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El gentil monstruo de Bruselas o Europa bajo tutela
- 112 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
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El gentil monstruo de Bruselas o Europa bajo tutela
Descripción del libro
Europa está en boca de todos. Hay recelo contra las lejanas instancias de Bruselas. ¿Qué hacen nuestros tutores, tan desconocidos para muchos, detrás de fachadas espejeantes, puertas casi siempre cerradas y con una base de legitimidad sumamente cuestionable? Este ensayo se propone iluminar los usos y las reglas de juego con que la Europa de «Bruselas» reclama gobernarnos. «Enzensberger ha investigado a fondo... enumera hechos y desgrana indicios, como si de un crimen se tratara... Su intención es desenmascarar un monstruo ávido de poder que avanza como una apisonadora imparable.» (Hubert Spiegel, Frankfurter Allgemeine Zeitung).
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Información
ISBN del libro electrónico
9788433933416Categoría
Política1. GLORIAS & ALABANZAS
Las buenas noticias escasean; por eso conviene empezar con ellas, aunque todo reportero de verdad obviamente prefiere las malas.
Vaya en primer lugar lo más importante: pocas son las décadas en la historia de nuestro continente en que haya reinado la paz. Entre los Estados que pertenecen a la Unión Europea no ha habido un solo conflicto armado desde 1945. ¡Casi una generación entera sin guerra! He aquí una anomalía de la cual este continente puede estar orgulloso.
También podemos alegrarnos de una serie de comodidades ajenas a una cuestión de vida o muerte, comodidades que se han convertido para nosotros en tan naturales que ya no nos llaman la atención. Las personas menores de sesenta años no recuerdan lo trabajoso que era después de la Segunda Guerra Mundial entrar en un país vecino. Sin una larga y penosa lucha burocrática era imposible pensar en viajar al extranjero. El que quería cruzar una frontera había de presentar cartas de invitación legalizadas, rellenar solicitudes de visado por triplicado, pedir permisos de estancia, superar un complicado régimen de divisas amén de una docena de otros obstáculos. Para recibir un libro del extranjero uno tenía que someterse al enrevesado trámite de la central de aduanas. Pagar una factura emitida en España o cobrar un giro procedente de Francia venía a ser nada menos que un acto de soberanía que no podía realizarse sin una nutrida colección de sellos oficiales. Hoy día, de todo ello no queda más que un vago recuerdo. Quienes poseen el pasaporte de un Estado miembro de la Unión Europea pueden, en su mayoría, vivir donde desean sin hacer cola en la oficina de extranjería para conseguir su permiso de trabajo o residencia. Incluso se ha hecho posible, salvo rara excepción, conectar un aparato eléctrico sin llevar en la maleta un arsenal de adaptadores. También ha bajado notablemente –muy a pesar de las agencias de cambio– un gran número de gastos de transacción monetaria.
En suma, el proceso de la unificación europea ha hecho cambiar para mejor nuestra vida cotidiana. En lo económico fue durante mucho tiempo tan exitoso que hasta el día de hoy toda clase de aspirantes posibles e imposibles llaman a sus puertas pidiendo la admisión.
Además hay que agradecer a nuestros custodios bruselenses que, en no pocas ocasiones, hayan arremetido con coraje contra carteles, oligopolios, malabarismos proteccionistas o subvenciones prohibidas. ¡Las tarifas telefónicas! ¡La letra pequeña de los contratos destinada a engañar a consumidores incautos! ¡La defensa de los no fumadores! ¡El timo al sacar dinero del cajero automático! La Unión vela por crear transparencia en estos ámbitos.
Tarea ardua que no se da por hecha. Pues una y otra vez los gobiernos nacionales se han dejado doblegar complacidamente por los gigantes mundiales de los sectores farmacéutico, energético, financiero, alimentario o de la comunicación. Se trata aquí de contrincantes que disponen de enormes recursos económicos; luchan sin contemplaciones por sus beneficios de monopolistas, amenazan con suprimir puestos de trabajo y han alcanzado el virtuosismo en el arte de evadir impuestos. No existe ningún país que por sí solo sea capaz de hacerles frente, resistir sus tentativas de chantaje o incluso imponerles algún castigo.
Hay otros problemas de solución exclusivamente comunitaria donde la Unión Europea ha hecho méritos. Lleva años intentando, sin éxito contundente, poner fin a ese ridículo parcheo que hace del control del espacio aéreo europeo un peligroso juego de paciencia. Pero, ante cualquier propuesta de concentración, los treinta y seis servicios diferentes que lo supervisan –cada uno con métodos y técnicas distintos– son defendidos por las instancias militares y civiles de los países miembros con una pertinacia propia de las ratas. Esta forma de control aéreo no sólo cuesta más de tres mil millones de euros anuales, sino que engulle inmensas cantidades de carburante y provoca un sinfín de retrasos y retenciones.
Fatales son también las consecuencias de la eterna disputa por las cuotas pesqueras y el siempre dilatado almacenamiento final de los residuos radiactivos, problemas que ninguno de los Estados miembros, según parece, puede o quiere resolver por sí solo. Y no terminan ahí las ventajas que ofrece la Unión. En los rincones más apartados de Europa puede uno encontrarse con carteles que proclaman que la construcción de tal autopista, puente, edificio o centro de investigación ha sido promovida por la UE. Pero es sobre todo el sector agrícola el que goza de ingentes subvenciones, siendo en particular las grandes explotaciones las destinatarias de fondos procedentes de la mayor partida del presupuesto comunitario: la política agraria dispone de 59.000 millones de euros. El segundo lugar lo ocupa el fomento regional, cuyos 455 programas cuentan con un total de 49.000 millones (el Tribunal de Cuentas ha introducido una gota de amargura en este dulce maná al dictaminar que, últimamente, un 36 % de esos proyectos han sido subsidiados sin que cumplieran los requisitos).
No obstante, se trata, en su conjunto, de beneficios nada desdeñables. ¿Deberíamos, pues, felicitar a los guardianes de Bruselas por los bellos resultados que en muchos terrenos han logrado a despecho de «intereses nacionales» celosamente tutelados? No es del todo necesario, pues las propias autoridades europeas se están haciendo cargo de ello.
2. JERGAS Y JERIGONZAS
Sabido es que ningún gobierno puede prescindir de la propaganda, aunque el término no resulte agradable al oído; hoy se prefiere hablar de «comunicación optimizada». También la Unión Europea se prodiga en ello. Ya hace años invirtió importantes sumas de dinero en películas publicitarias y portales de internet. Cada año subvenciona a la emisora Euronews con cinco millones de euros y con otros seis millones a la poco conocida red de radiodifusión Euranet. El mismo Parlamento Europeo se concede el lujo de mantener un canal de televisión propio llamado Europarltv, por el cual está dispuesto a desembolsar diez millones pese a la muy reducida audiencia con que cuenta. Mucho de lo que allí se ve y se oye recuerda las prácticas de una prensa palaciega. La autocrítica no es el fuerte de nuestros guardianes.
En su informe sobre los presupuestos la Comisión oculta habitualmente las aportaciones nacionales a las arcas de la Unión arguyendo que «los antieuropeístas podrían hacer mal uso de las cifras». El que quiere saber más al respecto es considerado un enemigo. La Federación de la Función Pública Europea, organización que defiende los intereses del funcionariado y que de acuerdo con los usos de Bruselas ha tenido a bien engalanarse con el acrónimo FFPE, aún va más lejos en ese secretismo. Hace poco exigió en una carta abierta que la Comisión creara «una célula especial dotada de los recursos necesarios para reaccionar a los ignominiosos ataques que convierten al personal de la UE en chivo expiatorio». La culpa de esas embestidas difamatorias sería, según dicha federación, de unos «medios de comunicación dirigidos por lobbys antieuropeos».
Todo ese teatro de relaciones públicas se debe no sólo a la vanidad ofendida del funcionariado, sino que sirve también para compensar un defecto endémico del proyecto de integración, y que no es otro que el hecho doloroso pero innegable de que a día de hoy aún no existe una opinión pública europea merecedora de tal nombre. En efecto, en lo que a los medios de comunicación se refiere, cada país hace honor al refrán de «antes es mi sayo que el de mi tocayo». Es también por eso por lo que debemos tomar con cautela las informaciones que nos llegan desde Bruselas: cuanto más precaria la legalidad, tanto más gruesos los ungüentos publicitarios.
Metidas en esta incómoda situación, las autoridades sienten una creciente tentación de tomar en sus propias manos la tarea de formar esa opinión pública. Para ello, y al contrario de unas elecciones o incluso votaciones, siempre engorrosas para los que tienen el poder, resultan muy útiles las encuestas, por lo menos mientras arrojen resultados que gusten a quienes las han encargado.
«La solución es más Europa», pregona la oficina de la vicepresidenta, especialmente partidaria de la comunicación. Invoca las conclusiones de un sondeo llamado Eurobarómetro que, por encargo suyo, se realiza dos veces al año y que ha sido muy favorable para la Comisión. «El 92 % aprueba la tesis de que los mercados laborales deben modernizarse y que el apoyo a los pobres y los socialmente marginados tiene prioridad. El 90 % desea una economía que gaste menos materias primas y cause una menor cantidad de gases de invernadero.» Un resultado de ensueño, que seguramente podría incrementarse preguntando a la gente si está a favor de la guerra o la paz, de la enfermedad o la buena salud, del dumping salarial o los sólidos convenios colectivos.
El panorama se presenta menos triunfalista si hemos de creer a otros datos demoscópicos, según los cuales ya tan sólo un 49 % de los europeos ven la pertenencia de su país como algo positivo y solamente un 42 % tiene confianza en las instituciones de la UE.
Esto se debe, entre otras razones, a la retórica que predomina en ella. El mismo Tratado de Lisboa, un sucedáneo constitucional que sirve de base jurídica de la Unión, se caracteriza por un lenguaje que plantea dificultades francamente insalvables hasta al mejor intencionado de los ciudadanos europeos. Se asemeja a una alambrada infranqueable. Un pasaje como el que sigue sólo puede tener efecto disuasorio:
«Las palabras “la Comunidad” o “la Comunidad Europea” se sustituyen por “la Unión”, las palabras “de las Comunidades Europeas” o “de la CEE” se sustituyen por “de la Unión Europea” y los adjetivos “comunitario”, “comunitaria”, “comunitarios” y “comunitarias” se sustituyen por “de la Unión”, con exclusión del artículo 299, apartado 6, letra c), que pasa a ser el artículo 311 bis, apartado 5, letra c). En lo que se refiere al artículo 136, párrafo primero, la modificación que precede sólo se aplica a la mención “La Comunidad”.»
El que incluso a juristas constitucionales les resulte difícil entender esa prosa no puede ser una casualidad. Por desgracia, es de suponer que era justamente esto lo que pretendían sus autores. Cuando en 2008 Irlanda había de votar el Tratado, el irlandés Charlie McCreevy, representante de su país en la Comisión, dijo que de sus 4,2 millones de habitantes apenas 250 habían leído la obra y que de éstos ni siquiera 25 la habían comprendido. Se sabe cómo terminó el referéndum.
Una comparación con el texto de la Constitución estadounidense muestra que el documento europeo no sólo hace escarnio del lenguaje. Ya su extensión es harto elocuente: abarca más de 200 páginas y sólo fue superado por el fallido tratado constitucional de 2004, un tocho de 419 páginas. «En cambio nuestra Europa», dice un poema de Gottfried Benn. «Muchos dislates, mucha charlatanería: La verdad, obra de su vida, 500 páginas..., ¡es imposible que sea tan larga la verdad!»
Otros usos lingüísticos sorprenden por su sordera histórica. La ejecutiva de la Unión, que además es la que en casi todos los ámbitos tiene el derecho exclusivo de iniciativa legal y vigila como «tutora de los tratados» el cumplimiento del derecho europeo por parte de los Estados miembros, no está integrada por ministros sino por comisarios. Cabe dudar de si quienes acuñaron este término repararon en las asociaciones que evoca en Europa. Aparte de que en algunos países se entiende por comisario un policía dedicado a la investigación criminal, se trata del nombre de un cargo oficial p...
Índice
- PORTADA
- 1. GLORIAS & ALABANZAS
- 2. JERGAS Y JERIGONZAS
- 3. LAS MANÍAS DE LA COMISIÓN Y LAS DE SUS CRÍTICOS
- 4. CONOCIENDO LAS PLANTAS DE DIRECCIÓN
- 5. ESPÍRITU DE CUERPO
- 6. ANTECEDENTES MEDIO OLVIDADOS
- 7. ¡ES LA ECONOMÍA, ESTÚPIDO!
- 8. LA ENTRADA EN UNA ERA POSDEMOCRÁTICA
- 9. CONVERSACIÓN ENTRE A, MONSIEUR DE *** DE LA COMISIÓN, Y B, EL AUTOR, SOSTENIDA
- ALGUNAS FUENTES
- CRÉDITOS
- NOTAS