Arthur & George
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Arthur & George

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Descripción del libro

En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo. George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época. El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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Información

Año
2008
ISBN del libro electrónico
9788433932211
Categoría
Literatura
MARCA PDF="3"

II. Comienzo con un final

CORTE MARCA PDF="4"
George
El mes en que cesan las persecuciones se cumple el vigésimo aniversario del nombramiento de Shapurji Edalji como vicario de Great Wyrley; le sigue la vigésima –no, la vigésima primera Navidad celebrada en la vicaría. A Maud le regalan un marcador de libros de tela de tapicería, a Horace su propio ejemplar de la obra de su padre Lecciones sobre la Epístola de San Pablo a los Gálatas, a George un grabado sepia de La luz del mundo, de Holman Hunt, con la sugerencia de que podría colgarla en la pared de su despacho. George da las gracias a sus padres, pero se imagina bien lo que pensarían los socios titulares del bufete: que un pasante con sólo dos años de antigüedad, a quien le encomiendan poco más que pasar textos a limpio, apenas tiene derecho a tomar decisiones sobre el mobiliario; además, que los clientes acuden a un abogado en busca de un tipo de consejo específico, y que quizá les distraiga el otro género de anuncio que hace Hunt.
A medida que transcurren los primeros meses del nuevo año, descorren las cortinas todas las mañanas con la creciente certeza de que sobre el césped sólo habrá el rocío reluciente de Dios; y la llegada del cartero ya no causa alarma. El vicario empieza a repetir que los han sometido a una prueba de fuego y que la fe que tienen en Dios los ha ayudado a sobrellevarla. A Maud, frágil y piadosa, la han mantenido en la mayor ignorancia posible; Horace, a sus dieciséis años, un chico robusto y franco, sabe algo más y le confesará en privado a George que, a su entender, el antiguo método del ojo por ojo es un sistema de justicia inmejorable, y que si alguna vez pilla a alguien lanzando mirlos muertos por encima de la tapia, él mismo le retorcerá el pescuezo.
George no tiene despacho propio en Sangster, Vickery y Speight, como creen sus padres. Tiene un taburete y una mesa alta en un rincón sin alfombrar donde el ingreso de los rayos de sol depende de la buena voluntad de un tragaluz alejado. Todavía no posee una leontina, y mucho menos una colección de libros de leyes. Pero tiene un sombrero correcto, un bombín de tres chelines y seis peniques comprado en Fenton, en Grange Street. Y aunque su cama sigue estando a sólo tres metros de la de su padre, siente que le bullen dentro los albores de una vida independiente. Incluso ha conocido a otros dos pasantes de bufetes vecinos. Greenway y Stentson, que son un poco mayores, le llevaron a la hora del almuerzo a una taberna donde simuló brevemente que le gustaba la horrible cerveza amarga que le dieron.
Durante el curso en el Mason College, prestó poca atención a la gran ciudad donde se encontraba. La sentía sólo como una barricada de ruido y bullicio que se interponía entre la estación de tren y sus libros; en verdad, le asustaba. Pero ya empieza a sentirse más a gusto allí, Birmingham le inspira más curiosidad. Si su vigor y energía no le aplastan, quizá algún día llegue a formar parte de la ciudad.
Comienza a leer cosas sobre ella. Al principio le parecen bastante pesados los textos sobre cuchilleros, herreros y manufactura del metal; acto seguido vienen la guerra civil y la peste, la máquina de vapor y la sociedad lunar, los disturbios de la Iglesia y el rey, los levantamientos de los partidarios de la Carta. Pero más adelante, hará poco más de un decenio, Birmingham empieza a cobrar una moderna vida municipal y de repente George piensa que está leyendo sobre cosas reales e importantes. Le atormenta percatarse de que podría haber presenciado uno de los momentos magnos de la ciudad: el día de 1887 en que Su Majestad puso la piedra fundacional de los tribunales de justicia Victoria. Y después consolidó la urbe una gran oleada de edificios e instituciones nuevos: el hospital general, la Cámara de Arbitraje, el mercado de la carne. En la actualidad están recaudando dinero para crear una universidad; existe el proyecto de construir un nuevo salón comunal de debate y se habla en serio de que Birmingham podría ser la sede de un obispado independiente del de Worcester.
El día de la visita de la reina Victoria, medio millón de personas acudió a recibirla, y a pesar de esta vasta muchedumbre no hubo disturbios ni heridos. George está impresionado, pero a la vez no se sorprende. La opinión general es que las ciudades son violentas, lugares multitudinarios, y el campo, en cambio, tranquilo y apacible. Su propia experiencia le dice lo contrario: el campo es turbulento y primitivo y la ciudad es donde la vida se torna ordenada y moderna. Por descontado, en Birmingham hay delitos, vicios y discordias –si no, los abogados se ganarían peor el sustento–, pero George considera que la conducta humana es allí más racional y más obediente de la ley: más civilizada.
A George le parece que hay algo serio y consolador en su traslado diario a la ciudad. Hay un trayecto, hay un destino: es como le han enseñado a entender la vida. En casa, el destino es el reino de los cielos; en el bufete, el destino es la justicia, es decir, un desenlace favorable para tu cliente, pero en ambos viajes abundan las bifurcaciones y las celadas tendidas por los adversarios. El ferrocarril sugiere cómo tiene que ser, cómo podría ser: un recorrido sin percances hasta una terminal sobre raíles espaciados a distancias regulares y con arreglo a un horario convenido, y pasajeros divididos entre vagones de primera, segunda y tercera clase.
CORTE
Por eso quizá George se enfurece en silencio cuando alguien pretende perjudicar al ferrocarril. Hay jóvenes –hombres, tal vez– que cortan con cuchillos y navajas las correas de cuero de las ventanillas, que insensatamente destrozan los cuadros encima de los asientos, que zascandilean en puentes peatonales y tratan de lanzar ladrillos dentro de la chimenea de la locomotora. A George le resulta incomprensible todo esto. Puede parecer un juego inofensivo colocar un penique encima del raíl para que las ruedas de un expreso lo aplasten y le dupliquen el diámetro, pero para él es una pendiente resbaladiza que conduce a un descarrilamiento.
El código penal contempla naturalmente estas acciones. George está cada vez más preocupado por la relación civil entre los pasajeros y la compañía ferroviaria. Un viajero compra un billete y a partir de ese momento existe un contrato. Pero pregúntale a ese pasajero qué tipo de contrato ha suscrito, qué obligaciones tienen ambas partes, qué derecho a reclamaciones podría alegar contra la compañía ferroviaria en caso de retraso, avería o accidente, y no recibirás respuesta. Puede que no sea culpa del pasajero: el billete hace referencia a un contrato, pero sus cláusulas detalladas sólo están expuestas en determinadas estaciones de líneas principales y en las oficinas de la compañía ferroviaria, ¿y qué viajero atareado tiene tiempo de desviarse para examinarlas? Aun así, a George le maravilla que los británicos, que dieron los ferrocarriles al mundo, los traten más como meros medios de cómodo transporte eficaz que como una intrincada red de múltiples derechos y responsabilidades.
Decide nombrar a Horace y a Maud los típicos viajeros del ómnibus Clapham; o, más bien, en el caso presente, los típicos pasajeros del tren de Walsall, Cannock y Rugeley. Le dejan utilizar la escuela como sala de juicio. Sienta a su hermano y a su hermana ante unos pupitres y les expone un caso que se ha producido hace poco en las actas de procesos extranjeros.
–Érase una vez –empieza, deambulando de un lado para otro, como si fuera necesario para el cuento–, un francés muy gordo que se llamaba Payelle y que pesaba ciento cincuenta y ocho kilos.
Horace se echa a reír. George frunce el ceño y se agarra las solapas como un abogado.
–Nada de risas en un juicio –insiste y continúa–. Monsieur Payelle compró un billete de tercera clase en un tren francés.
–¿Adónde iba? –pregunta Maud.
–Eso no importa.
–¿Por qué era tan gordo? –pregunta Horace. Este jurado ad hoc parece creer que puede hacer preguntas cuando le apetece.
–No lo sé. Debía de ser incluso más glotón que tú. De hecho era tan glotón que cuando llegó el tren descubrió que no pasaba por la puerta de un vagón de tercera. –A Horace esta idea le produce una risita subrepticia–. Entonces intentó pasar por la puerta de uno de segunda, pero también estaba demasiado gordo. A continuación probó con un vagón de primera...
–¡Y también estaba demasiado gordo! –grita Horace, como si fuese la conclusión de un chiste.
–No, miembros del jurado, descubrió que aquella puerta era lo bastante ancha. Así que se sentó y el tren arrancó... hacia donde fuera. Un rato después llegó el revisor, examinó el billete y reclamó la diferencia entre el precio de un vagón de tercera y el de uno de primera. Monsieur Payelle se negó a pagar. La compañía ferroviaria le demandó. ¿Veis el problema?
–El problema es que estaba gordísimo –dice Horace, y suelta otra risita.
–Al pobre no le llegaba el dinero para pagar –dice Maud.
–No, ése no era el problema. Tenía dinero para pagar, pero se negaba. Os explico. El abogado de Payelle arguyó que había cumplido los requisitos jurídicos comprando un billete, y que era culpa de la compañía si las puertas del tren, excepto las de los vagones de primera, eran demasiado estrechas para que él pasara. La compañía ferroviaria alegó que si estaba tan gordo que no entraba en una clase de compartimento, tenía que comprar un billete para la clase en la que sí entraba. ¿Qué os parece?
Horace es muy firme.
–Si entra en un vagón de primera tiene que pagar lo que cuesta. Es razonable. No debería haber comido tantos pasteles. No es culpa de la compañía que esté demasiado gordo.
Maud tiende a tomar partido por el desamparado y decide que un francés obeso pertenece a esta categoría.
–No es culpa suya estar gordo –comienza–. Puede que sea una enfermedad. O que haya perdido a su madre y esté tan triste que coma demasiado. O... cualquier cosa. No es lo mismo que si hiciera levantarse a otro pasajero y le obligara a marcharse a un vagón de tercera.
–Al tribunal no le dijeron los motivos de su gordura.
–Entonces la ley es un asno –dice Horace, que ha aprendido la expresión hace poco.
–¿Lo ha hecho alguna otra vez? –pregunta Maud.
–Una excelente pregunta –dice George, asintiendo como un juez–. Alude a la intención. O bien sabía por experiencia previa que era demasiado gordo para entrar en un vagón de tercera y compró un billete a pesar de saberlo, o lo compró creyendo sinceramente que podría pasar por la puerta.
–¿Cuál de las dos? –pregunta Horace, impaciente.
–No lo sé. El acta no lo dice.
–Entonces, ¿cuál es la respuesta?
–Pues la respuesta aquí es un jurado dividido; uno en cada bando. Tendréis que dirimirlo entre vosotros.
–Yo no voy a dirimir con Maud –dice Horace–. Es una chica. ¿Cuál es la respuesta correcta?
–Oh, el tribunal correccional de Lille falló a favor de la compañía ferroviaria. Payelle tuvo que abonar la diferencia de precio.
–¡He ganado! –grita Horace–. Maud estaba equivocada.
–Nadie se ha equivocado –contesta George–. Cualquiera de las partes podría haber ganado el caso. Para empezar, por eso los pleitos van a los tribunales.
–Pero yo he ganado –dice Horace.
George está complacido. Ha despertado el interés de su jurado juvenil, y en tardes de sábado sucesivas les expone nuevos casos y problemas. ¿Tienen derecho los pasajeros de un vagón a mantener cerrada la puerta para impedir que entren los que aguardan en el andén? ¿Hay alguna diferencia jurídica entre encontrar un monedero en el asiento y encontrar una moneda suelta debajo del almohadón? ¿Qué debería ocurrir si el último tren que coges para volver a casa no se detiene en la estación y no te queda más remedio que caminar bajo la lluvia los ocho kilómetros de regreso?
Cuando nota que la atención de los jurados disminuye, George les divierte con hechos interesantes y casos extraños. Les habla, por ejemplo, de los perros en Bélgica. La normativa en Inglaterra estipula que a los perros hay que ponerles un bozal y meterlos en el furgón, mientras que en Bélgica un perro, siempre que tenga billete, puede tener categoría de pasajero. Cita el caso de un cazador que llevaba en un tren a su perro de caza y presentó una demanda cuando expulsaron al animal del asiento contiguo para que lo ocupara un ser humano. La justicia –para júbilo de Horace y decepción de Maud– falló a favor del demandante, sentencia que significaba que en lo sucesivo, si cinco hombres y sus cinco perros ocupaban en Bélgica un compartimento de diez asientos y los diez tenían su correspondiente billete, a efectos legales ese vagón estaría lleno.
A Horace y a Maud les sorprende George. En el aula está investido de una autoridad nueva, pero también de una especie de ligereza, como si estuviese a punto de contar un chiste, algo que hasta ahora, que ellos sepan, nunca ha hecho. A George, a su vez, le sirven como jurado. Horace llega enseguida a posiciones rotundas –por lo general en favor de la compañía ferroviaria– de las que no se mueve un ápice. Maud tarda más en formarse una opinión, hace las preguntas más pertinentes y simpatiza con cualquier contratiempo que pueda acontecerle a un pasajero. Aunque sus hermanos apenas son una muestra representativa del público viajero, George piensa que son típicos en su ignorancia casi absoluta de sus derechos.
Arthur
Había actualizado el mundo detectivesco. Se había desembarazado de los representantes de la vieja escuela, aquellos mortales ordinarios que cosechaban aplausos por descifrar pruebas palpables colocadas justo delante de su camino. Arthur los había suplantado por una figura fría y calculadora que veía una pista de un asesinato en una madeja de estambre y una determinada prueba en un platillo de leche.
Holmes proporcionó a Arthur una súbita fama y dinero: esto último no se lo hubiese dado la capitanía del equipo de Inglaterra. Compró en South Norwood una casa de tamaño aceptable cuyo amplio jardín tapiado tenía espacio para una pista de tenis. Puso el busto de su abuelo en el recibidor y alojó sus trofeos del Ártico encima de una librería. Encontró un despacho para Wood, que parecía haber cobrado apego a su condición de empleado fijo. Lottie había regresado de trabajar de institutriz en Portugal y Connie, a pesar de ser la hermana decorativa, demostró que era inestimable como ...

Índice

  1. Portada
  2. I. Comienzos
  3. II. Comienzo con un final
  4. III. Final con un comienzo
  5. IV. Finales
  6. NOTA DEL AUTOR
  7. Créditos
  8. Notas