Segunda parte
10. ALGO MÁS Y ALGO DISTINTO
–Perdón, ¿usted es... –Dudaba entre decir Melanie y Mel para acabar la pregunta.
La mujer de la mesa de al lado era ancha de espaldas y llevaba un traje pantalón de imitación Chanel, pendientes gruesos y pelo cortado a lo paje y con mechas teñidas. No hacía más que mirar a su alrededor, como si esperase a alguien.
–... Melanie? –me decidí finalmente.
Negó con la cabeza. Volví a sentarme y seguí inspeccionando furtivamente a los clientes y sus posibles géneros.
Había vuelto de Budapest hacía una semana y llevaba veinte minutos en el Coffee People de la avenida Veintitrés de Portland, Oregón, esperando a una persona a la que no conocía.
«No sé si apareceré con ropa de hombre o de mujer», me había dicho Melanie Myers al concertar nuestro encuentro. Melanie había sido Mel hasta hacía tres años. Hasta que había ido a Tailandia para someterse a la misma operación que mi padre, con el mismo cirujano. Melanie vivía ahora parte del año en Portland, su ciudad natal. «Llama a Melanie», me había aconsejado mi padre. «Vive prácticamente en tu misma calle. Con ella conseguirás una buena entrevista para tu libro.» El resto del año vivía en Phuket, Tailandia, donde dirigía el Nido de Melanie, una residencia para transexuales que se recuperaban de la operación. Mi padre había pasado allí unas semanas después de cambiar de sexo. Melanie había estado presente durante el proceso de transformación. Yo solo había conocido a mi padre «antes» y «después» –como superpatriarca de clase media y como ama de casa ultrafemenina–, dos aspectos separados por un foso vacío de varios años. Melanie conocía lo sucedido entre uno y otro aspecto, entre las dos etapas. Si yo andaba buscando la fluidez de la historia de mi padre y no el juego de las alternativas, el o/o, Melanie era la persona indicada para dar testimonio del período transicional.
Yo no dejaba de inspeccionar el café. ¿Parecería la persona vestida de mujer que había sido hombre anteriormente? ¿Parecería la persona vestida de hombre que era un hombre transformado en mujer y se había vestido de hombre para hacerse pasar por un hombre? Al cabo del rato, todo el mundo me pareció disfrazado.
Pasó otro cuarto de hora. Se abrió la puerta del Coffee People y entró un hombre –o quizá un «hombre»– de edad madura, de pelo corto, gafas ovales con montura metálica, camisa de vestir de rayas azules y pantalón caqui. Tenía la cara redonda y un gracioso hueco entre los dientes incisivos que me recordó a Lauren Hutton. Dio unos pasos titubeantes y miró a su alrededor.
Me puse en pie intencionadamente.
–¿Es usted...? –Me sentí aliviada cuando vi que asentía con la cabeza y se acercaba.
–Ahora estoy con Mel –dijo mientras nos dábamos la mano. Tomó asiento, pidió un café con leche helado y comentó–: Cuando era hombre era un tipo realmente guapo. O sea, un hombre de verdad..., bueno, ahora quiero volver a ser hombre, pero... –puso los ojos en blanco al darse cuenta de que no podía expresarse bien–, quiero decir que era como un jugador de fútbol americano. Mandíbula cuadrada, barbilla agresiva, Charlton Heston, el hombre de Marlboro. –Sacó un Palm Pilot y se puso a tocar iconos en busca de una fotografía antigua–. Las mujeres me encontraban realmente atractivo. Pero yo siempre había soñado con ser una chica. Ya fantaseaba con ello cuando tenía seis años. Me encantaba todo lo que significaba ser mujer, cómo se las trataba, los mimos, las atenciones. Si hubiera podido recibir esas atenciones siendo varón, puede que no hubiera pasado por esto. –Mientras hablaba, pulsaba los botones del Palm Pilot–. Tienen que estar por aquí –añadió–. Me hice muchas fotos, centenares.
–Ya no tiene usted la mandíbula cuadrada –dije.
–No. Hice que me cortaran los bordes y me estrecharan la barbilla. En realidad me reconstruí toda la cara. –Se echó atrás el pelo para que lo viera–. Me quitaron de la frente unos milímetros de hueso. Me pusieron agujas de titanio. Me quitaron siete milímetros de nariz y siete milímetros de barbilla. Tuvieron que arrancarme la piel, que arrancarme la cara prácticamente.
Hice una mueca.
–Tuvo que ser doloroso.
–No me habría operado si no hubiera podido cambiarme la cara –dijo Mel–. No quería ser un payaso. Si iban a verme con ropa de mujer, tenía que serlo de verdad. Conté con uno de los mejores cirujanos faciales del país, el doctor Douglas Ousterhout de San Francisco. Prácticamente fue él quien inventó la CFF (cirugía de feminización facial). Dicen que se basó en su ideal de mujer.
Después busqué información sobre Ousterhout en Internet y encontré fotos de «antes y después» de sus pacientes, vídeos publicitarios en YouTube y testimonios de algunos pacientes acerca del toque mágico del cirujano. También encontré una página, creada y mantenida por «Diane», una de sus pacientes, en la que se elogiaba la labor de Ousterhout y se proclamaba que la CFF era el camino para «alcanzar tu sueño» y permitirte «ser la mujer que eres [...] el doctor Ousterhout tratará de mejorar tu aspecto para que te sientas integrada en la sociedad como la persona que quieres ver en el espejo».
–Cuesta treinta y dos mil dólares –dijo Mel–. Me refiero a la cirugía facial. –Había gastado más decenas de miles en la cirugía de los pechos y los genitales, en implantes de pelo, en terapia vocal y en un nuevo y amplio guardarropa–. Era el prototipo del Mejor Transexual de Portland. –Me alargó el Palm Pilot–. Mire, este soy yo. No me reconoce, ¿verdad?
Tal como me había dicho, el Mel original tenía todo el aspecto de un jugador de fútbol americano.
Buscó más fotos.
–¿Ve esta? –En la imagen se veían tres mujeres cogidas del brazo, dos pequeñas tailandesas y una blanca que las sobrepasaba en estatura–. Se la enseñé a mi hermano y preguntó: «¿Quién es la mujer del centro?» Y le dije: «Soy yo.»
–¿Cómo se lo tomó su familia?
Permaneció en silencio un momento.
–Mi hija ya no me habla. –Volvió a fijar la atención en el Palm Pilot–. Tengo una foto suya en algún lugar. –Buscó un rato y acabó desistiendo–. Tengo aquí seiscientas fotos. –Sonrió con timidez, enseñando el hueco interdental–. Casi todas son mías. La primera vez que me manifesté como era, me fui al extranjero. Me vestía de muñequita, me ponía el mejor maquillaje, las pelucas más caras y unos vestidos preciosos de Nordstrom. Llamaba la atención continuamente.
–¿Y ahora?
–Bueno, he cumplido mi sueño. Ha sido un sueño grandioso de tres años. Pero ahora he vuelto a la realidad.
Después de la operación, Melanie perdió su empleo como agente vendedor de publicidad impresa, un despido que sospechaba motivado por su cambio de sexo.
–Mi jefe hizo que perdiera clientes comunicándome los encargos a destiempo y aprovechando esto para presionarme.
Antes de trabajar en ventas, había pasado diez años en un cuarto oscuro litográfico, «retocando fotografías para los mejores catálogos: Macy’s, Nordstrom, Neiman Marcus. Aclaraba, oscurecía; más o menos lo que según usted hacía su padre». No estuvieron en contacto en su vida laboral anterior: eso fue en el pasado. Ahora Mel estaba «sin blanca», en peligro de perder el apartamento que tenía en propiedad, y trataba de llegar a fin de mes trabajando por horas en telemercadotecnia, ofreciendo matrículas «para aprender a distancia» en una universidad online. Buscaba desesperadamente otras fuentes de ingresos y para mejorar sus posibilidades acudía a las entrevistas de trabajo disfrazado de Mel. En el campo de las ventas, señaló, las mujeres sufrían discriminaciones.
Además, se sentía solo. Deseaba reencontrarse con una novia tailandesa con la que había estado mucho tiempo y que trabajaba de camarera en Phuket. Ella tenía intención de trasladarse a Estados Unidos, para vivir juntos. Pero no podía quedarse en el país sin permiso de residencia o sin un certificado de matrimonio que demostrase que estaba casada con un estadounidense. Mel quería casarse con la muchacha, pero la operación había acabado con esta posibilidad o al menos había acabado con ella en 2004. Por otra parte, alegaba: «Toda esta emoción de vestirme de mujer..., ya no me despierta el mismo interés. No era un sentimiento auténtico. Yo solo buscaba aprobación.» En los últimos meses había iniciado «los trámites para volver a ser hombre».
–Pero ¿usted no se sentía mujer? –pregunté.
–No quiero entrar en eso. –Mel me miró de soslayo. Había comprobado mi historial en la red. Sabía que era feminista, cosa que, sin duda, le dio a entender que no creía en las distinciones de género–. Pero hay diferencias entre los machos y las hembras –subrayó–. Hay una naturaleza femenina.
–¿Y usted tiene naturaleza femenina?
Tocó un icono del Palm Pilot y pasó a otra serie de fotos. Melanie en top. Melanie con minifalda y zapatos de tacón. Melanie con vestido de noche sin tirantes.
–No lo sé –respondió finalmente–. Antes creía que sí. Ahora creo que hay un espectro. Y que estoy en el punto medio, en el cinco. Creo que soy andrógino... –Se detuvo ante una foto de Melanie con pantalón corto, del brazo con su novia, a la sombra de unas palmeras, en Phuket–. Me siento andrógino, pero no quiero serlo –prosiguió. Había tristeza en sus ojos–. La gente no puede sobrevivir sin categorías. Incluso la gente marginal necesita categorías para ser marginal. Todos necesitamos una identidad.
Portland había sido una especie de punto de destino transexual desde principios de los años noventa, desde que el doctor Toby Meltzer, un cirujano plástico local, pasó a estar entre los veinte médicos del país que realizaban operaciones de cambio de sexo. Operó a miles de personas hasta 2003, fecha en que el hospital donde tenía licencia para admitir pacientes privados cayó en manos de propietarios conservadores y Meltzer tuvo que trasladarse a Scottsdale, Arizona. Cuando me mudé a Portland, a principios del nuevo siglo, solía ver pacientes transicionales delante del supermercado de mi barrio, tomando café después del tratamiento hormonal. Había bares en los alrededores que se habían vuelto refugios de transexuales y en los estantes de la biblioteca pública de Portland había una cantidad inusual de libros dedicados al fenómeno transexual. Cuando volví de mi primer viaje a Budapest, pasé muchas horas entre las paredes de madera de la sala de lectura de la biblioteca, bajo los retratos al óleo de los severos padres fundadores de la ciudad, recorriendo la serie –305.3. 306.76. 617.520592– de los apartados de la clasificación decimal de Dewey en que figuraban los libros sobre «trastornos» de la identidad de género y cirugía de cambio de sexo. Acabé memorizando las signaturas tras pasar unos días merodeando por las estanterías.
Los libros que había en la biblioteca de Portland dedicados a las transformaciones de varón en mujer (había pocos entonces sobre las transformaciones inversas) eran mayoritariamente autobiográficos. No había por qué extrañarse: las memorias es el género preferido en la literatura transexual, una versión particular de las memorias, porque los recuerdos anteriores a la operación se suelen descartar por pertenecer a otros, a personas que ya no existen.
Esta eliminación quedó establecida en las primeras memorias modernas sobre un caso de transexualidad, De hombre a mujer, publicadas en 1933 por el pintor danés Einar Wegener, que cuenta en ellas su transformación en Lili Elbe: «No podía haber pasado para ella. Todo el pasado pertenecía a una persona que se había desvanecido, que había muerto.» Dos decenios después, Roberta Cowell, antiguo «macho agresivo», piloto de Spitfire y de coches de carreras, levantaba el mismo cortafuegos: «Mi personalidad era ahora completamente nueva», escribió en Yo fui hombre (Mi transformación de hombre a mujer), libro de recuerdos que concluía con estas palabras: «El pasado ha caído en el olvido, el futuro no importa y el presente, esplendoroso y feliz, es mejor de lo que había esperado.» En El enigma, conocidísima crónica publicada en 1974 en la que Jan Morris cuenta su transformación de rudo montañero y oficial de caballería en humilde matrona, la autora rinde su postrer homenaje prequirúrgico a quien pronto dejaría de ser James: «Fui a decirme adiós ante el espejo. Nunca volveríamos a vernos.» En Second Serve (Segundo servicio), la famosa tenista Renée Richards (antes Richard Raskind) dijo a propósito de la operación a que se sometió en 1975: «Dick ha sido eliminado.» El dolor que sintió en la mesa de operaciones fue «el último estertor de Richard Henry Raskind». El estado postoperatorio fue, como dicen muchos de estos memorialistas, una «segunda vida», un reinicio que restableció y reemplazó el nacimiento original.
En los libros que leí, el antes y el después a menudo parecían forjados en términos de cielo e infierno: el antes un infierno de aborrecimiento de uno mismo, automutilación, vergüenza e intentos de suicidio. «Estaba atrapada, enterrada en vida», escribió Nancy Hunt, exmilitar condecorado y corresponsal del Chicago Tribune, acerca de su antiguo físico masculino en Mirror Image (Imagen especular), libro de memorias publicado en 1978. «Estaba condenada a permanecer encerrada para siempre en aquel repugnante cuerpo.» En la historia de Roberta Cowell, los decenios anteriores a la operación –una época de «lúgubres depresiones» y «abyecta desdicha» en que «envidiaba a los locos»dan paso, después de la intervención, a románticas veladas pasadas, en un «sueño perfecto», con caballeros «atentos» (que le abrían las puertas y le recogían los guantes) y tardes refinadas charlando con el bello sexo en «meriendas exclusivamente femeninas». En muchos casos, el «después» de estas historias parece que es una maravillosa serie de citas para cenar y reuniones nocturnas «para nosotras solas». «Me sentía emocionada como una colegiala en su primera cita», dice Rhonda Hoyman sobre el hecho de «volver a nacer» como mujer en Rhonda: The Woman in Me (Rhonda: la mujer que hay en mí), libro de recuerdos publicado en 1999. «Como la novia que se prepara para la boda (que yo espero celebrar pronto).»
Estas transformaciones «hale hop» me recordaban las historias de conversiones ejemplares que circulaban en...