
- 120 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Una desolación
Descripción del libro
Un monólogo: un padre, hacia el final de su vida, habla a su hijo para expresarle toda su «desolación».
Yasmina Reza hizo un debut novelístico triunfante con Una desolación. Un monólogo: un padre, hacia el final de su vida, habla a su hijo para expresarle toda su «desolación». Su rencor contra todos, sus parientes, sus amigos, la gente con la que se cruza en la calle, y muy especialmente contra su hijo. Un hijo que se ha convertido en un «adaptado» a una época blanda y conformista. Una obra tonificante, construida como una composición musical, en la que las variaciones se encadenan y eluden como en El arte de la fuga de Bach, el músico del que el viejo cascarrabias afirmará, al final, que le ha salvado la vida...
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Literatura generalEl jardín, enteramente yo.
Me dicen, tiene usted un buen jardinero. ¡La gente me dice tiene usted un buen jardinero! ¿Qué jardinero? Un peón, un obrero. Un tipo que ejecuta. Tú piensas, él llega con la carretilla y ejecuta. Todo. En el jardín lo he hecho todo yo. Felicitan a Nancy por las flores. Yo decido los colores, las variedades, yo elijo los emplazamientos, compro las semillas, compro los bulbos, ella, ¿qué hace ella? –eso la mantiene ocupada, me dirás–, ella los planta. La felicitan. Así es la vida. Los elogios para los inútiles.
Me gustaría que me explicaras la palabra feliz.
El domingo le hablo de ti a tu hermana, porque hablo de ti. Tú crees que no hablo de ti pero sí hablo de ti. Me dice él es feliz.
¿Feliz? El otro día, en casa de René Fortuny, un imbécil dijo: «El objetivo sigue siendo ser feliz.» De vuelta en el coche le dije a Nancy: «Has oído alguna vez una observación más mediocre?» A lo que Nancy responde discretamente: «¿Y cuál sería, en tu opinión, el objetivo?...» Para ella, la felicidad es legítima, comprendes. Forma parte de esa gente para la cual la felicidad es legítima.
¿Sabes lo que me reprochó hace poco? Hice reponer un estor del lavadero. ¿Sabes lo que me pide el tipo por colocar el estor japonés que puedo comprar ya hecho en cualquier hipermercado? Mil seiscientos cincuenta francos. Discuto. No soporto que me roben, comprendes. Al final el tipo, un ladrón, rebaja trescientos francos. ¿Sabes lo que me reprocha ella? Haber perdido hora y media para que me rebajara trescientos francos. ¿Con qué argumento? Tú te valoras en trescientos francos la hora. Cree que así me ofende. ¿Y el segundo argumento? Ese tipo tiene que ganarse la vida. Ella es así.
O sea que eres feliz. Bueno, es lo que se dice de ti.
Hablando de tu inacción, de tu esterilidad, me dicen es feliz. He traído al mundo a un tipo feliz.
Yo, que me esfuerzo por sentir una leve satisfacción en medio de este agradable parterre, he engendrado a un hombre feliz. Yo que fui acusado, comenzando por tu madre, de tiranía, especialmente contigo, acusado de severidad excesiva, de injusticia cada dos por tres, contemplo ahora el buen, el excelente resultado de mi gestión educativa. La verdad es que no preveía la eclosión de un contemplativo pero qué quiere un padre, la dicha de los suyos, ¿no?
Feliz me dice tu hermana. Tiene treinta y ocho años. Recorre el mundo con los cuatro cuartos que le proporciona el alquiler del apartamento que yo le compré.
Recorre el mundo. Digámoslo así...
Me pregunto: «¿Qué hace? Por la mañana sale del bungalow. Contempla el mar. Precioso. Sí, precioso, de acuerdo. Contempla el mar. De acuerdo. Son las siete y doce. Vuelve al bungalow, come una papaya. Sale de nuevo. Sigue estando precioso. Son las ocho y trece... ¿Y después?»
¿Qué ocurre después? Ahora tienes que explicarme la palabra feliz.
Tienes buen aspecto. Hace buen tiempo en Mombassa. Mombassa o Kuala Lumpur, me da igual, no entro en detalles. Para mí, todo es lo mismo. Después de las ocho y trece, en el este o en el oeste, el mundo eres tú.
Te felicito, chico, en una generación te cargas el único credo que ha conseguido moverme. Yo, cuyo único terror es la monotonía de los días, yo, que empujaría las puertas del infierno para escapar de ese enemigo mortal, tengo un hijo que saborea los frutos exóticos entre los canacos. La verdad tiene muchas caras, me dice tu hermana en un arranque de gilipollez. Es cierto. Pero, sabes, la verdad con los rasgos del degustador de papayas me resulta opaca.
Sería inútil buscar en ti huellas de impaciencia, de intranquilidad, supongo que duermes, que duermes bien, no eres de esos vagabundos de la madrugada, amigos míos, sería inútil buscar en ti huellas de vanos tormentos, de agitaciones incoherentes, en una palabra, de inquietud. Ni siquiera estoy seguro de que comprendas mi preocupación por ti. Que yo pueda preocuparme por tu despreocupación debe de parecerte una muestra de mi monomanía, ¿verdad? Te preguntas por qué no descanso, te dices qué hace con sus días, siempre en proceso, ¿a cuento de qué?, nunca satisfecho, nunca tranquilo. ¡Tranquilo! Palabra desconocida. Hijo mío, el que ha saboreado la acción teme el cumplimiento ya que no hay nada más triste, más descolorido que la cosa realizada. Si yo no estuviera continuamente en perpetuo proceso, tendría que luchar contra la melancolía de los finales, no quiero terminar con los sofocos del ama de casa. A tu edad, yo conocía la conquista pero sobre todo, ya entonces, conocía la pérdida. Porque mira, jamás he deseado conquistar las cosas para conservarlas. Ni ser nada que dure. Al contrario. Cada vez que he sido algo, he tenido que desintegrarlo. Ser sólo el prójimo de uno mismo, chico. Sólo hay satisfacción en la esperanza. Y me encuentro con que mi descendencia se prepara para una prosperidad estable fundada en la falta de ambición y las admiraciones por doquier. En el fondo, si nunca me he atrevido a enfrentarme a la felicidad, insisto, a enfrentarme, fíjate bien, como se conquista una fortaleza, eso no se consigue comiendo papayas bajo el sol, si no me he enfrentado a la felicidad, digo, tal vez sea porque es el único estado del que es imposible salir bien parado. Nadie se cura de un roce semejante. Tú, pobrecito, prefieres la paz inmediatamente. ¡Por fin la paz! Mira cómo te hago los honores del vocabulario. Digamos mejor el bienestar. Tú quieres ser un alga cuanto antes. Ni siquiera haces el esfuerzo de fingir alguna afición espiritual, yo podría dejarme engañar, soy algo ingenuo. No. Tú regresas bronceado, tranquilo, sonriente, has mandado dos o tres tarjetas postales tranquilizadoras y me dicen, creyendo que así me complacen –¡creyendo que así me complacen!–, es feliz.
De niño, durante meses, te arrastraste a mis pies para tener un perro. ¿Te acuerdas? Te arrastraste durante meses, lloraste, suplicaste, insististe una y otra vez. Yo decía que no, era categórico, tú seguías suplicando. Un día, pronunciaste la palabra hámster.
Habías canjeado un perro por una rata. Dije que no al hámster y me encontré con la palabra pez. Ya no podías caer más bajo.
Tu madre me convenció de que dijera que sí, tuvimos el acuario.
¿Fuiste feliz con el acuario? Me diste pena, muchacho.
Mira estas asquerosas prímulas, sofocan a los puerros, a nadie se le ocurre arrancar las malas hierbas. Si no lo hago yo, con esta espalda que me mata, nadie lo hace. Hay que ser amable con las criadas según Nancy. Amable quiere decir no pedirles nada. Hace poco me dijo si la señora Dacimiento nos deja, yo también te dejo. Con el pretexto de que yo no era lo bastante amable con la señora Dacimiento. Sean cuales sean los defectos o las virtudes –cada vez tiene menos– de la señora Dacimiento, tengo que cerrar la boca por consideración a su condición servil. Poco importa que la señora Dacimiento se haya convertido en la mediocridad personificada, alguien que no puede ni subirse ni agacharse, la señora Dacimiento no puede ni levantar la mirada ni bajarla, sólo puede ver el mundo a su nivel. Está casada con un instalador de calefacción, con un hombre hogareño al que no le gusta nada. Ni siquiera el fútbol en la tele. Cosa que no es normal en un portugués. A los portugueses les gusta el fútbol, el tocino y los catálogos de coches. Al suyo no le gusta nada.
Si siguiera los dictados de mi naturaleza profunda, no sé cómo sería. Esta mujer lleva en casa siete años. En esos siete años, no ha puesto correctamente la bolsa en el cubo de la basura ni una sola vez. De vez en cuando, me entran ganas de decirle: «¡Jamás le has puesto un condón a tu chorbo, guarra!» ¿Has visto qué barriga tengo? Me doy asco. Como demasiado al mediodía y demasiado poco por la mañana. Mejor dicho, por la mañana no como nada. Siempre he odiado los desayunos, odiado ese ritual. Ese remedo de la vitalidad. Por la mañana Nancy siempre está de buen humor. Sonríe cuando te sirve el té. Mientras mordisquea su tostadita con miel y mantequilla sus ojos desgranan el horizonte secreto de su jornada. Es maravillosa, sabes. Le gusta la gente, desea el bien de la humanidad. Desde el amanecer. Es una mujer atrozmente positiva desde que se levanta. Esto es nuevo, claro, pero así es a partir de ahora. Nancy es partidaria de la generosidad. En todo momento se esfuerza por convencer con las palabras y en cuanto puede se une a cualquier multitud que enarbole pancartas y demás gaitas. Yo no la conocí así, puedes imaginarlo. En la idea de democracia Nancy ha encontrado materia para ennoblecer su espíritu. Lo que ha perdido en sex-appeal, puede que lo haya ganado en cielo. Nancy desborda energía. Me acusa de quejarme incesantemente, no entiende que un hombre sin un lugar para gemir no puede ser un hombre normal. Me acusa de no ayudarla nunca, sí, me acusa, cuando vamos a algún sitio, de tumbarme en la cama mientras deshace las maletas, no entiende que estoy siempre más cansado que ella. Ella, incluso cansada, no siente propensión a la horizontalidad, yo, en cambio, pertenezco a un linaje de yacientes, de renunciantes a la faja abdominal. Nancy desconoce las miserias del cuerpo. Y, de idéntica manera, refuta lo trágico de la vida. A decir verdad, es lo mismo. Desde que se apasiona por las convulsiones sociales, desde que ha convertido su inclinación dacimientesca en un estilo de vida, Nancy se felicita de estar en el mundo. ¡Como ves, estoy rodeado de gente feliz! Cuando la conocí, era muy excitante y por lo menos no se arrojaba con paso airoso a la existencia. Uno podía distinguir un pequeño fondo de neurastenia en su comportamiento. Una leve palidez existencial. Muy excitante. La falta de voluntad es una cualidad apreciable en la mujer. Cuando la conocí, podría incluso decir que en cierto modo Nancy era superior a mí. Lo que en mí se ha vuelto indiferencia a causa de la fatiga, de la vejez, y casi me atrevo a decir de una derrota buscada, ella se lo debía a la estupidez. Al genio de la estupidez. Así son, hijo mío, las mujeres deseables, un poquito futiles, un poquito ausentes, propensas a las ideas vaporosas. No te imaginas la espantosa metamorfosis. Un corazón que creías lánguido, un cuerpo que creías tierno y reservado a tus excesos, bajo el dominio brutal del optimismo, se convierten en los de un jefe de escuadrón. Un cerebro que tú creías conquistado por la indolencia comienza a pergeñar ideas y unas ideas evidentemente siempre contrarias a las tuyas, para colmo enunciadas con terquedad.
Cuéntame el viaje. Hijo mío. Comprendo el deseo de movimiento. Comprendo el culo de mal asiento. Comprendo la curiosidad, el deseo de ser otro, especialmente éste. Antes de ser el viejo que ves, yo buscaba eso en las mujeres. Era otro dos, tres días. Desinteresadamente. ¿Eres tú otro en tus periplos? Dímelo, infórmame, ¿qué ocurre lejos? Y ¿lejos de qué?
El jardín, enteramente yo. Si la palmara ahora mismo, en dos meses sería una selva. La mujer de Lionel ha cambiado las cortinas de su apartamento. Hablo con Lionel por teléfono todas las mañanas y todas las mañanas, desde que se produjo la catástrofe, Lionel me habla de la catástrofe de las cortinas. Imagínate a un hombre que durante cuarenta años corre con violencia las mismas cortinas y que en la última etapa de su vida de repente se encuentra obligado no sólo al cambio, sino a la suavidad del gesto porque su mujer ha decidido darle un aire nuevo a la casa y ha hecho colocar unos rieles para colgar las nuevas cortinas que él detesta. Mira a Lionel, por ejemplo, Lionel siempre ha sido una especie de contemplativo. No puede decirse que Lionel se haya arrojado enérgicamente a la aventura vital, ¿no? Y tú podrías decirme, por qué le perdonas a Lionel haber pasado lo mejor de su vida mirando desde su ventana el cruce Laugier-Faraday, y a mí me reprochas que contemple las maravillas del planeta. A lo que te contestaré, hijo mío, que jamás de los jamases Lionel ha aspirado a la menor plenitud, palabra ridícula entre paréntesis, a la menor prosperidad, al embrión de una saciedad física. Lionel, que siempre ha estado paralizado por el pesimismo y el tormento, sólo aspira al reposo de su alma. Ambición terrible, hijo mío, que no necesita antípodas. Y tengo que decirte que si Lionel ha llegado a ser el amigo que es, se debe a que en todo momento, a poco que me asalten inopinadamente visiones sombrías, encontraré en él un eco, incluso opuesto, a mi abatimiento. No se puede ser amigo de un hombre feliz o que aspira a serlo, lo que es todavía peor. Mira, en primer lugar, no te ríes con un hombre feliz. No se puede reír con el feliz. En primer lugar, ni siquiera sé si el feliz se ríe. ¿Tú te ríes? ¿Tú te sigues riendo? ¿Es posible que no seas, contrariamente a las afirmaciones de la estúpida de tu hermana, definitivamente feliz?
Con Lionel, me río. Y me río sin reservas. Y compadezco. Y entiendo la tragedia de las cortinas. Y como comprendemos la tragedia de las cortinas, también podemos reírnos de ella. Pero de esa catástrofe de las cortinas Lionel no se reiría con nadie más. Porque si podemos reírnos de ella es porque nosotros, él y yo, hemos medido el peso de la perturbación. Peso que de ninguna manera, convendrás en ello, el feliz es capaz de aprehender. Además, el feliz es feliz por cambiar de cortinas porque está ávido de metamorfosis. El feliz ha elegido precisamente una mujer que cambia las cortinas. Allí donde Lionel y yo vemos a una criminal, las personas normales, los aspirantes a la felicidad, saludan a una mujer equilibrada y sana. Una Nancy doméstica. La señora Dacimiento se va ocho días a Portugal a comienzos de noviembre. Comienzos de noviembre: fechas de su cosecha. Es decir, su instalador de calefacción casa a su hermana. En estas familias numerosas, evidentemente, siempre hay una boda o un entierro. Nancy lo aplaude. Que Dacimiento decida, a cappella, tomarse una semana de vacaciones a mitad de año y avisándonos apenas con un mes de antelación, sin preguntarnos nuestra opinión, ni siquiera menciono la palabra autorización, todo eso le parece legítimo y simpático. Bien. Pero que yo pueda formular una ligera reserva sobre la oportunidad de pagar el mes de noviembre como un mes normal cuando Dacimiento ya ha tenido vacaciones y vacaciones pagadas y tendrá su paga doble en Navidad y el instalador de calefacción tarde o temprano tomará posesión de la mayoría de mis pantalones y de mis camisas, la deja estupefacta por la mezquindad y la inadaptación psicológica. En la nueva constitución de su positivismo existencial, es necesario incluir la bajada de pantalones delante de la criada.
De ti, tu hermana, que elige las palabras exactas para irritarme, dice que tú saboreas las cosas. Para mí saborear las cosas es Denise Chazeau-Combert chupando una cereza confitada. Me dice que tú saboreas las cosas sobreentendiéndose a diferencia de ti, papá, por supuesto. Por otra parte, el a diferencia de ti está incluido en el noventa por ciento de vuestras aserciones. ¿Qué es lo que saboreas, hijo mío? ¿Cuáles son esas cosas lejanas que merecen que te demores tanto?
En el cruce Laugier-Faraday hay un árbol. Un castaño, me parece, pero no estoy seguro. En fin, un único árbol que Lionel, desde su ventana, lleva cuarenta años observando. Todos los días, en todas las estaciones. Los brotes, las hojas, el otoño y así sucesivamente. Todos los días, en todas las estaciones, Lionel habrá contemplado la espantosa indiferencia del tiempo.
En una generación te cargas el único credo que ha conseguido moverme. Yo, cuyo único terror es la monotonía de los días, yo, que e...
Índice
- Portada
- Una desolación
- Créditos