IV. El castillo Von Aux
Por la mañana, Lucy se encontró con una mujer menuda y gruesa plantada a los pies de la cama, ataviada con un delantal de un blanco inmaculado y con una mueca de desagrado dibujada en el rostro. Llevaba el cabello gris corto, y también su cara tenía una tonalidad gris. De hecho, cabello y cara tenían un color tan similar que se confundían hasta el punto de desconcertar a Lucy. Las manos, que tenía cruzadas sobre el estómago, estaban muy enrojecidas, como si las hubiese escaldado con agua hirviendo. Era Agnes, la cocinera.
–¿No te han dicho que cierres la puerta? –le dijo.
–Hola. Sí. Buenos días, señora. Sí me lo han dicho.
A Lucy la cabeza le martilleaba, y tenía la boca tan reseca que le costaba hablar. Le asomaban las botas por debajo de las sábanas y Agnes, señalándolas, le preguntó:
–¿Esto es una costumbre en tu tierra?
–Me quedé dormido –se excusó Lucy, incorporándose.
–Es lo esperable cuando uno se mete en la cama. Mi pregunta es por qué no te quitaste las botas antes de quedarte dormido. –Agnes retiró la manta; las sábanas estaban manchadas de tierra y nieve. Cuando apareció la cachorrita, Agnes lanzó un grito ahogado–: ¡Dios mío! Pensaba que era una rata.
–No es una rata, señora.
–Ahora ya lo veo. –Agnes se inclinó y acarició la cabeza de la perra–. ¿El señor Olderglough sabe que tienes aquí un animal?
–No.
–¿Y cuánto tiempo pensabas ocultárselo?
–No se lo he estado ocultando, señora. Acabo de traerlo.
–Sin duda, él querrá saberlo.
–No olvidaré comentárselo.
–Muy bien. Me pregunto cuándo piensas levantarte. El señor Olderglough ha tenido que ir a buscar él mismo su desayuno y el tuyo se está enfriando desde hace rato.
–Lo siento, señora; no volverá a suceder. Ahora mismo me levanto.
Agnes asintió y atravesó la habitación para salir. Se detuvo en la puerta y dijo:
–¿Te acordarás de cerrar con pestillo?
–Sí, señora.
–Es algo que no debes olvidar. –Miró a Lucy volviendo la cabeza hacia atrás–. O acaso no entiendes lo importante que es.
Lucy sacó las botas de la cama y las plantó en el suelo.
–Supongo que sí lo entiendo. –Cogió a la cachorrita y se la metió en el bolsillo–. Bueno, en realidad no –dijo–. ¿Puede explicarme por qué debo cerrar la puerta con pestillo?
–Todos debemos cerrar nuestras puertas.
–Pero ¿por qué motivo?
Agnes midió muy bien sus palabras:
–Hay un motivo para hacerlo, y eso es todo lo que debes saber.
Agnes salió de la habitación y Lucy se quedó un rato sentado en la cama, reflexionando.
–Me gustaría saber mucho más al respecto –dijo al final. Después, lo cierto es que desearía haber sabido menos.
Se acercó a la ventana con el catalejo.
El señor Olderglough estaba sentado en el comedor de los sirvientes, una sala estrecha y triste conectada con la cocina. Ya no llevaba la mano en cabestrillo, que parecía curada, y estaba repasando muy concentrado un enorme libro de contabilidad, junto al que tenía su desayuno, consistente en un bol de gachas, una fina rebanada de pan seco y una taza de té. Había otro desayuno idéntico preparado para Lucy, que se sentó, probó las gachas y no quedó nada satisfecho ni con el sabor, ni con la textura, ni con la temperatura. El té también estaba frío, además de amargo, pero al menos le quitó el sabor a serrín de las gachas, de modo que se lo bebió de un trago.
–Buenos días, señor –saludó Lucy con voz entrecortada.
El señor Olderglough asintió, pero no abrió la boca, concentrado en cortar su rebanada, tres cortes longitudinales y tres verticales, con lo que obtuvo nueve pedazos cuadrados. Una vez cortado el pan, sacó la lengua y depositó sobre el carnoso apéndice rosáceo uno de los trocitos. Metió la lengua en la boca y procedió a masticar, mientras lanzaba a Lucy una mirada que le retaba a hacer algún comentario. Lucy no lo hizo. En lugar de eso, inquirió:
–Señor, me preguntaba si se me permitiría tener una mascota.
El señor Olderglough tragó. Con aire moderadamente alarmado preguntó:
–¿Un animal?
–Un perro, señor. Un cachorro.
–¿De dónde demonios has sacado un cachorro?
–De Memel, señor. Su perra ha parido una camada.
–Ya veo. Y te ha cargado a ti el muerto, ¿eh?
–Yo no lo llamaría cargarme el muerto.
–¿Lo que ha hecho no es un sálvese quien pueda?
–No exactamente, señor. De hecho, me gustaría quedarme con el cachorro. Si usted me lo permite, por supuesto.
En el rostro del señor Olderglough se había instalado una expresión de perplejidad.
–¿Cuándo ha sucedido todo esto, si se me permite preguntarlo?
–Hace muy poco, señor.
–Evidentemente. –Con la mirada perdida en el vacío, el señor Olderglough inquirió–: ¿Alguna vez has tenido la sensación de que todo pasa demasiado rápido?
–No sé a qué se refiere, señor.
–¿La fugacidad del tiempo? ¿Que todo sucede en un instante?
–No estoy seguro, señor.
–¿Que los acontecimientos se precipitan? ¿Y que una vez que un acontecimiento se ha precipitado ya no hay marcha atrás?
–Supongo que eso es cierto, señor.
–Sí, bueno, en cualquier caso, si quieres tener una mascota, ¿quién soy yo para interferir en tu felicidad?
–Entonces, señor, ¿puedo quedarme con el cachorro?
–¿Por qué no? No me corresponde a mí juzgar tus actos. Yo soy partidario de la libertad individual.
–Sí, señor.
–Cada cual debe seguir los deseos de su corazón, ¿no te parece?
–Oh, sí, señor.
–Solo se vive una vez, ¿verdad, Lucy?
–Solo una vez.
–Y hay que ir a por todas.
–Exacto.
–Así que adelante, ¿no te parece?
–Sí, señor.
De pronto, el señor Olderglough preguntó:
–¿Por qué no te comes las gachas?
–Tienen un sabor raro, señor.
El señor Olderglough miró a su alrededor, se inclinó hacia Lucy y susurró:
–Échalas en la chimenea, ¿de acuerdo? Y las mías también. Agnes se pone hecha una furia si no rebañamos los platos.
Lucy hizo lo que le pidió Olderglough y volvió a su sitio.
–¿Es macho o hembra? –preguntó el señor Olderglough.
–Hembra, señor. Espero que eso no sea un problema.
–No tengo preferencias. Lo preguntaba por preguntar. ¿Te apetece otra taza de té?
–No, gracias.
–Creo que yo sí tomaré otra. –El señor Olderglough se sirvió una segunda taza de té, dio un melindroso sorbo y comentó–: ¿Sabías que yo tengo un pájaro? –Esto lo dijo como si fuese algo que hubiera olvidado y de pronto lo recordase con sorpresa.
–No, no lo sabía, señor –respondió Lucy.
–Una grácula religiosa –explicó el señor Olderglough–. Se llama Peter. Pensé que alegraría mi habitación con sus melodías. Pero resulta que no dice ni pío.
–Creía que las gráculas religiosas eran parlanchinas.
–Eso pensaba yo también. Imagínate el chasco que me llevé.
–Desde luego.
–Piensa en ello.
–Lo haré. Me pregunto si no tendrá alguna tara.
–O simplemente carece de sentido del espectáculo. Sea por lo que sea, Peter habla menos que un monje que ha hecho voto de silencio. –El señor Olderglough suspiró–. Si quieres que te diga la verdad, Lucy, agradecería un poco de música, no me vendría mal un poco de alegría. –Apoyó la cabeza en el respaldo de la silla–. Siempre me ha gustado el nombre: Peter. Habría llamado así a mi hijo, de haber tenido uno. Bueno, no habrá sido porque no lo haya intentado. Si me dieran un céntimo por cada baile al que acudí en mi juventud...
–Sí, señor.
–Parece que algunos de nosotros estamos destinados a vagar solos por el mundo.
–Es tristemente cierto, señor.
El señor Olderglough apartó su plato.
–¿Te gustaría conocerlo? A Peter.
Lucy no tenía especial interés, pero parecía esperarse de él que mostrase interés, así que dijo que por supuesto que sí. El señor Olderglough dio una palmada, se puso en pie y empezó a abotonarse la chaqueta con rapidez.
Peter era un pájaro muy antisocial. Un paseriforme de tamaño medio con plumaje de un negro apagado y un puntiagudo pico entre naranja y amarillento, que adoptaba una actitud huraña en su percha y no miraba a los visitantes, sino a través de ellos. De hecho, Lucy pensó que su expresión, si es que un pájaro tiene tal cosa, desprendía un legítimo odio.
–Este es Peter –dijo el señor Olderglough.
–Hola, Peter.
–Di hola, Peter.
Peter no dijo hola, sino que inclinó la cabeza hacia el pecho, levantó una pata, se quedó inmóvil y parecía que iba a permanecer así para siempre.
–Ya se ha cerrado en banda –dijo el señor Olderglough–. ¿Ves a qué me refiero?
–Sí, señor. ¿Y dice que jamás ha emitido sonido alguno?
–Ni una sola vez.
–Algo habrá que le haga cantar, señor.
–No hay forma de conseguirlo.
El señor Olderglough se sentó en un descolorido sofá que tenía en una esquina de su habitación. Murmurando para sí mismo, el hombre se pasó un rato perdido en sus divagaciones, y Lucy aprovechó la situación para echar un vistazo a los aposentos de su superior: al mismo tiempo señoriales y de un gusto...