1
Aquí está la persona que necesito. ¡Hola, persona! No me oye.
Tal vez si existiera el futuro, concreta e individualmente, como algo que un cerebro superior pudiera discernir, el pasado no sería tan seductor: sus exigencias estarían equilibradas por las del futuro. Entonces las personas podrían sentarse a horcajadas en el centro del balancín cuando examinaran este o aquel objeto. A lo mejor sería divertido.
Pero el futuro carece de semejante realidad (como la poseen el pasado que nos representamos mentalmente o el presente que percibimos); el futuro no es más que una figura retórica, un espectro del pensamiento.
¡Hola, persona! ¿Qué ocurre? No tires de mí. No le estoy molestando, de veras. Oh, de acuerdo. Hola, persona... (por última vez, en voz muy baja).
Cuando nosotros nos concentramos en un objeto material, sea cual fuere su situación, el acto mismo de la atención puede provocar nuestra caída involuntaria en la historia de ese objeto. Los principiantes han de aprender a deslizarse apenas sobre la materia si quieren que la materia permanezca en el nivel exacto del momento. ¡Cosas transparentes, a través de las cuales brilla el pasado!
Resulta especialmente difícil mantener en un enfoque superficial los objetos artificiales o naturales, inertes en sí mismos, pero muy utilizados por seres vivos despreocupados (usted piensa, y con toda razón, en una piedra en la ladera de un cerro sobre la que se ha deslizado una multitud de animalillos en el curso de incalculables estaciones): los principiantes atraviesan la superficie, tarareando alegremente para sus adentros, y pronto se recrean con infantil abandono en la historia de esta piedra, de ese brezo. Me explicaré. Una ligera película de realidad inmediata se extiende sobre la materia natural y artificial, y quienquiera que desee permanecer en el ahora, con el ahora, sobre el ahora, debe tener cuidado de no romper esa película. De lo contrario, el inexperto taumaturgo ya no se verá andando sobre las aguas, sino descendiendo verticalmente entre peces que le contemplan asombrados. Más dentro de un momento.
2
Mientras la persona, Hugh Person (corrupción de «Peterson» que algunos pronunciaban «Parson»), extraía su anguloso cuerpo del taxi que le había llevado desde Trux a aquel destartalado hotel en la montaña, y mientras tenía aún la cabeza agachada bajo la abertura, más adecuada para la salida de enanos, alzó la vista, no para agradecer el gesto de ayuda esbozado por el conductor que le había abierto la portezuela, sino para cotejar el aspecto del hotel Ascot (¡Ascot!) con un recuerdo de ocho años atrás (una quinta parte de su vida), un recuerdo impregnado de pesar. Era un espantoso edificio de piedra gris y madera oscura, y lucía postigos de color rojo cereza (no todos cerrados) que, por alguna peculiaridad mnemóptica, él recordaba como de color verde manzana. Las escaleras del porche estaban flanqueadas por faroles de carruaje electrificados y colocados sobre un par de postes de hierro. Por aquellos escalones descendió ágilmente un sirviente con delantal para hacerse cargo de las dos maletas y (bajo el brazo) la caja de zapatos, todo lo cual el taxista había extraído previsoramente del bostezante portaequipajes. Person pagó al cuidadoso conductor.
El irreconocible vestíbulo era sin duda tan lúgubre como siempre lo había sido.
En el mostrador, mientras firmaba en el libro de registro y entregaba el pasaporte, preguntó en francés, inglés, alemán y de nuevo en inglés si el viejo Kronig, el director cuyo rostro orondo y falsa jovialidad recordaba tan claramente, estaba todavía allí.
La recepcionista (moño rubio, cuello bonito) le dijo que no, que Monsieur Kronig les había dejado para hacerse cargo de la dirección, imagínese, del Fantastic de Blur (o así sonaba). A modo de ilustración o prueba, le mostró una postal en la que predominaban los colores verde hierba y azul cielo, y en la que se veía a unos clientes recortados. El pie figuraba en tres lenguas, y sólo el texto alemán era idiomático. El inglés decía Lying Lawn (césped tendido) y, como hecho a propósito, una perspectiva fraudulenta había ampliado la extensión del césped hasta proporciones monstruosas.
–Murió el año pasado –añadió la muchacha (la cual, en face,1no se parecía nada a Armande), aboliendo cualquier interés que pudiera haber ofrecido un fotocromo del Majestic de Chur.
–¿Así que no hay nadie que pueda recordarme?
–Lo siento –dijo ella, con la entonación habitual de la difunta esposa de Hugh.
La joven lamentó también que, como él no podía decirle cuál de las habitaciones del tercer piso había ocupado, ella, a su vez, no podía dársela, sobre todo porque aquel piso estaba completo. Llevándose una mano a la frente, Person dijo que estaba hacia la mitad del tercer piso, encarada al este, y que el sol iluminaba la alfombra que había al lado de la cama, aunque la habitación prácticamente carecía de vistas. Por mucho que deseara aquella habitación, la ley exigía que los archivos fueran destruidos cuando un director, incluso un antiguo director, hacía lo que Kronig había hecho (pues cabía suponer que el suicidio era una forma de falsificación de cuentas). Su ayudante, un apuesto joven vestido de negro, con pústulas en la barbilla y la garganta, condujo a Person a una habitación del cuarto piso, y durante la subida permaneció mirando con la concentración de un telespectador la pared azulada que parecía deslizarse hacia abajo, mientras, por otro lado, el no menos hipnotizante espejo del ascensor reflejaba, en los breves intervalos luminosos, al caballero de Massachusetts con su rostro largo, delgado, triste, la mandíbula algo hundida y un par de arrugas simétricas enmarcando su boca, lo cual le habría dado un aspecto brioso, caballuno, de alpinista, si no fuera porque su melancólica cargazón de espaldas contradecía aquella fantástica apostura.
La ventana estaba orientada al este, sí, pero desde luego tenía una vista: un tremendo cráter lleno de máquinas excavadoras (silencioso el sábado por la tarde y el domingo).
El sirviente con el delantal verde manzana trajo las dos maletas y la caja de cartón con la palabra «Ajustar» escrita en la envoltura, y Person se quedó a solas. Sabía que el hotel era anticuado, pero aquello resultaba excesivo. Aunque la belle chambre au quatrième2 era demasiado grande para un solo huésped y poco espaciosa para un grupo, carecía de toda clase de comodidades. Person recordó que la habitación del piso inferior donde él, un hombretón de treinta y dos años, había llorado con más frecuencia y amargura que nunca antes a lo largo de su triste infancia, también era fea, pero al menos no era tan irregular ni estaba tan desordenada como este nuevo aposento. La cama era una pesadilla. El «baño» tenía bidet (lo bastante amplio como para acomodar a un elefante de circo sentado), pero carecía de bañera. El asiento del inodoro se negaba a permanecer levantado. El grifo protestaba y despedía un fuerte chorro de agua herrumbrosa antes de serenarse para verter el apacible hilillo normal, que uno no aprecia suficientemente, que es un misterio fluido y sí, sí, ¡merecedor de que le erijan monumentos, fríos santuarios! Tras abandonar aquel innoble lavabo, Hugh cerró la puerta tras de sí con suavidad, pero, como un estúpido animalillo doméstico, la puerta chirrió y le siguió de inmediato a la habitación. Ilustremos ahora nuestras dificultades.
3
Mientras buscaba una cómoda para guardar sus pertenencias, Hugh Person, hombre metódico y pulcro, observó que el cajón central de un viejo escritorio relegado a un rincón oscuro de la habitación, sobre el cual descansaba una lámpara sin bombilla ni pantalla que parecía el esqueleto de un paraguas, no había sido bien cerrado por el huésped o el sirviente (en realidad por ninguno de los dos) que hubiese sido el último en comprobar si estaba vacío (nadie lo había hecho). Mi buen Hugh trató de colocarlo bien. Al principio el cajón se negó a moverse, y luego, en respuesta a un tirón afortunado (que no podía dejar de beneficiarse de la energía acumulada tras varios empujoncitos), salió de golpe y liberó un lápiz. Hugh lo examinó brevemente antes de devolverlo al cajón.
No era una belleza hexagonal de cedro de Virginia o africano, con el nombre del fabricante grabado en letras de plata, sino un viejo lápiz de pino barato, muy sencillo, redondo, técnicamente sin rostro, teñido de un lila apagado. Diez años atrás se lo había dejado allí un carpintero que no había terminado de examinar, y no digamos de reparar, el viejo escritorio, cuando fue en busca de una herramienta que nunca encontró. Ahora viene el acto de atención.
En su taller, y mucho antes de eso en la escuela del pueblo, el lápiz se había ido desgastando hasta quedar reducido a dos tercios de su longitud original. La madera cruda de extremo afilado se oscureció hasta adquirir un color morado plomizo, mezclándose así su tinte con el de la roma punta de grafito, cuyo ligero lustre es lo único que la distingue de la madera. Un cuchillo y un sacapuntas de latón trabajaron minuciosamente en él, y si fuera necesario podríamos seguir el complicado sino de las virutas, cada una malva por un lado y canela por el otro cuando eran recientes, pero reducidas ahora a átomos de polvo cuya amplia, amplísima dispersión produce un pánico que corta el aliento; pero uno debe estar por encima de él, uno se acostumbra a él bastante pronto (hay terrores peores). En conjunto, se fue acortando suavemente, pues era de hechura anticuada. Retrocediendo unas cuantas estaciones (pero no tanto como para llegar al año en que nació Shakespeare, año en que se descubrió el grafito para minas) y reanudando la historia del objeto en la dirección del «ahora», vemos el grafito, molido muy fino, que muchachas y viejos mezclan con arcilla húmeda. Esta masa, este caviar prensado, se coloca en un cilindro metálico que tiene un ojo azul, un zafiro al que han practicado un agujero, a través del cual se hace pasar el caviar. Sale en forma de apetitosa varilla continua (¡cuidado con nuestro pequeño amigo!), la cual parece retener la forma del tracto digestivo de una lombriz de tierra (¡pero mira, mira, no te desvíes!). Ahora la cortan a la medida adecuada para estos lápices concretos (atisbamos al cortador, el viejo Elias Borrowdale, y estamos a punto de acechar por encima de su antebrazo durante un recorrido de inspección, pero nos detenemos, nos detenemos y retrocedemos, en nuestra prisa por identificar el segmento individual). Lo vemos cocerse, lo vemos hervir en grasa (aquí una toma del lanudo donante de la grasa cuando lo matan, una toma del pastor, una toma del padre del pastor, un mexicano) y ya encajado en la madera.
Ahora no perdamos nuestro precioso fragmento de mina mientras preparamos la madera. ¡Aquí está el árbol! ¡Este pino concreto! Lo cortan. Sólo se utiliza el tronco, desprovisto de su corteza. Oímos el chirrido de una sierra eléctrica recientemente inventada, vemos cómo secan y sierran los troncos y cómo cepillan los tablones. Aquí está la tabla que proporcionará el revestimiento del lápiz contenido en el poco profundo cajón (todavía sin cerrar). Reconocemos su presencia en el tronco como reconocemos el tronco en el árbol y éste en el bosque y éste en el mundo que construyó el Desconocido. Reconocemos esa presencia por algo que nos resulta perfectamente claro pero que no tiene nombre, y tan imposible de describir como una sonrisa a alguien que jamás ha visto unos ojos risueños.
Así, todo este minúsculo drama, desde el carbono cristalizado y el pino talado hasta este humilde instrumento, hasta esta cosa transparente, se despliega en un instante. ¡Ay! ¡El sólido lápiz que manosea brevemente Hugh Person nos elude todavía de algún modo! Pero él no nos eludirá, oh, no.
4
Aquélla era su cuarta visita a Suiza. La primera tuvo lugar dieciocho años atrás, cuando permaneció algunos días en Trux con su padre. Diez años después, a los treinta y dos, visitó aquella vieja población a orillas de un lago y cultivó con éxito la emoción sentimental, a medias maravilla y a medias remordimiento, yendo a ver el hotel en que habían estado. Un empinado sendero y un tramo de desgastados escalones conducían al establecimiento desde el nivel del lago, donde el tren local le había dejado en una insulsa estación. Retuvo el nombre del hotel, Locquet, porque se parecía al apellido de soltera de su madre, canadiense francófona, a la que Person padre sobreviviría menos de un año. Recordaba también que era vulgar y barato, y que se alzaba abyectamente al lado de otro hotel mucho mejor, a través de cuyas ventanas en el rez-de-chausée3 se podían distinguir los espectros de mesas descoloridas y camareros subacuáticos. Ahora ambos hoteles habían desaparecido y en su lugar se levantaba la Banque Bleue, un edificio de acero, todo él superficies pulidas, láminas de vidrio y macetas con plantas.
Hugh había dormido en una especie de fría alcoba, separada de la cama de su padre por una arcada y una percha. La noche es siempre un gigante, pero aquélla fue especialmente terrible. Hugh, que en casa había tenido siempre su propia habitación, detestaba aquella fosa común de sueño, y confió sombríamente en que la promesa de dormitorios separados se mantendría en las etapas posteriores de su gira suiza, que resplandecían más adelante, de un modo tenue, en una niebla pintada. Su padre, un hombre de sesenta años, más bajo y grueso que Hugh, se había vuelto un viejo descuidado desde su reciente viudez. Sus cosas despedían un olor característico, débil pero inequívoco, y gruñía y suspiraba mientras dormía, soñando en grandes y pesados bloques de tinieblas, que uno debía empujar y apartar de su camino o a los que uno tenía que trepar con angustiosos movimientos de impotencia y desesperación. En los anales de las giras europeas, recomendadas por los médicos de cabecera a ancianos jubilados para mitigar la aflicción de la soledad, no podemos encontrar ni un solo viaje que lograra ese objetivo.
Person padre siempre había sido poco mañoso, pero hacia el final de su vida su manera de manosear torpemente en la bañera, palpando en busca del jabón de transparente materia evasiva, o de tratar inútilmente de atar o desatar los componentes de ciertos artículos manufacturados para atarlos o desatarlos de nuevo, resultaba cada vez más cómica. Hugh había heredado algo de esa torpeza; su exageración actual le molestaba como una parodia repetitiva. La mañana del último día del viudo en la así llamada Suiza (es decir, muy poco antes del acontecimiento causante de que todo se convirtiera para él en «así llamado»), el viejo chocho se peleó con la persiana veneciana con el objeto de comprobar el tiempo que hacía, y como sólo consiguió tener un atisbo de la calzada húmeda antes de que la persiana descendiera en estrepitosa avalancha, decidió coger el paraguas. Éste estaba mal plegado, y el viejo empezó a arreglar los pliegues. Al principio Hugh le miraba en silencio, con la irritación y el disgusto dibujados en su rostro. El desdén era inmerecido, puesto que existen montones de cosas, desde células vivas hasta estrellas muertas, que de vez en cuando sufren pequeños accidentes en las manos no siempre capaces o cuidadosas de sus anónimos formadores. Los negros pliegues se abrieron en desorden, hubo que ordenarlos y cuando el ojal de la cinta estaba preparado para usarlo (un diminuto círculo tangible entre índice y pulgar), su botón desapareció entre los pliegues y surcos. Tras contemplar durante algún tiempo aquellas ineptas manipulaciones, Hugh arrancó el paraguas de manos de su padre, de un modo tan brusco que el viejo siguió amasando el aire unos instantes antes de reaccionar con una amable sonrisa de disculpa ante la súbita descortesía. Sin decir palabra, Hugh plegó y abrochó furiosamente el paraguas, el cual, a decir verdad, apenas había adquirido una forma mejor de la que el padre finalmente le habría dado.
¿Cuáles eran sus planes para aquel día? Desayunarían en el mismo lugar donde habían cenado la vís...