1. YO QUE TÚ
¿Qué has venido a decirme, Irina? ¿Por qué has llamado a esta puerta? «Quisiera que me ayudaras, si puedes, a coger las palabras ponerlas en fila recomponer todos los trozos que siento desmenuzados y dispersos en cada rincón del cuerpo. Quisiera reconstruir los fragmentos como se repara un objeto roto, cogerlo con la mano y sacarlo fuera de mí. Para tenerlo cerca, llevarlo en el bolsillo, meterlo en el bolso pero entero, todo entero. ¿Crees que escribiendo se puede hacer eso? Si fuera capaz lo habría hecho, pero no soy capaz y no estaba lista. Ahora estoy lista. Quiero poner un punto. Marcar el pasaje. Siento que será fácil, si logro contarlo todo.»
Entonces, ¿de qué está hecho este relato?, ¿y por qué nos ata durante días sin que podamos parar sin que nos detengamos, días y días de palabras y de carcajadas y de lágrimas y de voz que se quiebra y luego de canciones, has oído alguna vez esa que dice así?: después de nuevo el amor: tú, Irina, hablas siempre de amor.
2. QUERIDÍSIMA ABUELA
Queridísima abuela:
Tampoco este año estaré por Navidad. Ya no me es posible estar con vosotros. Con papá y mamá, con Vittorio su mujer y sus hijos. Os quiero muchísimo a todos, ya lo sabes. Te quiero más que a nadie y cada año que pasa pienso que los tuyos son muchos, no debería faltar, de veras, debería estar ahí para abrazarte. Pero está aquel gigantesco elefante rosa en medio de la habitación, cuando estamos juntas. El árbol las velas rojas las luces intermitentes la música con las voces infantiles los regalos con los lazos dorados. Y aquel elefante rosa, enorme, en medio. Que todos fingen no ver, giran en torno a él como en un baile triste, danzan de un sillón a otro sin chocar nunca con él, no lo tocan, no lo nombran, no alzan la mirada. Tampoco los que estamos alrededor del elefante conseguimos mirarnos, porque los ojos de cada uno son un espejo que refleja el dolor del otro y el dolor se amplifica, crece, al final queda sólo él.
Ya lo sé, es un silencio que nace de las mejores intenciones. Si miro atrás pienso que en esta historia en el fondo todos han actuado siempre con las mejores intenciones: incluso cuando eran inescrutables y feroces tenían en aquel momento, en la mente de quien las orquestaba, el objetivo de mejorar las cosas. Terrible, ¿no? Increíble cuánto mal podemos hacer creyendo actuar de la mejor manera posible. ¿Me entiendes, abuela? Tú, que siempre lo sabes todo hasta cuando no lo sabes, tú, que lo mantienes unido todo, hasta lo que no lo está. Sí, no hace falta que te lo explique. No voy en Navidad, abuela, porque cuando miro a mamá y ella alza la mirada hacia mí veo una tristeza que se asemeja al final. No tengo fuerzas para soportar el dolor de los demás. Yo mi elefante lo llevo conmigo, lo acaricio, lo cabalgo, lo sueño. A veces es rosa, otras veces es azul, otras se convierte en una ballena en el mar.
Queridísima abuela, el próximo domingo me voy a la Patagonia con Luis. Vamos a ver las ballenas. Caminar, llegar a la cima de las montañas, internarse profundamente en los bosques, sentarse a la orilla del océano me hace sentirme feliz. Muy pequeña y en paz. Luis me hace sentirme feliz. Un día te lo presentaré, me gustaría mucho. Te gustará. Tiene los ojos risueños y las manos grandes. Se calla cuando hace falta, luego elige las palabras las encuentra y las cose como bordados. Me hace reír mucho. ¿Te he dicho que su trabajo es crear dibujos animados para niños? Son encantadores. ¿Te he dicho cómo logró vencer mi rechazo? Me hizo un regalo increíble, algo que sólo se puede imaginar en una película. Pero para contártelo necesito mirarte a tus ojos de cielo: tengo ganas de ver tu sonrisa tímida mientras te explico la escena. Una maravilla.
Me he sentido muy culpable de volver a ser feliz, abuela. Era como si todos me dijeran: cómo puedes olvidar, cómo puedes dejar atrás lo que te ha pasado, cómo puedes irte de vacaciones, tomarte una copa de vino, amar a un hombre, hacerte amar en el placer, después dormir. Cómo puedes seguir viva, en suma, y tener ganas de seguir estando en el mundo. ¿Has olvidado a las niñas? ¿No te da vergüenza? Es como si me dijeran que también yo he muerto, y es un escándalo que me rebele.
Pero yo estoy viva, abuela, el dolor por sí solo no mata y yo estoy viva. Así que tengo que vivir, porque mientras yo esté estará el recuerdo de quien ya no está con nosotros. El recuerdo vivo: el suyo vive en los pensamientos. Olvidar, abuela. Tú que has caminado un siglo sabes que nada se olvida, pero a veces se tiene que poder coger todo y ponerlo en un sitio. Tenerlo en la mano y meterlo en el bolsillo, colocarlo en la mesilla de noche como si fuera una flor en un jarrón, salir, luego regresar y encontrarlo ahí. Cómo podríamos vivir sin mitigar la memoria, lo que no quiere decir rendirse, u olvidar, sino dejar que lo caliente se enfríe, que lo mojado se seque, que todo se transforme y de todo final nazca un principio. Que el hambre se sacie para volver a ser hambre. Que el deseo se extinga para renacer. Que el sueño dé paz al cansancio para volver a tener sueño. Cada minuto de la vida gira en torno a algo que ya no está para que pueda acontecer otra cosa. Fíjate. Los niños dejan de llorar la ausencia de su madre en la guardería y corren riendo a su encuentro cuando vuelve. ¿La han olvidado durante esas horas? Te amputan una pierna después de un accidente, como le sucedió a papá, y con la prótesis vuelves a andar e incluso a ir en moto. ¿Has olvidado tu pierna o es precisamente porque la recuerdas –y al mismo tiempo no soportas su ausenciapor lo que todavía puedes ir por el mundo? Hace falta ser feliz, abuela, para hacer frente a este dolor inconcebible. Hace falta miedo para tener coraje. La ausencia es la verdadera medida de la presencia. El calibre de su valor y su poder.
Te quiero, abuela Klara. Pienso en nuestros secretos, pienso en cuando iba a tu casa de joven cargada de calamidades, en cómo tú las dominabas y me tapabas, me protegías y me guiabas. Pienso en ti como en mi hogar, mi familia. Por entonces todo tenía que ocurrir aún. Pero ahora todavía han de pasar muchas cosas. Tú sigues estando ahí, yo sigo estando aquí.
Volveré para enseñarte las ballenas en las fotos, te explicaré el sonido que producen, porque cantan, ¿sabes?, las ballenas. Siento mucho no estar contigo en Navidad pero soy feliz por poder prometerte que seré feliz esos días. Hasta en el llanto, que sin duda lo habrá como en toda fiesta, y más feliz todavía justamente ante la presencia y el consuelo del llanto. Me gustaría que sintieras mi alegría. Que trataras de acariciar el elefante rosa mientras todos lo ignoran, me gustaría que le hablaras al oído. Dile, abuela, que esté tranquilo. Nos lo llevaremos de allí, lo dejaremos libre de nuevo, iremos a verle cada día pero nunca más volverá a estar prisionero. Díselo, abuela. Te quiero. Feliz Navidad.
I.
3. YO QUE TÚ. MUÑECA
Eres pequeña, Irina. Pequeña como una muñeca pequeña. La cabeza redonda los ojos redondos los labios redondos. El pelo corto, como un chico. Un poco de pintalabios, una bufanda de seda. Llegaste un día con los pantalones metidos dentro de las botas, un gran bolso, la respiración jadeante –pero eran las escaleras, pasó enseguida–, la cabeza inclinada hacia la derecha en tu forma de pedir permiso con la sonrisa. Parecías justamente una muñeca. Rusa, pensé por el equívoco del nombre. Soy de Ascoli Piceno, dijiste enseguida. No conozco a nadie de Ascoli Piceno, pensé. ¿Cómo es Ascoli? Hermosa, dijiste. Me casé allí, las fotos son bonitas. Así, casi antes que de ninguna otra cosa –incluso antes de explicar cómo había ido el viaje, de dónde venías, cuánto te quedarías–, hablaste de tu boda.
Llegaste y trajiste la calma y la alegría a la habitación. No sabría decirlo de otro modo: alegría. Todo te gusta, todo te emociona, cada cosa con la que te tropiezas es una sorpresa que festejar. La máquina roja de café, la vista desde la ventana, la música de la radio –¡precisamente esa música que tanto me gusta!–, una vieja silla, una visita imprevista. ¿Dónde vives, Irina? Ahora en España: en el sur de España. ¿Te gusta? Muchísimo, muchísimo. Es todo tan tranquilo, tan cálido, tan cerca de África... ¿Sabes?, después de tantos años en Suiza, en Lausana, Granada me parece un milagro. Te ríes de nuevo con la cabeza inclinada, siempre ríes así, como algunos niños. También tus dientes son dientes de niña. Cuando contestas sí lo dices siempre tres veces: sí sí sí. Con una especie de timidez y el tono que baja, una escala descendente. Al poco uno se habitúa y se convierte en una música, un contrapunto especial tuyo. Tienes un italiano afilado, perfecto, lleno de palabras en desuso. El italiano de quien ha aprendido a hablarlo en un mundo de adultos, en el siglo pasado. No conoces, me parece, las palabras de la escuela y de la calle. De niña debías de ser igual que ahora, sólo que un poco más pequeña, aún más pequeña. «Vivía en Bruselas, fui al colegio allí. Mi madre es alemana, mi padre italiano. El francés era la lengua del mundo exterior. He aprendido bien el inglés, he trabajado mucho en Estados Unidos. Ahora vivo con los andaluces, e intento pensar en español.» Todas las lenguas son tuyas, Irina. Y, entonces, ¿en cuál de ellas sueñas? «¿Pues sabes que no lo sé? No creo siquiera que haya una lengua para los sueños. A lo mejor son sueños mudos», ríes de nuevo, «por otro lado sueño mucho con las ballenas, y las ballenas no hablan.»
4. MATHIAS
¿Por qué me casé con Mathias? Para no llevarle la contraria. No me parecía importante casarse o no. Estaba embarazada, nacerían las niñas. Pensaba en eso. Incluso le había dicho: si no te apetece estar conmigo no importa, vete. No había reaccionado bien a la noticia del embarazo. En realidad, ahora que lo pienso diría que aquélla fue la única vez que le vi perder el control en toda nuestra vida juntos. Cuando le dije estoy embarazada empezó a tartamudear, luego a aclararse la garganta como si tuviera que toser sin conseguirlo. No quería creerlo, decía no no no. Qué has hecho, no es posible. Eso no es posible, cómo ha podido pasar. Era un acontecimiento que no había programado ni previsto: algo inconcebible para él. De hecho también a mí me parecía imposible. Técnicamente, digamos, esa vez no habría tenido que quedarme embarazada. Pero sucedió. Le dije: haz lo que quieras, yo sigo adelante. Me pidió tiempo, luego me propuso unas vacaciones juntos, para hablar de ello. Nos fuimos a Egipto. No hablamos de ello, que yo recuerde. Al menos no mucho. Pronto volvió a ser el que yo conocía. Tranquilo, positivo, alegre. Había recuperado el control de la situación. Fueron unas vacaciones hermosas, tranquilas. Yo estaba feliz con mi embarazo. Él me dijo: vamos a tener una familia, así que casémonos. Casémonos en Italia, en tu casa. Pensé en mi casa –en los campos de alrededor, en el árbol en el que de pequeña quería construir la casa de madera, ese que se ve desde la ventana de mi habitación– y le dije: de acuerdo.
¿Cómo era Mathias? ¿Físicamente? Era apuesto. Alto, deportista, rubio. Un poco bizco, pero no recuerdo si bizco hacia dentro o hacia fuera. La memoria gasta algunas bromas: hace justo su trabajo. Es una especie de cortocircuito: en caso necesario borra. Delete. Bizco en cualquier caso, eso lo sé: sus ojos miraban a dos sitios distintos. Pero poco, algo fascinante y un poco hipnótico. La primera vez que le vi me hizo reír toda la tarde. Estábamos en la montaña en uno de aquellos fines de semana que organizaba nuestra empresa para que los empleados de distintos países se conocieran. Trabajábamos para la misma multinacional. Yo, italiana, en Lausana. Él, suizo, en Italia. En Bolonia. Una especie de intercambio de sitio, empezamos a hablar de ello. Había unas sesenta personas. No me había causado una impresión especial, incluso habría pasado la velada con otros. Sólo que tras las presentaciones a cada momento me lo encontraba cerca. Siempre estaba allí, yo me desplazaba y él estaba allí. Amable, educado, atento. Contaba anécdotas divertidas, era muy alegre. Recuerdo que me abría las puertas. Un gesto insólito, anticuado. Era serio, una persona seria. Radiante, también –tan rubio claro y risueño–, pero firme. Como una roca en medio del mar. Insistió en que volviéramos a vernos. Nos vimos. Era una persona de principios muy sólidos, fuertes. Inspiraba mucha mucha confianza. No sé cómo decirlo mejor: siempre estaba presente. Lo que luego resultaría ser rigidez al principio me parecía seguridad. Siempre sabía qué hacer, cómo hacerlo, cuándo. Tenía las manos largas, las uñas con las lúnulas blancas. Todo lo cogía con cuidado. Podías olvidarte de las cosas, ya pensaba él en todo.
Yo no estaba exactamente enamorada. Sólo un poco enamorada. Estaba bien. Vivía en Lausana, una ciudad pequeña, sencilla, tranquila. Hacía un trabajo importante, de abogada, para una multinacional: recorría el mundo. De vez en cuando iba a verle a Bolonia, una ciudad en la que había estudiado y que me encantaba. Íbamos al cine, muchísimo. De noche era un hombre capaz de dejarte leer hasta tarde en la cama. No hay muchos así. Yo leo horas y horas, incluso de noche: con él me sentía libre de hacerlo. Paseábamos bajo los soportales, tomábamos helado. Hacía poco más de un año que salíamos cuando me quedé embarazada. Tenía treinta y cinco años, un buen trabajo, un sueldo excelente. En la vida a veces pasa que una no puede permitirse un embarazo. Se da el caso de que es demasiado pronto, ¿no?, o con alguien que no encaja. Con Mathias no había nada que no encajara. No me apetecía hacer cálculos sobre lo que más convenía. Pensé: la criatura ha venido, es el momento, adelante. Luego supe que eran dos. Meses después. Él estaba tan tranquilo, como siempre. ¿Dos o tres, qué más da?, me dijo. Reía.
La primera vez que me asusté, que tuve la sensación de tener al lado a un perfecto desconocido, fue un día bajo los soportales en Bolonia. Había un niño mendigando, sucio y con el pecho descubierto. Hacía frío. Me detuve y me entraron ganas de llorar. Empecé a hablarle. Era tan pequeño... Mathias me tiró del brazo: qué haces, aléjate de él. Le dije: es un niño, mira. Me respondió: y qué importa, hay millones, vamos. Le miré a la cara y sus ojos claros me parecieron vacíos. Ojos de pájaro. Pozos ciegos. Fue sólo un instante. Seguimos paseando y hablando –me parece– de la película que íbamos a ver. Pero yo estaba distraída por aquel nuevo fenómeno que no había visto nunca. La total ausencia de compasión. Total, absoluta. Perfecta.
Mathias tiene un hermano gemelo que es igual pero más gris e introvertido. Su versión triste. Nunca hablaba de él. También tiene una hermana, casada con un italiano de Rímini y luego separada. Tiene padre y madre, también ellos separados. La madre se llama Norma. Pocas veces he conocido a alguien tan impecable en su dureza. Mathias nunca hablaba de su familia. Sus relaciones estaban marcadas por hechos, no por emociones. Compromisos citas visitas. Nunca les oí levantarse la voz entre ellos. Nunca oí a Mathias reír estando con ellos, ni recordar el pasado. Nunca logré imaginármelo de niño.
Después del parto tuve una infección con un principio de septicemia. Estuve realmente en peligro de muerte. Mi madre siempre estuvo allí, junto a ella una enfermera me controlaba de cerca. Naturalmente, no podía tener a Alessia y Livia conmigo. Mathias llegaba a la hora de las visitas, por la tarde. Entraba en la habitación con sus amigos, desconocidos para mí, y me hacía fotos en la cama, me presentaba: aquí mi mujer. No decía mi nombre. Decía mi mujer. Yo llevaba los goteros y estaba muy débil, ni siquiera tenía fuerzas para responder. Sentía el deseo de echarle a la calle, pero sólo podía volver la cabeza hacia el otro lado sobre la almohada. Después he pensado muchas veces que habría tenido que dejarle de inmediato, en aquel momento. Tenía que haber entendido que no podía haber amor en aquel afán suyo de mostrarme sin verme. Pero en parte era demasiado tarde y en parte, cuando volví a casa y estuve bien, me pareció una tontería. Alessia y Livia eran una maravilla del cielo. Nunca he sido tan feliz como con ellas. Todo lo demás era menos importante.
Yo ganaba más que él. Suena feo decirlo, pero es la realidad. Nunca hablamos de ello, pero es un hecho: trabajábamos para la misma empresa y yo tenía un cometido superior, estaba más solicitada, viajaba más, tenía mayores responsabilidades. Él se sentía, creo, algo frustrado, infravalorado. Nunca lo dijo, nunca discutimos sobre ello. Pero yo percibía como una especie de resentimiento en su silencio. Se encerraba en el estudio a leer sus gráficos sobre valores bursátiles, recortaba páginas de periódico y yo oía a través de la pared aquel continuo rumor de rasgones, como pequeñas bofetadas.
Nuestra casa era realmente muy grande, demasiado. Tenía una piscina interior que me daba miedo, en el semisótano. También un lavadero, una sala cuadrada y siempre oscura: yo pasaba por delante sin mirar dentro. No me gustaba pero era bonita, objetivamente, y la había elegido él. Un día llamé a un pintor para repin...