Una lectora nada común
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Una lectora nada común

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Una lectora nada común

Descripción del libro

Si sus célebres perros hubieran respondido a su llamada, la reina no habría descubierto el vehículo de la biblioteca móvil del ayuntamiento aparcado junto a las puertas de las cocinas del palacio, en el lugar menos regio de los jardines. Y no habría conocido a Norman, el joven y pelirrojo pinche de cocina que estaba leyendo un libro de Cecil Beaton e iba a constituirse en su peculiar asesor literario. Pero ya que estaba allí, la reina decide llevarse un libro. ¿Y qué puede interesar a alguien cuyo único oficio es mostrarse interesada? Porque una reina nunca debe ser interesante, ni tener otros intereses que los de sus súbditos. Y jamás habla de sus gustos, sólo pregunta por los de ellos.

Isabel II de Inglaterra descubre en los estantes de la biblioteca el nombre de una escritora que conoce, lvy Compton-Burnett. Tiempo atrás le había concedido un título nobiliario menor, y recordaba su tan singular peinado. Y de Compton-Burnett a Proust, que leerá en una de sus estancias en Balmoral, y de Proust a Genet, cuya sola mención hará temblar al presidente de Francia, sólo median algunos libros. Así, azarosamente, ella, que hasta entonces sólo había sido una reina, una pura entelequia, un lugar vacío ocupado por una fuerte idea del «deber», descubrirá el vértigo de la lectura, del ser, del placer.

Alan Bennett, que desde 1960 se pasea de la televisión al teatro, del cine a los libros, de la alta a la baja cultura, continúa, para deleite de sus lectores, saltándose todos los límites con esta miniatura exquisita, mordiente y divertida.

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Información

Año
2008
ISBN de la versión impresa
9788433974754
ISBN del libro electrónico
9788433932228
Categoría
Literatura
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Era la noche del banquete oficial en Windsor y cuando el presidente de Francia ocupó su puesto junto a Su Majestad, la familia real formó en fila detrás de ellos, la procesión se puso en marcha lentamente y entró en la Waterloo Chamber.
–Ahora que le tengo para mí sola –dijo la reina, sonriendo a derecha e izquierda según pasaban entre la multitud relumbrante–, me moría de ganas de preguntarle por el escritor Jean Genet.
–Ah –dijo el presidente–. Oui.
La Marsellesa y el himno nacional impusieron una pausa, pero cuando hubieron ocupado sus asientos, Su Majestad se volvió hacia el presidente y prosiguió.
–Homosexual y presidiario, ¿era, sin embargo, tan malo como lo pintan? O, más al grano –dijo, y empuñó la cuchara de la sopa–, ¿era tan bueno?
CORTE
Poco informado acerca del glabro dramaturgo y novelista, el presidente miró ávidamente alrededor en busca de su ministra de Cultura. Pero ella estaba hablando con el arzobispo de Canterbury.
–Jean Genet –repitió la reina, esperanzada–. Vous le connaissez?
–Bien sûr –dijo el presidente.
–Il m’intéresse –dijo la reina.
–Vraiment?
El presidente posó la cuchara. La velada iba a ser larga.
Fue por culpa de los perros. Eran unos esnobs y, de ordinario, después de haber estado en el jardín subían los escalones delanteros, donde un lacayo les abría la puerta.
Pero aquel día, por algún motivo, pasaron como una exhalación por la terraza, ladrando como locos, bajaron otra vez los escalones y rodearon el extremo de la terraza, a lo largo del costado de la casa, donde ella les oyó ladrar a algo en uno de los patios.
Era la biblioteca ambulante del municipio de Westminster, una camioneta grande como un camión de mudanzas, aparcada junto a los cubos de basura, delante de una de las puertas de la cocina. No era una parte de palacio que ella visitase a menudo, y desde luego nunca había visto estacionada allí la biblioteca, y probablemente tampoco los perros, y de ahí el alboroto, y como no logró calmarlos subió la escalerilla de la camioneta para disculparse.
El conductor estaba sentado de espaldas y pegaba una etiqueta en un libro, y el único usuario aparente era un chico delgado y pelirrojo, con un mono blanco, que leía acuclillado en el pasillo. Como ninguno de los dos se percató de su presencia, ella tosió y dijo:
–Lamento este tremendo escándalo.
No bien lo hubo dicho, el conductor se levantó de golpe y se estampó la cabeza contra la sección de Diccionarios, y el chico del pasillo se puso de pie tan deprisa que volcó Fotografía y Moda.
Ella asomó la cabeza por la puerta.
–Callaos ahora mismo, animales idiotas.
Lo cual, como había sido la intención de este gesto, dio al conductor-bibliotecario tiempo para recobrar la compostura y al chico para recoger los libros.
–Es la primera vez que le vemos por aquí, señor...
–Hutchings, Majestad. Todos los miércoles, señora.
–¿De verdad? No lo sabía. ¿Viene de lejos?
CORTE
–Sólo de Westminster, señora.
–¿Y tú eres...?
–Norman, señora. Seakins.
–¿Y dónde trabajas?
–En la cocina, señora.
–Oh. ¿Tienes mucho tiempo para leer?
–No mucho, señora.
–Yo tampoco. Aunque ya que estoy aquí supongo que tendré que pedir prestado un libro.
El señor Hutchings sonrió, servicial.
–¿Me recomendaría alguno?
–¿Qué le gusta a Su Majestad?
La reina vaciló, pues a decir verdad no estaba segura. Nunca le había interesado mucho la lectura. Leía, por supuesto, como todo el mundo, pero el gusto por los libros era algo que dejaba a los demás. Era un hobby, y la naturaleza de su trabajo entrañaba no tener hobbies. El jogging, cultivar rosas, el ajedrez o escalar, el aeromodelismo y decorar tartas. No. Las aficiones suponían preferencias y había que evitar las preferencias: excluían a gente. No tenía preferencias. Su trabajo consistía en mostrar interés, pero no en interesarse. Y además leer no era hacer algo. Ella hacía cosas. Así que paseó la mirada por la camioneta tapizada de libros y trató de ganar tiempo.
–¿Se puede pedir un libro sin ticket?
–No hay problema –dijo el señor Hutchings.
CORTE
–Somos pensionistas –dijo la reina, sin estar segura de que eso cambiase algo.
–Señora, puede llevarse hasta seis libros prestados.
–¿Seis? ¡Santo cielo!
Entretanto el jovencito pelirrojo había elegido un libro y se lo había dado al bibliotecario para que le pusiera un sello. Todavía intentando ganar tiempo, la reina lo cogió.
–¿Qué has escogido, Seakins? –dijo, esperando que fuera..., bueno, no sabía lo que esperaba, pero no era aquello–. Oh, Cecil Beaton. ¿Le conoces?
–No, señora.
–No, claro que no. Eres demasiado joven. Siempre andaba por aquí, sacando fotos. Y era un poco cascarrabias. Ponte aquí, ponte allá. Clic, clic. ¿Y ahora hay un libro sobre él?
–Varios, señora.
–¿De verdad? Me figuro que tarde o temprano escriben sobre todo el mundo.
Hojeó el ejemplar.
–Seguramente en alguna página habrá una foto mía. Oh, sí. Ésta. Por supuesto, no sólo era fotógrafo. También hacía escenografías. Oklahoma, cosas así.
–Creo que fue My Fair Lady, señora.
–¿Ah, sí? –dijo la reina, que no estaba acostumbrada a que la contradijeran–. ¿Dónde has dicho que trabajabas?
Depositó el libro en las manazas rojas del chico.
–En la cocina, señora.
Ella aún no había resuelto su problema, porque sabía que si se marchaba con las manos vacías el señor Hutchings pensaría que la biblioteca era algo deficiente. Entonces, en un estante de volúmenes de aspecto bastante raído, vio un nombre que recordaba.
–¡Ivy Compton-Burnett! Puedo leer esto.
Sacó el libro y se lo dio al señor Hutchings para que lo sellara.
–¡Qué delicia! –Abrazó el libro, con un ademán poco convincente, antes de abrirlo–. Oh, la última vez que lo pidieron fue en 1989.
–No es una autora popular, señora.
–Vaya, me sorprende. Yo la hice Dame.
El señor Hutchings se abstuvo de decir que aquél no era necesariamente el camino para llegar al corazón del público.
La reina miró la foto en la contracubierta.
–Sí, recuerdo aquel pelo, era como la corteza de una empanada alrededor de la cabeza. –Sonrió y el señor Hutchings supo que la visita había concluido–. Adiós.
El bibliotecario inclinó la cabeza, como le habían dicho que debía hacer si alguna vez surgía la eventualidad, y la reina se fue en dirección al jardín, mientras los perros ladraban otra vez salvajemente. Norman, con su Cecil Beaton, sorteó a un cocinero que estaba fumando un cigarro junto a los cubos de basura y volvió a las cocinas.
Al cerrar la camioneta y arrancar, el señor Hutchings reflexionó que leer una novela de Ivy Compton-Burnett exigía su tiempo. Él nunca había llegado muy lejos en sus obras y pensó, con razón, que pedir prestado el libro había sido más bien un gesto, una gentileza que él agradecía. El ayuntamiento siempre estaba amenazando con recortes en el presupuesto de la biblioteca y el patrocinio de tan ilustre usuaria (o cliente, como prefería decir el cabildo) no sería nada perjudicial.
–Tenemos una biblioteca ambulante –le dijo aquella noche la reina a su marido–. Viene todos los miércoles.
–Estupendo. Los prodigios no cesan.
–¿Te acuerdas de Oklahoma?
–Sí. Lo vimos cuando estábamos prometidos. –Era increíble, pensó, lo gallardo que era aquel rubito.
–¿No era de Cecil Beaton?
–No sé. Nunca me gustó el tal Cecil. Zapatos verdes.
CORTE
–Olía delicioso.
–¿Qué es eso?
–Un libro. Lo he pedido prestado.
–Muerto, me figuro.
–¿Quién?
–El tal Beaton.
–Oh, sí. Todo el mundo ha muerto.
–Buen musical, con todo.
Y se fue a la cama cabizbajo, cantando «Oh, qué hermosa mañana», mientras la reina abría el libro.
La semana siguiente pensaba dar el libro a una dama de compañía para que lo devolviera, pero al encontrarse prisionera de su secretario privado y verse obligada a repasar la agenda del día con mayor detalle de lo que ella consideraba necesario, zanjó la discusión sobre una visita al laboratorio de investigación viaria declarando de pronto que era miércoles y en consecuencia tenía que ir a cambiar el libro a la biblioteca ambulante. Su secretario privado, Sir Kevin Scatchard, un neozelandés sumamente concienzudo de quien se esperaban grandes cosas, se quedó solo recogiendo sus papeles y se preguntó para qué necesitaba la soberana una biblioteca ambulante cuando poseía tantas fijas.
CORTE
Sin los perros, la visita fue algo más tranquila, aunque Norman era de nuevo el único prestatario.
–¿Qué le ha parecido, señora? –preguntó el señor Hutchings.
–¿Dame Ivy? Un poco seca. Y todo el mundo habla igual, ¿se ha dado cuenta?
–Para decirle la verdad, señora, nunca he leído más que unas pocas páginas. ¿Hasta dónde ha llegado Su Majestad?
–Oh, hasta el final. Cuando empezamos un libro lo terminamos. Nos han educado así. Libros, pan y mantequilla, puré de patatas: no hay que dejar nada en el plato. Siempre ha sido nuestra filosofía.
–En realidad no tenía que haber devuelto el libro, señora. Estamos reduciendo existencias y todos los libros de esa estantería son gratuitos.
–¿Quiere decir que podemos quedárnoslo? –Se apretó el libro contra el pecho–. Hemos hecho bien en venir. Buenas tardes, señor Seakins. ¿Más de Cecil Beaton?
Norman le mostró el libro que estaba examinando, en esta ocasión algo sobre David Hockney. Ella lo hojeó, mirando imperturbable los traseros de hombres jóvenes que salían de piscinas californianas o yacían juntos en camas deshechas.
–Algunas –dijo–, algunas no parecen del todo acabadas. Ésta está muy borrosa.
CORTE
–Creo que era su estilo entonces, señora –dijo Norman–. En realidad es muy buen dibujante.
La reina volvió a mirar a Norman.
–¿Trabajas en la cocina?
–Sí, señora.
No se había propuesto llevarse otro libro, pero decidió que ya que estaba allí era más fácil llevárselo que no, aunque se sentía tan perpleja como la semana anterior. Lo cierto era que no quería ningún libro y desde luego no quería otro de Ivy Compton-Burnett, que en conjunto era bastante difícil.
Fue pues una suerte que posara la mirada en un volumen reeditado de A la caza del amor, de Nancy Mitford. Lo cogió.
–Bueno. ¿No se casó su hermana con el fascista de Mosley?
El señor Hutchings dijo que creía que así era.
–Y la suegra de otra hermana en cambio era mi responsable de vestuario personal.
–Eso no lo sé, señora.
–Luego estaba aquella desgraciada que tuvo un lío con Hitler. Y una se hizo comunista. Y creo que había una más. ¿Pero ésta es Nancy?
–Sí, señora.
–Bien.
CORTE
Las novelas rara vez tenían tan excelentes relaciones y la reina, en consecuencia, se sintió tranquilizada y entregó con cierta confianza el libro al señor Hutchings para que lo sellase.
A la caza del amor resultó ser una elección afortunada y, a su manera, memorable. Si Su Majestad hubiera escogido otro tostón, una de las primeras obras de George Eliot, pongamos, o una de las últimas de Henry James, lectora novata como era, habría podido abandonar la lectura para siempre y no habría aquí historia que contar. Habría pensado que los libros dan trabajo.
Así las cosas, pronto se enfrascó en la lectura de aquél, y al pasar por su dormitorio aquella noche, con la bolsa de agua caliente en la mano, el duque la oyó reírse a carcajadas. Asomó la cabeza por la puerta.
–¿Todo bien, abuela?
–Claro. Estoy leyendo.
–¿Otra vez? –dijo él, y se marchó moviendo la cabeza.
A la mañana siguiente despertó con un pequeño resfriado y como no tenía compromisos se quedó en la cama diciendo que quizá estuviera incubando una gripe. Era impropio de ella y además no era cierto; se trataba sólo de que quería seguir leyendo el libro.
«La reina tiene un ligero resfriado», fue la noticia comunicada al país, pero lo que no le dijeron y lo que la propia reina tampoco sabía era que constituía la primera de una serie de adaptaciones, algunas de gran alcance, que la lectura iba a ocasionar.
Al día siguiente, la reina mantuvo una de sus sesiones periódicas con su secretario privado, y uno de los temas de la agenda era lo que hoy en día llaman recursos humanos.
–En mi época –le dijo ella–, se llamaba personal.
En realidad, no era así: se llamaba «servidumbre». Mencionó también esto, a sabiendas de que suscitaría...

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