Primera parte
Cannes
En la zona no ocupada, nada más firmarse el armisticio de junio de 1940, todas las mujeres estaban disponibles. Donde resultaba más manifiesto era en la Costa Azul. Durante unas semanas, entre Niza y Marsella, entre Menton y Montecarlo, reinó en el aire una urgencia que movía a la gente a pasárselo bien a toda costa antes de la postrera catástrofe: la llegada de los bárbaros. Y la ola de moralismo que siguió a la llegada al poder de Pétain no refrenó ni mucho menos tales ardores. Desde luego se publicaron bandos que prohibían el uso del short, desde luego las librerías exhibían en sus escaparates las obras del piadoso Péguy, pero los casinos permanecían abiertos durante toda la noche y los escotes, a la hora de las primeras estrellas, nunca se habían semejado tanto a invitaciones abiertas.
En los nueve meses transcurridos desde que sonara el toque de queda de la movilización general, la guerra durmió hasta tal punto que pasó al olvido. Sólo los policías, provistos ya de máscaras antigás, mostraban que podía cernirse un peligro. Todavía se recordaban los peligros de la iperita, veintitantos años atrás.
Al principio, por supuesto, se adoptó la sobriedad de rigor en semejantes circunstancias. Cuando alguien, al girar el botón de mando de la radio, sintonizaba casualmente una pieza de jazz o una canción ligera, lo miraban con mala cara: una cosa así resultaba tan escandalosa como soltar una carcajada en la habitación de un enfermo.
Las mujeres mundanas descubrieron en la guerra una nueva distracción. Se ofrecieron a ella con entusiasmo, recordando la desenfrenada elegancia que exhibían sus madres en el 14, cuando, tocadas como monjas, se consagraron a la Cruz Roja. La caridad, como es sabido, reviste todos los estamentos. Pero la guerra no quiso de ellas: en toda Francia había enfermeras esperando heridos que no llegaban. Ni que decir tiene que se sintieron humilladas. Poco faltó para que acusaran al estado mayor de incompetencia supina. Los velos blancos, los maletines de primeros auxilios, las frases de consuelo volvieron, ay, intactos a los armarios. Inútiles. Al final concluyeron que en aquella guerra, distinta a las demás, el enemigo no era el alemán sino el aburrimiento.
Poco a poco, las mujeres volvían a ser tan coquetas como en tiempo de paz. Tras una pausa, se reanudó la vida mundana. Un poco más promiscua que antes. Porque ante la duda sobre cómo evolucionaría aquella guerra, los parisinos no volvieron a sus casas en septiembre. Gracias a aquel canciller alemán de físico tan vulgar, las vacaciones de verano se prolongaban. Las playas del Mediterráneo estaban tan repletas como un 15 de agosto. Sacha Guitry recibía mucho en su casa del Cap d’Ail; su nueva esposa, Geneviève de Séréville, cuyos dieciocho años encandilaban a los visitantes, había conocido a todo el mundo. La gente se habría matado por conocer el tono exacto de sus uñas, pintadas con un rojo intenso. Las privaciones, aún llevaderas, no arruinaban la vida a nadie. ¿O sea que eso era la guerra? Nadie habría pensado que fuese tan agradable.
Natalie de Sorrente era una presa tan buena como las otras, quizá un poco más, pues languidecía desde septiembre de 1939 en su casa de Cannes. No le había hecho ninguna gracia aquella guerra1 que la había confinado en un mano a mano inhabitual con su marido. Hasta entonces, la serie de fiestas, cenas y viajes que constituía su vida la había librado de tal promiscuidad. Los Sorrente poseían lo que se suele denominar una posición descollante en París, lo cual significaba que en un círculo restringido de doscientas personas no cabía imaginar una reunión mundana en la que el lacayo no anunciara, hinchando el pecho: «El señor duque y la señora duquesa de Sorrente.» Su agenda se asemejaba a una guía de ferrocarriles; ninguna hora del día sin una nueva salida. En Cannes, donde contaban con menos amigos y donde las fiestas se celebraban en función de los acontecimientos, Natalie se vio obligada de pronto a padecer la presencia tristona de su marido. Y la llamada al frente que había obligado a tantos amigos a incorporarse a su regimiento no contribuyó a su felicidad: a Jérôme de Sorrente, que había sido gaseado con iperita los primeros días de septiembre de 1918, lo habían declarado exento hacia seis años. No, la verdad es que no había tenido ninguna gracia aquella guerra.
¡Y entonces por fin sucedía alguna cosa!
El 8 de junio había quedado desarticulado el frente francés. Por temor a los bombardeos, al invasor, al mal en definitiva, decenas de miles de franceses habían emprendido el camino. ¿Qué camino, en realidad? El camino de más allá. Cada vez más al sur.
El 10 de junio, el gobierno de Paul Reynaud se replegaba a Tours y luego a Burdeos.
El 14 de junio, los alemanes entraban en París, que no se hallaba protegido militarmente. Ni en la guerra de 1870 ni en la del 14 había caído tan bajo París, ciudad abierta a la codicia de los soldados rubios, guapos como coristas de una ópera de Wagner, que se apresuraron a clavar en las aceras carteles redactados con letra gótica indicando lugares adonde no se iría nunca.
El 16 de junio, el mariscal Pétain fue nombrado jefe de gobierno.
El 22 de junio, firmaba el armisticio con los alemanes.
El 1 de julio, se instalaba en Vichy, y el 10 recibía los plenos poderes.
Los desastres públicos no afectaron gran cosa a Natalie. En aquella frenética avalancha hacia el sur que se inició a comienzos de mayo, tan sólo vio la ocasión de volver a recibir a gente. La noticia había corrido entre los amigos: los Sorrente mantenían casa abierta en Cannes. Allí se presentaron, tras decenas de horas de viaje, y refiriendo todos la misma odisea. Las carreteras francesas ofrecían idéntica imagen que el país, un total desbarajuste. Magnificando sin modestia las condiciones heroicas en que habían llegado al fin, describían el lamentable espectáculo de los carretones repletos como camiones de mudanza, donde se habían apilado aprisa y corriendo los míseros bienes de las familias, donde niños y abuelas, con los pies colgando, observaban el interminable desfile de aquellos caballos transidos por la sobrecarga, que soportaban con mirada torva un sol de justicia, de aquellos coches cubiertos de colchones, de aquellas familias abrumadas que, al borde de las carreteras, pedían un poco de agua, una mísera ayuda, de aquellos niños anegados en llanto, que buscaban a sus padres arrastrados por la oleada humana, de aquellos soldados extenuados, sin casco, la mirada despavorida, que huían del control militar. Incluso los campesinos, que nunca abandonan a sus animales, se habían sumado a aquella marea humana, avanzando al paso sin una meta concreta. Bombardeos, violaciones, saqueos de toda suerte: no sabían nada, lo temían todo. La brújula de su miedo los conducía cada vez más al sur. Nunca, nunca jamás, la palabra desastre había cobrado tanto sentido como en aquel trayecto surrealista a través de las carreteras de Francia. Todos los relatos se asemejaban. Aquella Francia que huía en desbandada ante sus ojos ofrecía un espectáculo patético.
Era tal la magnitud de aquel éxodo que los Sorrente se preguntaban si todavía quedaba alguien en París, alguien de su mundillo, claro está. Llegaban a diario más y más viajeros. Salían de sus coches con la ropa arrugada. Abrazaban a sus anfitriones con miradas en las que se traslucían las desoladoras imágenes de aquel viaje. Se derrumbaban en los canapés blancos y describían, entre dos sorbos de gin-tonic, la carretera de Fontainebleau «más atestada que los encantes», los coches despanzurrados por la carga, los rostros de vía crucis, los furiosos bocinazos de las grandes limusinas que avanzaban a la misma velocidad que los demás en aquella indescriptible barahúnda. La nieta de la asistenta había vomitado. Cannes se les había antojado más lejana que la Patagonia. Algunos habían desistido y habían pedido a su chófer que los llevara de vuelta a París. ¿Puedo tomarme otra copa?
Los amigos habían traído a sus amigos, ni que decir tiene. Pierre se había presentado en Cannes recomendado por Dios sabe quién. Durante la primera comida, el duque de Sorrente se había dedicado a su ocupación favorita, situar a la gente. Tenía un método experimentado consistente en bombardear al recién llegado con nombres de conocidos suyos y observar cuántos atraparía al vuelo, cual cazador que intenta romper el mayor número de platos en el tiro al pichón. El resultado fue convincente, y el duque de Sorrente consideró que contaban con suficiente gente en común para que Pierre prolongase su estancia, cuando otros tenían que marcharse. ¿Cómo, no nos conocimos en el baile del tricentenario de Racine que dieron el año pasado los Beaumont? No me sorprende, había tanta gente... ¿Y estuvo usted en el baile del bosque, que fue unas semanas más tarde? Qué divertido... Reconozca que Coco Chanel disfrazada de árbol no estaba nada mal, y Schiaparelli, de hormiga, estupendo, ¡claro que Bérard de Caperucita Roja, con el barrigón saliéndosele del delantal y la barba hirsuta por encima de la pañoleta, estaba increíble! Satisfecho de haber removido recuerdos entre gente de su clase, Jérôme calificó a su invitado de «agradable», lo que equivalía a una investidura. Y le invitó a prolongar su estancia.
Aquel verano, con ser una casa donde el small talk era la norma, las conversaciones de las comidas y las cenas no pudieron soslayar la situación política. Jérôme, encantado de disponer por fin de interlocutores, pues su esposa era profana en la materia, se agarraba a un clavo ardiendo. Le bastaba una sola palabra para desarrollar sus teorías. ¿Una crisis política? Vamos, hombre, es más bien una crisis de régimen. ¿Que quién tiene la culpa de tal decadencia? (Breve pausa, antes de arrancarse con una parrafada brillante que reservaba para cada uno de los invitados.) Toda la culpa la tiene Blum. Para ser un hombre perteneciente a una raza de profetas, puede decirse que se ha equivocado de medio a medio en sus profecías... (La fórmula le resulta muy útil desde hace cuatro años, pero no se cansa de ella.) Acuérdense de las odiosas palabras que pronunció sobre las doscientas familias. ¡Entre las cuales estaba la mía!, recuerda. De todos los niveles sociales, además. Refiere de nuevo (por enésima vez en los últimos cuatro años) el síncope que sufrió su tía Antoinette, casada con el propietario de una empresa siderúrgica, el cual también figuraba en la lista. Poco se puede esperar de gente capaz de arrojar el oprobio sobre una parte de la población. ¿Paul Reynaud? No me inspiraba la menor confianza. Un hombre que vivía en concubinato, y por añadidura con una mujer divorciada. Uno menos. Otra cosa es el mariscal Pétain. Se acabaron los abogados charlatanes que se han sucedido en el gobierno. Pétain es un héroe. Y su edad demuestra una evidente ausencia de ambición personal. A los ochenta años se rinden cuentas a la Historia y a nadie más. Él sólo piensa en el bien de Francia. Lo que hizo en Verdún, o en Douaumont, seguro que lo volverá a hacer. Él mismo ha dicho: «Entrego mi persona a Francia para mitigar su desdicha.» ¡A eso llamo yo un hombre de Estado! Dicha apología del sacrificio recordó a Jérôme, quien no olvidaba nunca que debía al Imperio su título de duque, los grandes momentos de las campañas napoleónicas. El 17 de junio de 1940, temblando de alegría ante su aparato de radio, Jérôme se convirtió en un ferviente petainista.
Natalie, que había oído montones de veces aquellas frases, abandonaba la estancia y regresaba a broncearse al césped verde tierno donde el aire era suave como una pluma. Al fin y al cabo la política es cosa de hombres.
Cuando apareció Pierre, estaba harta de aburrirse contemplando con nostalgia vestidos de noche ya inútiles y de pasar largas tardes ante su labor. Como en las épocas de duelo, recibían muchos menos invitados; ni siquiera llevaba el mismo tren de vida doméstico que la mantenía ocupada. En ocasiones, cuando se miraba en el espejo escrutando las primeras arrugas en las sienes, pensaba en su juventud, muerta o eclipsada. A los treinta y dos años, le daba la impresión de que se le acababa la vida.
Fue una presa fácil de conquistar. Se le entregó la segunda noche. Sus cuerpos habían producido una rima fácil. Él aceptó quedarse unos días más. La llevaba a bailar al Perroquet o al Cancan, los clubs nocturnos de Niza que estaban de moda. Unas fotografías en blanco y negro, en las que estiraban sus piernas desnudas, sentados juntos en el velero que Jérôme alquilaba a veces para distraer a sus invitados, daban fe de aquella avenencia. Con él, que la miraba sin cesar, su vida había cobrado relieve, intensidad; conoció el deseo de la noche y los dulces amaneceres. Había ahuyentado el hastío, ese hastío pegajoso, opaco, contagioso, que envenenaba toda su vida, ese hastío que se resistía a todo, incluso a las fiestas que sólo hacían soñar a quienes no participaban en ellas, incluso a los viajes donde, de tanto codearse los mismos, no veían más que sus propios defectos.
Jérôme llevaba años sin mirar a su mujer. En realidad, desde que naciera Charlotte, la hija única del matrimonio, diez años atrás.
Tampoco miraba a las otras mujeres, lo cual hizo que la gente de la alta sociedad se formase una idea totalmente falsa de sus inclinaciones. Algunas, ofendidas de que no intentara seducirlas en los bailes, habían difundido rumores, proclamando que aquello no tenía nada de raro, ya que ese tipo de hombres prefieren ser amados al alba en el barrio de Les Halles. En realidad, Jérôme no era muy amigo de caricias ni acoplamientos.
Puede que tal sobriedad en sus costumbres no denotara sino un firme rechazo al comportamiento escandaloso de su padre. Lucien de Sorrente se había consolado muy pronto de la frialdad de su esposa en los brazos de cortesanas que le procuraban mucho placer pero le costaban una fortuna. Su popularidad alcanzaba su apogeo en la rue de la Paix; en las joyerías Cartier o Mellerio, se alababa su predilección por las joyas tutti frutti, porque, mezclando piedras de diversos colores, eran las más originales al tiempo que las más onerosas. Tanto es así que habían calificado de «San Vicente de Poule»2 a aquel hombre de corazón tierno, incapaz de renunciar a mimar a mujeres que, sin embargo, hacía tiempo que no frecuentaban su lecho. Aquellos últimos años, las crónicas mundanas de Le Gaulois o de Le Figaro solían asociar su nombre con el de una comedianta que, bajo el nombre de Clara Tambour, ostentaba una eterna rubicundez y un admirable trasero por todos los escenarios parisinos. En los hipódromos, la presentaba como su «mujer de la suerte» a los amigos envidiosos, a quienes se les iban los ojos tras su espléndido escote. Clara tenía presente la trayectoria de sus antecesoras en la profesión y recordaba que, aunque los hombres pueden ser generosos, su pasión no tiene por qué ser eterna. No, no acabaría en el arroyo, como Émilienne d’Alençon, Liane de Pougy o Irma de Montigny. Sin el «de» pero con audacia, obtuvo de su anterior protector, desde los primeros meses de su relación, una casa en Dinard. De Lucien de Sorrente, recibía joyas que él le regalaba, temblando como un jovencito, ocultas en inmensos ramos de rosas púrpura confeccionados en Lachaume.
Como suele suceder en semejantes casos, fue el corazón lo que falló; éste, indudablemente, había dado mucho de sí: por fortuna sucedió en unas circunstancias que no alimentarían el chismorreo: cuando en Longchamp, el día del Grand Prix de París, el termómetro rozaba los cuarenta grados, Lucien, quinto duque de Sorrente, se entretenía en el pesaje, sin perder la esperanza de que algún día triunfara un caballo bajo sus colores, casaca gris y gorra violeta, en una gran carrera, cuando su casi quintal se desplomó, muerto. Dejaba, tres meses antes de la guerra, a unos proveedores desconsolados y a una esposa aliviada. Su único hijo, Jérôme, se convirtió en heredero de la familia Sorrente.
Así pues, Natalie, en aquel luminoso mes de junio, se dejó cortejar por Pierre. Aquello no era amor. Nunca le preocuparon la vida anterior de él, los libros que había amado, el color de los ojos de su madre ni sus heridas de infancia. Nunca le inspiró curiosidad, ese otro nombre que tiene el amor.
Pierre se marchó al final del verano, requerido por misteriosas exigencias, dejándole recuerdos dulces como añoranzas. Borrado, como otros antes que él, en una existencia ávida de latidos inéditos. ¿Por qué había elegido su cuerpo retener una pizca de la presencia de aquel hombre, y no la de otros? Nadie sabía la respuesta. «Son cosas que pasan»›, había pensado con fatalismo la duquesa de Sorrente al descubrir las señales inmutables que anuncian un próximo nacimiento.
* * *
«Son cosas que pasan», se limitó a decir Jérôme cuando su esposa le anunció un embarazo del que a todas luces él no era responsable. Hay mil maneras de ser madre, sólo una de convertirse en madre. Pero hacía tiempo que eso no le quitaba el sueño. De su abuelo Saule, dueño de una empresa de vino irlandés, convertido en edecán de Murat y nombrado duque de Sorrente por Napoleón, había heredado no sólo el pelo rojo sino la flema de los grandes militares. Que no contasen con él para perder los estribos. Esa placidez, rayana a veces en la indiferencia, le había conferido la reputación de ser uno de los hombres de mundo mejor educados. La gente contaba aún, impresionada, cómo, hacía unos años, cuando su mujer se empeñó en financiar una película surrealista, presenció sin pestañear el saqueo del bufet instalado en su casa, No era hombre capaz de hacer escenas a su mujer.
Doce años atrás, nadie comprendió que la princesa Natalie de Lusignan se encaprichara tan repentinamente de aquel mocetón dotado de muchas certezas pero de escaso ingenio, cuando la creían a punto de prometerse con otro. Apenas unas semanas antes de anunciar su noviazgo, siempre se la veía acompañada en las reuniones mundanas de un alto joven de largas pestañas y mirada ardiente. No había un solo baile en el que no se exhibiera con el joven André Mahl, lo cual escandalizaba a las amas de casa, abochornadas de que la muchacha prefiriese a aquel joven israelita a tantos otros jóvenes de sangre irreprochable. Natalie era desde luego la menos guapa de las tres hermanas Lusignan,...