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Jorge Carrión

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Jorge Carrión

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¿Cuál es el significado de las librerías en el imaginario colectivo? ¿Cuál es su papel en la historia de las ideas y de las letras? En este brillante y ameno ensayo, Jorge Carrión crea una posible cronología del desarrollo de las librerías y de su representación artística. Cómo se transformaron en mitos culturales, en centros de tertulia o en atalayas de resistencia política. La Strand de Nueva York, las parisinas Shakespeare and Company y La Hune, la Librairie des Colonnes de Tánger, Bertrand y Ler Devagar en Lisboa, Stanfords en Londres, El Virrey en Lima, Lello en Oporto, La Central y Laie en Barcelona, la Librería de Ávila y Eterna Cadencia de Buenos Aires, Antonio Machado en Madrid, City Lights y Green Apple Books en San Francisco, las librerías del Fondo de Cultura Económica en Ciudad de México o Bogotá? Esas y muchísimas otras librerías supervivientes desfilan en estas páginas, junto con otras que fueron emblemáticas y luego desaparecieron, como la londinense Temple of the Muses, la Librería de los Escritores de Moscú, la R. Viñas & Co. de Barranquilla o la parisina Maison des Amis des Livres. Un mundo fascinante, pero también crepuscular, cuya topografía compartimos todos los amantes de los libros. Finalista 41.º Premio Anagrama de Ensayo.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433927972
Categoría
Literature

1. SIEMPRE EL VIAJE

Una librería pone manuales sobre el amor junto a estampitas de colores; hace cabalgar a Napoleón en Marengo junto a las memorias de una doncella de cámara y, entre un libro de sueños y otro de cocina, hace marchar a antiguos ingleses por los caminos anchos y estrechos del Evangelio.
WALTER BENJAMIN, Libro de los Pasajes
Cada librería condensa el mundo. No es una ruta aérea, sino un pasillo entre anaqueles lo que une tu país y sus idiomas con regiones extensas en que se hablan otras lenguas. No es una frontera internacional sino un paso –un simple paso– lo que debe atravesarse para cambiar de topografía y por tanto de toponimia y por tanto de tiempo: un volumen editado en 1976 se encuentra al lado de otro publicado ayer, que acaba de llegar y aún huele a lignina (pariente de la vainilla); una monografía sobre las migraciones prehistóricas convive con un estudio sobre megalópolis del siglo XXI; después de las obras completas de Camus te encuentras con las de Cervantes (en ningún otro espacio reducido es tan cierto aquel verso de J. V. Foix: «M’exalta el nou i m’enamora el vell»). No es una carretera, sino un tramo de escaleras o tal vez un umbral o quizá ni siquiera eso: darte la vuelta, lo que vincula un género con otro, una disciplina o una obsesión con su reverso a menudo complementario: el drama griego con la gran novela norteamericana, la microbiología con la fotografía, la historia del Lejano Oriente con las novelas populares del Far West, la poesía hindú con las crónicas de Indias, la entomología con la teoría del caos.
Para acceder al orden cartográfico de toda librería, a esa representación del mundo –de los muchos mundos que llamamos mundo– que tanto tiene de mapa, a esa esfera de libertad en que el tiempo se ralentiza y el turismo se convierte en otra clase de lectura, no hace falta pasaporte alguno. Y, sin embargo, en librerías como Green Apple Books de San Francisco, en La Ballena Blanca de la Mérida venezolana, en Robinson Crusoe 389 de Estambul, en La Lupa de Montevideo, en L’Écume des Pages de París, en The Book Lounge de Ciudad del Cabo, en Eterna Cadencia de Buenos Aires o en Literanta de Palma de Mallorca sentí que estaba sellando algún tipo de documento, que iba acumulando estampas que certificaban mi paso por una ruta internacional de las librerías más importantes o más significativas o mejores o más antiguas o más interesantes o simplemente más accesibles en aquel momento, cuando de pronto comenzó a llover en Bratislava, cuando necesitaba un ordenador conectado a Internet en Amán, cuando tenía que sentarme de una vez y descansar unos minutos en Río de Janeiro o cuando estaba cansado de tanto templo en Perú o en Japón.
Fue en la Librería del Pensativo de Ciudad de Guatemala donde recogí el primer sello. Había aterrizado a finales de julio de 1998 y el país todavía se sacudía con los estertores del obispo Gerardi, que había sido atrozmente asesinado dos días después de que, como rostro visible de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado, hubiera presentado los cuatro volúmenes del informe Guatemala: Nunca Más, donde se documentaban cerca de 54.000 violaciones de los derechos fundamentales durante los treinta y seis años aproximados de dictadura militar. Le destrozaron el cráneo hasta hacer imposible la identificación de sus rasgos faciales. De aquellos meses inestables, en que cambié cuatro o cinco veces de domicilio, el centro cultural La Cúpula –que conformaban el bar galería Los Girasoles, la librería y otros comercios– fue lo más parecido que conocí a un hogar. La Librería del Pensativo nació en la vecina La Antigua Guatemala en 1987, cuando el país todavía estaba en guerra, gracias al tesón de la antropóloga feminista Ana María Cofiño, que en aquel momento regresaba de una larga estancia en México. El local familiar de la calle del Arco había sido una gasolinera y un taller mecánico. En los volcanes que rodean la ciudad todavía sonaban a lo lejos disparos de la guerrilla, el ejército o los paramilitares. Como ocurrió y ocurre en tantas otras librerías, como en mayor o menor medida sucedió y sucede en todas las librerías del mundo, la importación de títulos que no se conseguían en el país centroamericano, la apuesta por la literatura nacional, las presentaciones, las exposiciones de arte, la energía que pronto unió al local con el resto de espacios recién inaugurados, convirtieron al Pensativo en un centro de resistencia. Y de apertura. Tras fundar una editorial de literatura guatemalteca, inauguraron también una sucursal en la capital, que ofreció sus servicios durante doce años, hasta 2006. Y donde yo –aunque nadie allí lo sepa– fui feliz.
Escribió tras su cierre Maurice Echeverría:
Ahora, con la presencia de Sophos, o la expansión paulatina de Artemis Edinter, hemos olvidado que el Pensativo fue quien mantuvo en una época la lucidez y el filo intelectual luego del arrasamiento de los cerebros.
Busco Sophos en la red: es sin duda el lugar en que pasaría mis tardes si viviera ahora en Ciudad de Guatemala. Es una de esas librerías espaciosas, llenas de luz y con restaurante, que han proliferado por todas partes, con un aire de familia a Ler Devagar de Lisboa, a El Péndulo de Ciudad de México, a 10 Corso Como de Milán. Artemis Edinter ya existía en 1998, hace más de treinta años que existe, ahora tiene ocho sucursales, lo más probable es que haya en mi biblioteca algún libro comprado en alguna de ellas; pero no la recuerdo. En el Pensativo de La Cúpula vi la melena y el rostro y las manos del poeta Humberto Ak’abal y me aprendí de memoria un poema suyo acerca de esa cinta con que los mayas siguen sujetando bultos que a veces hasta los triplican en peso y volumen («Para / nosotros / los indios / el cielo termina / donde comienza / el mecapal»); vi a un hombre ponerse en cuclillas para hablar con su hijo de tres años y vi asomar de la cintura de sus tejanos la culata de una pistola; compré Que me maten si..., de Rodrigo Rey Rosa, en la edición de la casa, un papel pobre que yo nunca había tocado y que aún me recuerda a aquel con que mi madre me envolvía los bocadillos cuando era pequeño, el tacto de los mil ejemplares que se imprimieron en los talleres litográficos de Ediciones Don Quijote el 28 de diciembre de 1996, casi un mes después de las elecciones democráticas; allí compré también Guatemala: Nunca Más, el resumen en un solo tomo de los cuatro libros de odio y muerte del informe original, la militarización de la infancia, las violaciones sexuales masivas, la técnica al servicio de la violencia, el control psicosexual de la tropa, todo aquello que es lo contrario de lo que significa una librería.
Más que con un pasaporte, me encontré con un mapamundi el día en que al fin desplegué sobre mi escritorio todos aquellos sellos (tarjetas, postales, apuntes, fotografías, cromos que había ido metiendo en carpetas después de cada viaje, a la espera de que llegara el momento de escribir este libro). Mejor dicho: un mapa de mi mundo. Y por tanto sometido a mi propia biografía: cuántas de aquellas librerías habrían cerrado sus puertas o habrían cambiado de dirección, cuántas se habrían multiplicado, cuántas serían ahora incluso multinacionales o habrían hecho reajustes en su plantilla o habrían abierto su dominio punto com. Un mapa atravesado por los tiempos de mis viajes y necesariamente incompleto, en que enormes superficies todavía no habían sido recorridas ni por tanto documentadas, en que decenas, cientos de librerías significativas e importantes todavía no habían sido registradas (coleccionadas); pero que no obstante representaba un posible estado de la cuestión de un escenario crepuscular y en mutación, el de un fenómeno que reclamaba ser historiado, pensado, aunque sólo fuera para que lean sobre él quienes también se han sentido en librerías de aquí y de allá como en embajadas sin bandera, máquinas del tiempo, caravasares o páginas de un documento que ningún Estado puede expedir. Porque en todos los países del mundo las librerías como el Pensativo han desaparecido o están desapareciendo o se han convertido en una atracción turística y han abierto su página web o en parte de una cadena de librerías que comparten el nombre y se transforman inevitablemente, adaptándose al volátil –y fascinante– signo de los tiempos. Y ahí estaba, ante mí, un collage que invitaba a lo que Didi-Huberman ha llamado en Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas? un conocimiento nómada, en que cuenta por igual –como en los pasillos de una librería– «el elemento afectivo tanto como cognitivo», el tablero de mi escritorio entre «clasificación y desorden o, si se prefiere, entre razón e imaginación», porque «las mesas sirven a la vez de campos operatorios para disociar, despedazar, destruir» y para «aglutinar, acumular, disponer» y, por tanto, «recoge heterogeneidades, da forma a relaciones múltiples»: «espacios y tiempos heterogéneos no cesan de encontrarse, confrontarse, cruzarse o amalgamarse».
La historia de las librerías es muy diferente de la historia de las bibliotecas. Aquéllas carecen de continuidad y de apoyo institucional. Son libres gracias a ser las respuestas mediante iniciativas privadas a problemas públicos, pero por la misma razón no son estudiadas, a menudo ni siquiera aparecen en las guías de turismo ni se les dedican tesis doctorales hasta que el tiempo ha acabado con ellas y se han convertido en mitos. Mitos como el de la rue de l’Odéon de París, que nutrieron La Maison des Amis des Livres de Adrienne Monnier y la Shakespeare and Company de Sylvia Beach. Mitos como el de la Librería de los Escritores de Moscú, que a finales de los años diez y principios de los veinte aprovechó el breve paréntesis de libertad revolucionaria para ofrecer a los lectores un centro cultural gestionado por intelectuales. La historia de las bibliotecas puede narrarse cabalmente, mediante una ordenación por ciudades, por regiones y por naciones, respetando las fronteras de los tratados internacionales, acudiendo a la bibliografía especializada y al propio archivo de cada una de ellas, donde se ha documentado la evolución de sus fondos y de sus técnicas de clasificación y se conservan actas, contratos, recortes de prensa, listas de adquisiciones y otros papeles que permiten la estadística, el informe y la cronología. La historia de las librerías, en cambio, sólo puede relatarse a partir del álbum de postales y de fotos, del mapa situacionista, del puente provisional entre los establecimientos desaparecidos y los que todavía existen, de ciertos fragmentos literarios; del ensayo.
Al clasificar todas aquellas tarjetas de visita, folletos, trípticos, postales, catálogos, instantáneas, apuntes y fotocopias me encontré con varias librerías que escapaban de cualquier criterio cronológico o geográfico, que no se dejaban comprender en las escalas y las rutas que iba trazando para las otras, por muy conceptuales y transversales que fueran. Se trataba de las librerías especializadas en viajes, que constituyen en sí mismas una paradoja, porque todas las librerías son invitaciones al viaje, viajes ellas mismas. Pero éstas son distintas. Su rareza viene marcada por el participio especializada. Como las librerías infantiles, como las tiendas de cómic, como las librerías anticuarias, como los comercios de rare books. Su especialización se observa desde la propia división del espacio: en vez de segmentarlo según géneros, lenguas o disciplinas académicas, se organiza según áreas geográficas. El extremo de ese principio lo encontramos en Altaïr, cuya sede principal barcelonesa es uno de los espacios librescos más envolventes que conozco, donde también los libros de poemas, las novelas o los ensayos están clasificados según países y continentes, de modo que los encuentras al lado de las guías y de los mapas. Las librerías de viajes son las únicas en que la cartografía es tan protagonista como el verso y la prosa. Si sigues el itinerario que te propone Altaïr, atraviesas el escaparate y te encuentras, en primer lugar, con un tablón de anuncios de viajeros. Tras él, expuestos, los números de la revista homónima. Enseguida: novelas, libros de historia y guías temáticas sobre Barcelona, en una constante internacional que respeta la mayor parte de las librerías del mundo, como si su lógica fuera necesariamente ir de lo inmediato, de lo local, a lo más lejano: el universo. Por tanto, después, el mundo, ordenado también según ese criterio de alejamiento, desde Cataluña, España y Europa hasta el resto de continentes, derramados por las dos plantas del local. Abajo se encuentran los mapamundis y, más allá, al fondo, la agencia de viajes. Porque la consecuencia necesaria de los anuncios del tablón, de las revistas, de las lecturas no puede ser otra que partir.
Ulyssus, en Girona, tiene como subtítulo «Librería de viajes», y al igual que los fundadores de Altaïr, Albert Padrol y Josep Bernadas, su dueño, Josep Maria Iglesias, se siente antes viajero que librero o editor. La tienda madrileña Deviaje prioriza su naturaleza de agencia: «Viajes a medida, librería, complementos de viaje». El orden de los factores no altera el producto, porque lo cierto es que las librerías viajeras de todo el mundo son también grandes almacenes de artículos prácticos para viajar. También en Madrid, Desnivel, especializada en montaña y aventura, vende aparatos GPS y brújulas. Lo mismo ocurre en la berlinesa Chatwins, que dedica una buena parte de su capacidad expositiva a los cuadernos Moleskine, la resurrección en serie de las libretas artesanales que Bruce Chatwin compraba en un almacén de París hasta que la familia que las manufacturaba en Tours dejó de hacerlo en 1986, según nos cuenta en un libro que se publicó al año siguiente, Los trazos de la canción.
Aunque sus ceniza...

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