XVI
Tres sillas colocadas una detrás de otra. La misma idea.
–¿El qué?
–El apartavacas.
Un tablero de damas, apoyado en las patas de la primera silla, representaba el apartavacas. La última silla era el furgón de cola.
–Comprendo. Pero ahora el maquinista debe irse a la cama.
–Date prisa, papaíto. Sube. ¡El tren va a arrancar!
–Escucha, querido...
–¡Oh! Por favor. Siéntate solo un minuto.
–No, querido, ya te lo he dicho.
–Pero es solo un minuto. ¡Oh, papá! Mariette no quiere; tú tampoco quieres. Nadie quiere viajar conmigo en mi supertrén.
–Ahora no. Ya es hora de...
De ir a la cama, de ir al colegio... Hora de dormir, hora de comer, hora de bañarse; nunca «hora» a secas; hora de levantarse, hora de salir, hora de volver a casa, hora de apagar todas las luces, hora de morir.
Y qué angustia, pensó Krug el pensador, amar tan locamente a una pequeña criatura, formada de cierta manera misteriosa (aún más misteriosa para nosotros de lo que lo fue para los primeros pensadores en sus bosquecillos de pálidos olivos) por la fusión de dos misterios, o mejor dicho, por dos series de un trillón de misterios cada una; formada por una fusión que es, al mismo tiempo, cuestión de elección, cuestión de suerte y cuestión de puro encantamiento; formada así y capaz después de acumular trillones de misterios propios; todo ello impregnado de conciencia, que es la única cosa verdadera del mundo y el mayor misterio de todos.
Se imaginó a David dentro de uno o dos años, sentado sobre un baúl con llamativos marbetes, en la oficina de aduana del muelle.
Se lo imaginó montando una bicicleta entre brillantes forsitias y delgados y desnudos abedules por un camino en el que había un rótulo de PROHIBIDAS LAS BICICLETAS. Lo vio en el borde de una piscina, tumbado boca abajo, con un calzón negro mojado y uno de los omóplatos levantado en ángulo agudo, estirando una mano y sacudiendo el agua tornasolada que inundaba un destructor de juguete. Lo vio en uno de aquellos fabulosos establecimientos ubicados en una esquina, que tienen pasteles a un lado y helados al otro, encaramado a la barra y estirándose hacia las máquinas de los jarabes. Lo vio arrojando una pelota con un movimiento especial de la muñeca, desconocido en su antiguo país. Lo vio de adolescente cruzando un campus en tecnicolor. Lo vio vistiendo el curioso atuendo (parecido al de los jockeys, salvo por los zapatos y las medias) que se usa en ese juego de pelota estadounidense. Lo vio aprendiendo a volar. Lo vio a los dos años sentado en su orinalito, saltando, meciéndose, cruzando a sacudidas, sobre el resbaladizo orinal, el suelo de su cuarto infantil. Lo vio como un hombre de cuarenta años.
La víspera del día fijado por Quist visitó el puente: había salido en misión de reconocimiento, pues se le ocurrió pensar que podía ser peligroso como lugar de cita, a causa de los soldados; pero los soldados se habían marchado hacía tiempo: el puente estaba desierto. Quist podía venir cuando quisiera. Krug llevaba un solo guante y había olvidado sus gafas; por consiguiente, no podía releer la minuciosa nota que le había entregado Quist, con todas las contraseñas y direcciones, un plano esquemático y la clave de toda la vida de Krug. Sin embargo, eso importaba poco. El cielo, muy bajo, estaba cubierto por una capa lívida y ondulada de espesas nubes; unos copos muy grandes, grisáceos, semitransparentes y de forma irregular, caían lenta y verticalmente y, cuando tocaban el agua oscura del Kur, flotaban en ella en vez de deshacerse en seguida, lo cual era raro. Después, más allá del borde de la nube, una súbita desnudez de cielo y río sonreía al observador del puente, y una radiación como de madreperla teñía las curvas de las remotas montañas, de donde provenían de forma diversa el río y la sonriente tristeza y las primeras luces de la noche en las ventanas de los edificios de la orilla. Al observar los copos de nieve sobre el agua oscura y bella, Krug se dijo que, o bien los copos eran reales y el agua no era agua de verdad, o bien esta era real y los copos estaban hechos de algún material insoluble especial. Para solventar esta cuestión, dejó caer su único guante desde el puente; pero no ocurrió nada anormal: el guante perforó la arrugada superficie del agua con el índice extendido, se sumergió y desapareció.
En la ribera sur (de la cual venía él), podía ver, río arriba, el palacio rosado de Paduk, la cúpula de bronce de la catedral y los árboles sin hojas de un jardín público. Al otro lado del río había hileras de viejas casas de alquiler, más allá de las cuales (invisible, pero palpitante y presente) se levantaba el hospital donde ella había muerto. Mientras meditaba de esta suerte, sentado de lado en un banco de piedra y mirando el río, apareció a lo lejos un remolcador tirando de una barcaza y, al mismo tiempo, uno de los últimos copos de nieve (la nube parecía disolverse en el ahora arrebolado cielo) rozó su labio inferior: era un copo regular, suave y húmedo, pensó; pero tal vez los que habían estado cayendo sobre el agua eran diferentes. El remolcador se acercaba impasible. Cuando estaba a punto de pasar por debajo del puente, la grande y negra chimenea de doble franja carmesí fue echada hacia atrás, hacia atrás y hacia abajo, por dos hombres agarrados a su cuerda, que hacían muecas a causa del esfuerzo; uno de ellos era chino, como la mayoría de los hombres del río y de las lavanderías de la ciudad. En la barcaza remolcada, media docena de camisas de vivos colores estaban puestas a secar y a popa podían verse algunas macetas con geranios, y una Olga muy gorda, con la blusa amarilla que a él no le gustaba y con los brazos en jarras, levantó la cabeza y miró a Krug en el momento en que la barcaza era poco a poco devorada por el arco del puente.
Se despertó (despatarrado en su sillón de cuero) e inmediatamente comprendió que había ocurrido algo extraordinario. Nada tenía que ver con el sueño, ni con la no provocada y bastante ridícula molestia física que sentía (una congestión local), ni con nada que recordase él en relación con el aspecto de su habitación (desaseada y polvorienta, bajo la sucia y polvorienta luz), ni con la hora del día (las ocho y cuarto de la tarde; se había quedado dormido después de cenar temprano). Lo que había ocurrido era que sabía que podía volver a escribir.
Se dirigió al cuarto de baño, tomó una ducha fría, como el buen boy-scout que había sido, y vibrando por la ansiedad mental y sintiéndose cómodo y limpio en su pijama y su bata, llenó la estilográfica hasta el mismo borde; entonces recordó que era la hora de acostar a David y resolvió cumplir el trámite para que no le interrumpiesen las llamadas desde el cuarto del niño. En el pasillo estaban aún las tres sillas, una detrás de otra. David estaba tumbado en la cama y, con rápidos movimientos de su lápiz, adelante y atrás, sombreaba una parte de una hoja de papel colocada sobre la cubierta de fibra y granulación fina de un grueso libro. Con ello producía un ruido nada desagradable, apagado y sedoso, con una especie de vibración zumbadora subrayando el borrón. La textura granulada de la cubierta apareció progresivamente como una aspereza gris sobre el papel, y entonces, con mágica precisión, completamente independiente de la dirección (accidentalmente oblicua) de los trazos, surgió la palabra ATLAS, en altas y finas letras blancas de imprenta. Uno se preguntaba si, sombreando la propia vida de esta manera...
El lápiz produjo un chasquido. David trató de enderezar la punta suelta en su funda de pino y emplear el lápiz de manera que la proyección más larga de la madera sirviese de sostén, pero la mina saltó definitivamente.
–De todos modos –dijo Krug impaciente por volver a su propia escritura–, ya es hora de apagar las luces.
–Primero, el cuento del viaje –dijo David.
Desde hacía varias noches, Krug estaba desarrollando un serial sobre las aventuras que esperaban a David en un viaje a un país remoto (lo había interrumpido en el momento en que estaba agazapado en el fondo de un trineo, conteniendo la respiración, quieto, muy quieto, bajo unas pieles de cordero y unos sacos vacíos de patatas).
–No, esta noche, no –dijo Krug–. Es demasiado tarde y yo estoy muy ocupado.
–No es demasiado tarde –gritó David, incorporándose de pronto, con ojos chispeantes y golpeando el atlas con el puño.
Krug cogió el libro y se inclinó sobre David para darle el beso de buenas noches. Pero David se volvió bruscamente de cara a la pared.
–Como quieras –dijo Krug–, pero tendrías que decir buenas noches [pokoĭnoĭ nochi], porque no voy a volver.
David se tapó la cabeza con la sábana, enfurruñado. Krug tosió un poco, se irguió y apagó la luz.
–No voy a dormir –anunció David con voz sofocada.
–Tú verás lo que haces –repuso Krug tratando de imitar el tono suavemente pedagógico de Olga.
Una pausa en la oscuridad.
–Pokoĭnoĭ nochi, dushka [animula] –dijo Krug desde el umbral.
Se dijo con cierta irritación que tendría que volver dentro de diez minutos y realizar detalladamente toda la operación. Como ocurría a menudo, esto no era más que una tosca iniciación del rito de las buenas noches. Pero entonces el sueño resolvería la cuestión. Cerró la puerta y, al doblar la esquina del pasillo, tropezó con Mariette.
–Mira por dónde vas, pequeña –dijo vivamente, y se dio un golpe en la rodilla con una de las sillas dejadas por David.
En un comentario preliminar sobre la conciencia infinita, es inevitable cierta esfumación del esbozo esencial. Tenemos que discutir la vista siendo incapaces de ver. El conocimiento que adquiramos en el curso de tal discusión tendrá necesariamente la misma relación con la verdad que la existente entre la mancha negra en forma de pavo real producida intraópticamente por una presión sobre el párpado y el sendero de un jardín iluminado por una auténtica luz de sol.
Oh, sí, la clara del asunto en vez de su yema, dirá el lector con un suspiro; connu, mon vieux! El mismo viejo y árido sofisma de siempre, los mismos viejos alambiques cubiertos de polvo... ¡y el pensamiento volando como una bruja sobre su escoba! Pero te equivocas, estúpido capcioso.
Prescinde de mi invectiva (cuestión de ímpetu) y considera el siguiente argumento: ¿podemos provocarnos un estado de pánico tratando de imaginar el número infinito de años, los infinitos pliegues de terciopelo oscuro (siente su sequedad en tu boca), en una palabra, el pasado infinito que se extiende sobre el lado menor del día de nuestro nacimiento? No podemos. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que ya hemos pasado por la eternidad, de que ya hemos no existido una vez y hemos descubierto que este néant no es en modo alguno terrorífico. Lo que ahora tratamos (infructuosamente) de hacer es llenar el abismo que hemos cruzado sanos y salvos con terrores tomados prestados del abismo que hay enfrente, el cual ha sido, a su vez, tomado prestado del pasado infinito. De este modo vivimos en un calcetín que está siendo vuelto del revés, sin que sepamos siquiera con seguridad a qué fase de la operación corresponde nuestro momento de conciencia.
Una vez lanzado, siguió escribiendo con una fruición un tanto patética (vista desde fuera). Estaba herido, algo se había roto, pero de momento seguía impulsándole una corriente de inspiración de segunda categoría y de fantasía bast...