Segunda parte
X
Adrien Deume suspiró de satisfacción, orgulloso de haber aparcado el coche a la primera entre los dos Cadillac. Quitó la llave de contacto, se cercioró de que los cristales estaban bien cerrados, salió, cerró la puerta con llave, tiró varias veces de la empuñadura para mayor seguridad, contempló su coche con ternura. Estupendo su Chrysler, una aceleración impresionante. Suave pero nervioso, sí señor. Con su grueso bastón bajo el brazo, llevando gravemente su maletín de funcionario distinguido, echó a andar con paso vivo. Martes veintinueve de mayo, hoy. ¡Dentro de tres días, el uno de junio, miembro A a razón de veintidós mil quinientos cincuenta francos oro de entrada, con aumentos anuales hasta un tope de veintiséis mil! ¿No estaba nada mal, no?
Al llegar al gran vestíbulo, se encaminó con aire indiferente hacia el tablero del escalafón, se cercioró de que no lo observaba nadie y, como en días anteriores, se sació con las maravillosas palabras que proclamaban su ascenso. Deslumbrado y arrobado, místico ante una presencia sagrada, permaneció unos minutos contemplándolas, comprendiéndolas a fondo, penetrándose de ellas, escrutándolas hasta el vértigo. Sí, era él, no cabía duda de que era él, aquel Deume, aquel miembro de sección A, con efectos de uno de junio. ¡Dentro de tres días, miembro A! ¿Era posible? ¡Sí, sí, la promesa estaba allí, ante él, augusta, oficial!
–Tesoro –le dijo a su cara en el espejo del ascensor que le conducía a sus quehaceres.
Al salir al cuarto piso, divisó de lejos a Garraud y se dispuso a deleitarse con las felicitaciones que iba a recibir. Pero el pobre B de Garraud no se sintió con ánimos de fingir y dio media vuelta para no verse obligado a felicitarle. En cambio, los plácemes de Castro, recientemente ascendido a A y con quien se tropezó poco después, fueron ardientes. Ambos A, el nuevo y el inminente, conversaron amistosamente. Castro se quejó de terribles jaquecas y Adrien se apresuró a aconsejarle su médico, el mejor de Ginebra, como todo lo de su propiedad. Luego se pasó a criticar prudentemente a las altas esferas de la Secretaría y su manía de reorganización perpetua. El año pasado te suprimían la sección cultural, y ahora de golpe y porrazo la volvían a crear, para probablemente volverla a suprimir el año siguiente. Se sonrieron con cara de complicidad y se estrecharon cordialmente la mano.
–La verdad es que este Castro es un buen tío, muy simpático –murmuró Adrien cerrando tras él la puerta de su despacho.
Sí, incluir a Castro en la lista de gente a quien había que invitar con urgencia. Y eso sí, borrar a todos los B, que ahora ya te rebajaban. Menos a Kanakis, sobrino de ministro, que además no tardaría en ser A, el cabroncete. Abrió el armario para coger su chaqueta de faena, cambió de opinión. No, un hombre que dentro de tres días sería miembro A no podía rebajarse poniéndose una chaqueta vieja. Un A debía infundir constantemente respeto. Giró sobre sí mismo, se sentó y contempló su felicidad.
–¡Nombramiento oficial, qué caramba, anunciado abajo, qué caramba, ahora ya imposible volverse atrás, se la he dado con queso! ¡Ahora puedo decírtelo, muchacho, he pasado un canguelo hasta que he visto anunciado el ascenso! ¡Es que nunca se sabe, comprendes, pueden salir intrigas en el último momento! ¡Pero ahora, muchacho, está ahí anunciado, ya no hay quien me lo quite! ¡No te esfuerces, mi querido Vévé, tendrás que tragarte la píldora! Dentro de tres días, ¿me oyes, Vévé? ¿Va a ir él a cenar a tu casa? ¡Lo dudo mucho! ¿Un poco más de café, mi querido subsecretario general? No, no pega, demasiado familiar, al fin y al cabo es la primera vez. ¿Un poco más de café, mi querido señor? No, tampoco pega. ¿Un poco más de café? Sí, con una sonrisa desenfadada, entre gente del mismo mundo. La lata es que estarán Mammi y Papi en la cena. ¡Hostia, se habían lucido adelantando su regreso de Bruselas! La pifiarán, Papi sin ninguna duda. Bueno, pues mala suerte, así verá el S.S.G. que soy un self made man. En fin, estará Ariane, y compensará. ¡Venga, a trabajar!
Con mano poco entera, atrajo hacia sí el memorándum británico, lo rechazó. No, decididamente, un trabajo tan pesado no podía hacerlo aquella mañana, era una cuestión de estado de ánimo. Nada que hacer, impedimento de fuerza mayor. Además casi eran las once menos veinte. Demasiado tarde para acometer un trabajo de tal envergadura. Por la tarde recuperaría el tiempo perdido. Pero en lo sucesivo, muchacho, puntualidad por la mañana, no llegar nunca más tarde de las nueve y cuarto. De acuerdo, aprobado. Pero si, por necesidades imperativas, se veía obligado a retrasarse excepcionalmente, dejar sombrero, bastón y maletín en el coche. Así, superado el obstáculo de la entrada, funcionario impecable. Aprobado igualmente. Ahora darse un garbeo por los pasillos, a ver si encontraba una inspiración de trabajo ligero, una menudencia que armonizase con su estado de ánimo. Sin contar con que tal vez necesitara ir a los servicios. Allí se vería. Así que salió y caminó lentamente con la mirada teñida de melancolía, le torturaba sinceramente el no trabajar, estaba obsesionado por el memorándum británico que aguardaba encima de su mesa, inexorable y macizo.
En los servicios, como siempre concurridísimos, su vecino resultó ser Johnson, el director de la sección económica, quien lo saludó cordialmente. Reinaba una agradable igualdad en aquel lugar de solaz en el que los peces gordos, durante sus estancias ante las aguas perpetuas, sonreían amistosamente a sus subordinados, que de repente pasaban a ser sus iguales. De aquella reunión semicircular de celebrantes, estirados y graves ante sus urinarios, comulgando en et recogimiento y a veces mecánicamente recorridos por un escalofrío de flojera, emanaba un ambiente amigable de alianza y concordia, de concierto de almas, de logia viril, de secreta fraternidad. Total, que Adrien salió de allí reconfortadísimo y decidido a echar el resto.
¡Y ahora el acusado Camerún!, anunció nada más regresar al despacho. Sentado ante la mesa, declamó que el trabajo era la santa ley del mundo, para a continuación abrir el expediente Camerún con energía. Se concentró, con las manos pegadas a las orejas. ¿Cómo empezar? ¿Por me complace acusar recepción etcétera o por le agradezco encarecidamente etcétera? Cerró los ojos para dar con el tono justo. Pero sonaron dos golpes y entró Le Gandec, con sus ojos tristones y su chalina. Deseoso de agradar y dándoselas de bromista, saludó militarmente.
–Las once, mi general, es la hora solemne –anunció, y al pronunciar la última palabra torció los labios en un afán de parecer gracioso y chusco–. ¿Vamos a tomar un cafecillo?
–Excelente idea –dijo Adrien que se apresuró a cerrar el expediente y se levantó–. ¡Vamos a recobrar fuerzas por obra y gracia de un reconfortante cafetete!
Como cada mañana a la misma hora, caminaron con paso marcial hacia el recreo. Ambos estaban encantados. Le Gandec por ser visto en la selecta compañía de un futuro A, Adrien porque se sentía deliciosamente superior cuando estaba con Le Gandec, simple miembro de sección auxiliar. La presencia del pobre diablo le excitaba, lo transformaba en un caballero encantador, ingenioso, impertinente, que se complacía a menudo en fingir distracción para humillar a su modesto compañero y obligarle a repetir las preguntas. Con lo cual infligía al bueno de Le Gandec las mortificaciones que él mismo recibía de Huxley, gran especialista en sordera insolente.
En la cafetería, se sentaron con dos guapas secretarias de la sección. Excitado por su presencia, Adrien pidió, con ojillos chispeantes, «un espresso muy cargado, por favor, para aumentar mi potencial cerebral», llevó a buen término dos juegos de palabras seguidos, y citó a Horacio a modo de contrapartida. Sintiéndose admirado, bromeó con las dos subordinadas, que se desternillaban halagadas, jugó a travieso y donjuán, bebió un sorbo en la taza de una, para adivinar sus pensamientos, mordió el bollo de la otra, a modo de flirt. En definitiva, brilló, envanecidísimo por la deferencia de los tres, inmerso en la voluptuosidad de ser el importante. A las once y veinte, la mar de eufórico, tras haber insistido en invitar a las señoritas, se levantó bruscamente, príncipe del cuarteto, y dio la señal de partida.
–Oh trabajo, del mundo ley sagrada, tu misterio va a cumplirse –sonrió a las dos secretarias.
Sentado ante su mesa, hinchó los carrillos y se entretuvo haciendo ruidos infantiles con los labios. Luego apoyó la frente en el cartapacio y balanceó la cabeza a uno y otro lado, gimiendo una mustia melodía. Luego dobló el brazo sobre la mesa, recostó en él la mejilla izquierda, cerró los ojos y se puso a soñar a media voz, interrumpiéndose de vez en cuando para coger un fondant, sin levantar la cabeza.
–Estuvo muy correcta en la cena Heller Petresco, un cuento chino que Vévé tenía ya un compromiso, lo que pasa es que me la tiene jurada por lo del ascenso, me importa un rábano, la palmada no me la quita nadie, Kanakis era sincero con lo de su compromiso, la lata fue que no pudieran acudir los Rasset por lo del espiche de la tía, era sincero eso sí porque vi la esquela, buen momento eligió para palmarla ésa, se la guardo por su sentido de la oportunidad, aprender urgentemente a jugar al bridge así puedes invitar a gente por encima de ti, señor director tenemos bridge el domingo por la tarde, quiere usted ser de los nuestros, y asunto concluido, luego a invitarnos ellos, el bridge es perfecto, no hace falta dar conversación continuamente, y al mismo tiempo te supone intimidad en las relaciones personales y en fin un ambiente culto elegante, muy rarita está estos días, la que me armó cuando le dije que quería telefonear a Dietsch, qué le habremos hecho a ese tío para que haya dejado de venir, lástima porque conoce a mucha gente y siempre farda recibir a un director de orquesta, ella que le habrá ofendido, hacer dos ficheros alfabéticos de cosas imprescindibles para llevarse de viaje, fichero A objetos que haya que meter en el equipaje, fichero B objetos ya metidos, en cada ficha anotar el objeto que haya que llevarse con abreviaturas que indiquen la maleta en que haya de ir el objeto, un indicador rojo para los objetos útiles exclusivamente para un viaje largo, así el día de la marcha cada vez que pongo un objeto en la maleta apropiada saco del fichero A la ficha del mencionado objeto y la traspaso al fichero B lo que me permite un control, esta tarde manos a la obra pediré dos ficheros de metal, y un cuerpo de diosa muchacho puedo verla desnuda cuando me da la gana y merece la pena de eso no te quepa la menor duda, de consejero a miembro A cambia un huevo, los despachos de los consejeros te tienen dos ventanas, con dos ventanas te sientes alguien, sí, no pudrirse en A, consejero y a escape.
Se incorporó, lanzó miradas vagas, mordisqueó una galleta para ahuyentar la súbita idea de su muerte, consultó el reloj. Las once y cincuenta. Cuarenta minutos había que matar aún. ¿Ir a la enfermería a tomarse la tensión? No, mejor darse una vueltecilla por el vestíbulo. Hoy se reunía la Sexta, una comisión muy política, un montón de mandamases.
–Ven, cariñín, vamos a conocer gente.
XI
Ministros y diplomáticos deambulaban por el salón de los pasos perdidos, discutiendo circunspectos, con sesuda mirada, penetrados de la importancia de sus fugaces asuntos de hormigueros pronto desaparecidos, penetrados asimismo de su propia importancia, intercambiando con profundidad inútiles impresiones, cómicamente solemnes e imponentes, crispados por sus hemorroides, de súbito solemnes y amables. Zalemas exigidas por relaciones de fuerza, sonrisas estereotipadas, cordialidades y crueles pliegues en las comisuras, ambiciones arropadas en nobleza, cálculos y tejemanejes, halagos y recelos, complicidades e intrigas de aquellos agonizantes del mañana.
El primer delegado de Suecia se inclinaba tristemente, prominente grúa mecánica ante Lady Cheyne, que bebía inmaterial una taza de té desplegando con desgalichada elegancia sus largos brazos elásticos y ocres. Grandes orejas elegantemente degeneradas, sonriente y friolero, cargado de espaldas, largo buitre cheposo y actor romántico con alto cuello duro vuelto, Lord Robert Cecil explicaba una genial jugada de golf a un menudo presidente del consejo francés, radical y barrigudo que no se enteraba de nada pero asentía electoralmente. El joven marqués de Chester sonreía con timidez de buena ley y tartamudeaba púdicamente corteses sugerencias, if I may say so, a Benès quien, para mostrarse amable y no comprometer el préstamo, exhibía dientes demasiado regulares. Alto caballo señoreante, Fridtjof Nansen asentía al enviado especial del Times moviendo intensamente la cabeza de lacios bigotes para compensar su falta de atención. Lady Cheyne repartía equitativamente finezas graduadas conforme la importancia del interlocutor, sonreía con las dos arrugas de la riqueza despectiva, desde las fosas nasales hasta las comisuras de los labios. Inferiores escuchaban a superiores con fascinada avidez. Un ministro de Asuntos Exteriores atrabiliario y con barbita repetía que aquello era inadmifible y que su país jamaf lo confentiría. Envuelto en un turbante dorado, con manos de ceniza y ojos sanguinolentos, un rajá soñaba. Competente moscona de la cantera internacional, una periodista americana entrevistaba a un ministro de Asuntos Exteriores, quien le decía que aquel año sería crucial y marcaría un nuevo giro en la política internacional. Obesa bayadera con gafas de gruesa concha, cascabeleando pulseras y camafeos, poetisa e iniciadora treinta años atrás de un tímido joven rey, la delegada búlgara exhalaba apestosos perfumes, citaba el suplemento de alma de Bergson, insistiéndole, entre sacudidas de tetas, al delegado griego a quien tenía prendido del botón de la chaqueta para convencerlo mejor. La guapa secretaria del secretario general, con la nariz como un pimiento como consecuencia del sol, dejaba tras de sí fragancias de peral en flor. Jóvenes leones políglotas y sedosos reían de osadías. Higiénica y enjabonada, con las antiparras prendidas a la blusa, la delegada de Dinamarca escuchaba, virgen y moral, a un primer ministro que se demoraba en contestar a saludos obsequiosos y decía que aquel año sería crucial y marcaría un nuevo giro en la política internacional, lo que anotaba subrepticiamente un periodista al acecho. El secretario general adjunto cerraba un ojo e hinchaba los carrillos para penetrar mejor el sentido oculto de las frases corteses de Titulesco, imberbe guardián de harén. Esforzándose en adoptar un tono de camaradería, Benedetti, el director de la sección de información, repetía instrucciones a su adjunto manco que vigilaba de lejos a su celosa secretaria que esperaba casarse con él desde hacía años. Casi blanco, el delegado de Haití deambulaba solo, cardando tristemente la lana de sus cabellos. Fauno arrabalero, Albert Thomas movía una lengua escarlata en las marañas de su barba de pope en la que los vidrios de sus lentes chispeaban de malicia. La delegada búlgara iba y venía, apasionadamente tintineante, dejando un rastro de chipre tras su imponente grupa, y de repente se abalanzaba sobre Anna de Noailles aparecida y moribunda, la besaba rugiendo. Un ministro luxemburgués, atónito de que se lo tomaran en serio, degustaba profundamente, mano pegada a la oreja, las observaciones del delegado alemán que debido a un tic exhibía horrendos colmillos. Dos enemigos se paseaban cogidos del brazo sobándose mutuamente los bíceps. Cóndor tísico, el ministro polaco de Asuntos Exteriores recibía enfurecidamente los parabienes del delegado de Liberia. Spaak, el del gran corazón, creía en la fidelidad de un sonriente embajador belga que no cesaba de asentir. Sentado y cheposo, con la colilla apagada en el belfo colgante, Aristide Briand informaba a un redactor jefe deslumbrado de gratitud de que aquel año sería crucial y marcaría un nuevo giro en la política internacional, alzaba luego sus ojos muertos y llamaba con blando dedo a un secretario de embajada que, temblando emocionado por su buena suerte, acudía de puntillas, con donaire de bailarina extasiada, se inclinaba, tendía amoroso el oído, saboreaba la orden confidencial. Arrellanado en un sillón de foie gras y paladeando un largo cigarrillo, Volpi, el flamante presidente de la Comisión Permanente de Mandatos, meditaba un plan para agenciarse una encomienda de gran comendador.
Adrien Deume entró, espalda humilde y ojo avizor, con vistas a localizar a algún conocido importante. Al ver al marqués Volpi, se detuvo, frunció los labios para reflexionar mejor. Al fin y al cabo, qué caray, en la última sesión le había entregado unos documentos y hasta le había explicado una formalidad jurídica, que le agradeció efusivamente. La ocasión la pintaban calva, sin contar con que el presidente estaba solo, fumando. Así que ir como quien no quiere la cosa, saludar y presentar sus respetos, lo que propiciaría la oportunidad de una charla, posible inicio de relaciones personales. Trataría de derivar la conversación en torno a Leonardo ...