Estela del fuego que se aleja
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Estela del fuego que se aleja

  1. 208 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Estela del fuego que se aleja

Descripción del libro

Treinta años después de su primera edición, la recuperación de Estela del fuego que se aleja la señala como una novela asombrosamente vigente, que conserva intacta la dinamita de su humor despiadado y su capacidad de interpelar perturbadoramente al lector.

Preguntas frecuentes

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Información

Año
1984
ISBN de la versión impresa
9788433917034
ISBN del libro electrónico
9788433934321
Categoría
Literatura

II

ESQUELETO DEL REICHSTAG (detalle). Por un momento A tuvo la impresión de que estaba siendo víctima de un secuestro. Una impresión del todo inmotivada, ya que ni cabía duda de que el coche que había pasado a recogerle por el hotel era el de Mario Guitart, ni hubiera sido lógico ser secuestrado en Madrid, desdeñando sus secuestradores las ventajas de una operación similar realizada en Barcelona, de acuerdo con la pauta marcada por la propia regularidad de sus movimientos, por la rutina de su vida cotidiana. Se trataba de una sensación completamente nueva, distinta a otro tipo de intuiciones más habituales; la intuición de catástrofe que sólo se deja de lado al bajar del avión, por ejemplo, pero que algún día puede acabar cobrando realidad. Otro detalle curioso: la convicción instantánea de que el móvil del secuestro no era en realidad económico sino político.
¿Por qué un secuestro? ¿Qué clase de organización podía estar interesada en secuestrarle? Y, ante todo, ¿cuál era la causa de que le hubiera venido a la cabeza semejante idea? ¿El recorrido que seguían era para él totalmente desconocido? ¿El aspecto del chófer, las gafas de sol que llevaba, con todo y haberse hecho oscuro hacía ya un buen rato? ¿O fue más bien el reflejo azul de un coche patrulla al detenerse al lado ante un semáforo lo que, paradójicamente, tuvo la virtud de hacer cristalizar en su mente la idea de secuestro? Como si de pronto fuese a verse separado del chófer por una mampara de plástico irrompible y, al intentar abrir puertas y ventanillas comprobara que estaban bloqueadas, mientras desde diversos ángulos empezaban a surgir vapores de gas letal. ¿En qué película lo había visto, probablemente de niño?
La conversación fue algo forzada, de cortesía; hablar del problema del tráfico, peor en Madrid que en Barcelona. Don Mario había sido innecesariamente amable al enviarle el coche, dijo A: con el trasto que tengo alquilado, un plano de las cercanías de Madrid y un mínimo sentido de la orientación, se llega a donde sea. Eso depende, dijo el chófer, desviando las gafas de sol hacia el retrovisor, la cara teñida por el reflejo azul del coche patrulla. Es como aquello de que una cosa es la teoría y otra la práctica; con los planos, pues pasa lo mismo. Se expresaba con calma y precisión, tan sólo un deje castizo en el acento, lo justo para atemperar el tono algo enfático y redicho sin caer en la campechanía. Lo de menos era el itinerario, que a él le gustaba cambiar diariamente. Lo verdaderamente importante era conocer la ciudad desde este punto de vista, el del tráfico: no ya las calles que son de dirección única, sino las horas a las que había que preferir tal calle a tal otra y hasta los días de la semana, que también influían. Otro capítulo es el del cambio de nombres de ciertas calles, que aunque el que la gente conoce es el de antes, en el plano le vendrá el nuevo. En fin –ahora era una sonrisa lo que recogía el retrovisor–, que más que de un plano habría que hablar de un plan.
La llegada también hubiera podido resultar inquietante –la puerta electrónica del jardín, las luces indirectas que brotaban de la vegetación, el automóvil deteniéndose solemnemente ante el porche, como si se quisiera significar que aquello era algo más que una simple visita– de no ser por el aspecto inofensivo de la doncella que salió a recibirle –el rigor tradicional de su uniforme de doncella destacando antes que disimulando el desdichado físico– y porque el propio Mario Guitart compareció de inmediato, acogiéndole con el júbilo y la efusión de quienes deben felicitarse por algún logro. Un tono que contrastaba con la afabilidad convencional de cuando A le llamó para proponerle almorzar juntos algún día. Pues claro que sí, son demasiados años sin vernos. ¿Sigues viviendo en Barcelona? Le había citado en su despacho, y sólo cuando el ordenanza le hizo pasar supo que iban a comer allí, en una salita contigua, aquí estaremos más a gusto que en un restorán. El desarrollo del almuerzo le ratificó en su impresión inicial, en las conclusiones a las que había llegado mientras les era servido el aperitivo: Mario Guitart creía que A le iba a pedir un favor y, con independencia de que estuviera o no estuviera en su mano el otorgarlo, creaba a su alrededor una atmósfera lo más oficial posible. Al darse cuenta de que no era así, de que A ni buscaba ni parecía necesitar favor alguno, de que realmente, y aunque pareciese extraño, la única razón de su visita obedecía al hecho de que en el cole habían sido compañeros inseparables, el tono de la entrevista cambió de medio a medio. No cabía el equívoco; A hubiera procedido –y de hecho procedía– de forma similar ante amigos de otros tiempos presumiblemente poco favorecidos por la fortuna: ayudarles en la medida de lo posible, pero, eso sí, siempre interponiendo el máximo de obstáculos objetivos. Si algo le molestaba era haber sido confundido y que ahora, con el café y el coñac, Mario Guitart se mostrase incluso entusiasta: la historia de dos amigos de infancia que se encuentran al cabo de unos años y resulta que los dos han triunfado en la vida. De ahí la invitación de aquella noche: la próxima vez que se dejase caer por Madrid tenía que venir a cenar a casa, había dicho. Así conocería a Roser y a los chicos. Y, obviamente, su condición de catalán que ha llegado a convertirse en una verdadera personalidad de la vida pública madrileña.
Le había telefoneado varias veces y siempre lo fueron dejando para otra ocasión, hasta que la víspera coincidieron en la primera clase de un vuelo del Puente Aéreo y A ya no tuvo escapatoria: aquella noche no, imposible, bueno, pues mañana. Le enviaría su propio coche para ahorrarle ser engañado por uno de esos taxistas que siempre se las arreglan para dar vueltas y más vueltas. Como ves, en realidad, conociendo el camino es un momento. Roser apareció durante el aperitivo, sólo para decir hola, dijo, y a saber si todo iba bien: una mujer a la que empezaban a notársele los años de vida conyugal. La entonación madrileña no bastaba para disimular el regusto catalán del acento ni el desparpajo de sus maneras para ocultar ciertos rizos de cursilería.
Mario Guitart le pidió que hiciese venir a Fernando; Fernando o tal vez Ferrando, A no lo entendió bien. Seguro que no lo has reconocido, dijo Mario Guitart con la expresión del que se reserva el placer de dar una agradable sorpresa. Él, en cambio, te reconoció en seguida; la otra vez, al verte entrar en mi despacho. Y A: es que no sé de quién me estás hablando. De Ferrando, mi gorila. ¿Tu gorila? Sí, hombre, el tipo que te ha traído hasta aquí; es mi gorila particular, y hoy ha sustituido al chófer, que tiene fiesta. Te recordaba de cuando estuviste detenido; por aquel entonces trabajaba en la Dirección General de Seguridad. Un congreso comunista en Praga, ¿no es eso?
Se recostó en el sillón, dejando que Ferrando o Fernando se explicara por sí mismo. Recuerdo a la perfección haberle visto durante alguna diligencia, en las oficinas. Yo era inspector del cuerpo general, pero no de los que interrogaban, no tema. Mi puesto estaba en Información, lo que llaman Servicio de Inteligencia. Incluso recuerdo su nombre de guerra: Álex, un nombre tal vez demasiado original. Mario Guitart les observaba alternativamente, paseando la mirada del uno al otro con gozo admirativo, entreabierta la boca. Finalmente rompió a reír, arrastrando con él a los otros dos. Siéntate a tomar un vino, Fernando. Una casualidad como ésta hay que celebrarla, una verdadera chamba.
Cosas de la vida: veinte años después de aquello, uno de los militantes comunistas detenidos a raíz de su participación en el congreso de Praga y uno de los artífices de la posterior caída de la mayor parte de los asistentes a ese congreso, podían evocarlos sin rencores y hasta con buen humor, como si de un disputado encuentro deportivo se tratase. Lo más curioso, explicó A, era que él nunca se había sentido lo que se llama un comunista. Si había militado era más bien porque sus mejores amigos se habían hecho del partido, por no abandonarlos. Sí, eso se nota, asintió Fernando: el comunista químicamente puro responde a una tipología que nada tiene que ver con usted, al comunista químicamente puro se le detecta, se le huele a la legua. Y en cuanto a razones para entrar en el partido, he visto de todo. Desde el que entró porque su padre era precisamente un policía, hasta el que llevaba cuernos a lo que usted quiera.
¿Le parecía un logro fácil el que la práctica totalidad de los delegados del partido comunista español reunidos clandestinamente en Praga para celebrar uno de sus congresos se encontrase, apenas un mes más tarde, no exactamente instalada en el Pardo, como debían de haber previsto, sino relativamente cerca del Pardo, recluidos en la prisión de Carabanchel? Pues yo les aseguro que aquello constituyó una de las operaciones más brillantes de la historia de la policía española, un golpe asestado al enemigo de una espectacularidad y contundencia poco menos que irrepetible. Se dice pronto: ciento y pico de detenciones en todo el país. Uno de esos hechos cuyo resultado casi justifica por sí solo la vida de un policía.
Una operación impecable, entre otras razones, porque era la réplica de otra operación también impecable: la que suponía hacer confluir en París, desde los más diversos rincones de España, a más de un centenar de militantes comunistas, sin que su marcha, a pocas fechas de la Navidad, levantara sospechas entre sus familiares y convecinos, ni llamase la atención de la policía francesa, gentes en su mayoría de indisimulable aspecto proletario, por mucho que ellos se hicieran la ilusión de parecer turistas. Acomodar a cada uno de los recién llegados en el hogar de un camarada francés de absoluta confianza y probada discreción, incapaz de preguntar el porqué y el para qué de nada, ni de intercambiar comentarios con otros camaradas que bien pudieran encontrarse en el mismo caso, dando alojamiento a un huésped inesperado del que sólo sabían una cosa: que era un camarada. Proveerles a todos de billetes, dinero, una nueva documentación y, sobre todo, hacerles aprender de corrido las instrucciones precisas; las visitas de Eduardo, la meticulosidad con que puntualizaba todos los extremos. Aquel fotógrafo del Bd. Poisonnière situado junto a la redacción de L’Humanité y de un self-service que, según le comentaron, pertenecía a Brigitte Bardot; dile que es para un pasaporte cubano, dijo Eduardo: él ya sabe las características que ha de tener. Las cartas y postales que llenó durante toda una mañana, dirigidas a papá, a Pisco, a Victoria, inventando andanzas por París y escalonando las fechas hasta primeros de enero, con indicaciones en papel aparte relativas al orden en que debían ser echadas al correo. El almuerzo en una cervecería alsaciana con aquella antigua guerrillera, ahora entrada en años y en carnes; le explicó que en la Unión Soviética había una gran libertad de costumbres, una intensa vida sexual; pero allí no es como aquí, allí tiene un sentido, otro sentido, ¿entiendes? Finalmente, el viaje nocturno a Frankfurt en litera de segunda acompañado por Caralt, que utilizaba pasaporte francés.
En Frankfurt, dejar el equipaje en consigna y hacer tiempo hasta las 12.30, hora de salida de su vuelo para Berlín; un tiempo repartido entre el ambiente silencioso y desangelado de unos grandes almacenes, huyendo del frío gris exterior, y una cervecería llena de putas que parecían sacadas de una obra de Bertolt Brecht. Lo más llamativo del vuelo fue la llegada a Tempelhoff, esa sensación de estar aterrizando en el campo de un estadio de fútbol. Luego la estación de metro señalada, ya en el Berlín Oriental. La dirección que habían memorizado, la contraseña: Ónix. La mujer que les atendía, una especie de anciana secretaria, tardó en comprender que debía decir a alguien, ella sabría a quién, que venían de parte de Ónix. Una espera de dos o tres horas en lo que parecía la antesala de un experimentado y meditabundo abogado del Ensanche barcelonés. Cervezas, fiambres y una difícil charla con un hombre grueso y afable, estampa prototípica del burócrata medio. Su idea era que Marx había escrito muchos libros, pero que todo lo esencial estaba en el Manifiesto.
Fueron alojados en una residencia con policía a la puerta y riguroso control de entradas y salidas y, a la mañana siguiente, Celestino les llevó a dar una vuelta; las nuevas construcciones que surgían de las ruinas, el monumento al soldado soviético, los puestos callejeros donde la gente compraba pollo asado y salchichas. A los alemanes les gusta comer mucho y bien, comentó Celestino. Un paisaje de lejanías translúcidas, lagos, brillo helado. Entonces aún no sabían cuál era el destino final del viaje; sólo se les puso al corriente de ello, así como del motivo de ese viaje, poco antes de despegar del pequeño aeropuerto del Berlín Oriental.
A su llegada a Praga, un funcionario con un abrigo de cuero decididamente expresionista y algún que otro diente de plata que mostraba al sonreír, les hizo pasar a una sala especial, para invitados especiales, como insistió a la intérprete que tradujese. Pero la verdadera recepción tuvo lugar en un chalet espacioso, construido probablemente a principios de siglo, habilitado para acoger a los recién llegados, Líster haciendo las veces de maestro de ceremonias. Tú eres Álex, anunció con voz bronca, la mirada penetrante, de coleccionista. No obstante, su imagen más cotidiana de Praga no iba a ser la de aquel jardín invernal que se divisaba desde su ventana, sino la de los altos muros que circundaban el recinto donde se desarrolló el congreso, algo así como un adusto colegio mayor universitario. Aparte, una visita a Pilsen y breves paseos por el centro de la ciudad y el casco antiguo. La guía les hizo notar la gran cantidad de flores depositadas en las hornacinas con imágenes barrocas que adornaban las esquinas de algunas calles.
Nunca había vuelto por Praga. A Berlín, sí, desde Hannover. Nada concreto tenía que hacer en Berlín, pero tal vez había servido de acicate a su no tan improvisada decisión el hecho de que entre los hombres de negocios reunidos en Hannover había dos rusos, intercambiables por su aspecto con los miembros de la delegación soviética que habían asistido al congreso de Praga, especialmente uno de ellos, con un algo de simio en sus rasgos, una especie de esos héroes del pueblo que en las películas rusas se reencuentran casualmente en alguna estación con su primer amor. El Berlín que se encontró poco tenía que ver con el que recordaba. Y no solamente porque esta vez se alojaba en un hotel de lujo, que a fin de cuentas son prácticamente iguales en todo el mundo, sino por el aspecto de la calle y hasta por el tiempo, uno de esos días de primavera soleados y floridos que casi parecen de verano; incluso el Berlín Oriental, que visitó en autocar, le pareció más alegre. Por otra parte, en Barcelona, su médico de cabecera le había proporcionado un pretexto suplementario: si vas a Berlín, debes visitar a Hans. Una recomendación así, en boca de Felipe, tenía su valor: la afinidad establecida entre un antiguo aviador de Franco, pasado con el tiempo a las filas de la oposición, y un asesor de la Luftwaffe al que conoció durante la guerra civil, que posteriormente fue derribado sobre la URSS y liberado sano y salvo a los pocos años. En realidad, no me extrañaría nada que ya cuando estuvo aquí de asesor fuese un hombre de Moscú, dijo Felipe; esto explicaría al menos muchas cosas. De cualquier forma, todo el mundo tiene derecho a cambiar, y él, ahora, es un sincero demócrata muy próximo al partido socialista. Y, efectivamente, Hans no daba meramente la imagen de hombre encantador que está de vuelta de todo; se presentía, tras esa primera apariencia, una realidad mucho menos simple, aunque también costaba creer, al verle, que su biografía estuviese tan cargada: jovial, acogedor, directo, desbordante de entusiasmo al hablar de España. Se diría que fue ese mismo entusiasmo –o el deseo de aplacarlo– lo que le llevó a zambullirse en la piscina, por climatizada que estuviera, mientras A y su esposa, una silenciosa joven inmaculadamente nórdica, tomaban whisky con hielo contemplándole desde el césped. También fue él quien dirigió la preparación de la barbacoa, sin perder por ello el hilo de la conversación. Detrás de este tipo de operaciones siempre hay la mano de uno o de varios servicios secretos, dijo; la policía española, por sí sola, no hubiera podido. Lo que no entiendo es este vuelo Praga-Zúrich en Swissair: un cubano que llega a Zúrich desde Praga sólo para tomar un expreso con destino a París. Un paseo así llama la atención de cualquiera.
Y, sin embargo, el viaje de vuelta transcurrió sin más incidentes que el de ida. A lo sumo, la inquietud de Caralt al verle bromear –a su entender en exceso- con una de las azafatas; no te dejes liar, susurró en catalán al oído derecho de A mientras la azafata, cuando ya estaban aterrizando, se sentaba a su izquierda y, abrochándose el cinturón de seguridad, le preguntaba si no contaba con nadie para conocer Zúrich: me esperan unos amigos, se forzó a contestar A. En Zúrich, por el contrario, la responsabilidad del susto fue de Caralt, al percatarse hacia media tarde, con incredulidad, de que había perdido el resguardo de la maleta depositada en consigna. En opinión de A, lo mejor era continuar el viaje a París, y que luego Caralt volviese a Zúrich y retirase la maleta con su pasaporte verdadero, no con el de un francés que apenas hablaba francés, que llevaba iniciales en las camisas que no respondían al nombre del pasaporte y un montón de publicaciones marxistas en español impresas en Moscú y Praga. Caralt se resistía, y fue la desesperada y feliz idea de volver al restorán chino en el que habían almorzado y echar un vistazo al suelo del guardarropa, bajo los colgadores, lo que resolvió definitivamente la cuestión. En el tren, lleno de esquiadores, ni tan siquiera les pidieron el pasaporte.
Los verdaderos motivos de inquietud empezaron en París, cuando, la misma mañana de su llegada, se tropezó, y tuvo que entablar un breve diálogo, con uno de esos periodistas argentinos de impronunciable apellido polaco que se dejaban caer por España y andaban averiguándolo todo sobre la oposición al franquismo con el pretexto de escribir un artículo para una revista sueca o un periódico colombiano, del que siempre traían algún ejemplar a modo de documento acreditativo; un hombre, cuando se quitaba las gafas de sol, de ojeras oscuras y párpados translúcidos y venosos como pliegues de prepucio. Encuentro sin duda casual, pero que por algún motivo difícil de precisar no dejó de contrariarle. Con todo, la sensación de alarma sólo cobró su real entidad en Barcelona, al comprobar que la mayor parte de sus compañeros de militancia habían oído campanas acerca de la celebración del congreso, y que, lógicamente, relacionaban con ese rumor su imprevisto viaje navideño. Una sensación de peligro, no obstante, que ya había sido totalmente superada a las pocas semanas, cuando fue detenido.
En este tipo de caídas, los fallos del adversario juegan un papel importante, esto es indiscutible, dijo Fernando; pero son fallos que sólo pueden ser utilizados debidamente cuando se cuenta con una perfecta organización policial. Mario Guitart asintió, la boca entreabierta, expectante, como la de aquel que aproxima una cucharada de jarabe a un niño. ¿Y los servicios secretos extranjeros, la colaboración de la policía de otros países?, quiso saber A. Eso también es indiscutible, admitió Fernando. Lo que pasaba era que nadie tenía el más mínimo interés en que se hablase de este tipo de cosas. Por aquella época, precisamente, con lo de la OAS, los franceses andaban más que suaves. Incluso cabía arriesgar la afirmación que en el origen de lo de Praga estaba París. Tú me ayudas a mí en esto y yo te ayudo a ti en aquello. Favor por favor. Como los americanos, siempre que les convenga. Toma, y hasta los alemanes y los suizos. Hablaba con la suficiencia del que da a entender que, en realidad, había sido algo más que el aprendiz de policía que aseguraba haber sido; que sabía mucho más de lo que estaba aparentando saber. Yo era un novato, el último mono como quien dice; un último mono, eso sí, con una memoria de elefante. Pero es que ni siquiera los jefazos sabían el todo de todo. Por eso había cosas que nunca acababan de aclararse. Porque no era sólo la CIA la que estaba al cabo de la calle respecto a lo de Praga: también la KGB lo estaba. Si no, ¿cuántos dirigentes del PC habían sido expulsados del partido desde entonces? O mejor: ¿cuántos no habían sido expulsados? ¿Y cuántos de ellos habían sido expulsados ni más ni menos que por pro soviéticos, acusados por la propia dirección del PC de estar al servicio de una potencia extranjera, léase la Unión Soviética? Para los rusos fue un excelente instrumento de propaganda: la opresión franquista se abate de nuevo sobre el indefenso pueblo español y todo eso. Y el mismo PC, que por aquella época andaba más que tocado, también supo sacarle su provecho: tras el fracaso de sus huelgas nacionales, una caída de semejantes proporciones le remozaba la imagen de arriba abajo. Y sin que la caída arrastrase a una sola figura del aparato, no ya clave, sino simplemente importante, que tampoco eso dejó de llamar la atención en determinados círculos políticos.
¿No te parece que esto es ya mucho suponer, demasiado maquiavelismo?, dijo Mario Guitart. ¿Qué quiere usted, don Mario? Yo ya le he dicho que allí no era más que un último mono, que lo único que sé es que no sé nada. Para mí, visto con la perspectiva de los años, aquello fue como una chiquillada, igual que críos que hacen novillos sin daño para nadie; porque, gracias a Dios, al menos no hubo desgracias. Para mí, lo importante, ya lo comenté hace un momento, es que, veinte años después de todo aquello, podamos estar aquí los tres, evocando tranquilamente el caso mientras nos tomamos unas copas. Mario Guitart y A coincidieron en que esto era lo importante. Y créame, don Mario, que si hay algo que siento es, no sé, pues que parece que el país no mejora, que parece que no hayamos aprendido nada. Apareció Roser anunciando algo acerca de la cena y los tres se levantaron.
Yo que me formé profesionalmente en la London School of Economics, entre maestros y compañeros de ideas avanzadas, dijo Mario Guitart; yo que siempre he creído que la democracia era, no una varita mágica, pero sí el mal menor; yo que creía sinceramente en todo eso, ¡y que ahora empiece a dudarlo! Fernando, entonado sin duda por el whisky, se permitió palmearle en un codo. Y es que este país no tiene arreglo, don Mario. Y pronto va a resultar que aquel hombre que decía aquí no se mueve nadie, tenía toda la razón. Aguarden y verán. A sintió sobre sí, como ave posada en su hombro tras un corto vuelo, el peso de la mirada de Mario Guitart, medio de soslayo, inquisitiva, susceptible de transformarse tanto en júbil...

Índice

  1. Portada
  2. PRÓLOGO
  3. CAPÍTULO I
  4. CAPÍTULO II
  5. CAPÍTULO III
  6. CAPÍTULO IV
  7. CAPÍTULO V
  8. CAPÍTULO VI
  9. CAPÍTULO VII
  10. CAPÍTULO VIII
  11. CAPÍTULO IX
  12. CAPÍTULO X
  13. CAPÍTULO XI
  14. Créditos