EL DOCTOR GÓMEZ
Habíamos emprendido un largo camino en busca de la sanación. El taxista que contratamos para que nos llevase a la Clínica Gómez no tenía por qué saber lo nerviosas que estábamos ni lo que había en juego.
Habíamos emprendido un nuevo capítulo en la historia de las piernas de mi madre y ese capítulo nos había llevado hasta el semidesértico sur de España.
No era algo banal. Tuvimos que pedir una segunda hipoteca sobre la casa de Rose para pagar su tratamiento en la Clínica Gómez. El costo total era de veinticinco mil euros, una sustanciosa suma que estábamos arriesgando, sobre todo teniendo en cuenta que llevo estudiando los síntomas de mi madre desde que tengo memoria.
Vengo desarrollando mi propia investigación durante veinte años de los veinticinco que tengo de vida. Quizá más. Cuando tenía cuatro años le pregunté a mi madre qué era un dolor de cabeza. Me respondió que era como una puerta dando portazos dentro del cráneo. He aprendido a leer la mente muy bien, lo cual significa que su cabeza es ya mi cabeza. Hay multitud de puertas dando portazos sin cesar y yo soy la principal testigo.
Si me he convertido, a regañadientes, en una detective sedienta de justicia, ¿significa eso que la enfermedad de mi madre es un crimen sin resolver? Si fuera así, ¿quién sería el malo y quién la víctima? Intentar descifrar sus sufrimientos y dolores, sus causas y razones, es un buen entrenamiento para un antropólogo. Hubo momentos en que pensé que estaba a punto de recibir una revelación importante y de descubrir dónde estaban enterrados los cadáveres, pero acabé frustrada una vez más. Rose no para de presentar síntomas nuevos y totalmente misteriosos, para los cuales se le receta una medicación nueva y totalmente misteriosa. Hace poco los médicos británicos le recetaron antidepresivos para los pies. Eso es lo que ella me dijo: son para las terminaciones nerviosas de los pies.
La clínica estaba cerca del pueblo de Carboneras, famoso por su fábrica de cemento. Era un trayecto de media hora. Mi madre y yo íbamos tiritando en el asiento de atrás del taxi porque el aire acondicionado había transformado el calor del desierto en algo parecido a un invierno ruso. El taxista nos explicó el significado de la palabra «carbonera» en español y nos dijo que antiguamente las montañas habían estado cubiertas de bosques que fueron talados para hacer carbón. Todo había ido a parar «al horno».
Le dije que si no le importaba bajar el aire acondicionado.
Insistió en que el aire era automático y que él no podía controlarlo, pero que podía recomendarnos algunas playas donde el agua era limpia y cristalina.
–La mejor playa es la playa de los Muertos y está a solo cinco kilómetros al sur del pueblo. Hay que bajar andando veinte minutos por una cuesta. No hay acceso directo por carretera.
Rose se inclinó hacia delante y le dio unos golpecitos en el hombro.
–Estamos aquí porque tengo una enfermedad en los huesos y no puedo caminar –dijo, y frunció el ceño ante el rosario de plástico que colgaba del espejo retrovisor. Rose es una atea convencida y más desde que a mi padre le entró la fe religiosa.
Los labios se le habían amoratado debido a la temperatura extrema en el interior del coche.
–En cuanto a la playa de los Muertos –le castañeteaban los dientes al hablar–, todavía no me ha llegado el momento de visitarla, aunque reconozco que resulta más atractivo nadar en aguas cristalinas que arder en el horno del infierno, para el que habría que talar todos los árboles del mundo y dejar yermas todas las montañas con el fin de obtener carbón. –Su acento de Yorkshire había adquirido un repentino tono furibundo, algo que siempre le sucede cuando disfruta de la discusión.
Toda la atención del taxista estaba dirigida a una mosca que acababa de aterrizar en el volante.
–¿Van a necesitar mi taxi para el viaje de vuelta?
–Depende de la temperatura del coche. –Los labios finos y amoratados de mi madre esbozaron algo parecido a una sonrisa cuando el interior del taxi empezó a caldearse lentamente.
Ya no estábamos abandonadas a nuestra suerte en medio de un invierno ruso, sino más bien de uno sueco.
Abrí la ventana. El valle estaba cubierto de plástico blanco, tal y como había descrito el estudiante del puesto de primeros auxilios. Los invernaderos devoraban la tierra como una membrana pálida y enfermiza. El viento caliente me despeinó, llevándome el pelo a los ojos. Rose apoyaba la cabeza en mi hombro, aún dolorido por la picadura de medusa. No me atrevía a moverme y adoptar una postura más cómoda porque sabía que mi madre estaba asustada y yo debía fingir no estarlo. Ella no tenía un dios al que acudir en busca de piedad o mejor fortuna. Sería más acertado decir que mi madre dependía de la bondad humana y de los calmantes.
Cuando el taxista enfiló el coche por el camino bordeado de palmeras de la Clínica Gómez, atisbamos los jardines que el folleto describía como «un minioasis de gran valor ecológico». Dos tórtolas se hacían arrumacos a los pies de unas mimosas.
El edificio de la clínica estaba excavado en las agostadas montañas. Construido en mármol color crema, tenía forma de cúpula y parecía una gigantesca taza boca abajo. Había observado su foto muchas veces en Google, pero la imagen digital no transmitía la calma y tranquilidad que experimentabas al verla en directo. La entrada, en contraste con el resto del edificio, era toda de vidrio. Abundantes hileras de cactus plateados, bajos y retorcidos, y de arbustos espinosos cubiertos de flores moradas rodeaban por completo la curva que dibujaba la cúpula, dejando libre un amplio espacio cubierto de grava para poder aparcar el taxi junto a un pequeño autobús allí estacionado.
Tardé catorce minutos en ir andando con Rose desde el coche hasta las puertas de cristal. Estas parecieron anticipar nuestra llegada y se abrieron silenciosamente para dejarnos pasar, como si desearan recompensar nuestro deseo de entrar evitándonos tener que pedirlo.
Dirigí la mirada hacia el Mediterráneo azul a los pies de la montaña y me inundó la paz.
Cuando la recepcionista llamó a la señora Papastergiadis, tomé a Rose del brazo y nos acercamos cojeando juntas por el suelo de mármol hasta su mesa. Sí, cojeamos juntas. Tengo veinticinco años y cojeo a la vera de mi madre para llevar el mismo paso. Mis piernas son sus piernas. Así es como hemos desarrollado estos alegres andares con los que movernos por la vida. Así es como los adultos caminan con los niños pequeños que empiezan a dar sus primeros pasos y como esos niños, ya adultos, caminan con sus padres cuando estos necesitan un brazo en el que apoyarse. Esa misma mañana, más temprano, mi madre había ido andando sola hasta el supermercado Spar a comprarse unas horquillas para el pelo. Ni siquiera había llevado el bastón para apoyarse. Yo ya ni quería pensar en esas cosas.
La recepcionista señaló a una enfermera que nos esperaba con una silla de ruedas. Fue un alivio dejar a Rose en manos de otra persona, ir detrás de la enfermera mientras ella empujaba la silla, observando admirada su pelo largo y brillante sujeto con una cinta de raso blanco y sus caderas avanzando a un ritmo constante. Los suyos eran otros andares, totalmente desprovistos de dolor, de ataduras a un familiar, de compromisos. Mientras la enfermera recorría los pasillos de mármol, las suelas de sus zapatos de ante gris emitían un crujido como cáscaras de huevo rompiéndose. Se detuvo delante de una puerta en la que ponía «Dr. Gómez» en letras doradas sobre una placa de madera lustrosa, llamó con los nudillos y esperó.
Llevaba las uñas pintadas de un rojo intenso y reluciente.
Habíamos recorrido un largo camino desde casa. Estar por fin en este pasillo curvo, con sus paredes surcadas de palpitantes venas ambarinas, era como completar una especie de peregrinaje: nuestra última oportunidad. Cada vez más médicos especialistas del Reino Unido habían estado dando palos de ciego durante años en busca de un diagnóstico, todos ellos perplejos, desconcertados, humillados, resignados. Aquella era la última oportunidad y creo que mi madre también era consciente de ello. Una voz masculina gritó algo en español. La enfermera empujó la pesada puerta y, una vez abierta, me hizo señas para que fuese yo quien entrase con la silla de ruedas, como diciendo: Es toda suya.
El doctor Gómez. El especialista en traumatología a quien yo había estudiado durante meses y meses. Representaba unos sesenta y pocos años, tenía el cabello canoso, pero en el lado izquierdo de la cabeza resaltaba un mechón de pelo increíblemente blanco. Vestía un traje de raya diplomática, tenía las manos morenas por el sol, los ojos azules y la mirada aguda.
–Gracias, enfermera Luz del Sol –le dijo a la enfermera, como si fuese normal que una eminencia especializada en trastornos musculoesqueléticos pusiese nombres meteorológicos a su equipo. La enfermera continuó sosteniendo la puerta abierta, como si la cabeza se le hubiese ido de paseo a Sierra Nevada.
El médico levantó la voz y repitió en español:
–Gracias, enfermera Luz del Sol.
Esta vez, sí cerró la puerta. Oí alejarse el crujido de sus zapatos sobre el suelo, primero con ritmo acompasado y, de repente, a toda prisa. Había echado a correr. El eco de sus pisadas perduró en mi cabeza mucho rato después de que hubiese dejado la habitación.
El doctor Gómez hablaba inglés con acento norteamericano.
–Por favor, dígame, ¿qué puedo hacer por usted?
–Bueno, eso es exactamente lo que yo quiero que usted me diga. –Rose parecía desconcertada.
El doctor Gómez sonrió mostrando sus dos dientes delanteros totalmente cubiertos de oro. Me recordaron a los dientes del cráneo de un hombre que estudiamos cuando yo estaba en primero de Antropología, a partir de los cuales debíamos deducir la dieta de aquel individuo. Los dientes mostraban abundantes caries, por lo tanto era muy probable que hubiese masticado grano duro. Tras estudiar el cráneo en detalle, descubrí que dentro de la caries más grande había un trocito minúsculo de lino. Lo habían empapado en aceite esencial de cedro para calmar el dolor y detener la infección.
El tono de voz del doctor Gómez era ligeramente amable y un poco formal.
–He estado estudiando su informe, señora Papastergiadis. Usted fue bibliotecaria durante años, ¿no es así?
–Sí. Me jubilé anticipadamente debido a mi salud.
–¿Usted no quería dejar de trabajar?
–Sí quería.
–Entonces no se jubiló usted anticipadamente solo por su salud.
–Fue una combinación de circunstancias.
–Ya veo. –No parecía aburrido, pero tampoco interesado.
–Mi tarea era catalogar, ordenar alfabéticamente y clasificar los libros –dijo mi madre.
Él asintió y desvió la mirada hacia la pantalla de su ordenador. Mientras esperábamos que volviese a prestarnos atención, me dediqué a observar el consultorio. Tenía pocos muebles. Un lavabo. Una camilla con ruedas que podía bajarse o subirse, una lámpara plateada junto a ella.
Detrás del escritorio había una vitrina con libros encuadernados en cuero. Y de pronto reparé en algo que me miraba. Algo con unos ojos brillantes e inquisidores. Era un monito gris disecado, agazapado dentro de una caja de cristal sobre una estantería colocada a media altura en la pared. Clavaba los ojos en sus hermanos y hermanas humanos dirigiéndonos una mirada eternamente congelada.
–Señora Papastergiadis, veo que su nombre es Rose.
–Sí.
Había pronunciado Papastergiadis con la misma soltura que si dijese Juan Pérez.
–¿Puedo llamarla Rose?
–Sí, puede. A fin de cuentas, es mi nombre. Mi hija me llama Rose, así que no veo la razón para que usted no haga lo mismo.
–¿Llamas Rose a tu madre? –me preguntó el doctor Gómez, sonriéndome.
Era la se...