Un trozo de mi corazón
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Un trozo de mi corazón

  1. 312 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Un trozo de mi corazón

Descripción del libro

Algunas novelas crean un pequeño mundo cerrado; Un trozo de mi corazón se despliega inmensa en sus paisajes, tanto humanos como geográficos. Richard Ford cuenta la historia violenta -pero también conmovedora y divertida- de dos hombres; uno de ellos persigue a una mujer, el otro se busca a sí mismo. Robard y Sam se conocen en una peculiar casa en una isla del Mississippi que no figura en los mapas. Las intenciones que les animaron a dirigirse a la isla se vuelven muy pronto confusas ante la rareza del mundo en que se encuentran, y, en un explosivo final, acaban por sacrificar sus propósitos iniciales. El libro arranca con un asesinato misterioso, con una víctima desconocida. Lo que sigue es intenso y a menudo brutal, y culmina con un personaje notable, un hombre valeroso, que se convierte en su propia -y última- víctima. En este libro sombrío e intenso la escena, la acción y los diálogos están dotados de una vitalidad sobrecogedora, y se suman para lograr un impacto inolvidable.

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Información

Año
2006
ISBN del libro electrónico
9788433928252
Categoría
Literatura

Segunda parte

Sam Newel

1

En el taxi había empezado una vez más a pasar revista al primer día, reprochándose cada iniciativa tomada. Había encontrado habitación en la avenida Harper, husmeado la buhardilla, abierto la ventana y dejado entrar el aire, que se mezcló con el del cuarto y circuló entre sus bolsas y debajo del somier de la cama, mientras él se asomaba para acostumbrarse al clima, tratando de concentrarse y de percibir algunos de los detalles de la ciudad. Antes de dejar Columbia se había convencido de que Chicago, una ciudad empantanada en mitad del país, era un sitio raro para estudiar Derecho. El aire olía a periódicos apilados y la ciudad parecía decaída y mugrienta como un prestamista. A la mañana siguiente había cruzado el Jackson Park, aturdido bajo la niebla opaca, hasta el largo paseo de cemento, mientras calculaba la altura del sol del Medioeste que más allá de las balizas teñía el cielo de tonos amarillentos, cobrizos y magenta, hasta que se hizo plenamente de día. Por fin, el tiempo terminó por parecerle encantador, y fue como si el aire que circulaba por las calles de la ciudad tuviera un olor a pan recién hecho que se mezclaba con la niebla. Volvió a la cama sintiéndose exaltado, listo para empezar. Lo que demostraba, pensaba en el taxi que iba disparado por Midway bajo la lluvia, que las cosas buenas nunca duran mucho.
En la estación la lluvia había empezado a golpear contra los adoquines. Entró, sacó un billete, dejó la maleta al final de una hilera de bancos, volvió a salir y se quedó bajo la marquesina para tomar el aire. Un taxi se detuvo delante de él, y después de que el pasajero descendiera, salió disparado por la avenida. Caminó por la acera protegido por la marquesina de la estación hasta que distinguió la cadena de luces de Michigan, más intensas por encima de la calle Randolph y culminando en los resplandores del Wrigley Building. Sintió la antigua exaltación que esperaba le proporcionase un modo inteligente de evitar aquella huida en la noche para hacer un viaje lunático al que no conseguía encontrarle el menor sentido. La sola idea del viaje ensombrecía su mente, y tuvo la repentina necesidad de llamar a Beebe y pedirle que mandara un taxi a recogerlo, lo cual, estaba seguro, la emocionaría.
El viento cambió de dirección. Anunciaron el tren y él volvió al interior para recoger su maleta. Un grupo de negros bien vestidos estaba de pie junto a los torniquetes que llevaban al andén, hablando en voz muy alta y cargando de paquetes a una mujer gorda que iba de viaje. Todos los hombres llevaban claveles rojos. Él llegó al final de la última hilera de bancos y descubrió que su maleta había desaparecido. Un niño de párpados caídos, sin duda hijo de uno de los negros, estaba en el banco donde antes había dejado la maleta, frotándose distraídamente las manos.
Los negros siguieron hablando en voz aún más alta; de repente uno de ellos gritó algo que sonó como a «pasteles», y todos se pusieron a abrazar a la mujer cargada de paquetes. El niño se levantó y lanzó una mirada distraída por encima del hombro, frunció los labios y se dio la vuelta, como si hubiera visto lo que esperaba. Los negros empezaron a arrastrar los pies alejándose de la puerta y hablando en voz más baja, luego callaron, se detuvieron, y sólo se oyó el sonido de un teletipo al final del vestíbulo.
Él volvió a donde estaba sentado el niño y lo miró.
–¿Dónde está la maleta? –dijo, y examinó en derredor de él. El niño lo miraba como si fuera invisible y volvió a fruncir los labios–. ¿Quién la ha cogido? –preguntó, mirando colérico la cara del niño hasta que distinguió el matiz ámbar de sus ojos soñolientos.
El niño sonrió, asomó un trozo de chicle por entre los dientes y dejó que colgara de sus labios igual que el badajo de una campana invisible.
–Fue la policía –dijo.
Él paseó la vista detenidamente por el amplio vestíbulo buscando una chapa de policía que brillara en las sombras, pero no vio más que a un maletero que fumaba junto a las puertas de salida. Una radio empezó a sonar al final de la sala de espera, y él miró, a través de los cristales, hasta donde podía distinguir los faros de los taxis que se acercaban a la marquesina bajo la lluvia. Estaba desesperado.
–¿Has visto adónde demonios fueron?
–No –respondió el niño, enroscó el chicle con las manos y se lo volvió a meter en la boca.
Dejando al niño, avanzó dando tumbos por el desierto vestíbulo y, con las manos vacías, empujó el torniquete. Los negros lloraban y agitaban pañuelos en dirección al humeante tren. Los evitó, se apresuró por el andén y subió los escalones plateados. Desde la plataforma del tren lanzó una mirada acusadora a los negros, que seguían llorando bajo la lluvia. Ninguno de ellos tenía su maleta. Poco a poco empezaron a darse la vuelta y a alejarse hacia la salida de la estación, y él vio cómo se hacían más y más pequeños y desaparecían.

2

Apesadumbrado, se reclinó en el asiento y contempló la ciudad deslizarse bajo la lluvia, y vio que en los barrios viejos todos los empleados que vivían en las afueras se dirigían al centro de la ciudad para ver a Beebe. El vagón se puso a traquetear cerca de la calle 65, y el tren ganó velocidad. Pudo distinguir una hilera de árboles en primer plano y al fondo la oscura Midway y los faros que nadaban bajo la lluvia de Hyde Park.
El tren se detuvo en la 103, pero no subió ni bajó nadie, y después pitó y se alejó de las luces color naranja, dejando detrás la ciudad sumida en las tinieblas, bajo el agua.
–La ciudad está para resolvernos los problemas –había dicho Beebe, dejando que sus dedos juguetearan en un rayo de sol.
–Mi padre estaría de acuerdo con eso –dijo él.
–Naturalmente. –Ella sonrió y pasó el dedo a lo largo de la helada línea de luz y sombra–. Fue precisamente la ciudad la que tan amablemente permitió que nos conociéramos. Estoy segura de que él lo habría aprobado.
Él se instaló en la mitad a oscuras de la cama, mirando la calleja por la ventana, sin pensar en nada.
–Hoy me parecerías mucho más agradable si no estuvieses tan grosero –se quejó Beebe.
–Estudio Derecho –argumentó él–. No tengo tiempo que perder en ese Comité para el Pensamiento Social o comoquiera que se llame eso que apoyas tú.
–Deberías ir –insistió ella, echando aliento con indiferencia al frío cristal–. He ido a la conferencia de Jane Jacobs. Cree que haríamos bien si todos viviéramos en ciudades.
–Deberías probar en la parte sur antes de decidirte –dijo él.
–He estado allí muchísimas veces –dijo ella, pasando la uña por el cristal empañado–. Me llevo bastante bien con los negros. –Él quedó en silencio–. ¿A qué se dedicaba tu padre?
–Vendía almidón.
–¿No hay un montón de chistes sobre vendedores de almidón que tienen erecciones tremendas?
–No lo sé.
–Sólo trataba de cambiar de tema para hablar de algo más divertido. –Beebe quedó callada un momento, luego dijo–: Esta mañana en el aeropuerto me tropecé con un exhibicionista.
–¿Cómo fue?
–No estoy segura. Era un taxista de la parada que hay delante de la Pan Am. Me incliné para decirle que quería ir al centro y allí estaba su lingam entre las piernas.
–¿Te llevó?
–Claro que no.
–¿Le dijiste algo?
–Le dije: «Eso se parece mucho a un pene, sólo que es más pequeño.» Estaba leyendo el Time, se tapó con él y se alejó. Estoy segura de que lo fastidié.
–La ciudad todavía no ha resuelto ese tipo de problemas. A menos que sólo le interesases tú.
–No seas cínico, ¿quieres? –Beebe parecía molesta–. ¿Por qué te pusiste a cojear antes? Fue muy raro. ¿A quién habías visto?
–A nadie. –Él miraba el callejón, apretando la nariz al cristal hasta que se le entumeció la piel.
–Entonces, ¿por qué cojeabas?
–Hace que algunas personas sientan compasión.
Beebe estiró el cuello y trató de ver lo que él estaba mirando en la luz que caía.
–Me temo que no te creo –dijo.
–Muy bien, maldita sea –dijo él, exasperado–. Cuando salí del supermercado A & P, vi a un hombre que era exactamente igual que yo, y llevaba su jodida bolsa del ejército a la lavandería.
–¿Y qué?
–Me asusté. Parecía que estaba en mucho mejor forma que yo, y no tenía tripa. Y no tenía tampoco la mirada triste. Me fijé bien en eso.
–¿Hablaste con él?
–Mierda, claro que no. ¿Qué le iba a decir? ¿Y si él no encontraba que se parecía a mí?
–No entiendo por qué te pusiste a cojear.
–No me gustan los jodidos Doppelgängers. –Cruzó la habitación y dio una palmada al radiador, haciendo que resonara–. Esta jodida mierda no vale para nada.
Beebe inclinó la cabeza hacia el alféizar de la ventana y su cara iluminada a contraluz se convirtió en una silueta en el horizonte del marco.
–Te gusta bien poco la ambigüedad –dijo, frotándose suavemente la nariz con el dedo y mirando cómo el hombre se movía entre las sombras.
–¿Qué demonios quieres decir con eso?
–Seguir con lo que estás haciendo aunque nada esté claramente definido –explicó ella–. Es la fuente de la energía espiritual de los científicos. Creo que también les resulta bastante útil a las demás personas, como a ti, por ejemplo.
–¿Qué demonios debo hacer?
–Haces que las cosas sean terribles cuando sólo están un poco confusas. –Beebe le sonrió alegremente.
–¿Como qué? –preguntó él.
–Como decidir que algo es tan espantoso que de repente te pones a cojear para indicar tu decadencia.
–Muy bien, entonces mírame. –Él sacó pecho y comenzó a mover los brazos perpendicularmente a sus hombros–. Parezco Prometeo –dijo, y se miró el pecho, preguntándose si ella estaría de acuerdo con lo que él veía.
–No puedo verte bien –dijo Beebe.
–¿Entonces?
–¿Entonces qué?
–¿Qué es lo que me falta?
–Soportar la ambigüedad –dijo ella, sonriendo.
Él mantuvo los brazos extendidos como un pájaro gigante planeando en la penumbra.
–Todo lo que creo que sé, es ambiguo –dijo–. Por ese mismo motivo me alejo volando a mil quinientos kilómetros por segundo. Lo verías si te mantuvieras atenta el tiempo suficiente.
–No lo creo –declaró ella–. Tienes caspa en las pestañas.
Le lanzó una mirada de desaprobación y comenzó a examinarse las cutículas de las uñas.
Él entró y salió de la oscuridad, haciendo rechinar el suelo.
–Vas a coger frío así, sin ropa –le advirtió Beebe–. ¿Por qué no vienes conmigo? Te calentaré. –Le sonrió y alzó el brazo, dejando libre el sitio de la cama que podía ocupar.
Él frunció el entrecejo en la penumbra.
–Entonces, ¿qué debo hacer con las cosas que no puedo soportar?
–Dejar que se resuelvan por sí mismas.
–Como tú –dijo él.
–Hay cosas que dejo de lado –dijo ella, dándose la vuelta y dejando los pechos al aire–. Si allá abajo todo fuera tan maravilloso, viviría allí, ¿no te parece?
–¿Si fuera tan maravilloso dónde?
–Mississippi, todas esas tonterías.
–No podría decirlo.
–Yo por supuesto que sí –aseguró ella–. Me gusta vivir en sitios maravillosos. Soy caprichosa y deliro mucho. No me gusta pensar en cosas desagradables. Me siento muy orgullosa de vivir aquí, salta a la vista.
–Por supuesto –admitió él–. Me he pasado toda la vida esperando a vivir en este lazareto. Es un lugar maravilloso, con sus putas y sus degenerados y sus asesinos y toda esa porquería.
–¿No te parece que follar conmigo te lleva de vuelta al pasado?
–Se me cruzó por la mente –dijo él–. Pero no sirve de nada.
...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. Primera parte. Robard Hewes
  4. Segunda parte. Sam Newel
  5. Tercera parte. Robard Hewes
  6. Cuarta parte. Sam Newel
  7. Quinta parte. Robard Hewes
  8. Sexta parte. Sam Newel
  9. Séptima parte. Robard Hewes
  10. Epílogo
  11. Créditos