El orden del tiempo
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El orden del tiempo

Carlo Rovelli, Francisco José Ramos Mena

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El orden del tiempo

Carlo Rovelli, Francisco José Ramos Mena

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Los misterios del tiempo explicados por un eminente físico que, además, es un gran divulgador. Un ensayo apasionante.

¿Qué es el tiempo? ¿Hasta qué punto lo entendemos? ¿Existimos en el tiempo o el tiempo existe en nosotros? ¿Por qué recordamos el pasado y no el futuro? ¿Qué quiere decir que el tiempo «corre»? ¿El pasado está cerrado y el futuro abierto? ¿El tiempo es lineal? ¿Existe de verdad?... Carlo Rovelli, físico cuyo anterior libro – Siete breves lecciones de física, publicado en esta colección– se tradujo a cuarenta idiomas y se convirtió en un sorprendente bestseller internacional, responde a estas y otras preguntas.

El tiempo es un misterio no solo para los profanos, sino también para los físicos, que a lo largo de la historia han ido modificando su percepción de él: de Newton a Einstein y a la gravedad cuántica de bucles, en la que el autor es experto. Rovelli aborda el tiempo y sus enigmas con una combinación única de rigor, capacidad divulgativa y bagaje humanístico que le permite incorporar al texto la mitología hindú, el Mah?bh?rata y a Guillermo de Ockham, Proust, Rilke...

El libro se divide en tres partes: la primera aborda lo que a día de hoy sabe la física moderna sobre el tiempo y los cambios radicales que se han producido en torno a algunos temas que se daban por cerrados; la segunda se centra en la gravedad cuántica y aborda la idea de un mundo sin tiempo, mientras que la tercera explora el nacimiento del tiempo y el modo en que lo experimentamos.

El resultado es un ensayo esclarecedor y apasionante, que nos da claves –científicas, pero también filosóficas– para entender el misterio del tiempo, un tema central de la física y de nuestra relación con la vida y el universo.

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Información

Año
2018
ISBN
9788433939371

Primera parte

La disgregación del tiempo

1. LA PÉRDIDA DE LA UNICIDAD

Danzas de amor entrelazan
a niñas dulcísimas
iluminadas por la luna
de estas límpidas noches (I, 4).
La ralentización del tiempo
Empiezo con un sencillo hecho: el tiempo transcurre más deprisa en la montaña y más despacio en el llano.
La diferencia es pequeña, pero se puede medir con relojes de precisión que hoy se venden en Internet por un millar de euros. Con algo de práctica, cualquiera puede constatar la ralentización del tiempo. Con relojes de laboratorio especializados, dicha ralentización se observa incluso en un desnivel de unos pocos centímetros: el reloj que está en el suelo va un pelín más lento que el que está en la mesa.
No solo los relojes se ralentizan: abajo todos los procesos son más lentos. Dos amigos se separan: uno se va a vivir a la llanura; el otro a la montaña. Al cabo de unos años se encuentran: el de la llanura ha vivido menos, ha envejecido menos, el péndulo de su reloj de cuco ha oscilado menos veces, ha dispuesto de menos tiempo para hacer cosas, sus plantas han crecido menos, sus pensamientos han tenido menos tiempo para desarrollarse... Abajo hay menos tiempo que arriba.
¿Sorprendente? Puede que sí. Pero así está hecho el mundo. El tiempo pasa más despacio en algunos lugares y más deprisa en otros.
Lo que de verdad resulta sorprendente es que alguien comprendiera esa ralentización del tiempo un siglo antes de que dispusiéramos de los relojes necesarios para medirla: Einstein.
La capacidad de comprender antes de ver constituye el corazón del pensamiento científico. En la antigüedad, Anaximandro comprendió que el cielo continúa bajo nuestros pies antes de que hubiera barcos que dieran la vuelta a la Tierra. En los comienzos de la era moderna, Copérnico comprendió que la Tierra gira antes de que hubiera astronautas que la vieran girar desde la Luna. Del mismo modo, Einstein entendió que el tiempo no transcurre de manera uniforme antes de que hubiera relojes lo suficientemente precisos para medir la diferencia.
Al dar pasos como estos aprendemos que determinadas cosas que parecían obvias resultan ser prejuicios. El cielo –parecía– está obviamente arriba, no abajo, ya que de lo contrario la Tierra se caería. La Tierra –parecía– obviamente no se mueve, ya que de lo contrario ¡menudo desbarajuste! El tiempo –parecía– transcurre en todas partes a la misma velocidad, es obvio... Los niños crecen y aprenden que el mundo no es todo como parece entre las paredes de casa; la humanidad en su conjunto hace lo mismo.
Einstein se planteó una pregunta que quizá nos hayamos planteado muchos al estudiar la fuerza de la gravedad: ¿cómo lo hacen el Sol y la Tierra para «atraerse» mediante dicha fuerza si no se tocan ni utilizan nada en medio? Einstein buscó una respuesta plausible. Imaginó que el Sol y la Tierra no se atraen entre sí, sino que cada uno de ellos actúa gradualmente sobre lo que media entre ambos. Y como lo único que media entre ambos es espacio y tiempo, imaginó que el Sol y la Tierra modifican el espacio y el tiempo que les rodea, del mismo modo que un cuerpo que se sumerge en el agua desplaza agua a su alrededor. A su vez, la modificación de la estructura del tiempo influye en el movimiento de todos los cuerpos, haciéndolos «caer» unos sobre otros.4
¿Qué es esa «modificación de la estructura del tiempo»? Pues la ralentización del tiempo de la que hablábamos antes: todo cuerpo ralentiza el tiempo en sus inmediaciones. La Tierra, que es una gran masa, ralentiza el tiempo en torno a sí. Más en la llanura y menos en la montaña, porque esta última está un poco más lejos de la Tierra. De ahí que el amigo que vive en la llanura envejezca menos.
Si las cosas caen, es debido a esa ralentización del tiempo. Donde este discurre de manera uniforme, en el espacio interplanetario, las cosas no caen: flotan. En cambio aquí, en la superficie de nuestro planeta, el movimiento de las cosas se dirige de manera natural hacia allí donde el tiempo pasa más lento, como cuando en la playa corremos hacia el mar y la resistencia del agua en los pies nos hace caer de bruces sobre las olas. Las cosas caen hacia abajo porque abajo el tiempo se ve ralentizado por la Tierra.5
Así pues, aunque no podamos observarlo fácilmente, en cualquier caso la ralentización del tiempo tiene efectos llamativos: hace caer las cosas, y nos mantiene pegados con los pies en el suelo. Si los pies se adhieren al suelo, es porque todo nuestro cuerpo se dirige de manera natural hacia allí donde el tiempo pasa más despacio, y el tiempo discurre más lentamente para nuestros pies que para nuestra cabeza.
¿Parece extraño? Pues es como cuando, al observar en el ocaso que el Sol desciende alegremente y desaparece poco a poco tras las nubes lejanas, de repente caemos en la cuenta por primera vez de que el Sol no se mueve, sino que es la Tierra la que gira, y percibimos con los ojos locos de la mente todo el conjunto de nuestro planeta, y a nosotros con él, girando hacia atrás, alejándonos del Sol. Son los ojos del loco de la colina de Paul McCartney,6 que, como los de tantos locos, ven más allá de nuestros adormecidos ojos cotidianos.
Diez mil Shivas danzantes
Tengo cierta afición a Anaximandro, el filósofo griego que vivió hace veintiséis siglos y que ya entonces supo entender que la Tierra flota en el espacio sin apoyarse en nada.7 Conocemos el pensamiento de Anaximandro a través de otros que hablaron de él, pero se conserva un fragmento de sus escritos, uno solo. Este:
Las cosas se transforman una en otra según necesidad y se hacen mutuamente justicia según el orden del tiempo.
«Según el orden del tiempo» (κατά τὴν τοῦ χρόνου τάξιν). De uno de los momentos seminales de la ciencia de la naturaleza no nos quedan más que estas oscuras palabras de arcanas resonancias, esta apelación al «orden del tiempo».
La astronomía y la física se han desarrollado ambas siguiendo la indicación de Anaximandro: comprender cómo suceden los fenómenos según el orden del tiempo. La astronomía antigua describía los movimientos de los astros en el tiempo. Las ecuaciones de la física describen cómo cambian las cosas en el tiempo. Desde las ecuaciones de Newton que fundamentan la dinámica hasta las de Maxwell que describen los fenómenos electromagnéticos, desde la ecuación de Schrödinger que explica cómo evolucionan los fenómenos cuánticos hasta las de la teoría cuántica de campos que dan cuenta de la dinámica de las partículas subatómicas, toda nuestra física es la ciencia de cómo evolucionan las cosas «según el orden del tiempo».
Por una vieja convención, representamos ese tiempo con la letra t (de hecho, «tiempo» empieza por «t» en algunos idiomas como el francés, el inglés, el italiano y el español, pero no en otros como el alemán, el árabe, el ruso o el chino). ¿Qué indica t? Indica la cifra que medimos con un reloj. Las ecuaciones nos dicen cómo cambian las cosas a medida que pasa el tiempo medido por un reloj.
Pero si resulta que distintos relojes señalan diferentes tiempos, como hemos visto más arriba, entonces, ¿qué indica t? Cuando los dos amigos se reencuentran después de haber vivido uno en la montaña y el otro en la llanura, los relojes que llevan en la muñeca señalan tiempos distintos. ¿Cuál de los dos es t? Dos relojes de un laboratorio de física van a diferentes velocidades si uno está en la mesa y el otro en el suelo: ¿cuál de los dos señala el tiempo? ¿Cómo describir el desfase relativo de los dos relojes? ¿Hemos de decir que el reloj del suelo se ralentiza con respecto al tiempo real medido en la mesa?; ¿o qué el reloj de la mesa se acelera con respecto al tiempo real medido en el suelo?
La pregunta carece de sentido. Es como preguntarse si es más real el valor de la libra esterlina en dólares o el valor del dólar en libras esterlinas. No hay un valor real: hay dos monedas que tienen sendos valores una con respecto a la otra. No hay un tiempo más real: hay dos tiempos, señalados por relojes reales y diversos, que cambian uno con respecto al otro. Ninguno de los dos es más real que el otro.
O mejor dicho, no hay dos tiempos, sino montones de ellos. Un tiempo distinto para cada punto del espacio. No hay un solo tiempo; hay muchísimos.
El tiempo señalado por un determinado reloj, medido por un determinado fenómeno, se denomina en física «tiempo propio». Cada reloj tiene su tiempo propio. Cada fenómeno que a...

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