Cosmético, el hombre se alisó el pelo con la palma de la mano. Tenía que estar presentable con el fin de conocer a su víctima según mandan los cánones.
Jérôme Angust ya estaba hecho un amasijo de nervios cuando la voz de la azafata anunció que, debido a problemas técnicos, el vuelo sufriría un retraso sin determinar.
«Lo que faltaba», pensó.
Odiaba los aeropuertos, y la perspectiva de permanecer en aquella sala de espera durante un lapso que ni siquiera podía precisar le sacaba de quicio.
Sacó un libro de la bolsa y, con rabia, se sumergió en su lectura.
–Buenos días –le dijo alguien en tono ceremonioso.
Apenas levantó la nariz y devolvió el saludo con mecánica educación.
–El retraso de los vuelos es una lata, ¿verdad?
–Sí –masculló.
–Si por lo menos uno supiera cuántas horas tendrá que esperar, podría organizarse.
Jérôme Angust asintió con la cabeza.
–¿Qué tal su libro? –preguntó el desconocido.
«Pero bueno –pensó Jérôme–, sólo me faltaba que un pelmazo viniera a darme la tabarra.»
–Hm hm –respondió en un tono que parecía querer decir: «Déjeme en paz.»
–Tiene suerte. Yo soy incapaz de leer en un sitio público.
«Quizás por eso se dedica a molestar a los que sí pueden hacerlo», suspiró Angust para sí mismo.
–Odio los aeropuertos –insistió el hombre. («Yo también, cada vez más», pensó Jérôme)–. Los ingenuos creen que aquí se conoce a viajeros de toda clase. ¡Qué error tan romántico! ¿Sabe qué clase de gente encuentra uno por aquí?
–¿Inoportunos? –rechinó éste, que fingía seguir leyendo.
–No –dijo el otro sin darse por aludido–. Son ejecutivos en viaje de negocios. El viaje de negocios es la negación del viaje hasta tal extremo que no es digno de llamarse así. Semejante actividad debería denominarse «desplazamiento comercial». ¿No le parece que sería más correcto?
–Estoy en viaje de negocios –articuló Angust, creyendo que el desconocido se excusaría por su metedura de pata.
–No hace falta que lo diga, señor, eso se nota.
«¡Y además es grosero!», pensó Jérôme, fulminándolo con la mirada.
Como la buena educación había sido violada, decidió que él también podía saltarse sus normas.
–Caballero, por si todavía no se ha dado cuenta, no deseo hablar con usted.
–¿Por qué? –preguntó el desconocido con descaro.
–Estoy leyendo.
–No, señor.
–¿Cómo dice?
–No está leyendo. Quizás crea que está leyendo. Pero leer es otra cosa.
–Bueno, de acuerdo, no tengo ningún interés en escuchar sus profundas consideraciones sobre la lectura. Me está poniendo nervioso. Incluso suponiendo que no estuviera leyendo, no deseo hablar con usted.
–Enseguida se nota cuando alguien está leyendo. El que lee, el que lee de verdad, está en otra parte. Y usted, caballero, estaba aquí.
–¡Si supiera hasta qué punto lo lamento! Sobre todo desde que ha llegado usted.
–Sí, la vida está llena de estos pequeños sinsabores que la perturban de un modo negativo. Mucho más que los problemas metafísicos, son las ínfimas contrariedades las que nos muestran el lado aburdo de la existencia.
–Caballero, puede meterse su filosofía de pacotilla...
–No sea usted grosero, se lo ruego.
–¡Usted sí lo es!
–Texel. Textor Texel.
–¿Y a qué viene ahora este estribillo?
–Admita que resulta más fácil conversar con alguien sabiendo cómo se llama.
–¿No acabo de decirle que no quiero conversar con usted?
–¿A qué viene esta agresividad, señor Jérôme Angust?
–¿Cómo sabe mi nombre?
–Lo lleva escrito en la etiqueta de su bolsa de viaje. También figura su direccción.
Angust suspiró:
–Bueno. ¿Qué quiere usted?
–Nada. Hablar.
–Odio a la gente que desea hablar.
–Lo siento. Difícilmente podrá usted impedírmelo: no está prohibido.
El importunado se levantó y fue a sentarse a unos cincuenta metros de distancia. En vano: el inoportuno le siguió y se plantó a su lado. Jérôme volvió a cambiar de sitio para ocupar un asiento libre entre dos personas, creyendo que así estaría protegido. Pero eso no pareció molestar a su escolta, que se instaló, de pie, delante de él y volvió al ataque.
–¿Tiene problemas profesionales?
–¿Me habla usted delante de otras personas?
–¿Cuál es el problema?
Angust volvió a levantarse para regresar a su antiguo sitio: puesto a ser humillado por un pelmazo, mejor prescindir de espectadores.
–¿Tiene problemas profesionales? –repitió Texel.
–No se esfuerce en hacerme preguntas. No pienso contestarle.
–¿Por qué?
–No puedo impedirle hablar, ya que no está prohibido. Pero tampoco puede obligarme a responder, ya que no es obligatorio.
–Y, sin embargo, acaba de responderme.
–Para, a partir de ahora, poder dejar de hacerlo en mejores condiciones.
–Bueno, entonces le hablaré de mí.
–Me lo temía.
–Como ya le he dicho, me llamo Texel. Textor Texel.
–Lo siento.
–¿Lo dice porque mi nombre es extraño?
–Lo digo porque siento haberle conocido, caballero.
–Pero mi nombre no es tan extraño. Texel es un patronímico como cualquier otro, que proviene de mis orígenes holandeses. Suena bien, Texel. ¿Qué le parece?
–Nada.
–Por supuesto, Textor resulta algo más complicado. No obstante, es un nombre que tiene tintes de nobleza. ¿Sabía usted que era uno de los muchos nombres de Goethe?
–Pobrecito.
–No, tampoco está tan mal, Textor.
–Lo que resulta duro es tener algo en común con usted, aunque sólo sea el nombre.
–Textor parece feo, pero si uno se detiene a analizarlo, no es muy distinto de la palabra «texto», que resulta irreprochable. En su opinión, ¿cuál podría ser la etimología de Textor?
–¿Escarmiento? ¿Castigo?
–¿Acaso tiene algo que reprocharse a sí mismo? –preguntó el hombre con una extraña sonrisa.
–Pues no. Está visto que la justicia no existe: siempre pagan justos por pecadores.
–Sea como fuere, su hipótesis es fantasiosa. El origen de Textor es «texto».
–Si supiera hasta qué punto me importa un bledo.
–La palabra «texto» procede del latín texere, que significa «tejer». De lo que se deduce que el texto es, en primera instancia, un tejido de palabras. Interesante, ¿verdad?
–En resumen, que su nombre significa «tejedor».
–Yo me inclino por la segunda acepción, más elevada, de «redactor»: aquel que teje el texto. Lástima que con semejante nombre no sea escritor.
–Es cierto. Así podría dedicarse a emborronar hojas de papel en lugar de agobiar a los desconocidos con su cháchara.
–Y es que el mío es un nombre bonito. En realidad, lo que plantea un problema es la conjunción de mi patronímico con mi nombre: hay que admitir que Textor Texel no suena bien.
–Peor para usted.
–Textor Texel –repitió el hombre, insistiendo en la dificultad que tenía al pronunciar esta sucesión de x y de t. Me pregunto en qué estarían pensando mis padres cuando me llamaron así.
–Habérselo preguntado.
–Mis padres murieron cuando yo tenía cuatro años, dejándome como herencia esta misteriosa identidad, como un mensaje que tendría que dilucidar.
–Dilucídelo sin mí.
–Textor Texel... Con el tiempo, cuando uno se acostumbra a pronunciar estos complejos sonidos, dejan de parecerle discordantes. En cierto modo, incluso existe cierta belleza fonética en este nombre singular: Textor Texel, Textor Texel, Textor...
–¿Piensa hacer gárgaras durante mucho rato?
–De todos modos, como escribe el lingüista Gustave Guillaume: «Lo que le apetece al oído le apetece a la mente.»
–¿Qué puede hacer uno contra la gente como usted? ¿Encerrarse en los servicios?
–No le servirá de nada, querido. Estamos en un aeropuerto: los servicios no están aislados fonéticamente. Le acompañaré hasta allí y seguiré hablando desde el otro lado de la puerta.
–¿Por qué hace esto?
–Porque me apetece. Siempre hago lo que me apetece.
–A mí me apetecería romperle la cara.
–Mala suerte: eso no es legal. A mí, lo que me gusta en la vida son las molestias autorizadas. Como las víctimas no tienen derecho a defenderse, resultan todavía más divertidas.
–¿No tiene aspiraciones más elevadas en la existencia?
–No.
–Pues yo sí.
–No es cierto.
–¿Y usted qué sabe?
–Es un hombre de negocios. Sus ambiciones pueden valorarse en dinero. Eso no resulta nada elevado.
–Por lo menos no molesto a nadie.
–Seguro que molesta a...