Serotonina
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Serotonina

Michel Houellebecq, Jaime Zulaika

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Serotonina

Michel Houellebecq, Jaime Zulaika

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Houellebecq: los antidepresivos, el sexo, la inutilidad de la cultura y la decadencia de la Europa del siglo XXI.

Florent-Claude Labrouste tiene cuarenta y seis años, detesta su nombre y se medica con Captorix, un antidepresivo que libera serotonina y que tiene tres efectos adversos: náuseas, desaparición de la libido e impotencia.

Su periplo arranca en Almería –con un encuentro en una gasolinera con dos chicas que hubiera acabado de otra manera si protagonizasen una película romántica, o una pornográfica–, sigue por las calles de París y después por Normandía, donde los agricultores están en pie de guerra. Francia se hunde, la Unión Europea se hunde, la vida sin rumbo de Florent-Claude se hunde. El amor es una entelequia. El sexo es una catástrofe. La cultura –ni siquiera Proust o Thomas Mann– no es una tabla de salvación.

Florent-Claude descubre unos escabrosos vídeos pornográficos en los que aparece su novia japonesa, deja el trabajo y se va a vivir a un hotel. Deambula por la ciudad, visita bares, restaurantes y supermercados. Filosofa y despotrica. También repasa sus relaciones amorosas, marcadas siempre por el desastre, en ocasiones cómico y en otras patético (con una danesa que trabajaba en Londres en un bufete de abogados, con una aspirante a actriz que no llegó a triunfar y acabó leyendo textos de Blanchot por la radio...). Se reencuentra con un viejo amigo aristócrata, cuya vida parecía perfecta pero ya no lo es porque su mujer le ha abandonado por un pianista inglés y se ha llevado a sus dos hijas. Y ese amigo le enseña a manejar un fusil...

Nihilista lúcido, Michel Houellebecq construye un personaje y narrador desarraigado, obsesivo y autodestructivo, que escruta su propia vida y el mundo que le rodea con un humor áspero y una virulencia desgarradora. Serotonina demuestra que sigue siendo un cronista despiadado de la decadencia de la sociedad occidental del siglo XXI, un escritor indómito, incómodo y totalmente imprescindible.

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Información

Año
2019
ISBN
9788433940032
Es un comprimido pequeño, blanco, ovalado, divisible.
Me despierto hacia las cinco o a veces las seis de la mañana, la necesidad es extrema, es el momento más doloroso del día. Mi primer gesto es poner en marcha la cafetera eléctrica; la víspera he llenado el depósito de agua y de café molido el filtro (por lo general Malongo, con el café sigo siendo bastante exigente). No enciendo un cigarrillo hasta después de haber tomado un primer sorbo; es una obligación que me impongo, un éxito cotidiano que se ha convertido en mi principal fuente de orgullo (debo confesar, sin embargo, que las cafeteras eléctricas van muy rápido). El alivio que me produce la primera bocanada es inmediato, de una virulencia sorprendente. La nicotina es una droga perfecta, una droga simple y dura, que no proporciona ninguna alegría y se define totalmente por la carencia y por el cese de esa carencia.
Unos minutos más tarde, después de dos o tres cigarrillos, tomo un comprimido de Captorix con un cuarto de vaso de agua mineral, normalmente Volvic.
Tengo cuarenta y seis años, me llamo Florent-Claude Labrouste y detesto mi nombre de pila, creo que procede de dos miembros de mi familia a los que mi padre y mi madre, cada uno por su lado, querían honrar; y es lamentable porque, por lo demás, no tengo nada que reprochar a mis padres, fueron excelentes en todos los sentidos, hicieron todo lo posible para darme las armas necesarias en la lucha por la vida, y si al final he fracasado, si mi vida termina en la tristeza y el sufrimiento, no puedo culparles a ellos, sino más bien a una desventurada serie de circunstancias de las que tendré ocasión de hablar –y que incluso constituyen, a decir verdad, el objeto de este libro–, no tengo absolutamente nada que reprochar a mis padres aparte de esa nimiedad, ese molesto pero nimio episodio del nombre, no solo me parece ridícula la combinación Florent-Claude, sino que me desagradan sus dos elementos; en suma, considero mi nombre un fallo garrafal. Florent es demasiado blando, demasiado próximo al femenino Florence en un sentido casi andrógino. No se corresponde en absoluto con mi cara de rasgos enérgicos, agresivos en algunos ángulos, que a menudo ha sido considerada viril (por lo menos por algunas mujeres) pero de ningún modo, ni por asomo, el rostro de un pederasta botticelliano. Por no hablar de Claude, que me hace pensar instantáneamente en las Claudettes, y en cuanto oigo pronunciar ese nombre, en el acto me viene a la memoria la imagen espantosa de un vídeo vintage de Claude François reproducido en bucle en una velada de maricas viejos.
No es difícil cambiar el nombre de pila, bueno, no quiero decir desde un punto de vista administrativo, casi nada es posible desde ese punto de vista, el objetivo de la administración es reducir al máximo tus posibilidades de vida, cuando no consigue pura y simplemente destruirla, desde el punto de vista administrativo un buen administrado es un administrado muerto, hablo sencillamente desde el punto de vista del uso: basta con presentarse con un nombre nuevo y al cabo de unos meses o incluso unas semanas todo el mundo se acostumbra, a la gente ni siquiera se le pasa por la cabeza que hayas podido llamarte de otra forma anteriormente. La operación, en mi caso, habría sido aún más simple porque mi segundo nombre, Pierre, se correspondía perfectamente con la imagen de firmeza y de virilidad que me habría gustado transmitir al mundo. Pero no hice nada, seguí dejando que me llamaran por ese nombre repulsivo de Florent-Claude, lo máximo que conseguí de algunas mujeres (de Camille y de Kate, concretamente, pero ya hablaré de ellas, ya hablaré) fue que se limitaran a llamarme Florent, de la sociedad en general no he conseguido nada, en este sentido, como en casi todos los demás, me he dejado llevar por las circunstancias, he dado prueba de mi incapacidad para gobernar mi propia vida, la virilidad que parecía desprenderse de mi cara de aristas francas, de mis rasgos cincelados, no era más que una engañifa, una estafa pura y dura de la que, en verdad, yo no era responsable, Dios había decidido por mí, pero yo era, en realidad era y siempre había sido, un gallina inconsistente, y a mis cuarenta y seis años nunca había sido capaz de controlar mi propia vida, en fin, parecía muy verosímil que la segunda parte de mi existencia solo sería, a semejanza de la primera, un fláccido y doloroso derrumbamiento.
Los primeros antidepresivos conocidos (Seroplex, Prozac) aumentaban los niveles de serotonina en sangre inhibiendo su recaptación por las neuronas 5-HT1. El descubrimiento, a principios de 2017, del Capton D-L abriría la vía a una nueva generación de antidepresivos, con un mecanismo de acción finalmente más simple, ya que se trataba de favorecer la liberación por exocitosis de la serotonina producida al nivel de la mucosa gastrointestinal. A finales de año se comercializó el Capton D-L con el nombre de Captorix. Demostró de inmediato una eficacia sorprendente que permitía a los pacientes integrar con una facilidad inédita los ritos más importantes de una vida normal dentro de una sociedad evolucionada (higiene, vida social reducida a la buena vecindad, trámites administrativos sencillos) sin favorecer en modo alguno, a diferencia de los antidepresivos de la generación anterior, las tendencias suicidas o de automutilación.
Los efectos secundarios indeseables observados con mayor frecuencia con Captorix eran las náuseas, la desaparición de la libido, la impotencia.
Yo nunca había sufrido náuseas.
La historia empieza en España, en la provincia de Almería, exactamente a cinco kilómetros de El Alquián, en la carretera N-340. Estábamos a principios del verano, seguramente a mediados de julio, hacia el final de la década de 2010; me parece que Emmanuel Macron era presidente de la República. Hacía bueno y un calor tórrido, como siempre en esta estación en el sur de España. Era primera hora de la tarde, y mi Mercedes 4 × 4 G 350 TD estaba en el aparcamiento de la gasolinera Repsol. Acababa de llenar el depósito de diésel y estaba bebiendo lentamente una Coca-Cola Zero recostado en la carrocería, invadido por una tristeza creciente ante la idea de que Yuzu llegaría al día siguiente, cuando un Volkswagen escarabajo paró delante de la máquina de aire.
Se apearon del coche dos veinteañeras, hasta de lejos se veía que eran preciosas, en los últimos tiempos me había olvidado de hasta qué punto pueden ser encantadoras las chicas, me produjo una conmoción, como una especie de golpe teatral exagerado, ficticio. El aire era tan caluroso que parecía animado por una ligera vibración, al igual que el asfalto del aparcamiento, eran exactamente las condiciones para la aparición de un espejismo. Pero las chicas eran reales y sucumbí a un leve pánico cuando una de ellas vino hacia mí. Tenía una larga melena castaño claro, muy ligeramente ondulada, y llevaba en la frente una delgada cinta de cuero recubierta de motivos geométricos de colores. Una banda de algodón blanco le cubría más o menos los pechos, y su falda corta, flotante, también de algodón blanco, parecía dispuesta a levantarse al menor soplo de aire; sin embargo, no había ninguno, Dios es clemente y misericordioso.
La chica estaba tranquila, sonriente, y no parecía tener ningún miedo; el miedo estaba en mi lado, digámoslo claramente. Su mirada destilaba bondad y felicidad; supe nada más verla que en su vida no había conocido más que experiencias felices con los animales, los hombres, incluso con los jefes. ¿Por qué se me acercaba, joven y deseable, aquella tarde de verano? Ella y su amiga querían comprobar la presión de sus neumáticos (bueno, me explico mal, de los neumáticos de su coche). Es una medida prudente, recomendada por los organismos de protección viaria en casi todos los países civilizados e incluso en algunos otros. De modo que aquella chica no solo estaba buena y era buena, sino que también era prudente y sensata, mi admiración por ella crecía a cada segundo. ¿Podía negarle mi ayuda? Era evidente que no.
Su compañera se ajustaba más al modelo que cabía esperar de una española: el pelo muy negro, los ojos castaño oscuro, la piel mate. Tenía un aspecto menos hippioso, bueno, también parecía bastante hippie, pero menos maja, con un toquecito de golfa, un anillo de plata le perforaba la narina izquierda, la faja que le tapaba los pechos era multicolor, de un grafismo agresivo, constelada de lemas que podían considerarse punk o rock, he olvidado la diferencia, para simplificar digamos que punk-rock. A diferencia de su amiga llevaba un short y era peor todavía, yo no sé por qué fabrican shorts tan ceñidos, era imposible que su culo no te hipnotizase. Era imposible, yo no pude evitarlo, pero casi enseguida volví a concentrarme en la situación. Lo primero que había que saber, les expliqué, era la presión conveniente para el modelo de automóvil en cuestión: normalmente venía indicada en una plaquita metálica soldada en la parte inferior de la portezuela delantera izquierda.
La placa estaba efectivamente en el lugar mencionado y noté que crecía la consideración de las chicas por mis competencias varoniles. Como su coche no iba muy cargado –sorprendentemente llevaban poco equipaje, dos bolsas ligeras que debían de contener algunos tangas y los productos de belleza usuales–, una presión de 2,2 kilobars era suficiente.
Faltaba realizar la operación de inflado propiamente dicha. La presión del neumático delantero izquierdo, constaté de entrada, era solo de 1,0 kilobar. Me dirigí a las chicas con gravedad, hasta con una ligera severidad a la que mi edad me autorizaba: habían hecho bien en consultarme, y menos mal, porque estaban sin saberlo en auténtico peligro: las ruedas poco infladas podían producir pérdidas de adherencia, un desvío de la trayectoria, a la larga el accidente era casi seguro. Ellas reaccionaron con emoción e inocencia, la del pelo castaño me puso una mano en el antebrazo.
Hay que reconocer, desde luego, que el manejo de estos aparatos es un coñazo, hay que acechar los silbidos del mecanismo y muchas veces hay que tantear antes de colocarlos en la boquilla de la válvula, es más fácil follar, de hecho, es más intuitivo, estoy seguro de que ellas habrían estado de acuerdo conmigo a este respecto, pero no sabía cómo abordar el asunto, total, que inflé la rueda delantera izquierda e inmediatamente después la trasera izquierda, ellas estaban acuclilladas a mi lado y seguían mis gestos con suma atención, barboteando en su lengua «chulo» y «claro que sí», y luego yo les pasé el relevo y las exhorté a ocuparse de los otros neumáticos bajo mi paternal supervisión.
La morena, más impulsiva, como bien advertí, acometió de entrada la rueda delantera derecha, y ahí la cosa se volvió peliaguda en cuanto se arrodilló, con sus nalgas prietas, de una redondez tan perfecta dentro del minishort, y que se movían a medida que intentaba controlar la boquilla, creo que la del pelo castaño se compadeció de mi apuro, hasta me pasó brevemente un brazo alrededor de la cintura, un brazo de hermana.
Llegó el momento, por último, del neumático trasero derecho, del que se encargó la del pelo castaño. La tensión erótica era menos intensa, pero se le superponía una suave tensión amorosa, porque los tres sabíamos que era el último neumático y luego no tendrían otra alternativa que proseguir viaje.
Sin embargo, se quedaron conmigo unos minutos, entrelazando agradecimientos y gestos airosos, y su actitud no era del todo teórica, al menos es lo que me digo ahora, a varios años de distancia, cuando me da por rememorar que en otra época tuve una vida erótica. Ellas me preguntaron mi nacionalidad –francesa, creo que no lo he mencionado–, si la región me parecía atractiva, si, en particular, yo conocía sitios chulos. En un sentido, sí, había un bar de tapas donde también servían desayunos abundantes, justo enfrente de mi domicilio. Había asimismo un local nocturno, un poco más lejos, que se podía, siendo generoso, considerar chulo. Y estaba mi casa, podría haberlas alojado, al menos una noche, y tuve la sensación (pero sin duda fantaseo retrospectivamente) de que eso habría sido realmente chulo. Pero no dije nada de todo esto, opté por la síntesis para explicarles a grandes rasgos que la región era agradable (lo cual era verdad) y que me sentía muy a gusto en ella (lo cual era falso, y la próxima llegada de Yuzu no arreglaría las cosas).
Al final se marcharon haciendo grandes gestos con la mano, el Volkswagen escarabajo dio media vuelta en el aparcamiento y enfiló la vía de acceso a la carretera nacional.
Allí podrían haber sucedido varias cosas. Si hubiéramos estado en una comedia romántica, al cabo de unos segundos de titubeo dramático (en este momento es importante el actor, creo que Kev Adams podría haberlo hecho), yo habría saltado al volante de mi Mercedes 4 × 4, habría alcanzado rápidamente al escarabajo en la autopista, lo habría adelantado gesticulando mucho con los brazos, gestos un poco tontos (como los que hacen los actores de las comedias románticas), el Volkswagen se habría parado en el arcén de emergencia (de hecho, en una comedia clásica habría solo una chica, sin duda la del pelo castaño), y habrían acontecido diversos y emocionantes actos humanos, entre los golpes de aire de los camiones que nos pasaban rozando a unos metros. Para esta escena el dialoguista habría tenido que currarse el texto.
Si hubiésemos estado en una película porno, la continuación habría sido aún más previsible, pero menor la importancia del diálogo. Todos los hombres desean chicas frescas, ecologistas y amantes de los tríos; bueno, casi todos los hombres, yo por lo menos.
Estábamos en la realidad y por eso volví a mi casa. Me había sobrevenido una erección, cosa apenas sorprendente teniendo en cuenta cómo había ido la tarde. La traté con los medios habituales.
Aquellas chicas, y en especial la del pelo castaño, podrían haber dado un sentido a mi estancia en España, y la conclusión decepcionante y trivial de mi tarde no hizo más que subrayar cruelmente una evidencia: no tenía ningún motivo para estar allí. Había comprado aquel apartamento con Camille, y para ella. Era la época en que teníamos proyectos de pareja, un arraigo familiar, un molino romántico en la Creuse o qué sé yo, quizá lo único que no proyectamos fue la fabricación de hijos, y aun así, en un momento dado, faltó poco. Fue mi primera compra inmobiliaria y además la única.
El lugar le había gustado de inmediato. Era un pequeño centro naturista, tranquilo, apartado de los enormes complejos turísticos que se extienden desde Andalucía hasta Levante, y cuya población se componía sobre todo de jubilados del norte de Europa: alemanes, holandeses, en menor medida escandinavos y, por supuesto, los inevitables ingleses, aunque curiosamente no había belgas, a pesar de que todo en aquel centro (la arquitectura de los pabellones, la distribución de los centros comerciales, el mobiliario de los bares) parecía reclamar su presencia, en fin, era realmente un rincón para belgas. La mayoría de los residentes había desempeñado su carrera en la docencia, el funcionariado en el sentido amplio, las profesiones intermedias. Terminaban ahora su vida de una forma apacible, no eran los últimos a la hora del aperitivo y paseaban con simplicidad, del bar a la playa y de la playa al bar, sus nalgas caídas, sus pechos superfluos y sus pollas inactivas. No se metían en líos, no causaban ningún conflicto de vecindad, extendían con civismo una toalla en las sillas de plástico del No problemo antes de enfrascarse, con una atención exagerada, en el examen de una carta por lo demás corta (en el perímetro del recinto nudista era una cortesía admitida evitar mediante una toalla el contacto entre un mobiliario de uso colectivo y las partes íntimas, posiblemente húmedas, de los consumidores).
Otra clientela, menos numerosa pero más activa, era la formada por los hippies españoles (adecuadamente representados, yo me percataba con dolor, por aquellas dos chicas que me habían abordado para inflar los neumáticos). No estará de más un breve recorrido por la historia reciente de España. A la muerte del general Franco, en 1975, España (más concretamente la juventud española) se vio enfrentada a dos tendencias contradictorias. La primera, directamente surgida de los años sesenta, otorgaba un gran valor al amor libre, el nudismo, la emancipación de los trabajadores y ese tipo de cosas. La segunda, que acabaría imponiéndose en los años ochenta, valoraba por el contrario la competición, el porno hard, el cinismo y las stock-options, bueno, simplifico pero hay que hacerlo porque, si no, no llegamos a nada. Los representantes de la primera tendencia, cuya derrota estaba programada de antemano, se replegaron poco a poco hacia reservas naturales como este modesto centro naturista en el que yo había comprado un apartamento. Por otra parte, ¿finalmente se había producido esa derrota programada? Algunos fenómenos muy posteriores a la muerte de Franco, tales como el movimiento de los indignados, podían inducir a pensar lo contrario. Así como, más recientemente, la presencia de aquellas dos jovencitas en la gasolinera Repsol de El Alquián, aquella tarde perturbadora y funesta; ¿el femenino de indignado era indignada? ¿Había, pues, conocido a dos encantadoras indignadas? No lo sabré nunca, no había podido acercar mi vida a la suya, aunque podría haberles propuesto que visitaran mi centro naturista, donde habrían estado en su entorno natural, quizá la morena se habría marchado, pero yo habría estado a gusto con la castaña, en fin, las promesas de felicidad se volvían un poco borrosas a mi edad, pero durante varias noches después del encuentro soñaba con que la castaña llamaba a mi puerta. Había vuelto a buscarme, mi vagabundeo por este mundo había llegado a su fin, había vuelto para salvarme con un solo movimiento la polla, mi ser y mi alma. «Y en mi casa, libre y audazmente, penetra como su dueña.» En algunos de estos sueños ella precisaba que su amiga morena aguardaba en el coche para saber si podía subir para unirse a nosotros; pero esta versión onírica se hizo cada menos frecuente, el guión se simplificaba y al final no hubo siquiera guión, inmediatamente después de abrir la puerta entrábamos en un espacio luminoso, inenarrable. Estas divagaciones continuaron durante un poco más de dos años; pero no nos adelantemos.
Por el momento, la tarde del día siguiente tendría que ir a buscar a Yuzu al aeropuerto de Almería. Ella nunca había estado aquí, pero yo tenía la certeza de que detestaría el lugar. Solo sentiría asco por los jubilados nórdicos y desprecio por los hippies españoles, ninguna de estas dos categorías (que cohabitaban sin gran dificultad) encajaba...

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