Antagonía
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Antagonía

  1. 1,120 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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Antagonía

Descripción del libro

«Conserva  intacta  no sólo su carga literaria, sino su capacidad de interpelar al sistema entero de la narrativa en lengua castellana, moviéndolo a una reconsideración de sus propias premisas.» (Ignacio Echevarría).

Con su colosal envergadura, Antagonía constituye sin duda una de las más altas cumbres de la narrativa española. Saludada desde muy pronto como una obra maestra, los extraordinarios alcances de esta novela permanecen desconocidos aún para muchos lectores por los malentendidos a que dio lugar su publicación original en cuatro entregas.

Treinta años después de concluida, Antagonía es una novela en buena medida por descubrir no sólo para las nuevas generaciones -que han de sentirse impactadas por la sorprendente vigencia de sus planteamientos narrativos-, sino también para los muchos que en su día hicieron una lectura parcial de cualquiera de sus «libros». 

De ahí el valor de esta nueva edición, que ofrece por fin la novela tal y como debió ser percibida desde un principio: como un todo indisociable. Una obra monumental cuyos logros admiten ser comprados a los de obras como Retrato del artista adolescente, de James Joyce, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, o El hombre sin atributos, de Robert Musil.

Empieza Antagonía haciendo el «recuento» de la vida de Raúl Ferrer Gaminde hasta el momento en que apuesta por vivir como escritor. Se sumerge luego en su vida como tal, en sus notas y borradores, en sus sueños y fantasías, en su realidad cotidiana. En contrapunto con ello, se vuelca una mirada distanciada sobre Raúl y su mundo, la mirada de alguien que pertence en cierto modo a ese mundo pero que lo contempla desde fuera. Para desembocar en Teoría del conocimiento, la novela escrita por el propio Raúl, en la que se reconoce, transmutada, la materia narrativa de todo cuanto la precede, constituida ahora en una entidad autónoma.

Novela de una novela, Antagonía propone una de las más exhaustivas, rigurosas y profundas indagaciones que jamás se hayan emprendido sobre la creación literaria, entendida como el ámbito en el que el lenguaje convoca sentidos que comúnmente encubre. De esta indagación se desprende una implacable denuncia del poder enmascarador de la palabra, y una radical concepción de la novela y de los presupuestos a partir de los cuales cabe plantearse en la actualidad el ejercicio de este género.

Prólogo de Ignacio Echvererría

Preguntas frecuentes

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Información

Año
2023
ISBN de la versión impresa
9788433973009
ISBN del libro electrónico
9788433933447
Categoría
Literatura

Recuento

I

Las detonaciones, retornadas por los ecos del valle, formaban un largo trueno, y sobre las colinas, entre aquel humo que parecía emanar de los bosques, se divisaba el relampagueo de los cañonazos. Dos motos y unos cuantos camiones pardos avanzaban despacio por la carretera y, en el cruce, un grupo de soldados maniobraba con una pieza de artillería. También había un oficial montado en un caballo blanco galopando arriba y abajo con el sable desenvainado, caracoleando; un oficial montado en un caballo blanco.
Ramona dio cuerda a la gramola y puso un disco, pero tía Paquita lo quitó enseguida, haciendo chirriar la aguja. La gramola, una vez en marcha, no se podía parar y el platillo siguió dando vueltas hasta que se acabó la cuerda. Estaban todos en la parte delantera de la casa, en la sala, con los postigos entornados. Cuchicheaban. Kyrie eléison. Christe eléison. El comedor, en cambio, daba a la galería, detrás, y allí había mucha luz. La Quilda estaba con su familia, en la planta baja, y Felipe dijo que se habían tapado con los colchones.
Dicen que los del Comité se han ido del pueblo, decían.
Cuando salieron a la calle todavía sonaba algún cañonazo lejano, algún disparo perdido. Habían abierto las ventanas de par en par, riendo y llorando, abrazándose, y en la calle gritaban y cantaban y todo el mundo levantaba el brazo, corría y se empujaba, seguía a los soldados hacia la plaza. Los soldados eran altos y caminaban muy deprisa, con mantas en bandolera y alpargatas y cacharros colgando del correaje, una riada de fusiles, de codos balanceándose acompasadamente. La Quilda cogió a Ramona en brazos y Ramona también se puso a llorar, pero nadie le hacía caso. Había montones de cosas tiradas, ropa usada, libros, restos de vajilla, y el edificio de las escuelas estaba vacío, con paja esparcida por el suelo. En la casa de los milicianos tampoco había nadie y Felipe y Padritus se llevaron latas de sardinas y de leche condensada y en un coche abandonado en el jardín encontraron unos prismáticos. En la bifurcación, una columna de camiones pardos seguía por la carretera, dejando atrás el pueblo. Mira los moritos, dijeron.
Felipe también desfilaba. Y Padritus. Francamente bien, dijo papá. Hacían instrucción en el campo de fútbol, con fusiles de madera, y al final desfilaban todos con boina roja y camisa azul. Detrás del campo de fútbol había una hilera de álamos grises, sin hojas. Francamente bien. Les mandaba el sargento gordito, y papá le iba a ver por las mañanas y charlaban sentados al sol, en el jardín de la casa de los milicianos. El jardín era grande y húmedo, intrincado, y las ramas de los abetos formaban como cabañas de suelo liso y oscuro.
Esta piña es una bomba.
Al Pere Pecats le mató una bomba. Ocurrían muchas desgracias. Contaban que si un niño, dándole a una espoleta o bien jugando con municiones o bien apuntando a otro con una pistola o bien manipulando una granada, etcétera. El escondite estaba debajo de la escalera del huerto; había allí dos bayonetas, un fusil sin cerrojo, un gorro ruso, un casco agujereado por un balazo, una careta antigás, relucientes cápsulas de artillería y, sobre todo, balas, balas de pistola, de fusil, de ametralladora. Los chicos del pueblo también tenían lo suyo y había que cavar trincheras. Se supo que cazaban sapos, los cargaban de pólvora y encendían. Felipe aprendió a sacar la pólvora de los casquillos. Hacer estallar las espoletas en el Valle de los Jinetes de la Pradera Roja era mejor que arrancarle coles y remolachas al Pere Pecats.
Era mejor. Pero las remolachas crudas sabían muy bien, comidas a mordiscos, algo astillosas, llenas de jugo. Se arrancaban de los márgenes, gordas y pálidas como tocinos, y agitándolas en alto, Felipe llamaba: ¡Pere Pecats! ¡Pere Pecats! O se adelantaba entre las ringleras de viejas coles compactas, acaracoladas, todos llamando al Pere Pecats. Y el Pere Pecats salía gritando y blasfemando, pero caminaba torcido y no podía correr. En otros huertos había que vigilar; Padritus y Felipe se subían a los árboles, y Ramona recogía en la falda las peras, las manzanas. Las castañas se podían llevar en cestos, pero había que cubrirlas con setas cogidas en el bosque. La Pilate y la Nieves ensartaban las fresas en tallos de hierba muy finos para que al comerlas juntas, tirando del tallo, tuvieran más gusto. El agua de la cascada brillaba al sol, y la Pilate se descalzaba y metía los pies en la orilla. Felipe pescaba cangrejos con un cazamariposas. La Nieves no estaba. Las piedras eran resbaladizas y, en el remanso, el agua se estancaba sobre un fondo de hojas marronáceas y viscosas. Al oscurecer daban miedo aquellos quietos remansos, el agua opaca. La Pilate iba al baile de los milicianos.
La Pilate tocaba la pitoleta a Padritus, y la Nieves a Felipe y a Lalo. Por la noche.
La bombilla era de poca luz y se reflejaba en el cristal, aislada y radiante bajo el platillo de opalina. El Mon había traído dos ardillas y una liebre despellejada; era un hombre grande y colorado, con bocio. La Quilda se inclinaba sobre el hogar, negra y nariguda como una bruja. Papá dijo que aquello no era una liebre. Esto es un zorro, dijo. Y a una mujer que vino con la Quilda le cambió una gallina por jabón. La mujer regateaba, decía que era jabón de poca espuma. Sacó la gallina de un cesto, por las patas, la cabeza no obstante enderezada; la posó en el antebrazo acariciándola, hinchada como un plumero, la cresta fruncida, el ojo furioso. La cocina daba a la galería y los campos estaban cubiertos de nieve. La Quilda hundía las tijeras en la gallina, le chamuscaba los cañamones, se reía; buscó en las entrañas hasta extraer un colgajo amarillo y arracimado. Y lo del pato decapitado caminando por la cocina, contra el negro enrojecido del hogar.
La Quilda subía para ayudar a la Nieves cuando había que matar algo. Vivía en la planta baja. Iba muy arropada, y cuando llegaba un paquete de comida se comía la loncha de jamón más gruesa. El Mon era su novio, el Mon-Jamón; tenía escopeta y un pasamontañas.
Había nieve. Caminaban obstinadamente, pequeños y colorados, con sabañones, el cuello encogido y los hombros agarrotados, las manos en los bolsillos, la bufanda colgando por la espalda, los calcetines acampanados y flojos. El edificio de las escuelas estaba junto a la carretera, y Felipe tenía que pasar por delante de la casa del señor Daunis. El señor Daunis era muy flaco y llevaba un abrigo largo y ajustado, con las solapas levantadas. Estaba tuberculoso y había que apartarse. Del Pere Pecats también; Padritus decía que el Pere Pecats le tiró una piedra, en la plaza. Iba mucho al bar de la plaza. Maldecía y amenazaba con el puño a los niños. Hablaba solo y cojeaba, y todo el mundo le hacía rabiar.
El señor Daunis estaba escondido y procuraba que no le vieran los del Comité. Como el cura de encima del estanco y las dos monjas de can Vidal. Papá decía que en Barcelona le habían querido fusilar porque iba a misa y tenía una fábrica. Estaba cargado de hijos con los que nadie quería jugar, por lo de la tuberculosis, y pasaban mucha hambre. Era viudo. Decían que el río se había helado.
El divino Mozár, dijo tía Paquita.
Y Ramona puso un disco. Estaba sentada en el sofá de rejilla, junto a la gramola, y balanceaba las piernas. Tía Paquita preguntaba qué podía ser aquel dolor. Venía por las noches, a escuchar la radio, y a veces le acompañaba la señorita Lurdes, rubia y estrecha, con cejas no de pelo sino pintadas. Consultaban un mapa de carreteras Michelin, señalaban con el dedo quitándose las gafas, dobladas sobre el mapa. Charlaban: los rojos, registros, paseos, la cárcel, disfrazado, profundamente católico, palabras dichas a media voz. La lámpara era de mesa, con pantalla de flecos ambarinos. Deja el balancín a tu primo, dijo.
El abuelo no escuchaba la radio. Seguía en la mesa comiendo metódicamente, indiferente como un cactus, como una piedra cubierta de liquen. La abuela, en cambio, ayudaba, se movía; llevaba un vestido floreado, blanco y negro. Bajaron del autocar, en la plaza, y caminaron despacio, cogidos del brazo: El abuelo salió de su habitación en pijama, con la cara rayada por la almohada, los ojos achinados y el pelo blanco y disparatado, carraspeando. Para postres había sandía, enormes rodajas de sandía roja, y el abuelo iba escupiendo en el plato las pepitas negras, de una en una. El comedor era fresco y frondoso, las sombras de las hojas vibrando en el techo. Ramona bailó en la sala y todos aplaudieron. Daba cuerda a la gramola, ponía un disco y bailaba. Baila con Ramona, dijeron.
Mi pimpollo, dijo papá.
La ventana de la sala se abría sobre la calle; allí el sol entraba únicamente por las mañanas. Los muebles eran oscuros, de rejilla, y los discos había que dejarlos encima de la consola, bien ordenados. Había muchos: Ramona, Matonkiki, la Júpiter, etcétera. Las fundas de los discos, en su mayoría, eran iguales; de papel grisáceo, con un dibujo azul oscuro que representaba una orquesta de negros tocando para unas cuantas parejas.
¿Ramona es de Ramona?
El Valle de los Jinetes de la Pradera Roja era muy verde, con álamos enfilados pendiente abajo. En el fondo, enmarañado el arroyo, había zarzas y arbustos. El arroyo se cruzaba por una pasarela de leños musgosos y oscurecidos. Padritus se desabotonaba la bragueta; había que bajarse los pantalones. Ramona se quitaba las bragas, se tumbaba en la hierba. Mira como trempa, dijo. Examinaban el hoyito de Ramona, se establecían comparaciones y todo eso. Se torturaban por turno. Lalo, el último.
Siguiendo el arroyo se llegaba al río. Allí los prados se ensanchaban suavemente extendidos y había pilas de troncos descortezados y húmedos. El río bajaba crecido y espumoso, y se tenía que gritar. Estaba la Pilate; se recogía las faldas y mojaba los pies en la orilla. Aguas frías y cascadeantes, de nieve fundida. Los remansos quedaban más abajo. Sonaba el agua a lo largo del valle y el sol resplandecía en el rocío, ay mi rocío. Las vertientes estaban cubiertas de bosque de hayas, y más arriba, por encima de las umbrías laderas de abetos, de las escarpas, descollaban los picos, afilados, desnudos. Los cangrejos se comen a los muertos.
La Pilate planchaba sobre una tabla dispuesta en la cocina, en casa de tía Paquita. Canturreaba distraída, contestando a veces, preguntando. Soñar dientes, muerte de parientes, dijo. Soñar muelas, muerte de abuela. Se ponía colorete y canturreaba, se rizaba el pelo, se pintaba los ojos, los labios, capullito florecío. Bailaba en la casa de los milicianos. La Nieves tenía novio y no iba. La música se oía desde la calle, pero para verles había que entrar en el jardín oscuro, emboscarse en los setos, arrastrarse; la puerta de la verja estaba abierta. Bailaban en un salón bien iluminado, con arañas de cristal, y algunas parejas se asomaban a la balaustrada, gritaban y reían, se achuchaban. Al pensar en tus quereres voy a perder el sentío. Ramona tropezó, deslumbrada por los ventanales.
Felipe habló con uno. Era un día de cielo blanco y hacía frío. Los milicianos habían encendido un pequeño fuego ante la verja y comían sentados en el suelo, alrededor de una cazuela tiznada.
¿Tenéis hambre?, dijo.
Y también: esto son lentejas; si las quieres las tomas, y si no, las dejas.
Iba mal afeitado, con el gorro torcido y el capote sobre los hombros. Y otro hurgaba en una bota con la bayoneta.
Llegaron más. Acamparon junto a la carretera, entre los castaños, y el humo de las fogatas se extendía como una niebla, a ras de las ramas desnudas. También había refugiados, gente oscura y abrigada. Y una columna de prisioneros. Al pasar miraban hacia la ventana de la sala, hacían gestos de que tenían hambre. A uno le dieron un culatazo. Abajo, en casa de la Quilda, se alojaron una mujer y un niño que tenía un ojo más grande que otro. Decía que eran de Málaga.
Y sobre todo no os alejéis, dijo papá.
Decían que los rojos habían derribado un avión, un caza, que había ido a caer sobre la vía del tren, incendiado. Y los chicos del pueblo encontraron un soldado muerto, flotando en un remanso del río, trabado con las sucias zarzas sumergidas; estaba medio podrido y no se sabía si era rojo o nacional, un infiltrado. O un desertor. O un ruso. Hundido apenas en las orillas quietas, el agua como un aire más limpio sobre el fondo como de mermelada; los cangrejos. Padritus dijo que él lo había visto y tía Paquita le arreó un sopapo por contar trolas. Cuchicheaban, pegados a la radio, y en la sala Ramona bailaba inútilmente. Felipe no iba a la escuela; llegó mordiendo una remolacha, emocionado. Sí, la banda del Valle de los Jinetes de la Pradera Roja. Y había otras, de la colonia, del pueblo. Los del Puig Sec cogieron a Padritus y dijeron que si le volvían a coger lo iban a colgar de un árbol, sobre una hoguera. Era cuestión, además, de espiar al señor Daunis. El huerto estaba cercado y desde allí, al anochecer, era fácil llegar hasta la galería; luego había que acechar al pie de la ventana, todos en silencio, esperar en vano que sucediera de nuevo. La vez que, al atisbar por la ventana, vieron al señor Daunis agazapado en la cama, desnudo, meneando muy deprisa la mano izquierda, entre los muslos, la derecha atrás, haciendo girar el dedo, el pulgar hundido en el culo. Se escuchaba un retumbar apagado y la gente decía que eran cañonazos.
Un día nítido, con el sol suavizando los campos marrones, las aristas nevadas de los picos. En el comedor vibraban los cristales y a través del ramaje desnudo de los árboles se distinguían claramente los fogonazos, las colinas humeantes. Y las motos, los camiones pardos, los cañones; eran motos con sidecar. Y el oficial del caballo blanco que galopaba con el sable desenvainado. Al Pere Pecats lo encontraron entre unos matorrales, reventado por una bomba de mano. Decían que fue una desgracia, que iba bebido y le estalló, o bien que fue cosa de los moros, que los moros no habían entendido lo que gritaba.
Durmió en la habitación contigua a la sala; iba de uniforme, con gafas y boina roja. Soy el capellán, dijo. El páter. La Nieves le preparó el baño. Hablaba, con una mano sobre el hombro de Felipe, y los demás reían, sentados a la mesa. Sacó un bote de vidrio con peritas blancas en almíbar. Había de todo, plátanos, conservas, y en el ayuntamiento repartían chuscos.
Se celebró una misa en la plaza, al sol, rosa de epifanía. Muchos llevaban boinas rojas y camisas azules; charlaban en grupos, entonaban coplas a coro, serenatas, el Carrasclás. Cantaban cara al sol, formando corrillos, celebrando. La victoria fue tuya porque así lo esperaba cuando, muerta de pena, a la virgen rezaba tu novia morena. ¡Tu novia morena! ¡Tu novia morena!
El señor Daunis abrazó a papá, y la señorita Lurdes repetía la historia de su padre, que murió en África cuando iba a ser ascendido a comandante. En la escalinata de la iglesia destacaba la sotana de mossèn Pascual. Sables presentando armas, relucientes bayonetas, galones dorados, gloria, incienso y victoria.
Llegó tío Pedro con regalos. Son unas vistas tomadas en Génova. Y traigo unas placas con todos los himnos. También él tenía uniforme, una boina verde y una especie de capa. Conversaban reunidos en el jardín de una villa, sobre el césped soleado. Los sillones eran de mimbre y sonaba una gramola. Había una señora que fumaba.
¿Barcelona es la ciudad más grande de España?
¿Tiene puerto y parque y tranvía y metro y autobús y cine?
¿Están todavía los rojos en Vallfosca?
¿Hay animales en Vallfosca?
La señorita Lurdes daba clases de bordado y de alemán, y tía Paquita se ofreció para enseñar solfeo a las chicas de la colonia. Volvían de excursión, algo acaloradas, con el jersey anudado en torno a la cintura, y pasaron cantando bajo la ventana, sanas y jóvenes, paseando despacio cogidas de la mano, lo de las cinco rosas. Lucía un tiempo espléndido, de primavera. Capullos y brotes rosas, flores y frutas como brasas frescas.
La tropa pasó de largo, apretadas columnas de camiones erizados de fusiles, carros blindados, piezas de artillería, y sólo quedó el sargento gordito. La Pilate ya se había marchado y tía Paquita buscaba otra chica. A la Pilate le cortaron el pelo al rape, por roja. Tía Paquita consiguió que la soltaran, a condición de que se fuera del pueblo. Contaban que cuando subió al autocar iba llorando, la cabeza cubierta con un pañuelo. Lo contaba la Nieves.
Hubo una merienda. Estaba la abuela, y tío Pedro trajo borregos. La abuela se atribulaba preparando, cargada de espaldas, el moño blanco que se le deshacía. No me atribules, dijo. La Nieves y la Quilda la ayudaban, y tía Paquita iba y venía y le decía que no se preocupara, que estaba más que bien, doña Gloria. Había muchos invitados. Y Ramona bailaba en la sala y todos aplaudían, etcétera.

II

Durante todo el mes se rezaba el rosario en la capilla. El rosario, y después venían el Acordaos y el tema de meditación. Las oraciones, mortificaciones, limosnas y sacrificios realizados en el curso del día se anotaban en las casillas de un pequeño folleto, todos arrodillados, apoyados sobre el respaldo del banco delantero; siempre había quien se olvidaba el lápiz. Por cada buena obra se entregaba un granito de trigo y decían que con la harina de aquel trigo se harían hostias. Los pequeños eran los últimos en entrar, pero ocupaban los primeros bancos de la nave izquierda, la de la Virgen. Avanzaban por el pasillo central, hacían una genuflexión ante el altar y doblaban hacia la izquierda, despacio, con una flor en la mano, roses d’abril. Cantaban, animados por un padre. Venid y vamos todos con flores a porfía, con flores a María, que madre nuestra es. Sonaba el órgano en las alturas y el sol poniente traspasaba las estrechas vidrieras, coloreaba misteriosamente la penumbra. Se salía también de dos en dos, pasándose el agua bendita en sucesión indefinida. El padre Palazón vigilaba, inmóvil entre las dos prolongadas hileras, impávido como un romano ante el viento desatado que le sacudía la sotana. Y sin embargo sus miradas se cruzaron, le hizo desviar la vista.
El altar de la Virgen estaba adornado con guirnaldas de flores blancas. Al mes siguiente se adornaba el del Sagrado Corazón con flores rojas, en la nave de la derecha, pero era época de exámenes y –decían– bastaba una visita individual durante los recreos, un simple Credo y algunas jaculatorias rezadas a la recogida luz del sagrario.
Yo tengo mucha devoción a la Virgen de Montserrat, dijo Gomis.
Pues yo a san Jorge.
Les había escuchado un padre y sonreía. Colgaban la bata, se ponían la chaqueta, recogían el plumier, los libros y cuadernos, la cartera. Gomis era mediopensionista y por la tarde salía con los del autocar. Él no, a él le iba a esperar la abuela. Bajaban en silencio, ordenadamente, y no rompían filas hasta la portería del parque. Felipe acababa más tarde.
Se lo explicaba todo pidiéndole a veces la opinión, asegurándose de que ella le escuchaba. Compraban tebeos en el quiosco, ante la parada del tranvía, y empezaban a leerlos por la calle, absortos, chupando un polo de menta, no dejando de chuparlo más que para intercambiar algún comentario. A mediodía el tiempo era escaso, pero por la tarde se tomaban un refresco en La Granja, sorbiendo directamente de la botella con una pajita. Un día, Felipe y sus amigos les descubrieron y se hicieron invitar. Dejaron de ir a La Granja; iban a un bar, aunque los taburetes de la barra no eran giratorios. Él llevaba la cartera y ella la bolsa de la merienda.
La Nieves les preparaba el desayuno y la abuela hacía la cola del pan. También se ocupaba del racionamiento y guardaba las cartillas en el cajón superior de su cómoda, dentro de una carpeta color ladrillo. Contaba los pliegos, enumeraba: azúcar, aceite, carne... No me amoines, decía. El resto lo compraba la Nieves en el mercado salvo cuando llegaba el recadero de Vallfosca. ¡El cesto! ¡El cesto!, gritaba desde la puerta, y todos se asomaban al jardín. Arrancaban el saco cosido por un cordel a la boca del cesto. ¡Mira, Raúl, mira qué acelgas! ¡Qué escarolas!
Desayunaba en el comedor, con Felipe, y luego salían juntos. Para el recreo de la mañana llevaba media barrita de pan con aceite y azúcar, y para el de la tarde, la otra mitad y una pastilla de chocolate familiar. Gomis se traía un termo verde con cacao humeante y un bocadillo de ternera fría; el pan, blanco, de estraperlo. Empezaba a comer durante las clases; levantaba la tapa del pupitre como para buscar algo y pegaba un bocado. ¿Sabes qué quiere decir feto?, dijo.
Los jueves, en cambio, había comunión y la Nieves le preparaba un emparedado de tortilla y un envase de agua oxigenada lleno de leche con jarabe de café y mucha sacarina. La botella tenía una arandela de goma ajustada al tapón de porcelana y cerraba herméticamente gracias a un mecanismo de alambre. No desayunaba hasta después de misa, durante un breve recreo, y entre todo enseguida pasaba una hora. Con el devocionario abierto entre las manos contemplaba aquellos ámbitos de imitación piedra, los arcos y columnas pintados como si fueran de mármol, los capiteles de estuco, los relieves dorados. Procuraba sentarse junto al pasillo central y hacía lo posible por ser de los primeros en comulgar. Había dos padres repartiendo, desplazándose lateralmente, ora convergiendo, ora distanciándose a lo largo del comulgatorio. El suyo iba más aprisa, inclinándose apenas entre los monaguillos, el copón contra el pecho, las gafas refulgentes. Todo inútil: le rozó el labio superior con los dedos mojados de saliva. Volvió a su sitio y se postró, las manos contra la cara, entreabriendo los dedos para ver. Todavía desfilaban de dos a dos por el pasillo central, hacia el presbiterio, los congregantes con su cinta azul celeste, aglomerándose ante las gradas, cediendo el paso a los que se incorporaban del comulgatorio, sustituyéndoles, incorporándose a su vez y regresando por los pasillos laterales con los ojos bajos y las manos unidas, polvorientas las rodillas. Entornaba los párpados y los haces radiantes de los cirios se avivaban y crecían hasta cegarlo todo. Ser apóstol o mártir, acaso, mis banderas me enseñan a ser, cantaban.
En la confesión de los miércoles cambiaba cada vez de padre y se confesaba de lo mismo. Luego alargaba lo más posible, arrodillado en su sitio, como si la penitencia impuesta fuese mucha, y antes de volver a clase daba un rodeo por el parque desierto, a lo sumo alguna visita, los familiares de alguien vagando bajo los plátanos de la avenida. Recorría los senderos apacibles, un cuidado l...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. Recuento
  4. Los verdes de mayo hasta el mar
  5. La cólera de Aquiles
  6. Teoría del conocimiento
  7. Notas
  8. Créditos