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Leila Guerriero

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Leila Guerriero

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¿Por qué, para qué y cómo escribe un periodista; de qué está hecha su vocación y qué es lo que le da sentido en estos tiempos?

Zona de obras reúne columnas, conferencias y ensayos que la argentina Leila Guerriero hilvanó en torno a esas preguntas y que, publicados en diversos medios o leídos en encuentros literarios en América Latina y en España, se recogen por primera vez en un libro. El resultado es un mural en el que cada pieza apunta al corazón del oficio, lo ilumina y, al mismo tiempo, lo cuestiona: ¿cómo y cuándo nace la pulsión por escribir; de qué manera se alimenta; por qué vale la pena llevar un texto periodístico a su máximo potencial expresivo? Éste es un libro sobre la escritura de no ficción pero, también, sobre el cine, el cómic, las artes plásticas, la infancia, Madame Bovary, África, los padres y las lecturas, y respira, en cada una de sus páginas, la convicción de que el periodismo no es un género menor sino un género literario en sí mismo. «Yo no creo en las crónicas interesadas en el qué pero desentendidas del cómo. No creo en las crónicas cuyo lenguaje no abreve en la poesía, en el cine, en la música, en las novelas... Porque no creo en crónicas que no tengan fe en lo que son: una forma de arte», escribió Guerriero en una de esas piezas. Acorazada en esa fe, desarma –con audacia, con insolencia, con humildad, con elegancia– los mecanismos íntimos de su trabajo y se sumerge en el detrás de escena del peligroso engranaje de la creación. «Los textos de este libro se parecen a esos relojes con la carcasa de cristal, de modo que, al tiempo de darte la hora, te muestran el mecanismo que lo hace posible. Es un libro de misterio, una pesquisa detectivesca sobre la necesidad de narrar. En otras palabras: sobre la necesidad de leer» (Juan José Millás). «El periodismo que practica Leila Guerriero es el de los mejores redactores de The New Yorker, para establecer un nivel de excelencia comparable: implica trabajo riguroso, investigación exhaustiva y un estilo de precisión matemática» (Mario Vargas Llosa).

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Información

Año
2022
ISBN
9788433937056

QUÉ ES Y QUÉ NO ES EL PERIODISMO LITERARIO:

MÁS ALLÁ DEL ADJETIVO PERFECTO

Es mayo, todavía. Es mayo, y estoy lejos de casa. Estoy en España, en Madrid, en un hotel llamado Alexandra, en la calle San Bernardo, cerca de la Gran Vía. Son las cuatro de la tarde, y es mayo, y pienso. Pienso en lo que voy a decirles hoy, en este mes de julio, en este día martes, en esta charla. Pienso en eso encerrada en mi habitación que tiene una cama, un televisor y un balcón al que no puedo salir porque está en obras. Es mayo, y estoy lejos de casa, y me pregunto cómo voy a responder a esa pregunta en apariencia simple que se pregunta qué es y qué no es el periodismo narrativo. Y pienso. Y vuelvo a pensar. Y tomo notas. Y después borro las notas que tomo. Y entonces me calzo mis zapatillas y salgo a correr.
Es mayo, pero hace frío, y corro por la Gran Vía esquivando puestos de libros, carritos de bebés, gente, gente, gente. Llego al parque del Retiro y corro por un sendero de tierra cercano a las rejas, y pienso, y vuelvo a pensar, y me pregunto, y entonces, como del rayo, recuerdo el primer párrafo de un texto que escribí apenas antes, cuando era abril y no estaba en Madrid, sino en Alcalá de Henares, y no dormía en un hotel, sino en una residencia universitaria. Y desando el camino, salgo del parque del Retiro, trepo por la Gran Vía, doblo en la calle San Bernardo, entro en el hotel Alexandra, subo a mi cuarto, enciendo mi computadora, busco el texto, y el texto dice así:
«Haití tiene una sola cama. Es oscuro, caliente, pequeño, con una ventana cuyo postigo sólo se mantiene abierto si se lo aprisiona con la puerta del armario en el que hay tres perchas y una manta. Madrid, en cambio, es luminoso, tibio, amplio, tiene dos camas y un armario con diez perchas y tres mantas. Haití y Madrid son los nombres de dos de los cuartos de la residencia universitaria donde me hospedo en Alcalá. Hay otros, y llevan nombres como Teruel, Puerto Rico, Sevilla. Pero a mí, apenas llegar, me hospedan en Haití y, como no tiene wifi, pido que me cambien y me cambian a Madrid. Así, en minutos, acarreo computadora, libros y maleta desde el hoyo oscuro, caliente, pequeño y destecnologizado de Haití al paraíso luminoso, tibio, amplio y tecnológico de Madrid. Y mientras camino de una habitación a otra pienso que alguien –un hombre, una mujer– vino aquí, vio los cuartos, decidió: “Éste es Madrid, éste es Haití.” Y me digo qué vicio, qué manía: la de ver, en todo, otra cosa. La de ver, en todo, una metáfora. Después, esa misma noche, comento, en un bar, con un grupo de gente, el curioso reparto de nombres: Haití un pozo oscuro, Madrid un prado luminoso. Todos me miran extrañados y uno, de todos, me dice, con encogimiento de hombros: “Llevo años allí y ni me había dado cuenta ¿Quieres otra caña?”»
Leyendo ese texto, de pie ante la computadora, cuando es mayo todavía, me digo que ahí puede empezar a haber una respuesta. Que el periodismo narrativo es muchas cosas pero es, ante todo, una mirada –ver, en lo que todos miran, algo que no todos ven– y una certeza: la certeza de creer que no da igual contar la historia de cualquier manera. La certeza, digamos, de creer que no es lo mismo empezar una charla un martes de julio en Santander diciendo «Estimado público presente, el periodismo narrativo es lo que sigue, dos puntos» que poner el foco en una periodista que se pregunta, que duda, que busca y que no encuentra, y que un día de mayo, corriendo por Madrid, recuerda lo que escribió un mes antes, corriendo en Alcalá, y que donde pudo haber dicho «Estimado público presente, el periodismo narrativo es lo que sigue, dos puntos» elige decir «Es mayo, todavía. Es mayo y estoy lejos de casa». Y no porque le guste más decirlo así, y mucho menos porque decirlo así sea menos trabajoso, sino porque sospecha que sólo si una prosa intenta tener vida, tener nervio y sangre, un entusiasmo, quien lea o escuche podrá sentir la vida, el nervio y la sangre: el entusiasmo.
Podríamos hacer un rizo y decir que, por definición, se llama periodismo narrativo a aquel que toma algunos recursos de la ficción –estructuras, climas, tonos, descripciones, diálogos, escenas– para contar una historia real y que, con esos elementos, monta una arquitectura tan atractiva como la de una buena novela o un buen cuento. Podríamos seguir diciendo que a los mejores textos de periodismo narrativo no les sobra un adjetivo, no les falta una coma, no les falla la metáfora, pero que todos los buenos textos de periodismo narrativo son mucho más que un adjetivo, que una coma bien puesta, que una buena metáfora.
Porque el periodismo narrativo es muchas cosas, pero no es un certamen de elipsis cada vez más raras, ni una forma de suplir la carencia de datos con adornos, ni una excusa para hacerse el listo o para hablar de sí.
El periodismo narrativo es un oficio modesto, hecho por seres lo suficientemente humildes como para saber que nunca podrán entender el mundo, lo suficientemente tozudos como para insistir en sus intentos, y lo suficientemente soberbios como para creer que esos intentos les interesarán a todos.
El periodismo narrativo tiene sus reglas y la principal, perogrullo dixit, es que se trata de periodismo. Eso significa que la construcción de estos textos musculosos no arranca con un brote de inspiración, ni con la ayuda del divino Buda, sino con eso que se llama reporteo o trabajo de campo, un momento previo a la escritura que incluye una serie de operaciones tales como revisar archivos y estadísticas, leer libros, buscar documentos históricos, fotos, mapas, causas judiciales, y un etcétera tan largo como la imaginación del periodista que las emprenda. Lo demás es fácil: todo lo que hay que hacer es permanecer primero para desaparecer después.
En el prólogo a la antología Los periodistas literarios, Norman Sims, a cargo de la selección, dice que: «Como los antropólogos y los sociólogos, los reporteros literarios consideran que comprender las culturas es un fin. Pero, al contrario de esos académicos, dejan libremente que la acción dramática hable por sí misma (...). En contraste, el reportaje normal presupone causas y efectos menos sutiles, basados en los hechos referidos más que en una comprensión de la vida diaria. Cualquiera que sea el nombre que le demos, esta forma es ciertamente tanto literaria como periodística y es más que la suma de sus partes.»
El periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos decía, en una entrevista que publicó el diario colombiano El Periódico: «Hay que estar en el lugar de nuestra historia tanto tiempo como sea posible para conocer mejor la realidad que vamos a narrar. La realidad es como una dama esquiva que se resiste a entregarse en los primeros encuentros. Por eso suele esconderse ante los ojos de los impacientes. Hay que seducirla, darle argumentos para que nos haga un guiño.»
Esto, que escribí tiempo atrás en otra conferencia, viene a cuento: «Hace unos años escribí acerca de Jorge Busetto, un médico cardiólogo, mujeriego, cantante y doble de Freddie Mercury en una banda argentina tributo a Queen. Lo entrevisté en días y lugares diferentes, entrevisté a su madre, su padre, su mujer, sus compañeros, lo acompañé al hospital en el que trabaja, al gimnasio, a hacer las compras y a uno de sus recitales. El día del show los músicos llegaron a la casa de Busetto a las ocho de la noche y fueron a cambiarse. Pasaron unos minutos y de pronto Busetto, que llevaba por toda vestimenta un chaleco de cuero, unos anteojos de sol Ray Ban y unos pantalones de cuerina rojos, apareció corriendo, alarmadísimo: el baterista estaba encerrado en el baño, víctima de una diarrea fulminante. Y así vestido, sin pensarlo, Busetto salió a la calle a buscar, casa por casa, vecino por vecino, pastillas de carbón para la diarrea. Yo llevaba un mes trabajando en esa historia y ese minuto milagroso ocurrió al final. Aunque después sería una sola línea del perfil, ese minuto decía, acerca de las diferencias entre el original y el clon, acerca de los patetismos de esa fama de segunda mano, más que cualquier cosa que yo hubiera podido teorizar en cuatro párrafos.»
Pero para ver no sólo hay que estar; para ver, sobre todo, hay que volverse invisible.
El periodismo narrativo se construye, más que sobre el arte de hacer preguntas, sobre el arte de mirar. La forma en que la gente da órdenes, consulta un precio, llena un carro de supermercado, atiende el teléfono, elige su ropa, hace su trabajo y dispone las cosas en su casa dice, de la gente, mucho más de lo que la gente está dispuesta a decir de sí.
En su libro El nuevo periodismo, Tom Wolfe decía que: «Cuando se pasa del reportaje de periódico a esta nueva forma de periodismo (...) se descubre que la unidad fundamental de trabajo no es ya el dato, la pieza de información, sino la escena (...). Por consiguiente, tu problema principal como reportero es, sencillamente, que consigas permanecer con la persona sobre la que vas a escribir el tiempo suficiente para que las escenas tengan lugar ante tus propios ojos.»
¿Por qué la periodista americana Susan Orlean estuvo dos años enterrándose en pantanos de la Florida para contar la historia de Laroche, un ladrón de orquídeas sobre el que escribió el libro llamado, precisamente, El ladrón de orquídeas? ¿Por qué el periodista argentino Martín Caparrós se subió a un auto en Buenos Aires y recorrió 30.000 kilómetros por el interior de la Argentina para escribir un libro que llamó, precisamente, El Interior? ¿Porque no tenían nada que hacer? ¿Porque les pareció la manera más apropiada de pasar el día de su cumpleaños, la mejor excusa para no ir a la fiesta de casamiento de un amigo, la manera más cómoda de no aburrirse? Lo hicieron, creo yo, porque sólo permaneciendo se conoce, y sólo conociendo se comprende, y sólo comprendiendo se empieza a ver. Y sólo cuando se empieza a ver, cuando se ha desbrozado la maleza, cuando es menos confusa esa primigenia confusión que es toda historia humana –una confusa concatenación de causas, una confusa maraña de razones–, se puede contar.
Y contar no es la parte fácil del asunto. Porque, después de días, semanas o meses de trabajo, hay que organizar un material de dimensiones monstruosas y lograr con eso un texto con toda la información necesaria, que fluya, que entretenga, que sea eficaz, que tenga climas, silencios, datos duros, equilibrio de voces y opiniones, que no sea prejuicioso y que esté libre de lugares comunes. La pregunta, claro, es cómo hacerlo. Y la respuesta es que no hay respuesta. El periodista americano Tracy Kidder dice que «Cada historia tiene dentro de sí una o tal vez dos formas de contarla. El trabajo de uno como periodista es descubrir eso». El problema es que si la diferencia entre una gran pieza de periodismo narrativo y un texto que no levanta vuelo reside, precisamente, en el talento de un periodista para descubrir cuál es la mejor forma de contar la historia, no hay manera de reducir eso a un manual de instrucciones. Hay, apenas, algunas pistas.
El escritor americano Stephen King escribió hace algunos años un libro llamado Mientras escribo en el que hablaba del proceso de escritura. «Escribir un libro –decía– es pasarse varios días examinando e identificando árboles. Al acabarlo debes retroceder y mirar el bosque. No es obligatorio que todos los libros rebosen simbolismo, ironía o musicalidad, pero soy de la opinión de que todos los libros (al menos los que vale la pena leer) hablan de algo. Durante la primera versión o justo después de ella, tu obligación es decidir de qué habla el tuyo. Durante la segunda (o tercera o cuarta) tienes otra: dejarlo más claro.» Un periodista narrativo tiene la misma obligación y la cumple –igual que un escritor de ficción– a ciegas, sabiendo, apenas, que si no hay fórmulas precisas, sí hay algo seguro, y es que, sea cual fuere la forma adecuada para contar una historia, nunca será la de un exhibicionismo vacuo de la prosa. Una andanada de sinécdoques, metonimias y metáforas no logrará disimular el hecho de que un periodista no sabe de qué habla, no ha investigado lo suficiente o no encontró un buen punto de vista. En el buen periodismo narrativo la prosa y la voz del autor no son una bandera inflamada por suaves vientos masturbatorios, sino una herramienta al servicio de la historia. Cada pausa, cada silencio, cada imagen, cada descripción, tiene un sentido que es, con mucho, opuesto al de un adorno.
Leamos, por ejemplo, a Rex Reed describiendo así su encuentro con Ava Gardner en su perfil «¿Duerme usted desnuda?»: «Ella está ahí, de pie, sin ayuda de filtros contra una habitación que se derrite bajo el calor de sofás anaranjados, paredes color lavanda y sillas de estrella de cine a rayas crema y menta, perdida en medio de este hotel de cupidos y cúpulas, con tantos dorados como un pastel de cumpleaños, que se llama Regency. (...) Ava Gardner anda majestuosamente en su rosada jaula leche malta cual elegante leopardo. Lleva un suéter de cachemir de cuello alto, arremangado hasta sus codos de Ava, y una minifalda de tartán y enormes gafas de montura negra y está gloriosa, divinamente descalza.»
Leamos, por ejemplo, al periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos describiendo así el estilo de boxeo del ex campeón mundial Kid Pambelé, en el libro El oro y la oscuridad: «La mano izquierda adelantada mantenía a raya al contrincante, con una arrogancia nunca antes vista. No era el típico jab que apenas sirve para demarcar el territorio e impedir que el otro se acerque, sino un martillo persistente que aturdía y perforaba. Pum, en la boca. Pum, en la boca adolorida. Pum, en la boca rota. Pum, en la boca que chorreaba sangre. El martillo pegaba y pegaba, obsesivamente, donde más te dolía, y sólo te dejaba en paz al final de su tarea asesina.»
Ellos pudieron haber escrito otra cosa. Rex Reed pudo haber escrito: «En la habitación del Regency en la que se hospeda Ava Gardner hay sillones anaranjados y ella usa una minifalda de tartán.» Alberto Salcedo Ramos pudo haber escrito: «Kid Pambelé era un gran boxeador.» La información sería la misma, pero esos pasajes no están allí sólo para brindar información ni con un fin puramente estético. ¿No construyen esas descripciones un sentido que las trasciende? ¿No ayudan las imágenes elegidas para describir esa habitación del Regency a anticipar la crispación intimidante de una diva de otro mundo; no dibuja ese in crescendo de golpes en la boca el exacto poder de la materia destructiva? Si Orlean y Reed y Salcedo Ramos no se hubieran tomado el trabajo, la información sería la misma, pero ¿sería la misma? Un periodista narrativo es un gran arquitecto de la prosa, pero es, sobre todo, alguien que tiene algo para decir.
En su conferencia llamada «Periodismo y Narración», el periodista y escritor argentino Tomás Eloy Martínez decía que: «El periodismo no es un circo para exhibirse sino un instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta. Dar una noticia y contar una historia no son sentencias tan ajenas como podría parecer a primera vista. Por lo contrario, en la mayoría de los casos son dos movimientos de una misma sinfonía (...). Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el reportero indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz.»
El escritor y periodista argentino Rodolfo Walsh escribió, en 1957, un libro llamado Operación Masacre, sobre un hecho ocurrido en 1956. El 9 de junio de ese año militares nacionalistas partidarios de Perón intentaron una insurrección, que fue desbaratada, contra el gobierno de la Revolución Libertadora. Bajo el imperio de la ley marcial, el Estado fusiló a muchos. Entre ellos, a un grupo de civiles reunidos en un departamento de la localidad de Florida que estaban allí, en su mayoría, sin más intención que la de escuchar una pelea de boxeo. Detenidos sin explicaciones, fueron conducidos a un basural en la localidad de José León Suárez, y fusilados. Cinco murieron, siete lograron escapar. Meses después, uno de esos sobrevivientes, Juan Carlos Livraga, se presentó ante la justicia para denunciarlo todo. La noche del 18 de diciembre de 1956, Rodolfo Walsh, que era por entonces periodista cultural, traductor del inglés y escritor de cuentos policiales, tomaba cerveza en un bar cuando un amigo l...

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