En el otoño de 1960, cuando yo tenía dieciséis años y mi padre llevaba sin trabajo algún tiempo, mi madre conoció a un hombre llamado Warren Miller y se enamoró de él. Esto sucedió en Great Falls, Montana, en la época del boom del petróleo en Gypsy Basin, adonde mi padre nos había llevado en la primavera de aquel año desde Lewiston, Idaho, en la creencia de que la gente –gente modesta como él– estaba haciendo dinero en Montana –o lo haría muy pronto–, y con el deseo de llevarse un trozo del pastel mientras duraran los buenos tiempos, antes de que todo se fuese al traste y se esfumase en el viento.
Mi padre era golfista. Profesor de golf. Había ido a la universidad, pero no a la guerra. Y desde 1944, el año en que yo nací y dos años después de casarse con mi madre, había trabajado dando clases de golf en pequeños clubes residenciales y campos públicos de las ciudades cercanas a donde él había crecido, en la zona de Colfax y las Palouse Hills, al este del estado de Washington. Y por aquel entonces, durante los años en que yo estaba creciendo, vivimos en Coeur d’Alene y McCall, Idaho, y en Endicott y Pasco y Walla Walla, donde él y mi madre habían ido a la universidad y se habían conocido, y luego casado.
Mi padre era un atleta nato. Su padre tenía una tienda de ropa en Colfax y se había ganado bien la vida, y él aprendió a jugar al golf en cursos como aquellos en los que ahora daba clases. Sabía jugar a cualquier deporte: baloncesto y hockey sobre hielo y lanzamiento de herraduras, y había practicado el béisbol en la universidad. Pero le encantaba el golf porque era un juego que a la gente le parecía difícil y a él muy fácil. Era un hombre risueño y bien parecido, moreno, no muy alto, de manos delicadas y con un swing corto y airoso siempre muy grato de contemplar, aunque nunca lo bastante fuerte para permitirle competir en los torneos de golf de primera línea. Pero servía para enseñar a la gente a jugar a este deporte. Sabía razonar sobre él con paciencia, y daba a sus alumnos la sensación de que tenían dotes para practicarlo; ello hacía que sus clases fueran muy solicitadas. A veces mis padres jugaban juntos y yo les acompañaba por el campo llevando el carrito de los palos, y sé que él sabía cuál era la apariencia que ofrecían a quien los mirara: agraciados, jóvenes, felices. Mi padre era un hombre de voz suave y natural, amable y optimista, no un tipo avispado y frívolo como tal vez alguien haya podido imaginar. No es corriente ser golfista, ganarse la vida con el golf del mismo modo que los vendedores o los médicos con sus respectivas profesiones, pero es que en cierto modo mi padre tampoco era un hombre común: era inocente y honesto, y es muy posible que su forma de ser casara perfectamente con la vida que llevaba.
En Great Falls mi padre consiguió un empleo de dos días a la semana en el campo de golf de la base aérea, y los demás días daba clases en el club privado del otro lado del río. El Wheatland Club. Trabajaba también allí –decía– porque en los buenos tiempos a la gente le apetecía aprender a practicar deportes como el golf, y los buenos tiempos raras veces duran mucho. Tenía treinta y nueve años, y creo que lo que esperaba del Wheatland Club era conocer a gente, a alguien que le brindara alguna información de la que pudiera beneficiarse, o le dejara entrar en una buena operación del boom del petróleo, o le ofreciera un empleo más seguro; una oportunidad, en suma, que nos pusiera a los tres en camino hacia una vida mejor.
Alquilamos una casa en el lado norte de la calle Ocho, en uno de los viejos barrios de viviendas de ladrillo y madera, todas de una planta. La nuestra era amarilla, con una cerca baja de estacas en el frente y un jardín con un abedul llorón a un costado. Era una zona no muy distante de las vías del tren, frente a la refinería, situada al otro lado del río, donde una brillante llama ardía a todas horas en lo alto de la chimenea que se alzaba sobre los depósitos metálicos. Por la mañana, cuando me despertaba, oía la sirena del cambio de turno, y avanzada la noche escuchaba el ronco siseo de las máquinas que trataban el crudo procedente de los campos, situados más al norte.
Mi madre no tenía empleo en Great Falls. En Lewiston había trabajado como contable en una empresa de productos lácteos, y en las demás ciudades donde habíamos vivido ejerció de profesora interina de matemáticas y ciencias, que eran las materias que le gustaban. Mi madre era una mujer guapa y menuda que tenía sentido del humor y sabía hacer reír si se lo proponía. Era dos años menor que mi padre, a quien conoció en la universidad en 1941. Como mi padre le gustaba, se fue con él cuando un buen día aceptó un trabajo en Spokane. No sé cuáles pensó que serían las razones de mi padre para dejar su trabajo en Lewiston y trasladarse a Great Falls. Puede que notase algo en él: que era un momento crucial en su vida, un momento en que su porvenir había empezado a parecerle incierto, como si ya no pudiera confiar en que su futuro fuera capaz de desenvolverse por sí mismo como había hecho hasta entonces. O puede que existiesen otras razones, y que lo siguiera porque lo amaba. Pero no creo que ella quisiera mudarse a Montana. Le gustaba el este del estado de Washington, donde el clima era más suave y había pasado la adolescencia. Pensaba que en Great Falls haría mucho frío, que sería difícil hacer amigos y se sentiría muy sola. Sin embargo, en aquel tiempo debía de creer que la vida que llevaba era la normal: mudarse de vez en cuando, trabajar si podía, tener un marido y un hijo; que su vida, en suma, era aceptable.
El verano de aquel año fue una época de incendios forestales. Great Falls está situado donde las llanuras comienzan, pero el sur y el este y el oeste son zonas de montañas. Desde las calles de la ciudad, en días claros, pueden verse las montañas: a cien kilómetros se alza la alta cara este de las Montañas Rocosas, azul y claramente perfilada hasta perderse en dirección a Canadá. A principios de julio empezaron los incendios en los cañones boscosos de más allá de Augusta y Choteau, ciudades que para mí significaban muy poco pero que se encontraban seriamente amenazadas. Los incendios empezaron por misteriosas causas, y siguieron a lo largo de julio y agosto e incluso septiembre, cuando se pensó que un otoño temprano traería lluvias y quizá nieve. Pero no fue eso lo que sucedió.
La primavera había sido seca, y el tiempo no cambió con la llegada del verano. Yo era un chico de ciudad y no sabía nada de cosechas o maderas, pero oímos decir que los granjeros creían que la sequía traería más sequía, y leímos en el periódico que la madera de los árboles sin cortar estaba aún más seca que la madera puesta a secar en un horno, y que si los granjeros eran inteligentes debían cosechar temprano el trigo a fin de evitar pérdidas. Hasta el río Missouri había menguado de caudal, y los peces morían, y entre las orillas y la mísera corriente se abrían anchas explanadas de barro, y ninguna embarcación se aventuraba por sus aguas.
Mi padre daba clases de golf todos los días a grupos de aviadores y a sus novias, y en el Wheatland Club jugaba partidos dobles con rancheros, ejecutivos del petróleo y banqueros y sus respectivas esposas, cuya técnica él se esforzaba en mejorar. Por la tarde, aquel verano, solía sentarse a la mesa de la cocina después del trabajo, y escuchaba algún partido de béisbol del Este por la radio mientras se tomaba una cerveza. Y leía el periódico mientras mi madre preparaba la cena y yo hacía los deberes en la sala. Solía hablar de la gente del club.
–Son buena gente –le decía a mi madre–. No nos haremos ricos trabajando para los ricos, pero si nos mantenemos cerca de ellos a lo mejor tenemos suerte.
Y se reía de lo que decía. Le gustaba Great Falls. Pensaba que era un lugar abierto, virgen, un lugar en que nadie se preocuparía de impedir que los demás medraran, y que el momento era muy bueno para vivir en él. No sé cuáles pudieran ser sus planes personales, pero era un hombre a quien, más que a la mayoría de sus congéneres, le gustaba ser feliz. Y supongo que debió de pensar –en aquella época al menos– que había llegado al fin al lugar perfecto para su persona.
Para primeros de agosto los incendios forestales del oeste aún no habían sido sofocados, y en el aire había tal neblina que a veces no se alcanzaba a ver las montañas o la línea donde la tierra toca el cielo. Era una nube neblinosa que no podían percibir quienes se encontraban dentro de ella, que sólo se advertía desde una montaña o un avión cuando se veía Great Falls desde lo alto. Por la noche, si me asomaba a la ventana y miraba hacia el oeste, en dirección al valle del Sun River y las montañas que ardían, percibía el sabor y el olor del humo, y creía ver llamas y colinas ardiendo y hombres en movimiento, aunque sólo divisaba un resplandor ancho y hondo y rojo por encima de la oscuridad que se extendía entre el incendio y nosotros. En un par de ocasiones incluso imaginé que nuestra casa se incendiaba, que una chispa viajaba a través del espacio con el viento y prendía fuego al tejado y consumía nuestro hogar. Pero sabía –dentro incluso de esta fantasía– que el mundo seguiría girando y sobreviviríamos, y que aquel fuego no importaba demasiado. Aunque no entendía, como es lógico, lo que podría significar no sobrevivir.
Los incendios hicieron que las cosas cambiaran, que se propagara por Great Falls un sentimiento –una actitud generalcercano al desaliento. Se leían historias en el periódico, historias descabelladas. Se decía que los indios habían provocado los incendios a fin de que los contrataran para sofocarlos. Se había visto a un hombre en una pista forestal echando astillas encendidas desde la ventanilla de su camioneta. Se culpaba a los cazadores furtivos. Un lejano pico de las Marshall Mountains –se contaba– había sido golpeado por el rayo un centenar de veces en una hora. Mi padre oyó en el campo de golf que había criminales luchando contra el fuego, asesinos y violadores de Deer Lodge que se habían prestado voluntarios y que luego habían escapado y vuelto de nuevo a la vida en libertad.
Nadie, creo, pensaba que Great Falls fuera a incendiarse. Nos separaban del fuego demasiados kilómetros; tendrían que arder antes demasiadas poblaciones... demasiadas desgracias y demasiado seguidas. Pero la gente mojaba el tejado de sus casas, y no se permitía a nadie quemar las malas hierbas. Día tras día despegaban aviones con hombres que saltarían luego sobre los incendios, y al oeste el humo se alzaba en el cielo formando como masas de cúmulos y dando la impresión ilusoria de que el propio fuego fuera a hacer llover. Cuando por la tarde arreciaba el viento, todos sabíamos que el fuego saltaría alguna zanja o se propagaría hacia adelante o prendería en algún lugar aún intocado, y que ello nos afectaba a todos por mucho que no viéramos ni una llama o no sintiéramos calor.
Yo empezaba entonces el tercer año de secundaria en la Great Falls High School, e intentaba jugar al fútbol americano, deporte que no me gustaba y en el que no destacaba; me esforzaba en practicarlo sólo porque mi padre pensaba que era un buen modo de hacer amigos. Había días, sin embargo, en que no jugábamos porque el médico decía que el humo podría dañarnos los pulmones sin que lo notáramos. Esos días iba a ver a mi padre al Wheatland Club –el campo de la base había cerrado a causa del peligro de incendio– y jugaba con él un rato, a última hora de la tarde. A medida que avanzaba el verano, mi padre trabajaba cada vez menos días y pasaba más tiempo en casa. La gente no iba al club por el humo y la sequía. Así que mi padre daba menos clases, y veía menos a los socios que había conocido y con quienes había congeniado la primavera anterior. Trabajaba más en la tienda del campo; vendía artículos de golf y ropa y revistas, alquilaba carritos y pasaba mucho tiempo recogiendo pelotas a lo largo de la orilla del río, junto a los sauces, donde terminaba el terreno destinado a prácticas.
Una tarde de finales de septiembre, dos semanas después del comienzo del curso escolar y cuando ya los incendios de las montañas del oeste parecían durar eternamente, acompañé a mi padre fuera del terreno de prácticas con las cestas de alambre de recoger pelotas. Un hombre practicaba desde el tee de entrenamiento. Estaba bastante lejos, a nuestra izquierda; yo oía el golpe seco del palo, y luego el siseo de las bolas al describir un arco en el crepúsculo y llegar hasta nosotros botando. La noche anterior, en casa, mi padre y mi madre habían estado hablando de las elecciones presidenciales. Eran demócratas. También sus familias lo habían sido. Pero mi padre dijo que estaba considerando la idea de votar a los republicanos. Nixon –dijo– era un buen abogado. No era un hombre atractivo, pero se mantendría firme frente a los sindicatos.
Mi madre se echó a reír y se tapó los ojos con las manos como si no quisiera verlo.
–¡Oh, no! ¿También tú, Jerry? –dijo–. ¿Te estás volviendo un defensor de la mano dura contra los sindicatos?
Bromeaba. No creo que le importara mucho por quién votara mi padre, y nunca hablaban de política. Estábamos en la cocina y nos disponíamos a cenar
–Parece que las cosas han ido demasiado lejos en cierta dirección –dijo mi padre. Puso una mano a cada lado del plato. Oí cómo respiraba. Seguía con sus ropas de golf: pantalones verdes y camisa amarilla de nylon con el emblema rojo del club. Había habido una huelga ferroviaria aquel verano, pero él no había hecho comentarios sobre los sindicatos, ni yo creía que la situación nos hubiera afectado.
Mi madre estaba de pie junto al fregadero, secándose las manos.
–Tú eres un trabajador. Yo no –dijo–. Te lo recuerdo, eso es todo.
–Me gustaría que hubiera un...