10 de agosto
Ninguna persona que yo conozca ha dicho jamás nada bueno de Bahía Blanca, y fue por eso que la elegí como destino. Quienes vivieron en esa ciudad por algún tiempo, aunque no fuese un tiempo demasiado prolongado, y en especial quienes habían nacido ahí, incluso si les había tocado irse a poco de nacer o inmediatamente después de haber nacido, reunían sin esfuerzo alguno un repertorio siempre nutrido y a menudo coincidente de argumentos que confluían en una deploración rencorosa de Bahía Blanca: el peor lugar del mundo según todos. Los más ensañados, pero también los más afligidos, eran los que, por las razones que fuese, la familia retentiva o las oportunidades de trabajo o la inercia de las resignaciones, seguían viviendo ahí, porque en ellos el denuesto se salteaba las mediaciones de la recapitulación y dolía como duele lo que toca.
Las razones esgrimidas solían ser, entre otras, las siguientes: el clima adverso, con entradas de fríos oceánicos comparables a las entradas de los ejércitos vencedores en las ciudades vencidas; la arquitectura casi siempre ingrata, colección de fealdades o de bellezas fallidas, que en última instancia es lo mismo, con unas pocas excepciones infaliblemente disimuladas o directamente neutralizadas por el aspecto hiriente del entorno; la presencia agobiante del clericalismo, ya fuese en lo edilicio o, peor aún, en la manera de pensar y de ser de las personas, en una escala tan sólo comparable en el ámbito nacional con el temperamento de la ciudad de Córdoba, si bien en Córdoba ese incordio se diluía en el matiz de otros atractivos que en cambio en Bahía Blanca faltaban; una predilección general por el militarismo, tendencia explicada tan sólo en parte por la existencia de una importante base naval en las inmediaciones; la ideología social más retrógrada del país, de la que el diario local, La Nueva Provincia, se erigía sin descanso en vocero y en artífice; la renuncia al mar, que en sectores de la ciudad, y dependiendo del viento, podía intuirse pero nunca verse, presentirse pero no apreciarse, lo que suponía la verdadera forma de la renuncia, renuncia de lo que podría haberse tenido y no se tiene.
Por todo eso la elegí: por eso elegí Bahía Blanca. Si alguna vez estuve ahí, fue de paso, en camino hacia otra parte, y de hecho no lo recuerdo; lo habitual en esos casos es bordear la ciudad sin entrar ni detenerse en ella, lo que vale decir esquivarla, evitarla como se evitan por lo general los escollos, las ciénagas, las espinas, los vidrios rotos, los problemas. Cualquier otra ciudad de las ciudades posibles, y acaso también de las ciudades imposibles, las que por costosas o por remotas me resultaban inaccesibles, me habría servido menos. Cualquiera de esas ciudades, por una cosa o por otra, habría tenido siempre alguna relación con algo y habría también significado algo para mí, y en consecuencia habría desencadenado alguna forma de continuidad. Bahía Blanca, en cambio, que era nada, o mejor que nada, una pura negatividad, me aseguraba un corte perfecto: lo que yo más buscaba y quería, el corte más nítido y más limpio; dar vuelta la hoja, como se dice por lo común, de una vez y para siempre.
11 de agosto
La burocracia aplasta cuando funciona perfectamente bien, como les pasa a los pobres alemanes. Entre nosotros, porque es siempre ineficaz, provoca fastidio, frustración, hartazgo, pena; pero no agobia por un efecto de encierro, ni ahoga como ahoga lo que es compacto. Está llena de agujeros y de fallas, lo que conviene en definitiva cuando lo que está precisando uno, como ahora preciso yo, es el descuido y no la eficiencia: la distracción. Al igual que casi todos los demás empleados de la universidad, tengo un proyecto de investigación radicado (es la palabra) en algún bibliorato de algún estante de alguna dependencia parsimoniosa. Se trata según recuerdo de un proyecto un tanto difuso, porque tengo por lo general la ambición de lo disperso, aunque debo suponer que para recibir la correspondiente acreditación (es la palabra) tengo que haberme valido de la retórica de lo preciso. Salió bien a todas luces ese recurso, porque a cambio me procuraron un número de legajo de cuatro cifras o acaso de cinco, y junto con eso un salario que me garantiza la virtud de una vida modesta. Ahora que, para usar la frase hecha, las papas queman, me valgo de esa circunstancia para tramar una maniobra que no es del todo irregular, o lo es apenas. Cumplo horario en una dependencia de la universidad, firmando una planilla al llegar y esa misma planilla al salir, con la certeza prácticamente absoluta de que nadie nunca va a revisar esa prueba endeble pero suficiente de mi cumplimiento del deber. Me dirijo ahora al Secretario de Investigación y Posgrado (así se llama) por escrito y en persona, para suministrarle un papel con mis motivos pero además persuadirlo y semblantearlo, como quien dice, cara a cara; someto a su consideración, lo que es decir a su mirada fija por encima del marco marrón de los anteojos, la urgente necesidad de trasladarme a la ciudad de Bahía Blanca lo más pronto que se pueda, ya que así lo exige la prosecución de la investigación que tengo en curso.
Obtengo de él lo que preciso: se encoge de hombros. Es la desidia, y no el rigor, lo que lo vuelve paradójicamente expeditivo, y quizás también las ganas de disimular que no se acuerda de mí para nada. Con un nombre que puede ser Gladys, llama de inmediato a su secretaria (es la secretaria del Secretario, pero no se dice así), se hace extender dos o tres formularios húmedos, los firma y los sella, los deja sobre el escritorio. Me dice que dispongo de un mes y me desea mucha suerte. Yo repito a mi pesar un montón de reverencias, como lo haría un condenado a muerte con el soberano que acaba de indultarlo, y empiezo a retirarme dando pasos hacia atrás y sujetando los formularios con la punta de los dedos. A punto estoy de abandonar ya su despacho cuando el Secretario, se diría que con el último resto de curiosidad que le queda, me dirige con voz tenue una pregunta: cuál es el tema de mi investigación en lo concreto y qué es lo que me lleva a viajar a Bahía Blanca.
–Martínez Estrada –alcanzo a decirle, con la firmeza de lo primero que se me viene a la cabeza y que, por alguna razón, se confunde con frecuencia con lo muy cavilado y solvente; aunque también con un marcado nerviosismo, que es lo que siento cada vez que alguien emplea la expresión «en lo concreto» para dirigirla nada menos que a mí.
12 de agosto
«Se hace así», me digo, me felicito, en parte también me indico: se hace así. Es cuestión nada más que de pensar en otra cosa. Después de todo, si bien se mira, lo propio del pensamiento es repartirse, repartirse y no obstinarse; su cualidad más natural es la variabilidad y no la constancia. Hago bien, entonces, hago lo que tengo que hacer, al dejarme llevar por los pensamientos, porque dejarse llevar por los pensamientos es divagar y diferir. Para concentrarse en algo es preciso hacer un esfuerzo, como las frases hechas sobre el tema no dejan de revelar, y eso indica que no es fruto espontáneo del pensamiento, que no es cosa que el pensamiento vaya a hacer por sí mismo o por su cuenta. Pensar es más que nada poder pensar en otra cosa.
Así me digo y me conmino, mientras preparo el bolso del viaje. Porque salgo sin demora a Bahía Blanca y Bahía Blanca va a ser de gran ayuda en este asunto. Se aprietan medias, camisas, dos pulóveres, un pijama; llevo un único pantalón, que es el que tengo, y la campera en la mano. En mitad de la ropa aplastada y comprimida, entrevero la carterita abultada, yo que jamás usé carterita por parecerme una costumbre anacrónica, o restringida para el caso hoy en día tan sólo a los choferes de colectivo en Buenos Aires. Pienso en eso, en otra cosa, en las marcas de masculinidad (el pañuelo al cuello, la carterita de mano, los anillos grandes, las cadenitas) que con el tiempo vieron variar su significación o la vieron invertirse.
Libros no llevo: no me urge la lectura (no es raro en un investigador). En todo caso puedo comprar alguno que me interese en cualquiera de los kioscos de revistas de la terminal de micros de Retiro, aunque en ese caso tendré la máxima precaución para evitar las portadas escandalosas de los diarios de la tarde, con sus titulares amarillos y estridentes. Lo más probable, y sin dudas lo preferible, si las ganas de leer llegaran a volver a mí en algún momento, será meterme cuando haga falta en una librería de Bahía Blanca, que alguna habrá, y dejarme llevar sobre la marcha por lo que el instinto de lector me indique, aunque dudo de que ese instinto exista en mí o haya existido.
13 de agosto
El viaje perfecto es el que dura una noche entera, porque es como si no hubiese ocurrido. Es así por lo menos para las personas que, como yo, son capaces de dormirse apenas el micro sale y no se despiertan hasta el momento en que por fin el micro llega. Viajar de ese modo es lo más parecido a lo que alguna vez será, en un futuro, y hoy por hoy en las novelas y en las películas que se ocupan de adelantar ese futuro, la teletransportación: el cuerpo que se encuentra de pronto aquí y aparece de pronto allá, sin que importe la distancia entre esos puntos y sin que pase el tiempo mientras tanto. El que duerme de punta a punta en los viajes de noche entera no viaja, se teletransporta: de pronto aquí, de pronto allá, y en el medio nada, ni siquiera el tiempo. Así yo: de pronto en la terminal de micros de Retiro, en Buenos Aires, con las maquetas de rascacielos alrededor, y de pronto en la terminal de micros de Bahía Blanca, en la planicie pareja de un cielo todavía oscuro. Y en el medio qué: en el medio nada.
Aunque sí, en verdad, si lo pienso, ha habido algo, y es el sueño del león. Despierto con la llegada y con esa certeza: que he soñado con el león. No recuerdo qué pasaba en el sueño en absoluto; las peripecias de lo que soñé, que las habrá habido, se escurrieron de mí en un instante. Pero soñé con el león y de eso estoy seguro.
14 de agosto
¿Cómo explicar que suene el timbre aquí, en esta linda casita que me dieron para vivir en Bahía Blanca, donde no conozco a nadie, donde nadie me conoce? Porque es cierto que el empleado administrativo de la Universidad del Sur se declaró a mi completa disposición mientras completaba el papeleo del Convenio de Intercambio con Investigadores Externos, pero no había en su amabilidad otra cosa que convención y protocolo: apenas me indicó la dirección de mi alojamiento, me olvidó por completo y para siempre sin ningún lugar a dudas. ¿Quién hace sonar entonces el timbre de esta casa hasta hace veinte minutos deshabitada en este barrio desvaído de profesores cavilosos y arboleda espesa? No tuve tiempo más que para instalarme y preparar las cosas del baño, lo que es decir poco; instalarme no fue más que encajar mi bolso henchido debajo de la camita de madera clara que voy a ocupar en el cuarto, y las cosas que mi aseo requiere y caben de sobra en el espacio curvo de la tapa del inodoro en el baño son apenas un jaboncito chico de hotel y un frasco de champú contra la caspa que hace tiempo perdió su etiqueta.
Justo entonces suena el timbre y yo acudo perplejo a atender. ¿Quién puede ser?, me pregunto mientras abro. Abro y son ellos: los catequistas. Vienen a verme, a persuadirme, vienen a traerme la palabra del Señor. Son tres, parecen más, se mueven de tal manera que cada uno da la impresión de estar a cada momento tratando de ubicarse detrás de los otros dos. Los empareja en el aspecto inicial una misma combinación de gris felpa y celestito claro en la ropa que llevan, además de un filtro amarillento verdoso biliar en la piel; no obstante, pese a eso, de lo homogéneo salta a la vista una diferencia para nada desdeñable, y es que dos de los tres catequistas son varones y la tercera, aunque el pelo recogido y la vestimenta borrosa la disimulan, es una mujer. La delata aún una señal más, y es la voz, porque es ella la que toma la palabra y habla; la toma para decirme que acuden hasta mi puerta para traer paz a mi espíritu.
Pero mi espíritu está en paz, tremendamente en paz: no sé cómo no se dan cuenta. Tanto la idea de venirme por un tiempo a Bahía Blanca como la sola circunstancia de poner en práctica ese plan me procuraron, ya desde el comienzo, el inmediato alivio de una nueva perspectiva; y con eso, sin transición, una ligereza encantadora que me puso automáticamente, por qué no decirlo, incluso de buen humor.
–Hermanos –les digo, creo que hay que decirles así–, hay un error que ustedes cometen: sobrestiman el remordimiento.
Toma la palabra uno de los dos catequistas varones: el que tiene el tic nervioso. Me habla del pecado y me habla del consuelo. Me habla de las almas y me habla de la salvación. Yo creía que estas personas solían tocar timbres de mañana; puede que hayan detectado, sin embargo, que las personas se van sintiendo peor a medida que corre el día, y que se las puede sorprender más susceptibles y más vulnerables a partir de las cuatro o de las cinco de la tarde. ...