Los griegos antiguos
INTRODUCCIÓN
Diez características de los griegos de la Antigüedad
La mayoría de los griegos antiguos compartieron, la mayor parte del tiempo, diez características particulares. De ellas, las primeras cuatro –afición a los viajes por mar, desconfianza hacia la autoridad, individualismo y curiosidad– están estrechamente interconectadas y son las más importantes. Más allá de esas cuatro características iniciales, también fueron un pueblo abierto a ideas nuevas; agudos y competitivos, admiraban la excelencia de las personas de talento; sabían expresarse con detalle y eran adictos al placer. Sin embargo, en estas diez cualidades universales tropezamos con un problema de las actitudes modernas a la hora de escribir sobre el pasado. Algunos estudiosos prefieren minimizar el papel de la excelencia individual en la forja de la historia, poniendo el acento, en cambio, en las tendencias económicas, sociales o políticas que se manifestaron en todo un espectro de poblaciones o estratos sociales. Una versión así supone que la historia es lo bastante sencilla para comprenderla sin reconocer la inteligencia de tal o cual personaje y, también, la existencia de contextos amplios y preguntándose por el modo en que interactúan entre sí. Permítanme en este punto señalar en qué difiere mi versión. Si Aristóteles, por ejemplo, no hubiera nacido en una familia de médicos que gozaba del favor de los monarcas macedonios, cuyo poder se apoyaba en la nueva riqueza procedente de las minas de oro, el filósofo nunca podría haber disfrutado del ocio, los recursos, los viajes y la educación que contribuyeron a su formación intelectual, y sin duda alguna no habría conocido a hombres como Alejandro Magno, poseedor entonces de poder militar más que suficiente para cambiar el mundo. No obstante, eso no significa que los logros intelectuales de Aristóteles no sean, francamente, imponentes.
A lo largo de todo este libro intento poner de manifiesto las conexiones entre el papel que desempeñaron, en la aparición de destacadas personalidades griegas –Pericles y Leónidas, Ptolomeo I y Plutarco–, los contextos sociales e históricos en que nacieron y las diez características del modo de pensar griego, que, en muchos aspectos, los definieron como grupo étnico. Los contextos sociales e históricos en que aquí se analiza el relato de la historia griega antigua también se dividen en diez periodos: el mundo micénico, de 1600 a aproximadamente 1200 a. C. (capítulo 1); la aparición de la identidad griega entre los siglos X y VIII a. C. (capítulo 2); la época de la colonización y los tiranos en los siglos VII y VI a. C. (capítulo 3); los primeros científicos de Jonia e Italia en los siglos VI y V (capítulo 4); la Atenas democrática del siglo V (capítulo 5); Esparta a principios del siglo IV y Macedonia a finales de ese mismo siglo (capítulos 6 y 7); los reinos helenísticos, del siglo III al siglo I (capítulo 8); los griegos bajo el imperio romano (capítulo 9), y la relación entre los griegos paganos y los primeros cristianos, que a finales del siglo IV d. C. desembocó en el triunfo de la nueva fe monoteísta (capítulo 10). En cada capítulo, comenzando por el dedicado a los micénicos y sus habilidades marineras, también presto especial atención al aspecto de grecidad presente en las diez características que he enumerado más arriba y que considero especialmente evidente en ese contexto. Eso no quiere decir que otras civilizaciones mediterráneas antiguas no compartieran algunas de las características que, combinadas, en mi opinión definieron a los griegos. La deuda de la cultura helena con los cultivados comerciantes fenicios, por ejemplo, se trata necesariamente in extenso en esta introducción, pero casi todas las diez características «griegas» se verifican, en distinto grado, en la mayoría de los griegos antiguos durante la mayor parte de su historia.
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Los griegos de la Antigüedad fueron unos marinos apasionados. En 490 a. C., los invasores persas quemaron íntegra la importante ciudad griega de Eretria, hicieron cautiva a la población y nunca regresaron, y el rey persa ordenó que los prisioneros griegos buscaran una nueva colonia en el interior, entre Babilonia y Susa. Un poema atribuido a Platón imagina la inscripción que podría leerse en una lápida colectiva en el exilio asiático:
Dejamos el hondo rugido del Egeo
y nos asentamos aquí, en la llanura central de Ecbatana.
Te saludamos, Eretria, tú fuiste una vez nuestra célebre patria.
Te saludamos, Eretria, tú fuiste una vez nuestra célebre
Te saludamos, Atenas, vecina de Eretria. Te saludamos, querido mar.
La patria destruida de los eretrios había sido una ciudad portuaria, y los griegos de entonces casi nunca se instalaban a más de cuarenta kilómetros del mar, a un día de camino. Los primeros griegos vivieron en cientos de pequeñas comunidades costeras autónomas, de mentalidad independiente, donde practicaron un estilo de vida que fue la respuesta inevitable al entorno físico. La mayor parte de la tierra cultivable en la península griega y en las islas está aislada por las montañas, por el mar o ambos. Hoy, en Grecia, esa tierra solo ocupa cuarenta mil doscientos kilómetros cuadrados, es decir, una superficie más pequeña que todos los estados, excepto diez, que forman los Estados Unidos de América, y mucho más pequeña que Portugal y Escocia. Sin embargo, el país actual tiene al menos veintiséis zonas donde la tierra se eleva a más de novecientos metros sobre el nivel del mar, lo que hace que los viajes por tierra sean un desafío constante. Además, el número de cabos, ensenadas e islas hace que la relación entre la línea de costa y el interior sea más alta que la de cualquier otro país del mundo.
Cuando se encontraban en la Grecia profunda, los griegos se sentían atrapados y viajaban cientos y cientos de kilómetros en busca de lugares donde construir ciudades con fácil acceso al mar; de ahí que sus comunidades llegaran a bordear muchas de las costas del Mediterráneo y del Mar Negro y sus islas. Fueron uno de los pueblos más costeros que ha conocido el planeta. Su medio preferido de transporte era el barco; a pesar de ello, preferían no alejarse mucho de tierra firme. En palabras de Platón, preferían vivir como «hormigas o ranas alrededor de un estanque». Eran anfibios culturales. En la mitología griega, la noción de la criatura que se encuentra a gusto en tierra firme y en el mar fue desplazándose imaginativamente hacia los habitantes reales del mar, a quienes los griegos solían concebir mitad humanos y mitad bestias: Glauco, que antes había sido pescador, se transformó, después de ingerir unas hierbas mágicas, en el tritón original, mitad hombre, mitad pez con la piel azul verdosa.
A finales del siglo XIII a. C., el faraón Merneptah (también llamado Merenptah) hizo grabar en el complejo de los templos de Karnak una inscripción que celebraba su victoria sobre un grupo al que llama «Gente del Mar». La marinería estuvo íntimamente vinculada a los griegos antiguos y su sentido de la identidad. En la Ilíada, escrita hacia el siglo VIII a. C., Homero introduce el primer relato sobre el pueblo que aquí llamamos «los griegos antiguos», una lista de comunidades que a mediados del siglo VIII a. C. se consideraban a sí mismas unidas por ser capaces de disfrutar de la poesía escrita en griego y porque mucho tiempo antes habían combatido juntas en el sitio de Troya; dicha lista constituyó el verdadero núcleo del sentido de la identidad griega hasta al menos doce siglos después. Sin embargo, no está estructurada como una lista de lugares geográficos, tribus o dinastías familiares, sino que se presenta como un catálogo de barcos.
Que los griegos se sintieran amos del mar se expresa también en su actitud respecto de la natación. Los atenienses pensaban que era deber de todo padre enseñar personalmente a sus hijos a leer y a nadar. El proverbio que caracterizaba a la clase más inculta de hombres decía que no sabían «ni leer ni nadar». Tanto los asirios como los hebreos retrataron a sus enemigos ahogándose, pero la convicción griega de que ellos eran los mejores nadadores del mundo fue un componente clave de su identidad colectiva, y pensaban que había quedado demostrado durante las guerras médicas (o persas, siglo V a. C.), cuando muchos de sus enemigos se ahogaron. También celebraban las notables hazañas de dos expertos buceadores –Escilias y su hija Ciana– que habían saboteado la flota enemiga debajo del agua. Los griegos habían llevado la técnica del buceo a un nivel lo bastante alto para permitir a quienes lo practicaban que aguantasen sumergidos periodos de tiempo considerables con la ayuda de unos contenedores de aire invertidos que les hacían llegar desde la superficie.
Hace casi cincuenta años, en junio de 1968, se descubrió en una tumba de principios del siglo V a. C. excavada en Posidonia (Paestum), una zona del sur de Italia que los griegos habían colonizado, una hermosa imagen, conocida como la Tumba del Nadador, pintada en la cara inferior de la lápida de una sepultura rectangular. En sus cuatro paredes pueden verse escenas, todas igualmente bellas, de hombres que disfrutaban tumbados en divanes durante un banquete (symposium). De esa manera, rodeado por sus amigos bebedores, el allí enterrado podría contemplar eternamente la imagen de un buceador que se lanza de un trampolín de piedra a unas tentadoras aguas turquesa en las que está a punto de zambullirse.
Se ha dicho que la zambullida contiene un mensaje erótico; otros creen que la escena de buceo es una metáfora de la muerte, del salto desde un mundo conocido a otro desconocido, un movimiento entre dos elementos naturales distintos, y quizá se puedan ver en esta interpretación resonancias ocultas relacionadas con el orfismo o el pitagorismo. Sin embargo, el pintor se tomó la molestia de añadir, con una pintura especialmente diluida, un ligero brote de pelo en la barbilla del buceador, enternecedoramente joven. ¿Se parecía en algo al difunto? ¿Podía ser famoso sencillamente por sus habilidades debajo del agua?
Los héroes de la mitología griega a quienes los jóvenes debían admirar –y a tal fin los formaban– eran buceadores y nadadores de primer orden. Teseo, hijo de Poseidón y fundador mítico de la democracia ateniense, demostró su valía en el viaje a Creta antes incluso de encontrarse con el Minotauro. Aceptó el desafío de sumergirse hasta lo más profundo del mar y recuperar el anillo de Minos, que se encontraba en el palacio de su padre, pero incluso la hazaña de Teseo acabó superada por Ulises y la distancia que, después de que zozobrara su balsa, recorrió a nado valiéndose únicamente de la fuerza de sus músculos para hacer frente a las olas que rompían en las costas de Esqueria y mantenerse lejos de la orilla hasta encontrar un lugar donde pisar tierra firme y libre de rocas y vientos turbulentos.
No es de extrañar, por tanto, que para casi todas las actividades los griegos utilizaran metáforas relacionadas con el mar, los barcos y la navegación. En la Ilíada, el ejército griego sale al campo de batalla «como el hinchado oleaje del mar, de anchos caminos, se abate sobre la nave por encima de la borda, cuando arrecia la fuerza del viento [...] así los troyanos descendían».2 Para la solitaria Penélope, que no ha visto a su marido durante décadas, volver a ver a Ulises se parece al momento en que un marinero náufrago atisba por primera vez tierra firme. Pero la orilla del mar también era un lugar donde a los héroes griegos les gustaba pensar, cosa que tal vez hizo inevitable que la imaginería marítima se convirtiera en un tópico en la descripción de procesos de pensamiento. Al enfrentarse a un problema de estrategia en el campo de batalla, Néstor, el sabio y viejo consejero de la Ilíada, sopesó a conciencia las alternativas, «como cuando el vasto piélago se riza de mudo oleaje y preludia los veloces senderos de los sonoros vientos aún en calma, sin echar a rodar ni hacia acá ni hacia allá, hasta que desciende una decidida brisa procedente de Zeus». En una tragedia de Esquilo, el rey, enfrentado a una crisis internacional, dice que necesita reflexionar profundamente, «como un buceador que desciende a lo más profundo del mar». Leer un tratado de filosofía se parecía a emprender un viaje por mar... Cuando Diógenes el Cínico llegó a la última página de un mamotreto ininteligible, exclamó aliviado, en tono sardónico: «¡Tierra! ¡Tierra!»
Los textos más antiguos de la literatura griega (siglo VIII a. C.) ya introducen cuestiones éticas como la culpa y la responsabilidad exploradas a un nivel sumamente complejo, protofilosófico y, sin duda alguna, politizado. El segundo rasgo destacado del modo de pensar de los griegos antiguos que encontraremos en reiteradas ocasiones es la desconfianza hacia la autoridad, que se expresó en su avanzada sensibilidad política. A dicha característica prestaremos especial atención en el capítulo 2, «La creación de Grecia». En la Ilíada, el derecho de todo individuo o grupo de élite a determinar las acciones del conjunto de la comunidad aparece cuestionado más de una vez por parte de miembros del ejército griego en Troya. Cuando el soldado griego Tersites, que no es rey, quiere persuadir a sus compatriotas de que vuelvan a casa, se nos dice que usa su táctica habitual de despotricar contra todos los que estaban en el poder. Tersites intenta que los demás se rían de su gobernante, pero Ulises vierte sus burlas de experto sobre el soldado y consigue que las risas de la tropa vayan directamente contra el que protesta y no contra Agamenón, el blanco de Tersites. Aunque el motín fracasa, la inclusión de esa crítica de los privilegios de Agamenón logra que el público de la epopeya tome conciencia política.
Los autores griegos examinan sistemáticamente a los gobernantes, a los que a menudo califican de incompetentes. En la Odisea, Ulises se enfrenta a un asomo de motín en la isla de Circe, adonde había enviado un destacamento, veintidós hombres a las órdenes de Euríloco, que al regresar comunica que todos los que formaban la avanzadilla se habían convertido en cerdos. Euríloco, con bastante razón, desanima a los tripulantes que quedan para que no corran el mismo riesgo y reprende severamente a Ulises. Incluso los espartanos, que no eran demócratas, desconfiaban de los gobernantes que se daban aires. Cuando enviaron a dos espartanos, Espertias y Bulis, a ver al rey persa, cuya corte era jerárquica y se gobernaba según un complejo protocolo, los cortesanos intentaron que, como era obligatorio, se postraran ante el soberano (salaam). Los espartanos se negaron enérgicamente, explicando que los griegos se reservaban ese respeto para las imágenes de los dioses y que, además, no habían ido a ver al monarca para eso.
El inequívoco rasgo insolente, «borde» incluso, del carácter griego plantea la cuestión de si las mujeres también lo compartían. En las democracias clásicas, donde la tendencia a la rebeldía llegó a estar refrendada constitucionalmente, hay pruebas que apoyan esa opinión. Tucídides nos habla de la revolución de Córcira (Corfú), donde las mujeres de familias democráticas subidas a las azoteas de sus casas se sumaron al combate y arrojaron tejas sobre la cabeza de sus adversarios oligárquicos. Los discursos que se han conservado de los antiguos tribunales demuestran que, a pesar de que sus derechos jurídicos eran escandalosamente pocos, las mujeres actuaban de manera resuelta y taimada para maximizar su influencia. Puede que los hombres de la antigua Grecia quisieran que sus mujeres fuesen dóciles y retraídas, pero la fuerza y la frecuencia con la que enunciaron ese ideal de feminidad sugieren que ellas no siempre lo abrazaron.
Explicar el modo en que los griegos conciliaron su desconfianza hacia la autoridad con la aceptación casi general de la esclavitud presenta algo parecido a un desafío. Sin embargo, quizá sea ese nexo paradójico entre la veta independiente de los griegos y el hecho de que tuvieran esclavos lo que los llevó a tener en tanta estima la libertad individual. Eleuteria, voz griega que significa libertad, y también el antónimo de esclavitud, era la palabra para referirse a la libertad colectiva del dominio ajeno, como el de los persas, pero también para la libertad individual. Hasta los ciudadanos más pobres de los estados griegos gozaban de unos derechos inestimables en cuanto eleuteroi, hombres libres, y los habrían perdido en caso de haber sido esclavizados. Por otra parte, el miedo a la esclavitud era una realidad omnipresente y general en la Antigüedad; el primer ejemplo que se conoce de una carta personal escrita por un griego es la súplica desesperada de un padre a punto de ser vendido como esclavo y despojado de sus propiedades. Escrita en una plancha de plomo por un hombre que vivía al norte del Mar Negro a principios del siglo V a. C., está dirigida a su hijo Protágoras. Debemos preguntarnos si una sociedad que no tenía en su núcleo la propiedad de esclavos pudo dar alguna vez una definición tan rotunda de la libertad individual.
La idea de libertad individual subyace a la tercera característica de los griegos antiguos, fundamental para su progreso intelectual, a saber, un marcado sentido de la independencia individual, de orgullo por su individualidad, por su diferencia, punto que analizo en el capítulo 3 en relación con el periodo de la colonización y la sustitución de las monarquías por regímenes despóticos. En un tratado titulado Sobre los aires, las aguas y los lugares, Hipócrates, médico y escritor, sugirió que la variación física entre individuos de Europa (sobre todo de Grecia) en cuanto opuestos a los de Asia estaba relacionada con las condiciones extremas del clima y el paisaje. Según Hipócrates, esos extremos producen individualistas duros, con poderes de resistencia física y psicológica, indepen...