Un listillo
Novela corta
1. PATRULLA DE PARQUES
Llevaba ya un mes viviendo y trabajando en el parque, qué pasote. El alojamiento era adecuado y gratuito. La paga era bastante mierdosa, pero si había suerte se podía trapichear con la caja del minigolf, lo que normalmente ocurría un par de veces a la semana. Si lo podía estirar un mes más antes de que los capullos de la móvil se percatasen del chollo, reuniría un fajo espléndido para Londres.
El parque de Inverleith estaba bien, muy céntrico y tal. No podría haber sobado en un parque de las afueras, habría sido un rollo. Mejor estaría en casa del viejo. La garita en que dormía era espaciosa y cómoda. Ya tenía un hornillo para cocinar, y un radiador eléctrico, así que lo único que necesitaba ocultar era mi colchón, que estrujé detrás de la caldera, el saco de dormir y mi tele portátil en blanco y negro, que podía guardar en la taquilla que me habían asignado. Me hice un juego de llaves extra, de forma que después de que la patrulla móvil recogiera las llaves al final del turno, pudiese ir a tomar una pinta y más tarde volver y entrar.
Había un servicio de duchas y aseos más que correcto en el pabellón, que albergaba los vestuarios de los futbolistas, además de mi garita. Así que mis gastos eran puramente en priva y drogas y, aunque bastante sustanciosos, mangoneando un poco, haciendo fraudes de seguros y de tarjetas de crédito, podía afrontarlos más que cómodamente, lo que me permitía ahorrar. No estaba mal, ¿no?
Y a pesar de todo no era tan buena vida. Estaba el problemilla de tener que estar en el puesto.
La enfermedad profesional del parkie (u Oficial de Parques Estacional, como un tanto pomposamente nos designaban) era el aburrimiento. Los humanos tienden a adaptarse al medio y, por consiguiente, en los parques uno se vuelve tan inactivo que hasta pensar en hacer algo se convierte en una amenaza. Me refiero a las obligaciones esenciales del puesto, que solo ocupan media hora dentro de un turno de ocho, imprevistos aparte. Preferiría quedarme todo el día sentado leyendo biografías (no leo otra cosa) y hacerme una paja de vez en cuando que ir a limpiar el vestuario, que iba a estar igual de sucio al cabo de unas horas, cuando entrase la siguiente remesa de futbolistas. Incluso la perspectiva de un corto viaje hasta un armario que estaba a pocos pasos de distancia para enchufar el termostato se carga de tensión y aborrecimiento. Parecía más sencillo, cuando mi mente se hallaba en semejante disposición, decir a seis cochinos equipos de futbolistas que las duchas estaban rotas o dando guerra, que ir allí y enchufar las cabronas. Era también un modo de comprobar cuál era exactamente la reacción de la jerarquía de la patrulla de parques ante semejantes acontecimientos. Las lecciones aprendidas siempre podrían ser útiles en el futuro.
Los jugadores, por su parte, reaccionaban de un modo bastante previsible:
«¡QUE NO HAY PUTAS DUCHAS! ¡VENGA A TOMAR POR CULO! ¡HOSTIA PUTA!»
«¡SUELTAS LA PUTA PASTA A CAMBIO DE UNOS SERVICIOS...!»
«¡TENDRÍAN QUE DEVOLVERNOS EL DINERO! ¡TENEMOS QUE DUCHARNOS, HOSTIAS!»
Me rodean unos setenta sudorosos jugadores y directivos mosqueados con la cara colorada. En ese punto, sí, deseé haber puesto el culo en marcha antes y haber enchufado las duchas. En tales ocasiones mi estrategia es lanzarme al ataque y actuar como si estuviese aún más disgustado que ellos por el problema de las duchas. Disfrazarme de virtuoso indignado.
«Escucha, colega», dije sacudiendo la cabeza con enojo, «joder, les dije a los capullos la semana pasada que el calentador no iba bien. Joder, estoy más que harto de decírselo. Ese puto calentador. A veces funciona perfectamente, y otras veces no hay manera de que chute una mierda.»
«Ya, funcionaba perfectamente la semana pasada, cuando estaba de turno el otro tío...»
«Eso es, joder; ¡solo porque funcione bien dos o tres veces seguidas, esos capullos se creen que no tienen que molestarse en mover el culo hasta aquí y echarle un ojo! Les dije a los cabrones del ayuntamiento que mandaran al técnico. Una puta revisión total, eso es lo que hace falta. Con este tiempo necesitamos unas duchas fiables, le dije al tío. ¿Movieron el puto culo?»
«Ya, esos cabrones no, no se van a molestar.»
«Ya, pero el caso es que vosotros venís aquí después del partido con ganas de daros una puta ducha. Los que se llevan la bronca no son los cabrones estos; es el pringao de mi menda, joder», dije haciendo lacónicos pucheritos y golpeándome el pecho con el dedo.
«Tranquilo, amigo», dijo uno de los capitanes, «contra ti no va nada.»
«Nah, claro que no, nadie le echa la culpa al chaval», le dice otro jugador al capitán. Todos asienten con la cabeza, salvo un par de capullos de la periferia, que siguen quejándose. Entonces uno de los capitanes se sube al banco y grita: «No podemos poner en marcha las duchas, muchachos. Ya sé que es un mal rollo, pero así está la cosa. El chaval ha hecho lo que ha podido.»
El aire se llenó de sonoros bufidos y maldiciones.
«Bueno, así es la vida. El chaval no tiene la culpa. Se lo dijo a los del ayuntamiento», dice en mi apoyo otro jugador.
Se visten a regañadientes, los muy tontos del culo. Ya les he jodido la noche. Tendrán que ir a ducharse a casa en vez de ir de cabeza al pub para discutir sobre el partido y pontificar acerca del estado del fútbol, la música, la televisión, el sexo, el agobio que suponen los colegas en el mundo moderno. Se habrá perdido el ímpetu para afrontar la noche. El pub al que van, con su mierdoso velador, ingresará menos de lo normal. Qué coño, estamos en época de recesión. Las novias y esposas se encontrarán las expresiones de amargura de sus compañeros, que se sienten privados de su noche fuera de casa. Los hombres se dirigirán hoscamente a la ducha sintiéndose abatidos y estafados: una victoria que no puede saborearse, o una derrota sin el consuelo y linimento de la rubia. Concejales y funcionarios de ocio se verán agobiados por los cagarros bocazas, caricolorados, menopáusicos, tripudos e incompetentes sexuales que en Escocia dirigen el deporte rey a todos los niveles.
Tanta desdicha porque el parkie no quiere tomarse la molestia de darle a un interruptor. Ahí lo tenéis, joder, eso sí que es poder. ¡Chupaos esa, pedazo de cabrones! Qué loco estoy.
Cuando el último jugador desfila por la puerta, me voy al cuarto de las calderas, al fondo de mi garita, y enciendo el calentador. Necesitaré agua caliente para ducharme antes de salir esta noche. Hago unas flexiones y unas sentadillas antes de acomodarme para leer otro capítulo de mi libro: una biografía de Peter Sutcliffe.
Lo único que leo son biografías; no sé por qué, pues no disfruto especialmente con ellas. Lo que pasa es que me considero incapaz de interesarme por otra cosa. Jim Morrison, Brian Wilson, Gerald Ford, Noele Gordon, Joyce Grenfell, Vera Lynn, Ernest Hemingway, Elvis Presley (dos biografías distintas), Dennis Nilsen, Charles Kray (el hermano de Reg y Ron), Kirk Douglas, Paul Hegarty, Lee Chapman y Barry McGuigan, todas devoradas desde que empecé a trabajar en los parques. Realmente, no puedo decir que haya disfrutado con ninguna, con la posible excepción de la de Kirk Douglas.
A veces me pregunto si aceptar este empleo fue una buena jugada. Me gusta porque disfruto de mi propia compañía y demasiada relación social puede ponerme de mala uva. No me gusta porque no puedo moverme y detesto estar clavado a un solo lugar. Supongo que podría aprender a conducir, y de ese modo podría conseguir un empleo que ofreciese estos dos importantes rasgos, soledad y movilidad, pero un coche sería una atadura, me impediría tomar drogas. Y eso sí que no.
El señor Garland, el jefe del parque, era un hombre amable, bastante liberal para la media de los empleados de parques. Comprendía cuál era la condición del parkie. Garland había pasado por suficientes reuniones disciplinarias del ayuntamiento como para calar el problema. «Es un trabajo aburrido», me dijo con ocasión de mi reclutamiento, «y el demonio creó el trabajo y todo eso. El caso es, Brian, que son tan pocos los oficiales de parques que muestran iniciativa... El oficial de parques chapucero hace el mínimo imprescindible y después se larga, mientras que el oficial más concienzudo siempre encontrará algo que hacer. Puedes creerme, sabemos quiénes son las manzanas podridas y puedo decirte una cosa: sus días están contados. Así que si causas buena impresión, Brian, podríamos muy bien estar en disposición de ofrecerte un puesto permanente en el Departamento de Parques.»
«Eh, bueno...»
«Claro, ni siquiera has empezado a trabajar todavía», sonrió, dándose cuenta de lo mucho que se había adelantado a los acontecimientos, «pero aunque no sea el trabajo más emocionante del mundo, muchos oficiales hacen que sea todavía peor. Verás, Brian», su mirada se hizo más amplia, como de evangelista, «siempre hay algo que hacer en un parque. Es un trabajo que exige caminar, Brian. Hay que mantener limpio de cristales rotos el patio de los columpios de los niños. Los adolescentes que se reúnen detrás del pabellón; he llegado a encontrar agujas ahí detrás, Brian, ya sabes...»
«Terrible», sacudo la cabeza.
«Hay que desalentarles. Hay formularios sobre daños y vandalismo contra la propiedad del departamento que tenemos que rellenar. Siempre hay basura que recoger, malas hierbas que extirpar alrededor de la garita y por supuesto limpiar continuamente los vestuarios. El oficial de parques emprendedor siempre hallará algo que hacer.»
«Creo que es mejor trabajar duro; hace que el tiempo pase más rápido», mentí.
«Exactamente. Reconozco que a veces, sobre todo cuando el tiempo resulta inclemente, el aburrimiento puede ser un problema. ¿Tú lees, Brian?»
«Sí. Soy un lector bastante voraz.»
«Eso está bien, Brian. Un lector nunca se aburre. ¿Qué clase de cosas lees?»
«Principalmente biografías.»
«Excelente. Alguna gente se llena la cabeza con teorías políticas y sociales: eso solo puede causar resentimiento e insatisfacción con la suerte que a uno le ha tocado», reflexionó. «De todos modos, no viene al caso. Confieso que este trabajo podría ser mejor. Nos han reducido el presupuesto. No podemos reemplazar las viejas furgonetas móviles ni el equipo del interfono. Claro que yo les echo la culpa a nuestros gerifaltes políticos del Comité de Ocio. Ayudas para colectivos de madres solteras lesbianas negras para proyectos de teatro experimental; para esas cosas siempre encuentran dinero.»
«No podría estar más de acuerdo, señor Garland. Es criminal esa forma de malgastar el dinero de la poll-tax.»
Recuerdo el gesto de asentimiento solícito y agradecido que me dispensó Garland. Parecía querer decir: He aquí a alguien con madera de oficial de parques modélico. Vaya un capullo.
Me di una ducha rápida antes de que llegaran los de la móvil....