1. LA IMPORTANCIA DEL CAJERO AUTOMÁTICO
Cuando era niño, los cajeros automáticos me daban miedo. Y de manera especial el primero que vi, en el exterior de la imponente sede central del Hongkong and Shanghai Bank, en el número 1 de la Queen’s Road Central, de Hong Kong. Debió de ser hacia 1970, cuando tenía yo ocho años. Mi padre, por ser empleado del banco, estuvo entre las primeras personas en servirse del cajero automático, que se hallaba justo al lado de los emblemáticos leones de bronce del edificio, pero yo sentía terror cada vez que lo veía utilizarlo. ¿Qué pasaba si la máquina se equivocaba en las cuentas y se llevaba todo nuestro dinero? ¿Qué pasaba si, por error, la máquina cogía dinero de otro cliente y mi padre iba a la cárcel? ¿Y si la máquina decía que sólo le daba diez dólares de Hong Kong, pero en realidad cogía mucho más de su cuenta, una suma inimaginable, como cincuenta o cien dólares? La libertad con que la máquina escupía su dinero y la invitación a gastarlo inmediatamente parecían horriblemente imprudentes. El flujo de dinero, primero de nuestra cuenta al exterior a través de la máquina, y luego al mundo, parecía demasiado fácil. Mi padre estaba allí de pie tecleando con toda seriedad el número secreto, mientras yo me colgaba de su brazo y le rogaba que parara.
Ese tremendo miedo de un niño de ocho años tenía su razón de ser. La absoluta facilidad con que el dinero circula por el mundo es temible: puede producir una especie de vértigo. Es lo que puede ocurrir cuando, al leer noticias sobre finanzas, uno tiene de repente la sensación de que no es capaz de comprender qué significan esas cifras, qué representan realmente esos millones, miles de millones y billones, cómo dominarlos mentalmente. (Pruebe el lector el siguiente experimento mental, que ha sugerido el matemático John Allen Paulos en su libro El hombre anumérico.2 Sin hacer el cálculo, imagínese cuánto es un millón de segundos. Ahora trate de hacer lo mismo con mil millones de segundos. ¿Listo? Un millón de segundos es menos de doce días; mil millones son casi treinta y dos años.) Ahora bien, esto mismo puede ocurrir cuando contempla un extracto de cuenta y ve la terrible potencia de esas hileras de dígitos, su capacidad para dirigirlo todo, desde lo que uno come al lugar donde vive, cifras abstractas cuyas consecuencias son lo menos abstracto del mundo. O puede ocurrir cuando el flujo mundial de capital nos golpea personalmente –cuando nuestro empleador, aparentemente próspero, va a la quiebra debido a un problema con su crédito, o cuando nuestra cuota de la hipoteca sube tanto que nos resulta imposible pagarla– y pensamos: ¿qué es al fin y al cabo todo esto del dinero? Puedo ver sus efectos –tocar con los dedos un billete de banco, echar una moneda a cara o cruz–, pero ¿qué es en realidad? ¿Qué representan estas cifras abstractas? ¿Qué realidad está representada en ellas? ¿No sería más tranquilizador que se asemejara más a una cosa física y menos a una idea? Y luego el pensamiento se nubla: el dinero es lo que siempre fue, un dato fundamental del mundo, algo cuyo ir y venir es previsible de la misma manera en que lo son las olas en una playa: a veces la marea está alta, a veces la marea está baja, pero al menos se sabe que las pautas básicas de su movimiento siguen reglas conocidas.
Entonces ocurre algo que cambia la idea que uno tiene de cómo funciona el mundo. Es lo que le sucedió a comienzos de octubre de 2008 a Rakel Stefánsdóttir, una joven islandesa que cursaba un máster en artes y administración cultural en la Universidad de Sussex, en Brighton. Metió su tarjeta en la ranura para sacar algo de dinero y el cajero automático le dijo que no tenía fondos disponibles. A Rakel no le llamó particularmente la atención. «Sé que esto va por teléfono a través del Atlántico y que a veces hay problemas, de modo que pensé que se trataba de eso.» Más o menos un día antes había pagado con la tarjeta la matrícula de su primer trimestre de universidad; había estado trabajando en el teatro durante unos años antes de reiniciar su máster, de modo que gozaba de una cómoda solvencia económica.
Todos hemos tenido la experiencia de insertar nuestra tarjeta en la ranura y no obtener dinero del cajero automático porque nuestra cuenta está a cero. Pero lo que a Rakel le sucedía aquel día, como a millares de islandeses, era mucho más extraño y desestabilizador. El cajero automático no le permitía retirar efectivo de su cuenta no porque ella no tuviera dinero, sino porque el banco no tenía dinero. En realidad, tampoco era simplemente que el banco no tuviera dinero suficiente, sino más bien el escenario de Apocalypse Now: su tarjeta no operaba porque Islandia se había quedado sin dinero. El 6 de octubre el gobierno cerró los bancos y congeló el movimiento de todo capital al exterior, porque estaba al borde de la quiebra. En el momento en que el pago con tarjeta de crédito de la matrícula trimestral de Rakel fue compensado, un día después, la corona islandesa se había hundido y la suma que ella desembolsara había aumentado el 40 por ciento. Tres semanas necesitó Rakel para volver a tener acceso a su cuenta, y para entonces ya estaba claro que no podría pagar sus estudios. Ahora está otra vez en su casa de Reikiavik, sin trabajo, y ha abandonado por completo el Plan A para su futuro. «Lo que más me irrita de nuestro antiguo gobierno –dice ahora- es que no ha tenido la decencia de avergonzarse.»
Esto es lo que puede suceder cuando los bancos de un país van mal. Algunos detalles del caso islandés tienen algo de exótico: básicamente, un pequeño grupo de gente rica y poderosa vendió y volvió a vender activos entre sí y creó una monstruosa burbuja de riqueza ficticia. «Lo hicieron treinta o cuarenta personas y lo está pagando todo el país», me dijo un taxista de Reikiavik, y todavía no he encontrado un islandés que no esté de acuerdo con eso. Pero aunque el responsable último de la burbuja fue un reducido grupo de personas, el país entero se vio atrapado en ella, como si una gigantesca ola de crédito barato hubiera convertido a Islandia en una especie de Fantasilandia de la economía. Los bancos estaban en el centro mismo de este proceso. El sector bancario islandés había sido de propiedad estatal hasta 2001, año en que el Partido Independiente, liberal, lo privatizó. El resultado fue un crecimiento explosivo. Crecimiento falso, pero explosivo. Un país con 300.000 habitantes –la población de Brighton– y sin recursos naturales, con excepción de la energía termal y los recursos pesqueros, desarrolló repentinamente un gigantesco sector bancario cuyos activos superaban doce veces el total de la economía. Las monedas mismas habrían debido servir de advertencia: la de cincuenta céntimos tiene un cangrejo; la de una corona, un salmón; la de diez coronas, un cardumen de capelines, y la de cien coronas, una platija. Cuando uno tiene las monedas en la mano, piensa: esta gente sabe mucho de peces; de banca, tal vez no demasiado...
Pero nadie prestó atención a eso. El crédito era tan barato que parecía gratis. Hablé con Valgarður Bragason, un albañil que compró dos casas y un terreno, con tres préstamos hipotecarios diferentes por un total de 600.000 libras esterlinas, que el banco le concedió tras algunas conversaciones que nunca se prolongaron más de quince minutos. Uno de los préstamos no se estableció en coronas islandesas, que tenían elevadas tasas de interés, sino en una cesta de cinco divisas extranjeras. Esto parece una locura, pero en Islandia, y en otros sitios, en los primeros años del nuevo siglo, las reglas normales de las finanzas personales habían quedado suspendidas. Efectivamente, es verdad que aquí, al igual que en otros sitios, muchos consumidores y tomadores de préstamos fueron personalmente irresponsables; pero se los alentó a que lo fueran. En todo el mundo económicamente liberal, los bancos trataron la irresponsabilidad financiera casi como una valiosa materia prima, casi como un recurso natural, a mimar y cultivar con cariño. El crédito barato estaba por doquier: casi diariamente se recibían llamadas telefónicas no solicitadas de entidades de crédito y cartas con solicitudes de créditos precumplimentadas, y cuando telefoneaba a mi banco, el Barclays, antes de ofrecerme la opción de obtener los detalles de mi cuenta o hablar con alguien, un mensaje pregrabado me invitaba a contratar un nuevo préstamo. A los prestatarios se les incitaba a atiborrarse de créditos baratos, como las ocas a las que se alimenta para producir foie gras. «Trataba de ser prudente –me dijo un amigo–, pero mi asesor financiero me decía que es como tener delante la carretera despejada y no apretar el acelerador: una tontería. Así que apreté el acelerador.» Y lo mismo sucedió con millones de personas.
Durante un tiempo, Islandia pareció un milagro económico moderno. Luego irrumpió la realidad y la economía islandesa quebró de la misma manera que Mike Campbell en Fiesta: «de dos maneras, primero gradualmente y después de golpe». Una lenta decadencia de la corona a comienzos de 2008 se vio agravada por el hecho de que un gran número de islandeses tuvieran préstamos en moneda extranjera: 40.500 de ellos, de hecho, por un valor total de 115.000 millones de coronas, unas 30.000 libras esterlinas de la época cada uno. (Al parecer, la mayor parte de ese dinero se gastó en coches de lujo.) Cuarenta mil personas es mucha gente en un país con una población de sólo 300.000 habitantes. La pérdida de valor de la corona los puso en muy mala situación, porque cuando la corona bajaba, el coste de sus préstamos subía abruptamente. Los primeros nueve meses de 2008 fueron una pesadilla financiera, que se hizo repentina e irrevocablemente real cuando, el 6 de octubre, el primer ministro de Islandia, Geir Haarde, apareció en la televisión para decir al pueblo, de una manera enrevesada y sin asumir ninguna responsabilidad, que su país estaba en quiebra. Los bancos cerraron y todas las reservas en moneda extranjera de Islandia fueron congeladas, salvo las destinadas a necesidades vitales como la comida, el combustible y los medicamentos. Y esto fue lo que dejó a Rakel Stefánsdóttir y a centenares como ella en la calle, con el gesto severo y preguntándose por qué parecían haber quedado tan repentinamente sin fondos. Entonces ninguno de ellos tenía una idea exacta del panorama real. Los bancos de Islandia habían crecido tanto y tan rápido que el sistema bancario era, según una frase muy utilizada, «un elefante en equilibrio sobre el lomo de un ratón». Los activos de los bancos en ultramar estaban congelados, proceso que comenzó cuando el gobierno del Reino Unido utilizó la legislación antiterrorista para impedir el movimiento del dinero de los bancos islandeses fuera del país. Los islandeses todavía sufren las consecuencias de esto: en Reikiavik vi una camiseta con la imagen del primer ministro británico y la siguiente inscripción: «Brown es el color de la caca». Un poco fuerte. Pero tienen derecho a estar enfadados, porque la implosión de los bancos islandeses los dejó expuestos a pérdidas de 116.000 libras esterlinas por habitante, ya fuera hombre, mujer o niño.
¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Cómo hemos pasado de una economía en la que los bancos y el crédito funcionaban como se supone que tienen que funcionar, a esta situación en la que ahora estamos, la reikiavikización de la economía mundial? Como sostendré más adelante, la crisis se basó en un problema, un error, un fallo y una cultura; pero antes que de todas estas cosas, fue resultado de un clima, el clima que siguió a la victoria del mundo capitalista sobre el comunismo y a la caída del Muro de Berlín.
Esto fue particularmente evidente para mí porque crecí en Hong Kong en la época en que allí imperaba la más desenfrenada economía de libre mercado. Hong Kong era el Salvaje Oeste de la economía. No había reglas, ni impuestos (bueno, finalmente hubo una tasa impositiva máxima del 15 por ciento), ni Estado del bienestar, ni garantías de atención sanitaria o escolar. Auténticas ciudades de chabolas se extendían por las colinas de la isla de Hong Kong; los habitantes de esas chabolas no tenían electricidad, agua corriente, medicina ni educación para sus hijos. Las fábricas sin ninguna regulación, donde la mano de obra era salvajemente explotada, constituían una parte importante de la economía de la colonia. La desagradable zona marginal del capitalismo sin reglas era evidente en todas partes. Pero las maneras en que ese mismo capitalismo creaba desarrollo y riqueza también era evidente por doquier, y era imposible no advertir que había gente dispuesta a jugarse la vida con tal de probar este sistema de lucha abierta en el que cada uno vela sólo por sus intereses. Los refugiados de la China comunista nadaban, se arrastraban y pasaban clandestinamente a Hong Kong de todas las formas imaginables, y frecuentemente morían en el intento. Si lograban cruzar la frontera, lo normal era que los enviaran de vuelta cuando los cogían, a menos que consiguieran llegar a Boundary Street en Kowloon, donde tenían derecho a permanecer. Había en esta regla algo tremendamente gráfico, como una versión adulta de un juego infantil: llega a Casa y estarás a salvo. En caso contrario, vuelta a la tiranía. Pero en el brillo de Hong Kong como lugar de esperanza y de oportunidades para la gente que trataba de llegar allí, no había engaño: la aspiración no era tanto acceder al lugar, como al sistema. La tierra y la gente eran las mismas; lo único distinto era el sistema. Por tanto, el poder del sistema debía de ser extraordinario. Hasta un niño podía verlo. Esto se advertía principalmente en la vertiginosa velocidad del cambio. Era normal dar la vuelta a una esquina y experimentar el sobresalto de no saber dónde diablos se estaba, porque había desaparecido cualquier punto de referencia territorial. Y como ocurría con la China comunista antes de su apertura a los viajeros a partir de 1979, era un motivo de temor, asombro y leyenda. Era algo que siempre se llevaba a ver a los visitantes, el punto más remoto de los Nuevos Territorios, desde el cual se podía contemplar el interior de China. Del lado de Hong Kong había un puesto de observación gurkha sobre una colina. Se veían arrozales, un río y no mucho más. Ahora, si uno va a ese mismo lugar, verá Shenzhen, la ciudad de crecimiento más rápido de China, con nueve millones de habitantes, un lugar donde hace treinta años no había literalmente un solo edificio.
En aquella época, Hong Kong era como un experimento, un test de laboratorio en el capitalismo de libre mercado. Una combinación de circunstancias históricas y demográficas había hecho de Hong Kong una excepción en el mundo entero. Gran Bretaña, en particular, parecía mucho más lenta, más prudente, más regulada, más cauta ante el cambio. Pero en las tres décadas posteriores a mi partida de Hong Kong, fue como si se hubiera producido una toma de control inversa, como si las reglas de Hong Kong se hubieran apoderado del resto del mundo. En lugar de ser un caso especial, el funcionamiento desenfrenado y desregulado del libre mercado se convirtió en la nueva normalidad. No se trataba de que esta versión del capitalismo hubiese ganado una discusión teórica, sino que se imponía exclusivamente por la fuerza: los países que la habían adoptado desarrollaban su economía más rápidamente que los que no lo habían hecho. Es imposible medir con rigor los cambios subjetivos en la trama de las experiencias de la gente, pero sí es posible medir el crecimiento del PIB, y la evidencia del PIB fue irrefutable. Con Ronald Reagan en el poder en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido, la versión de Hong Kong del capitalismo de libre mercado se apoderó del mundo. No pude volver a mi casa, pero en ciertos aspectos importantes no hubo diferencia, porque mi casa había venido a mí.
La versión del capitalismo que se expandió de manera tan absoluta en el mundo tenía su soporte ideológico en Adam Smith, a través de Friedrich Hayek y Milton Friedman, y tendía a actuar como si hubiera una conexión fundamental entre capitalismo y democracia. Creo que acontecimientos posteriores mostraron que eso no era cierto, pero ésta es otra cuestión, tema de otro libro completamente distinto. Baste por ahora con decir que esta versión del capitalismo, que con frecuencia se ha apodado «modelo anglosajón», se extendió en todo el mundo.* La fórmula implica la liberalización de los mercados, la desregulación de la economía y, sobre todo, del sector financiero, la privatización de los bienes del Estado, impuestos bajos y el mínimo posible de gasto público. Se consideraba que el papel del Estado consistía en no obstruir la capacidad de creación de riqueza de los individuos y las empresas. Estados Unidos y Gran Bretaña fueron los animadores mundiales de estas políticas, y el éxito que obtuvieron en el crecimiento sus respectivos PIB llevó a su adopción, con modificaciones, en Nueva Zelanda, Australia, Irlanda, España (hasta cierto punto), Islandia, Rusia, Polonia y otros países. Una versión de estas políticas es impuesta por el FMI cuando interviene en países que necesitan ayuda financiera. La adopción de estas políticas tiende a dar como resultado importantes y cuantificables crecimientos del PIB. Lo mismo ocurre con la desigualdad.
Para los marxistas, y para cierta voz de la izquierda anticorporativa y antiglobalización, este tipo de capitalismo «sembraba las semillas de su propia destrucción». El argumento de Marx para hacer esta afirmación era que el hecho de reunir cada vez más a los trabajadores en fábricas, haría que éstos tuvieran más oportunidades de observar la explotación de que eran objeto y también de organizarse contra ella. Un punto de vista más moderno consideraría que el capitalismo de libre mercado tiene una inherente proclividad a la desigualdad y a los ciclos de boom y bancarrota (hay un excelente corpus de trabajos que estudian estos ciclos). Podemos observar que, en el caso presente, la práctica se ajusta a la teoría. El mayor boom en setenta años condujo directamente al mayor crac. El resto de este libro cuenta la historia de cómo sucedió tal cosa, pero todos los acontecimientos posteriores tuvieron un precursor esencial, sin el cual la explosión y la implosión no habrían tenido lugar de la manera en que ocurrieron: la caída del Muro de Berlín, el hundimiento de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría.
Las discusiones explícitas sobre el conflicto entre Occidente y el bloque comunista nunca fueron particularmente provechosas. Ambos campos estaban demasiado atrincherados; los problemas filosóficos más importantes tendían a ser eliminados hasta que no quedara más que el residuo de la política de partido. Para la derecha, era tan obvio que los regímenes comunistas constituían Estados carcelarios y responsables de asesinatos en masa, que cualquier discusión útil sobre el tema era imposible. Para la izquierda, estaba igualmente claro que el capitalismo tenía su propia y larga lista de crímenes cometidos en su nombre y consideraría siempre el capital como un fetiche por encima de los intereses de los seres humanos, mientras que, por el contrario, los países socialistas pensaban al menos en alternativas al modelo, o ponían en práctica su posibilidad, aun cuando lo estuvieran haciendo mal. Pero yo siempre he creído que ambas líneas de pensamiento omitían un punto decisivo. Los países del bloque socialista tenían defectos graves, irredimibles; las democracias liberales occidentales son las sociedades más admirables que hayan existido jamás. No hay entre ellos «equivalencia moral», como se solía decir. Sin embargo –y éste es el punto incómodo de la disputa, que humilla tanto a la vieja derecha como a la vieja izquierda–, la población de Occidente se beneficiaba de la existencia, las políticas y el ejemplo del bloque socialista. Durante décadas existió el equivalente de un concurso de belleza ideológico entre el Oeste capitalista y el Este comunista, compitiendo por aparecer como quien ofrece a sus ciudadanos el estilo de vida mejor y más justo. El resultado en el Este fue la opresión; el resultado en el Oeste fue la escolaridad y la medicina universal gratuitas, semanas de vacaciones pagadas y un progreso constante y muy generalizado en oportunidades y derechos. En Europa occidental, la existencia de partidos locales con gran y explícita admiración por el modelo socialista creó un poderoso impulso a mostrar que la vida de la gente común era mejor bajo la democracia capitalis...