siempre vamos por la parte más umbría, predominan el gris frío y el verde oscuro. Pero hay curvas en las que el sol penetra entre los árboles como si bajara a beber al río; unos rayos de luz preciosos dibujan escenarios de películas de hadas y provocan explosiones de colores relucientes, relampagueantes. El paisaje invita a filmar, pero llevamos la cámara envuelta en plásticos y dentro de la mochila para que no se moje, y sacarla –y volver a guardarla– es un engorro. La prioridad es el pueblo de Tor. Tras un buen rato en moto de nieve pasamos junto a una piedra muy grande donde se puede leer, escrito a mano con pintura blanca y letras muy irregulares: «Esta montaña es propiedad privada de la Sociedad de Condueños de la Montaña de Tor». Los dos motoristas se detienen, nos hacen saber que lo escribió Sansa y añaden: «Siempre creyó que era el dueño de todo esto. Él y Palanca estaban a matar. Suerte que está helado y no habrá nadie, que si no...»
¡Caramba! Otra vez «suerte que no habrá nadie». La verdad es que tengo ganas de preguntarles por qué lo dicen, pero hemos reemprendido la marcha y en unos instantes llegamos a Tor. Hay tanta nieve que las puertas de las casas apenas se ven. No hay nadie y sólo se oyen los motores de nuestras máquinas. Unos metros antes de llegar al pueblo nos detenemos para poder filmar el paisaje en estado puro, sin roderas. Sólo se oye el río, que a pesar de estar helado en muchos puntos tiene vida interior. ¡Una vida heladísima! Lo sé porque toqué el agua.
No puedo decir que el pueblo me parezca bonito. Además, en la calle principal, la única calle, en realidad, que es calle y camino –o carretera, como dicen ellos–, hay un par de coches abandonados, o tal vez tres. Un R-12 de color rojo, un Land Rover de los antiguos y otro cuyo modelo no adivino, porque, hundido en la nieve y prácticamente desmontado, sólo se le ve un trocito de carrocería. Toda esta chatarra da al lugar un aspecto más propio de un cementerio de coches que de pueblecito del Pirineo. Para ser más exactos, una de las aldeas más altas de todo el Pirineo, 1.790 metros sobre el nivel del mar.
Uno de los chicos que nos acompaña nos explica de quién es cada casa y nos aclara que los coches abandonados eran una de las manías de Sansa. Parece ser que el hombre arramblaba con todo lo que encontraba, y los coches desvencijados eran una de sus debilidades. Deambulando por el pueblo vemos algún otro coche, y subiendo por la montaña todavía hay más. Se los regalaban en Andorra o los compraba por cuatro duros y los utilizaba unos días hasta que se le morían. Entonces los dejaba tirados allí mismo. Sansa siempre se había considerado más dueño que nadie de toda la montaña que nadie, incluido el pueblo, y hacía lo que le daba la gana.
Después de filmar el exterior de la casa donde lo encontraron muerto en julio de 1995, filmamos casa Palanca, un caserón enorme propiedad de su enemigo de toda la vida. Viendo aquellas paredes y aquella altura –¡tiene tres pisos!– me doy cuenta de que, antiguamente, aquella familia debía de ser muy poderosa si pudo construir un edificio como aquél, que podía datar del siglo XVIII. Mientras Pol filma, uno de los chicos que nos acompaña se acerca a mí y me dice:
–Si ahora saliera Palanca de su casa, saldríamos corriendo a tal velocidad que los pies no nos tocarían el suelo.
–Pero ¿por qué? –le pregunto, ya un poco mosca.
–Porque tiene una mala leche de mil demonios y seguro que no le gustaría que la tele filmara su casa, y menos sin permiso. Está tan obcecado como Sansa, o quizás más. Por eso este pueblo no llegará nunca a nada.
–Dímelo delante de la cámara –le pido.
–¿Estás loco? Bueno, vamos, que se nos va a hacer tarde. Y que no se os pase por la cabeza decir que hemos venido a Tor, decid que hemos ido a Norís, o al puerto de Cabús, ¿estamos?
No le ha gustado nada que le haya propuesto salir en televisión.
En cuanto hemos filmado el pueblo subimos por la montaña, en dirección a Andorra, hacia el llano de Llumaneres, para grabar imágenes generales de la zona que relacionen Tor con el Principado. ¡Cómo son las cosas! Para ir de Tor a Andorra se puede escoger entre dos caminos, Pleià o Rabassa, y ambos van a dar al llano de Llumaneres. Uno es propiedad de Sansa, el otro de Palanca, porque la mayor parte de las tierras que cruzan son de uno o de otro. O sencillamente porque ellos lo han decidido, los han hecho o los han arreglado, se sienten dueños de ellos y, a la mínima, se lo recuerdan a cualquiera. Este día de enero de 1997 uno ya está muerto y el otro no está: por lo tanto, pasamos sin darle mayor importancia. Pese a que son las tres de la tarde, el sol se empieza a esconder y, como tememos que a la vuelta nos pille la oscuridad, decidimos no ir hacia el puerto de Cabús, que es el paso natural hacia Andorra, y damos la vuelta. Para tres minutos de reportaje ya tenemos bastante. Además, también tenemos las imágenes de archivo del juicio a los acusados por el asesinato de Sansa y de su salida de la cárcel, e incluso podemos añadir alguna imagen de los recortes de periódico que hablan del caso de la montaña de Tor.
Nos dejan conducir un ratito las motos de nieve y regresamos a Alins. Estamos helados –especialmente Pol– y tenemos hambre.

3. APARICIÓN DE PALANCA

En el Hostal Montaña –apellido de los propietariosnos espera una ducha caliente y una cena que haría olvidar cualquier pena. En la sobremesa, un par de copitas de ratafía, el licor tradicional de la zona, y a dormir. Pero justo cuando estoy a punto de beberme el último trago entra en el bar un hombre alto, fuerte, con una cara de mala leche de las que se recuerdan durante una buena temporada. Hasta el televisor se calla. Estamos en el bar del hostal, en la planta baja. Una sala no muy grande, con ocho o nueve mesas, una barra de bar de acero y dos puertas, una que da a la plaza y otra que sale a la carretera principal. En un lateral hay una vitrina llena de souvenirs y mapas con la cartografía de la zona para los turistas, y en un rinc...

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