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Fabricación casera
Descripción del libro
Una perturbadora historia adolescente de sexo y obsesión, el primero de los cuentos del deslumbrante Primer amor, últimos ritos, publicado por primera vez en 1980.
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Información
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LiteraturaCategoría
Literatura generalFABRICACIÓN CASERA
Parece que lo estoy viendo, nuestro cuarto de baño, demasiado estrecho, y Connie, con una toalla sobre los hombros, llorando sentada al borde de la bañera mientras yo lleno el lavabo de agua caliente y silbo –de excelente humor«Teddy Bear» de Elvis Presley; lo recuerdo, nunca me fue difícil recordar, pelusa de la colcha acanalada arremolinándose sobre la superficie del agua, pero sólo últimamente me he dado plena cuenta de que si éste fue el final de un determinado episodio, suponiendo que los episodios de la vida real tengan algún final, Raymond llenó, por así decirlo, el comienzo y la mitad; y si en los asuntos humanos no hay episodios, habría que insistir en que esta historia es sobre Raymond y no sobre la virginidad, el coito, el incesto y la masturbación. Empezaré, pues, por deciros que, debido a razones que no se aclararán hasta mucho más adelante –habréis de ser pacientes–, tiene gracia que fuera precisamente Raymond quien quisiera alertarme sobre mi virginidad. Raymond se me acercó un día en el parque de Finsbury y, conduciéndome hasta unos arbustos, se puso a doblar y reenderezar misteriosamente un dedo delante de mis narices, sin dejar de mirarme fijamente. Yo le miré, inexpresivo, tras lo cual doblé y estiré a mi vez el dedo y supe que estaba haciendo lo adecuado, porque Raymond sonrió abiertamente.
–¿Te das cuenta? –dijo–. ¡Te das cuenta! –Asentí, contagiado por su regocijo y en la esperanza de que me dejara solo para poder doblar y estirar el dedo y llegar por mis propios medios a desentrañar en lo posible su asombrosa alegoría digital. Raymond me asió por las solapas con inusitada intensidad.
–Bueno, ¿qué me cuentas? –bufó. Tratando de ganar tiempo, volví a doblar y estirar lentamente el índice, frío, seguro, de hecho tan frío y tan seguro que Raymond contuvo el aliento y se puso rígido siguiendo el movimiento. Me miré el dedo estirado.
–Depende –dije, mientras me preguntaba si habría de descubrir en el curso del día de qué estábamos hablando.
Raymond tenía por entonces quince años, uno más que yo, y aunque yo me consideraba intelectualmente superior –lo que me obligaba a simular que comprendía el significado de su dedo–, quien sabía cosas era Raymond, y era Raymond quien dirigía mi educación. Raymond me iniciaba en los secretos de la vida adulta, que él comprendía intuitivamente aunque nunca del todo. El mundo que me mostraba, con todos sus fascinantes detalles, secretos y pecados, ese mundo donde venía a ejercer la función de maestro fijo de ceremonias, nunca llegó a sentarle muy bien. Conocía ese mundo bastante bien, pero el mundo –por así decirlo– no lo conocía a él. Por ello, si Raymond conseguía cigarrillos, el que aprendía a tragarse el humo, hacer anillos y proteger la cerilla del viento con las manos como una estrella de cine era yo, mientras él se ahogaba y titubeaba; más adelante, cuando Raymond se hizo con un poco de marihuana, fui yo quien terminó por colocarse hasta la euforia, mientras Raymond confesaba –cosa que yo nunca hubiera hecho– no sentir nada. Igualmente, aunque era Raymond quien, gracias a su voz profunda e indicios de barba, nos abría las puertas de las películas de terror, después se pasaba la película tapándose las orejas y con los ojos cerrados. Algo realmente notable, dado que en un mes nos vimos veintidós películas de terror. Cuando Raymond robó una botella de whisky en un supermercado con el fin de introducirme en los secretos del alcohol, mi risita de borracho duró las mismas dos horas que sus ataques convulsivos de vómitos. Mis primeros pantalones largos habían pertenecido a Raymond, que me los había regalado cuando cumplí trece años. Instalados en Raymond se detenían, como toda su ropa, cuatro pulgadas por encima de los tobillos, se abultaban por las caderas, hacían bolsas por la ingle; y ahora, cual parábola de nuestra amistad, me quedaban como hechos a la medida, tan bien, tan cómodos de llevar que no me puse otros en un año. Todo ello sin olvidar las emociones del robo de tienda. La idea, tal como me la expuso Raymond, era...
Índice
- Portada
- FABRICACIÓN CASERA
- Créditos
- Notas
