La biología de la toma de riesgos
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La biología de la toma de riesgos

  1. 384 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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La biología de la toma de riesgos

Descripción del libro

El objetivo principal de este libro es destruir definitivamente, sobre la base de las neurociencias, la concepción racionalista según la cual el ser humano toma decisiones mediante el uso exclusivo de una razón completamente separada del cuerpo. A través de múltiples experimentos científicos ajenos y propios, así como de ejemplos to­mados de deportistas de élite, el autor expone la intervención de todo el cuerpo en la toma de decisiones en momentos cruciales de riesgo, así como el nivel preconsciente en el que se producen tales procesos. Luego muestra, de modo igualmente convincente, que lo mismo ocurre en la sala de transacciones financieras. «¡Fascinante! Un experto agente de Wall Street de pronto abandona y entra subrepticiamente en el mundo de la neurociencia para estudiar a sus colegas Amos del Universo en plena acción» (Tom Wolfe).

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Información

ISBN de la versión impresa
9788433963598
ISBN del libro electrónico
9788433934390

Tercera parte

Temporadas del mercado

5. LA EMOCIÓN DE LA BÚSQUEDA

UN MENSAJE INESPERADO
Después de la breve excitación producida por el negocio de DuPont, la sala de operaciones vuelve al estado de relajación de los días anteriores. Martin vuelve de la cafetería y no oye nada en el altavoz ni ve movimientos nerviosos en las mesas de operaciones ni en las de ventas, de modo que su cuerpo recibe esa tranquilidad y desacelera su motor interior hasta recuperar la calma de la frecuencia cardíaca y del metabolismo. La adrenalina se disipa. El nervio vago toma suavemente el control y, a la manera de la mano de una madre sobre una frente preocupada, hace desaparecer las últimas ondas de su tormenta corporal. El medio millón de dólares que Martin ha ganado le recorre las venas como un potente relajador muscular. La chispa de una sensación interna de bienestar, buena voluntad y tranquila confianza se enciende y se propaga. El dinero puede hacer eso.
El suave estrés que acaba de experimentar Martin ha sido beneficioso para él, porque ha puesto a prueba tanto su cuerpo como su cerebro. Es precisamente el tipo de esfuerzo para el que estamos diseñados, de modo que implica una experiencia satisfactoria. El esfuerzo, el riesgo, el estrés, el miedo e incluso el dolor en dosis moderadas son, o deberían ser, nuestra condición natural. Pero igualmente importante, igualmente vital para nuestra salud y clave del crecimiento continuo, es lo que los fisiólogos del deporte llaman período de recuperación. Una vez finalizado un desafío, hay que desactivar de inmediato los mecanismos de lucha o huida, pues su coste es muy alto en términos de metabolismo, y activar los sistemas de descanso y digestión. Estos períodos de recuperación actúan de un modo parecido a una buena noche de sueño, pero, a diferencia de las ocho horas que los médicos recomiendan para el sueño, son típicamente breves y frecuentes, como las breves pausas de una pelea de boxeo o de un partido de tenis. Sin embargo, pese a la brevedad de tales respiros, el cuerpo los aprovecha para descansar y repararse y, con el tiempo, esas minipausas pueden ser la condición de un cuerpo y un cerebro sanos. Si se nos negaran esas pausas, por breves que sean, incluso cuando todo va bien, nuestra biología se desequilibraría y nos arrastraría a estados mentales y físicos patológicos y a una conducta inadecuada. Eso puede suceder en Wall Street.
Desafío, recuperación, desafío, recuperación: esto es lo que nos curte. Y, precisamente por eso, esta operación ha sido buena para Martin. En efecto, se ha beneficiado de esa pauta de estrés y recuperación y ha salido de ella como una persona más fuerte y, en efecto, más rica. En este preciso momento, en todo su cuerpo, en un millón de diferentes zonas de guerra, microscópicos cirujanos y enfermeros van a trabajar en la reparación de sus tejidos dañados y a cuidar de todos los aspectos de su bienestar; y esto, naturalmente, hace que uno se sienta bien.
Martin camina por el pasillo que se adentra profundamente en el entorno de las mesas de operaciones y de venta, el imponente tronco del parqué. Este escenario, por lo general una autopista de financieros frenéticos, hoy se parece más a la calle mayor de un pueblo pequeño. Cuando entra en el departamento de obligaciones negociables, uno de los operadores, desconcertado ante lo que parece ser un extracto de tarjeta de crédito, levanta la mirada y responde con la cabeza a sus saludos. Un vendedor juguetón hace unas fintas de boxeo cuando Martin pasa. Ante la mesa de arbitraje, Martin intercepta una pelota de tenis que Logan le ha arrojado a Scott. Envía la pelota hacia Scott, quien le dice que los brokers han encargado sushi para el almuerzo. De nuevo en la mesa del Tesoro, situada entre la de arbitraje y la de hipotecas, Martin lanza una mirada afectuosa al parqué que tanto le ha dado y escucha sus sonidos familiares y tranquilizadores.
Martin decide darse un lujo raro en Wall Street: leer secciones del periódico sin ninguna relación con los negocios. Apoya los pies sobre la mesa y, satisfecho, abre el diario en la sección de artes y crítica de libros. Un poco más lejos, alguien anuncia que tienen donuts extra; una mujer en una mesa de venta lejana suelta una gran carcajada esporádica.
Martin se dispone a disfrutar de las horas distendidas que tiene por delante, pero cualquiera que lo observara durante un rato advertiría que en un momento dado vacila, reflexiona. Al mirar las pantallas, una ligera tensión le contrae la cara y Martin se mueve con incomodidad en su silla. Sin que él lo sepa conscientemente, un temblor muy sordo acaba de sacudir el mercado y las silenciosas olas que el impacto produce emanan de las pantallas y resuenan en la caverna de su cuerpo. Algo no anda bien. Las pantallas parpadean a diferentes frecuencias y la matriz de los precios salta tomando una nueva forma, como si se tratara del giro de un caleidoscopio. La volatilidad apenas se ha alterado, pero esos minúsculos cambios son inesperados; y nada nos llama más rápidamente la atención que los cambios inesperados, que la novedad que surge de un trasfondo indiferente.
Martin, atleta olímpico del presentimiento, es a menudo el primero en sentir esas cosas, pero hay otros que no le van a la zaga. En todo el parqué, el inaudible llamamiento del mercado encuentra eco en los cuerpos de los operadores y los vendedores. En unos casos, los músculos se tensan ligeramente; en otros, las pupilas se dilatan y la respiración comienza a acelerarse; finalmente, en algunos se tensa el estómago y el hambre desaparece. Un observador podría darse cuenta de que las posturas se enderezan y las conversaciones se animan, a la vez que las manos gesticulan con mayor brusquedad. Muy pocas personas tienen aún conciencia de los cambios que se están produciendo en sus cuerpos, pero el efecto acumulativo es similar al aumento de volumen de una radio en la sala de operaciones financieras. Un buen director percibiría la conmoción en ciernes, vería la inquietud. Y ahora, como una gran bestia que despierta tras un largo sueño, el parqué vuelve a la vida.
EL CÓDIGO MORSE DEL MERCADO
¿Qué era esa conmoción que emanaba de las pantallas? ¿Qué fue lo que hizo vibrar de manera preconsciente la tensa membrana del sistema de alarma de Martin? Esa conmoción era información, y la información se manifiesta en forma de novedad. Cuando el mundo nos envía un mensaje, lo hace con el lenguaje de la sorpresa y la discrepancia; y nuestros oídos han sido sintonizados para esas cadencias. No hay nada que más nos fascine, pocas cosas que nos sacudan el cuerpo de manera más completa. La información nos advierte del peligro, nos prepara para la acción, nos ayuda a sobrevivir. Y nos permite realizar el más mágico de todos los trucos: predecir el futuro.
El vínculo entre información y novedad fue descubierto y brillantemente explicado por Claude Shannon, ingeniero que en la década de 1950 trabajó en los Laboratorios Bell. Según Shannon, el volumen de información que contiene una señal es proporcional al volumen de novedad que contiene, o, en otras palabras, al volumen de incertidumbre. Esto puede parecer contrario a la intuición. La incertidumbre parece ser la antítesis de la información. Pero lo que Shannon quería decir era que la verdadera información debe decirnos algo que aún no sabemos; por tanto, tiene que ser impredecible.
La mayoría de los mensajes que encontramos en la vida cotidiana, sin embargo, son predecibles: lo normal es que cuando leemos un libro u oímos hablar a alguien sepamos de antemano lo que vendrá a continuación, porque la mayor parte de los mensajes contienen mucho ruido, esto es, palabras o signos que podrían eliminarse sin alterar el significado. De acuerdo con esto, las personas que escriben mensajes de texto condensan los enunciados que quieren enviar, tal como se hacía en los viejos tiempos para enviar telegramas, a fin de eliminar todo signo o palabra que se pudiera predecir y dejar únicamente lo que es imposible prever, el contenido verdaderamente informativo del mensaje. Por ejemplo, imagine el lector que envía el siguiente mensaje treinta minutos después de la hora en que tenía que llegar a su casa: «Me he retrasado. El coche tiene una rueda pinchada. Estaré en casa en una hora.» Este mensaje de 78 caracteres incluyendo los espacios, contiene muchos elementos redundantes y es posible abreviarlo. Para empezar, si debía estar media hora antes, es evidente que se ha retrasado, de modo que la primera oración se puede eliminar. Y es obvio que la rueda pinchada la tiene el coche, ¿qué, si no? Así que podría evitar la referencia a ello. Y no hay duda de que será usted quien estará en su casa, así que el verbo podría quedar implícito. Si elimina todas estas redundancias, el mensaje que envía dice: «Rueda pinchada. En una hora en casa.» Este mensaje, de 35 caracteres, ha sido reducido de tal modo que sólo contiene la información que su familia no podía prever. Si tuvieran que recibirlo palabra por palabra, no podrían saber cuál es la que sigue. Este simple ejemplo ilustra el descubrimiento fundamental de la teoría de la información de Shannon: la información es sinónimo de impredictibilidad, de novedad. Cuando recibimos información pura estamos en un estado de máxima incertidumbre en relación con lo que vendrá a continuación.
Nuestro aparato sensorial ha sido diseñado para prestar atención a la información de manera casi exclusiva. Ignora los acontecimientos previsibles y se orienta rápidamente a los nuevos. El cerebelo proporciona un buen ejemplo de este principio. Cuando proyectamos una acción, nuestro neocórtex envía una copia de este proyecto al cerebelo, que entonces difumina o incluso anula la sensación que se supone que se suscitará.1 A causa de esta difuminación somos en gran medida inconscientes, por ejemplo, de que cuando caminamos movemos los brazos hacia atrás y hacia delante, o del roce de la ropa sobre la piel. Por esta misma razón somos incapaces de hacernos cosquillas, pues desde el mismo momento en que movemos los dedos sobre el tórax, nuestro cerebelo anula las sensaciones esperadas; podemos sentir los dedos en nuestra piel, pero no nos sentimos sorprendidos y, en consecuencia, no ha lugar para las cosquillas.2 ¿Por qué querríamos difuminar sensaciones que esperamos que nuestras propias acciones produzcan? Porque eso resulta de extraordinaria utilidad en un mecanismo de control: si la retroalimentación sensorial de una acción es exactamente la que esperamos, no necesitamos prestarle atención. En cambio, si la retroalimentación es diferente de la que esperamos, aporta información: la de que algo había fallado en nuestro proyecto. Y esta información nos enseña a adecuar los movimientos a las intenciones.
Otra magnífica ilustración del principio según el cual prestamos atención en particular a lo inesperado es la que nos ofrece la observación del sistema visual de la rana común. La evidencia sugiere que las ranas son ciegas a menos que algo se mueva en su campo visual. Aparentemente, las ranas no tienen ningún interés en contemplar su estanque sólo para apreciar su belleza; su visión ciega registra objetos únicamente cuando el movimiento indica la presencia de un insecto para comer o una amenaza de la que huir. El ojo de la rana, en consecuencia, presenta un ejemplo puro de sistema sensorial que hace exactamente aquello para lo que ha sido diseñado: prestar atención exclusivamente a la información.
Los sistemas sensoriales humanos funcionan de manera muy parecida a la visión de la rana. También nosotros perdemos de vista los objetos si no se mueven, lo que se conoce como efecto de Troxler, por el nombre de un fisiólogo alemán del siglo XIX que observó que poco a poco vamos perdiendo conciencia de los estímulos visuales inmóviles, tal como nos ocurre con el constante ruido de fondo del tráfico. Sin embargo, es raro que se dé el efecto de desaparición del objeto, como ocurre en el ojo de la rana, porque movemos los ojos y la cabeza casi sin interrupción y eso produce el movimiento del campo visual. Pero se puede experimentar una cosa muy parecida si le pedimos a alguien que mantenga su mano a un costado de nuestra cabeza, de tal manera que ocupe exactamente el borde de nuestra visión periférica. Cuando su mano permanezca inmóvil, no la veremos, pero si se mueve, la veremos. Este ejemplo apunta también a otro problema –además de los analizados en el capítulo 3– relativo a la noción propia del sentido común, para la cual nuestros sentidos operan como una cámara cinematográfica que registra ininterrumpidamente los objetos y los sonidos que nos rodean. El efecto de Troxler muestra que nuestros sentidos no funcionan en absoluto de esa manera. En realidad, se aproxima más a la verdad decir que, como el ojo de la rana, su función es ignorar el mundo a menos que ocurra algo importante.
Semejante sistema sensorial reduce admirablemente las demandas a nuestros recursos atencionales; pero esto, en el mundo moderno, también puede crear problemas. Efectivamente, estamos hechos para prestar atención a la novedad; pero, desgraciadamente, en ausencia de ésta no funcionamos particularmente bien. Sin la novedad podemos sufrir de apetito de estímulos, lo que puede desembocar en una condición conocida de los conductores de coches (e incluso, se afirma, de los pilotos de aviones comerciales), que podría ser cómica si en ocasiones no resultara peligrosa, y que ha recibido nombres tan distintos como «hipnosis de la autopista» y «efecto polilla».3 Los conductores que circulan por tramos de carretera largos y monótonos o de noche, pueden llegar a sentir tal apetito de estímulos que, de manera casi hipnótica, terminen prestando atención a la rara aparición de una luz al costado de la carretera, a menudo un coche de la policía con luces intermitentes y dirigiéndose directamente en su dirección.
Por tanto, la información ejerce sobre nosotros una extraña y poderosa atracción. En su presencia nos sentimos vivos. Si al entrar en casa nos encontramos con los muebles fuera de lugar; si, caminando por el bosque, oímos el crujido de ramitas detrás de nosotros; si al leer una novela de misterio nos damos cuenta, en un momento espeluznante del relato, de que el héroe ha empleado exactamente el mismo giro lingüístico que el psicópata asesino que la policía está buscando, nuestra conciencia se agudiza y nuestra atención se concentra en la escena inesperada –«¿Qué diablos pasa?», dice nuestra preconciencia–, y en ese mismo instante nuestro mundo se transmuta de fondo indiferente, impresionista, en paisaje hiperrealista.
El mecanismo que opera en el cerebro en ese momento es una maravilla de ingeniería química y eléctrica. Cuando el centro de alarma del cerebro se activa, las neuronas del locus coeruleus, situadas en el tronco cerebral, incrementan su tasa de disparos y rocían el cerebro con un neuromodulador llamado noradrenalina (véase la figura 8). Los neuromoduladores son transmisores –los elementos químicos que se emplean para colmar la brecha sináptica entre neuronas a fin de que el mensaje eléctrico pueda saltar de una a otra– de un tipo muy particular. No participan en ninguna actividad cerebral específica, como las de realizar cálculos matemáticos, hablar francés o recordar las fechas de las guerras púnicas; su función es más bien la de alterar la sensibilidad de las neuronas por todo el cerebro, con lo que facilitan sus estímulos y aceleran su ritmo. El efecto que tiene la noradrenalina sobre las neuronas puede compararse con el aumento de intensidad de las luces de una habitación y del volumen de un micrófono.
Esto es lo que le está sucediendo a Martin exactamente en este momento. Su sistema de alarma ha rociado noradrenalina por el cerebro, poniéndolo así en un elevado estado de alerta, realzando los estímulos y la vigilancia y disminuyendo los umbrales sensoriales, de manera que sus sentidos han sido llevados al límite, gracias a lo cual es capaz de oír el más leve sonido, advertir el más mínimo movimiento.4 Al llegar al neocórtex, la noradrenalina también mejora la ratio señal-ruido de entrada de datos sensoriales. Se trata de un truco muy útil. Cuando Martin, en actitud relajada, estudia su entorno al azar, sus sentidos barren 360 grados, como un radar, y es de esperar una baja ratio señalruido. Pero cuando es sorprendido por un acontecimiento inesperado, como lo es en este momento, sus sentidos son atraídos hacia un centro de atención, de modo que él desecha las sensaciones de fondo y se concentra únicamente en la información pertinente al problema que tiene entre manos. Esta propiedad del locus coeruleus de poner algo de relieve, como si se tratara de un radar, es en parte responsable de lo que se conoce como efecto «cocktail party», esto es, nuestra ocasional habilidad para reconocer una voz al otro lado de una habitación llena de gente.5 Los animales cuando cazan, los atletas en el momento culminante de una competición y los operadores financieros en el momento de ganar dinero, todos ellos dependen de esta atención y de estos sentidos sobrenaturales. Lo mismo ocurre...

Índice

  1. PORTADA
  2. PRIMERA PARTE. MENTE Y CUERPO EN LOS MERCADOS FINANCIEROS
  3. SEGUNDA PARTE. EL PENSAMIENTO INSTINTIVO
  4. TERCERA PARTE. TEMPORADAS DEL MERCADO
  5. CUARTA PARTE. RESILIENCIA
  6. AGRADECIMIENTOS
  7. NOTAS
  8. LECTURAS COMPLEMENTARIAS
  9. CRÉDITOS