Yo voy, tú vas, él va
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Yo voy, tú vas, él va

Jenny Erpenbeck, Francesc Rovira Faixa

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  1. 336 páginas
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Yo voy, tú vas, él va

Jenny Erpenbeck, Francesc Rovira Faixa

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El drama de los refugiados sin maniqueísmos ni clichés. Una novela cargada de humanidad, lucidez y valentía.

A Richard, profesor universitario alemán con una exitosa carrera profesional a sus espaldas, le ha llegado el momento de la jubilación. Desde el escritorio de su casa, mientras contempla el lago tras la ventana, se pregunta cómo llenar todo el tiempo libre del que dispondrá. Se entera entonces de la existencia de un campamento de refugiados en Berlín y decide echar una mano.

Allí escuchará historias desgarradoras y esperanzadas de jóvenes llegados desde países lejanos, que vienen huyendo de la guerra y la miseria. Pero la comunicación no siempre es fácil, y en más de una ocasión se producen malentendidos o directamente choques culturales, mientras las autoridades se limitan a aplicar la ley con fría determinación.

Esta es una novela que aborda sin maniqueísmos, sensiblería o tópicos fáciles una tragedia candente de la Europa actual. Pero no es solo eso: es también el potente retrato de un grupo de seres humanos, cada uno con sus cuitas, en cuyo centro se sitúa el recién jubilado Richard. Y a través de su peripecia personal emergen en el libro otros temas de calado: cómo afrontar la vejez, la soledad y las heridas abiertas del pasado –la desaparición de la mujer con la que compartió su vida, fallecida hace años–, pero también cómo convivir con el deseo que pervive, y que le despierta una etíope mucho más joven que enseña a los refugiados alemán y los rudimentos de las formas verbales: Yo voy, tú vas, él va...

Una novela deslumbrante forjada con la suma de muchas pequeñas historias personales que se entrecruzan y dan forma al gran drama del presente. Un libro que nos muestra la vergüenza de la crisis de los refugiados y la necesidad de entender a los otros por encima de las diferencias culturales.

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Información

Año
2018
ISBN
9788433939777
1
A lo mejor le quedan aún muchos años por delante, a lo mejor solo unos pocos. Sea como sea, a partir de ahora Richard ya no tendrá que levantarse puntualmente por la mañana para acudir a la facultad. Ahora tiene tiempo. Tiempo para viajar, dice la gente. Tiempo para leer. Proust. Dostoievski. Tiempo para escuchar música. No sabe cuánto le llevará acostumbrarse a tener tiempo. El caso es que su cabeza sigue trabajando, como siempre. ¿Qué va a hacer ahora con esa cabeza suya? ¿Con esas ideas que siempre revolotean en ella? Ha tenido éxito. ¿Y ahora qué? Lo que suele llamarse éxito. Se publicaron sus libros, lo invitaron a pronunciar conferencias, sus clases fueron siempre muy concurridas, los alumnos leían sus obras, subrayaban pasajes y se los aprendían de memoria antes de los exámenes. ¿Dónde están ahora esos alumnos? Algunos son profesores adjuntos en la universidad, dos o tres han llegado a catedráticos, como él. De otros hace tiempo que no sabe nada. Con uno mantiene cierta amistad, unos pocos dan señales de vida de vez en cuando.
En fin.
Desde su escritorio se ve el lago.
Richard se prepara un café.
Con la taza en la mano, sale al jardín y comprueba si los topos han levantado nuevos montículos.
El lago permanece silencioso, como durante todo el verano.
Richard espera sin saber a qué. Ahora el tiempo es un tiempo completamente distinto. De golpe. Piensa. Y luego piensa que él, por supuesto, no puede dejar de pensar. Pensar es él mismo, y a la vez es la máquina a la que se ve sometido. Ni siquiera cuando se encuentra a solas con su cabeza puede dejar de pensar, naturalmente. Aun cuando aburra a las ovejas, piensa.
Por un instante, se imagina a una oveja hojeando con el hocico su tratado sobre El concepto del mundo en la obra de Lucrecio.
Vuelve a entrar en casa.
Sopesa si no hace demasiado calor para llevar americana. Es más, ¿acaso necesita americana para deambular solo por casa?
Años atrás, al descubrir por casualidad que su amante lo engañaba, lo único que le ayudó a superar el desengaño fue transformarlo en trabajo. Durante meses, el comportamiento de la amante se convirtió en objeto de sus investigaciones. Escribió casi un centenar de páginas para indagar los detalles que habían conducido al engaño y la forma como la muchacha lo había perpetrado. En cuanto a la relación, el esfuerzo no dio resultado alguno, pues al poco tiempo la amante lo dejó definitivamente. Pero, de este modo, por lo menos Richard pudo superar esos primeros meses en los que tan miserable se sentía. El mejor remedio contra el amor, ya lo sabía Ovidio, es el trabajo.
Pero ahora no lo atormenta el tiempo desperdiciado en un amor inútil, sino el tiempo en sí. El tiempo pasa y no pasa. Por un breve instante, tiene la visión de una oveja haciendo trizas con el hocico y las pezuñas un libro titulado Estudio sobre la espera.
Quizá una chaqueta de punto sea bastante más apropiada que una americana en su situación. O por lo menos más cómoda. Y ahora que ya no ve a gente todos los días, tampoco tiene por qué afeitarse cada mañana. Que crezca lo que tenga que crecer. No oponer ya resistencia..., ¿o acaso eso es el principio de la muerte? ¿El crecimiento, el principio de la muerte? No, imposible, piensa.
Todavía no han encontrado al hombre que yace en el fondo del lago. No fue un suicidio, se ahogó mientras se bañaba. Desde ese día de junio, el lago permanece silencioso. Día tras día, silencioso. En junio, silencioso. En julio, silencioso. Y ahora, a las puertas del otoño, sigue silencioso. Ni un solo bote, ni un solo chiquillo estridente, ni un solo pescador. Este verano, si alguien se zambulle en el agua desde el embarcadero de los baños públicos, por fuerza tiene que ser un desconocido que no sepa de la desgracia. Mientras se seca, a lo mejor lo aborda una lugareña que pasea al perro, o un ciclista que baja un momento de la bicicleta para preguntarle: ¿Es que no se ha enterado? Richard no ha contado nunca la desgracia a ninguno de esos desprevenidos, para qué arruinarle el día a alguien que solo quiere pasar un buen rato. Junto a su verja, los excursionistas pasean tan felices al llegar como al volver a casa.
Pero él, cuando se sienta en su escritorio, tiene que ver el lago.
Cuando ocurrió, Richard estaba en la ciudad. En la facultad, para más señas, a pesar de que era domingo. Todavía tenía la llave maestra, que ahora ya ha devuelto. Fue uno de esos fines de semana que dedicó a ir vaciando su despacho. Los cajones, los armarios. Hacia las 13.45. Estaba ordenando los libros de la estantería, el suelo, el sofá, la butaca, la mesilla, para meterlos en cajas. Veinte o veinticinco libros por caja, y luego los objetos menos pesados: manuscritos, cartas, sujetapapeles, mapas, viejos recortes de periódico. Lápices, bolígrafos, gomas de borrar, el pesacartas. Por lo visto había dos botes de remos cerca, pero ninguno de sus ocupantes vio venir la desgracia. El hombre agitó la mano hacia ellos, pero se lo tomaron a broma. Incluso había oído decir que se alejaron. Quiénes eran nadie lo sabe. Chicos jóvenes, dicen. Fuertes, que habrían podido ayudar. Pero quiénes exactamente nadie lo sabe. O quizá tuvieron miedo de que el hombre los arrastrara hacia el fondo, quién sabe.
Su secretaria se ofreció a ayudarlo a embalar. Muchas gracias, pero no. En cierto modo, le daba la sensación de que todos –incluso los que lo apreciaban, o acaso especialmente ellos– tenían prisa por perderlo de vista. Por eso quiso recoger sus cosas solo, en sábados y domingos, cuando no había nadie en la facultad. Descubrió que le exigía un montón de tiempo sacar todo lo que en parte hacía años que estaba olvidado en la estantería o en uno de los cajones y decidir si iba a la bolsa azul de la basura o en una de las cajas que se llevaría a casa. Sin apenas darse cuenta, empezó a hojear algunos manuscritos y terminó pasando cuartos de hora y medias horas leyendo en el centro de la sala. El trabajo de una alumna sobre el «canto undécimo de la Odisea», el de otra, de quien había estado un poquito enamorado, sobre los «niveles de significado en Las metamorfosis de Ovidio».
Luego, un día de principios de agosto, brindaron y pronunciaron discursos con motivo de su jubilación, a la secretaria, a algunos colegas y a él mismo se les humedecieron los ojos, aunque nadie, ni él mismo, llegó a llorar. Todo el mundo se hace viejo un día u otro. Todo el mundo es viejo un día u otro. En los últimos años se había encargado a menudo de pronunciar los discursos de despedida y de convenir con la secretaria la cantidad de canapés y si se servía vino, champán, zumo de naranja o agua. Ahora, algún otro lo había hecho. Todo seguiría funcionando sin él. También eso era mérito suyo. En los últimos meses había tenido que escuchar muchas veces lo valioso que era su sucesor, qué elección más acertada, en la que él había participado en persona, y también él elogiaba al joven siempre que el tema salía a colación, como si también a él le hiciera ilusión, y pronunciaba sin vacilar ese nombre que pronto sustituiría al suyo en el membrete de la facultad, a partir de otoño el sucesor asumiría sus clases y seguiría los planes lectivos que él mismo, ahora catedrático emérito, había redactado poco antes de su despedida para cuando tuvieran que arreglárselas sin él.
El que se va tiene que organizar su propia marcha, resulta de lo más corriente, pero ahora se da cuenta de que jamás ha comprendido realmente lo que eso significa. Y tampoco ahora lo comprende. Como no comprende que, para los demás, su despedida forma parte de la cotidianidad, que solo para él supone un auténtico final. En los últimos meses, cuando alguien le decía lo triste, lo penoso, lo inconcebible que resultaba que pronto se marchara, a él le costaba mostrar la emoción esperada, ya que el lamento del que aseguraba estar tan afectado no significaba sino que este había asumido desde hacía tiempo como inevitable el hecho triste, inconcebible, de que él se fuera, ¡oh, qué pena!
De las fuentes frías que se sirvieron en la facultad con motivo de su despedida solo quedaron, aparte del perejil, algunos canapés de salmón, probablemente porque con ese calor había quien no se fiaba del pescado. A Richard le da la sensación de que el lago, que se extiende y brilla ante sus ojos, siempre ha sido más sabio que él, cuyo oficio es reflexionar. ¿Es o era? Al lago le da lo mismo si lo que se hunde en su seno es un pez o un ser humano.
Al día siguiente de la despedida empezaron las vacaciones de verano en la facultad, uno tenía previsto viajar aquí, otro allá, él era el único que no había planeado nada, puesto que su despacho, que había ido engordando a lo largo de los años, entraba ahora en su fase final de destripamiento.
Al cabo de dos semanas, los anaqueles, sujetados con un cordel, esperaban apoyados contra la pared, las cajas se apilaban tras la puerta y los pocos muebles que mandaría trasladar a su casa formaban un pequeño pero voluminoso montón en el centro de la sala. Apoyada en él, una escoba con las cerdas aplastadas; sobre el alféizar de la ventana, junto a un sobre polvoriento, unas tijeras; en un rincón, cuatro grandes bolsas y media de basura, un rollo de cinta de embalar por el suelo; en la pared, algunos clavos de los que ya no colgaba ningún cuadro. Al fin había devuelto la llave de la facultad.
Ahora tiene que encontrarles un lugar apropiado en la casa a los muebles, abrir las cajas e incorporar todo lo que contienen al hogar. Hueso con hueso, sangre con sangre, como si estuvieran pegados. Los conjuros de Merseburg, en efecto. A partir de ahora también eso que llamamos educación, todo lo que sabe y todo lo que ha aprendido, pasa a ser de su propiedad privada. Desde ayer, todo aguarda en el sótano. Pero ¿qué aspecto tendrá un día apropiado para empezar a desembalar? Como hoy, seguro que no. ¿Mañana, quizá? O más adelante. Cualquier día que no tenga nada mejor que hacer. Aunque la verdadera cuestión es si vale la pena desembalar. Si todavía vale la pena. Si tuviera hijos. O por lo menos sobrinos y sobrinas. Pero no, todo lo que su mujer llamaba siempre sus «trastos» sigue ahí para su único disfrute. Y cuando él ya no esté, para el disfrute de nadie. Por supuesto, llegado el momento, algún anticuario se quedará con los libros, y acaso ese o el de más allá, una primera edición o un ejemplar firmado, encontrarán a otro bibliófilo. A uno como él, a quien, mientras viva, se le permita acumular «trastos». Y así sucesivamente. Pero ¿y todo lo demás? Todo lo que conforma un sistema que lo rodea y solo cobra sentido cuando él se abre paso a su través, haciendo sus maniobras, recordando esto o aquello... Todo eso se dispersará y se perderá cuando él ya no esté. Algún día podría escribir sobre eso, sobre la fuerza de la gravedad que une las cosas inertes a los seres vivos para formar un mundo. Y, en ese caso, ¿él es un sol? Tendrá que andarse con cuidado de no volverse loco ahora que pasará días enteros a solas, sin hablar con nadie.
Y sin embargo.
Tras su muerte, el armario rústico al que le falta un listón seguro que ya no se alojará en el mismo hogar que la taza en la que todas las tardes se toma su café turco, el sillón en el que se sienta a ver la televisión será movido cada noche por unas manos distintas a las que tirarán de los cajones de su escritorio, su teléfono no compartirá propietario con el afilado cuchillo con el que corta la cebolla, ni con su máquina de afeitar. Muchas de las cosas que aprecia, cosas que todavía funcionan o que simplemente le gustan, terminarán en la basura. Entonces, entre el vertedero al que irá a parar su viejo despertador, por ejemplo, y el hogar de aquel que pueda permitirse su vajilla decorada con motivos de cebollas se establecerá un vínculo invisible, surgido del hec...

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