El barquito chiquitito
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El barquito chiquitito

  1. 232 páginas
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El barquito chiquitito

Descripción del libro

Un rescate necesario: la segunda novela de Antonio Tabucchi, o el siglo XX italiano a través de una saga familiar.

Esta es la segunda novela de Tabucchi, publicada en 1978, poco después de Piazza d'Italia. Ambas forman una suerte de díptico «preportugués», en el que el joven escritor está buscando su voz definitiva y explorando los resortes de la novela.

El barquito chiquitito es por tanto un libro seminal, que tras su publicación estuvo muchos años descatalogado e injustamente olvidado. Cuando se recuperó, el autor escribió para la ocasión un prólogo en el que dice: «No había vuelto a leer este libro desde que lo escribí, y hasta yo mismo me sorprendo. (...) Aquí está la Historia con mayúsculas, desatinada muchacha que acarrea jubilosa duelos y malandanzas; la historia sin mayúsculas de nuestro país, por el cual sigo sintiendo la nostalgia de lo que habría podido ser y no es (...). Y, sobre todo, está el fenotipo de muchos personajes míos que vendrían después: un personaje derrotado pero no resignado, obstinado, tenaz.»

Este personaje es aquí Sesto, y la Historia con y sin mayúsculas es la de la Italia del siglo XX, recreada en la novela a través de la familia de Sesto, desde la generación de los abuelos. Aparece en estas páginas una Italia rural y de pequeñas ciudades de provincias, un pueblo que vive de una cantera, la llegada de la electricidad y los primeros coches, dos guerras, dos hermanas gemelas amadas por un insulso burgués que tendrá con una de ellas un hijo ilegítimo, el hermanastro legítimo de este... Uno de estos hermanos se hará fascista, y el otro, maestro de escuela, acabará prisionero de los nazis; en la posguerra el fascista se pasará a la Democracia Cristiana, y así llegaremos a los convulsos sesenta, con una chica llamada Rosa en honor de Rosa Luxemburgo cuyo destino será acaso tan trágico como el de la líder espartaquista...

Tabucchi retrata la evolución de Italia a lo largo de un siglo convulso en una obra temprana pero nada primeriza ni titubeante. Un texto que merecía ser recuperado y publicado por fin en español.

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Información

Año
2018
ISBN de la versión impresa
9788433980106
ISBN del libro electrónico
9788433939579
Categoría
Literatura

Primera parte

DESDE EL FINAL HASTA EL PRINCIPIO
Tendrían que pasar muchos años desde el principio de esta historia, cuando Leonida (o Leonido) estaba cruzando a nado un torrente gélido, antes de que Capitán Sesto se pusiera a recorrer en sentido contrario toda su ruta. En aquel entonces, Leonida aún debía de ser el jovenzuelo todo huesos y bigotes del retrato que Capitán Sesto encontró en el desván de la casa paterna, y nunca llegó a explicar exactamente las razones que lo habían empujado a la fuga ni cómo habían ido las cosas aquella noche. Sin duda, debió de ser una noche de invierno. Los gendarmes debieron de ser dos porque iban siempre en pareja y el único bien que Leonida llevaba consigo, además de la ropa que traía puesta, debió de ser un viejo recetario familiar envuelto en una tela de hule. Ni siquiera el año en el que todo aquello ocurrió fue posible establecerlo con certeza, a pesar de toda la buena voluntad con la que Capitán Sesto intentó echar cuentas; desde luego, era un año en el que la otra orilla aún se llamaba reino de las Dos Cerdeñas y en cierta manera él también, Capitán Sesto, estaba presente: como hipótesis biológica navegaba de hecho en los lomos de Leonida (o Leonido), que nadaba desesperadamente en las ondas del torrente helado. Al empezar, pues, a relatar aquella lejana fuga, Capitán Sesto reconstruyó la escena con su imaginación, y evocó la enjuta figura de un jovenzuelo bigotudo, descalzo y de cabeza descubierta, con la casaca revoloteando, que corría por la orilla de un riachuelo que en aquellos tiempos marcaba la frontera entre el gran ducado de Toscana y el reino de las Dos Cerdeñas. El campo está inmóvil, atenazado de frío, y un pálido claro de luna ilumina el paisaje, la figura que corre en el paisaje y dos sombras que la persiguen. El perseguido acaba de desaparecer, metiéndose entre el cañaveral que ribetea el borde del torrente cuando los tricornios de los gendarmes granducales ocupan su lugar contra la luna. Inmóvil, con los ojos desorbitados, agazapado entre los matorrales, el fugitivo rebusca con la mirada a través de los intersticios del cañaveral. En la carrera ha perdido los zuecos y está acuclillado con los pies descalzos en el cieno del cañaveral. Sus ojos delatan terror y una muda desesperación; en la mano derecha agarra un robusto bastón del que parece resuelto a servirse en el caso de que lo saquen de su escondrijo. Entre tanto, la luna, que aclara el campo cual si fuera de día, se ha dejado velar por una nube deshilachada que viaja por la noche cristalina. El fugitivo, con el instinto del animal perseguido, comprende que no hay tiempo que perder. Se pone rápidamente de pie y con unos cuantos pasos ligeros que se traducen en un chapoteo apenas audible alcanza la orilla del torrente. Podría haberse dejado resbalar hacia el agua en silencio, pero tal vez se deje llevar por la excesiva impaciencia de abandonar esa orilla, el caso es que se lanza con los brazos extendidos al agua turbia. El estrépito resulta fragorosamente delator, pero a causa de la oscuridad los gendarmes no pueden localizar el lugar exacto del río en el que se halla el fugitivo. Resuena un disparo de fusil que dibuja un rayo azulado sobre la orilla granducal y se pierde en la noche. Entonces, desde la otra orilla, casi como respuesta, llega un grito de mofa que resuena en el silencio.
Desde luego, el lugar y las circunstancias en las que Capitán Sesto empezó su relato no eran las más propicias para la reconstrucción histórica. Era, efectivamente, una tarde de finales de verano y él estaba sentado en el murete de una anteiglesia polvorienta habitada por un perro amarillo, aguardando un autocar que habría de llevarlo muy lejos con su traqueteo. El autocar, como tenía por costumbre, tardaba en aparecer, la tarde cálida y silenciosa invitaba al sueño, el perro amarillo se había enroscado ante la puerta de la iglesia y el pueblo descansaba bajo un velo de polvo. Capitán Sesto sostenía entre sus manos el cuaderno que había comprado en la tienducha de la plaza, en el que había escrito el nombre de Leonida y, entre paréntesis, el de Leonido. Notaba esa vaga sensación de excitación y de asombro que proviene de lo desconocido y, al mismo tiempo, una sensación de embriaguez y de turbación por la libertad que se estaba tomando, porque se daba cuenta de que todo lo que había sido dependía exclusivamente de él. Después, con decisión, junto al nombre de Leonida (o Leonido), escribió también el de Argia.
DOS MENSTRUOS AL AÑO
La medicina, personificada en el doctor Poldi, le había diagnosticado a Argia una pubertad y unas funciones ováricas improbables nada más salir prematura del vientre de su madre; y en la época que Capitán Sesto escogió como arranque de su historia debía de ser como la minúscula muchacha del retrato que él había encontrado en el desván de su casa paterna, con sus ojos redondos y una carita puntiaguda que la hacía parecerse vagamente a un topo. Vivía en aquel entonces con sus padres en una casa de campo amarillenta, desconchada por los años, en medio de una era poblada de gallinas y de dos vacas que cada atardecer entraban solas en el establo: todo ello propiedad de un funcionario real que estaba en Turín y que venía de Pascuas a Ramos. En definitiva, que se sobrevivía, gracias a Dios, y no hubiera resultado una vida desgraciada sin la desgracia de esa hija.
El mismo diagnóstico lo pronunció el doctor Poldi cuando, con nueve años cumplidos, la estatura de la exmoribunda había alcanzado el metro y diez: medida en la que parecía decidida a permanecer de por vida, a pesar del masivo suministro de huevos frescos al que venía siendo sometido su modesto píloro. El decisivo y desesperado salto de treinta centímetros hasta la etapa extrema de su crecimiento, Argia lo había realizado en su pubertad, que, junto a la pelusa inguinal y el razonable endurecimiento de las glándulas mamarias, no le había traído sin embargo las regulares reglas mensuales. El doctor Poldi, a quien la angustia materna interrogó por tercera vez, frente a la defección del menstruo que más tarde habría de revelarse solo como la dilación de un exiguo flujo que buscaba su vía de salida, se acarició por tercera vez el mentón barbudo confirmando su diagnóstico. Pero la ciencia del doctor Poldi no tenía en cuenta cierto equilibrio, cierta íntima congruencia, bien conocidos por la naturaleza, por las mareas linfáticas y sanguíneas, por la oscura caída de los óvulos en los inexplorados espacios ováricos sostenidos y guiados por sus peculiares leyes. Un día de un dulce otoño incipiente, mientras la minúscula muchacha estaba ordeñando la vaca en el establo, acuclillada en el taburete de ordeñar, sintió entre las piernas un líquido tibio como la leche que le salpicaba entre los dedos. Y simultáneamente a tal sensación se vio desbaratada por la violencia con la que sus sentidos reaccionaban ante la realidad circunstante. Argia, pese a comprender que se había convertido en una mujer con todas las de la ley, no dio excesiva importancia al acontecimiento, porque se daba cuenta de que aquella moderada visita sanguínea no habría de repetirse con frecuencia mensual. Tenía razón. El invierno transcurrió sin ulteriores visitas: tan solo una ráfaga de sensaciones de aumentada intensidad, como si el olfato y el oído se dilataran, daba a entender a la muchacha, cada treinta días, que era el día de su menstruación en seco. Con la llegada de la primavera, las reglas se manifestaron de nuevo, aunque solo con una manchita roja. Y así fue siempre, desde entonces.
La minúscula Argia consiguió mantener oculto su estado durante cuarenta y seis días, hasta que vómitos y náuseas la obligaron a decidirse. El doctor Poldi abrió los brazos, después se acarició el mentón y masculló: «Todo es relativo, todo es relativo», tras lo cual se sentó y prescribió una decocción que prevenía las náuseas de embarazo.
Pero cuando la muchacha se marchó con la receta, el doctor Poldi se dio cuenta de que estaba muerto de cansancio y se desabrochó el cuello de la camisa. «Todo es relativo», rumió una decena de veces antes de refugiarse en un breve sueño inquieto en el sofacito de su estudio. Aquella idea lo tuvo hechizado durante todo el día y lo obligó a garabatear y trazar algoritmos y teoremas en su recetario. Pero aquel fue un invierno de un frío desproporcionado que trajo consigo una avalancha de pulmonías, y cataplasmas de mostaza, ventosas calientes y visitas nocturnas lo apartaron, acaso con alivio por su parte, de las tentaciones de la filosofía. De aquel pensamiento nuevo y fascinante le quedó, sin embargo, la exclamación, que habría de convertirse en su lema preferido en los años que le quedaban por vivir.
Movido por la confesión de Argia y por una pulmonía galopante que el doctor Prodi se encargó de curar con cataplasmas de mostaza, el empreñador misterioso salió del henil en el que llevaba muchos días escondido; declaró llamarse Leonida y ser tipógrafo, oficio totalmente desconocido para los padres de Argia, pero que aventuraban incompatible o por lo menos ajeno a la agricultura; dijo provenir de una ciudad de la Toscana que sonaba a lejanía mítica, pero que en realidad distaba un centenar de kilómetros; se guardó mucho de confesar los motivos que lo habían inducido a arrojarse al gélido torrente en el que se detenían las fronteras de su estado.
La ceremonia nupcial fue rápida y vespertina, como corresponde a una boda sin velo blanco; Argia llevaba un abrigo color castaño que le daba un aspecto ratonil. La cena fue abundante y silenciosa: sobre la mesa de la cocina se dispuso una sopa de chicharrones, un capón y una tarta de uva, con vino dulce. En la chimenea ardía un tronco de fiesta grande, que la madre de Argia se encargaba de reavivar cuando la asaltaban las oleadas de conmoción. El doctor Poldi, que había hecho de testigo, improvisó un discursillo basado en la tesis de que en este mundo todo es relativo, pero antes de llegar a una conclusión que se prometía muy interesante, definida por él mismo como «el meollo», tuvo que despedirse a toda prisa a causa de una pulmonía que reclamaba su visita mostazal.
Los recién casados se marcharon al alba. Todo había quedado ya acordado en la escueta conversación entre Leonida y su suegro, el día en el que el ignoto amante había salido de su escondrijo. Y así fue. Los padres de Argia acabaron dando su consentimiento, temerosos de la soledad: pero el oficio del joven no se convenía con el arado y además este no acababa de mostrarse tranquilo en una casa de campo que le parecía demasiado próxima a un torrente de desafortunada memoria. Pero nadie preguntó nada, nade hizo presiones de ningún tipo. Con una mula y un calesín, los recién casados se marcharon al alba. Llevaban un lavabo de esmalte, dos mantas de lana, un saco de tela con el ajuar, un paquete de velas de sebo y una monstruosa lámpara de techo adornada con cuentas de cristal, regalo de bodas del doctor Poldi. De a dónde se dirigían no supieron dar razón, ni en realidad lo sabían con exactitud. Leonida señaló confusamente hacia las montañas, ni muy lejos siquiera, pero por su mirada perdida y por el gesto con el que el dedo índice franqueó el aire, sus suegros entendieron que quería decir «hacia allá». Argia, con la boca llena de náuseas, a pesar de la infusión que se había bebido en ayunas, rechinó los dientes en una estoica sonrisa y levantó su minúscula mano para decir adiós. La mula se encaminó de mala gana, balanceándose y echando humo por los ollares: Leonida, que llevaba las riendas, intentó aguijarla sin éxito y al final se resignó al trote. Argia mantuvo la mano en alto con gesto de saludo mientras siguió viéndolos a los dos en medio de la era. Después se asomó fuera de la calesa y, sin hacer ruido, vomitó toda la decocción del doctor Poldi.
NOMBRES DE ARITMÉTICA Y PELIRROJOS
Cuando Capitán Sesto, al final de su historia, se puso a pensar en quién había llevado antes que él su aritmético nombre, regresó con su imaginación a una lejana tarde de agosto refrescada por una tormenta veraniega, cuando el primero de todos los Sestos de esta historia, imponiéndose a las angostas vísceras maternas, se asomó al horizonte de este mundo.
En aquellos tiempos, sin embargo, el nombre aritmético tenía su razón de ser; en efecto, antes de que aquel lejano Sesto y su hermano Quinto, después de haber cohabitado durante nueve meses en un incómodo envoltorio, consiguieran superar las dificultades del camino, había sido necesario que cuatro de sus hermanos intentaran sin éxito el breve pero arduo viaje desde el útero de Argia hasta la luz. Ni Quinto ni el primer Sesto, por lo tanto, pudieron llegar a conocer a sus hermanos anteriores, dado que estos, exhaustos acaso por sus esfuerzos por alcanzar la luz, morían pocos días después de nacer. Primero se ponían amarillos, luego violetas como berenjenas, ronroneaban como gatos en celo y al final se quedaban secos, blanquísimos. Se helaban en pocos segundos, con sus mandibulitas encanalladas que no había manera de separar, como de mármol. Quedaban expuestos durante un día en un catafalco dispuesto sobre la mesa de la cocina, con el vestido de tafetán blanco que cosieron para el primero y que sirvió para el velatorio de los cuatro; a continuación, después de desnudarlos, los colocaban en casetas de palomas y Leonida (o Leonido) se los llevaba al camposanto debajo del brazo, como si fueran paquetes para entregar a domicilio.
Pero aquella tarde de agosto en la que el primer Sesto, resistiendo a una larguísima expulsión y a un fórceps que lo arrancó de la posición en la que estaba enrocado, siguió reluctante el camino de sus otros cinco hermanos, Leonida (o Leonido), al oír dos voces que lloraban con rabia, comprendió que aquel parto había sido distinto y que al día siguiente no tendría que ir al cementerio con dos casetas bajo el brazo. Se sacudió el polvo de la ropa de trabajo y se quitó las botas para entrar en el dormitorio matrimonial. En aquella época, Leonida no era ya el jovenzuelo todo huesos y bigotes del retrato que Capitán Sesto encontró en el desván de la casa paterna; en pocos años, la montaña blanca había hecho de él un hombre de extremidades maduras, por más que delgadas, con los hombros robustos y un paso felino y sincopado. Los bigotes, con todo, seguían siendo mayúsculos, como cuando se había arrojado al torrente, en un rostro ya con muchas arrugas. Un rostro tan rudo y tan viril que Argia, pareciéndole incongruente para aquel rostro un nombre de terminación femenina, había empezado a llamarlo Leonido, negándose a admitir su verdadero nombre,
–¿Y este de dónde sale? –dijeron los bigotes de Leonido, ensanchándose en una sonrisa.
El padre tomó en brazos a uno de los dos críos congestionados por el llanto y lo acercó a la luz para poder observarlo mejor. Y también Argia, por muy agotada que estuviera, lo escrutó atentamente con aire de asombro.
–No me habías dicho nunca que había pelirrojos en tu familia.
Leonido miraba el rojo insólito de aquellos cabellos, un rojo encendido e inusual; una pelusa llameante y reluciente en un cuero cabelludo igualmente rojizo. Y en un instante recorrió todo su árbol genealógico, hasta donde su memoria se lo consentía, en busca de un antepasado de pelo rojo que, sin embargo, no fue capaz de encontrar. Y entonces, como un relámpago, se le vino a la cabeza un recetario que se había llevado consigo en la noche de su fuga. Era un simple cuaderno de recetas, una hogareña farmacopea en cuya portada una caligrafía ondeante había escrito: Ciento veinte recetas para ciento veinte achaques.
Ciento veinte recetas, al ritmo de una al mes, hacen diez años. Durante diez años, en efecto, al ritmo de una al mes, una mujer había destilado ciento veinte julepes distintos para curar a su marido de las dolencias que lo atormentaban. La receta del julepe mensual lo transcribía aquella mujer con ondeante caligrafía en una hoja de cuaderno a cuadritos que unía a la botella del fármaco con la indicación de la dosis y la posología. Y a partir de aquel recetario, Leonido, cuando le preguntaron por el pelo rojo de su sextogénito, se había remontado a un hecho que nunca le había contado a nadie.
El primer lunes del mes, en plena noche, su madre lo despertaba y le ponía ropa nueva. Fuera pasaban los birlochos artríticos que se dirigían a los campos. Eran vagas lumbres, deshabitadas al principio, pero de inmediato con voz: «Recuerdos a tu padre de parte de Massimo... Soy Bigio, recuerdos a tu padre... Dale un abrazo a tu padre de parte de los hermanos Zillèri...» Leonida se grababa los nombres, se los iba repitiendo durante el viaje en la diligencia: Massimo, Bigio, Zillèri. Era un calesín transformado en diligencia gracias al armazón que sostenía un hule precario y sacudido por el viento, veleresco. Massimo, Bigio, Zillèri. Y Leonida se quedaba dormido. Las ruedas le repetían en sueños: Massimo, Bigio, Zillèri. Era un paisaje de colinas y cipreses, con algunas casas diseminadas y manchas de bosques oscuros que subrayaban la noche, repleta de cornejas que, al paso del caballo, tosían con un vuelo breve: Zillèri, Zillèri. Les contestaba una lechuza tardía: Massimo, Massimo. Bigio era crujido agazapado, acaso de bicha o conejo, en la hierba. Leonida se despertaba cuando la diligencia tomaba la cuesta, en el cruce de Saline. Para entonces...

Índice

  1. Portada
  2. No había vuelto a releer este libro desde que lo escribí...
  3. Primera parte
  4. Segunda parte
  5. Créditos
  6. Notas