Javier Pradera o el poder de la izquierda
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Javier Pradera o el poder de la izquierda

Medio siglo de cultura democrática

  1. 696 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Javier Pradera o el poder de la izquierda

Medio siglo de cultura democrática

Descripción del libro

La biografía de Javier Pradera, que es también la crónica de la España que va del tardofranquismo a la democracia.

Este libro se mete en la caja negra de la Transición y la democracia a través de una figura crucial pero aún desenfocada. Javier Pradera tuvo, en palabras de Jordi Gracia, «algo de hechicero de la tribu y algo de tótem enigmático», pero « fue sobre todo un peligroso hombre de acción y pensamiento. Entre un Malraux sin novelería y un Fouché sin codicia, manejó sus múltiples poderes de modo con frecuencia abrasivo pero nunca intransitivo». A través de su biografía de conspirador, editor y columnista, el libro radiografía algunos de los avatares decisivos de la España antifranquista y democrática.

Estuvo cerca de Jesús de Polanco incluso antes de la fundación de El País, donde ejerció un liderazgo ideológico fundamental, y fue quien llevó a cabo el aterrizaje de la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica en el territorio comanche que era la España de 1963; estuvo desde 1966 al frente de Alianza Editorial –verdadero «portaaviones civilizador para varias generaciones»–, y siguió tan omnipresente en las batallas clandestinas del antifranquismo como en las mutaciones políticas de la Transición, pero siempre entre bambalinas o fuera de foco: ejerció el poder lejos de la burocracia institucional y cerca de la influencia persuasiva y personal, como la que ejerció sobre Felipe González (que por eso cree que Pradera fue «el disco duro de la Transición»). De ahí que este libro examine también el poder cultural de la izquierda durante medio siglo, «porque a Pradera no puede explicársele sin él y porque la izquierda lo tuvo a él como uno de sus nódulos más productivos y eficientes».

A través de numerosos testimonios y documentos, Jordi Gracia reconstruye la trayectoria vital, intelectual, editorial y política de Javier Pradera, que aparece en estas páginas como un personaje complejo y fascinante, que despertó admiración, pero también temor y rencores enconados. 

Y, a través de su figura imprescindible, el libro es además una crónica de la España del tardofranquismo, la Transición y la consolidación de la democracia. Según apunta el autor, sin embargo, también es dos cosas más: «Una meditación insatisfecha sobre las pasiones de un editor sabio y un asalto al mejor antropólogo de la fauna política de la democracia y de la política como medio antropofágico.»

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Información

Año
2019
ISBN de la versión impresa
9788433964397
ISBN del libro electrónico
9788433940995
Categoría
Historia

1. CUANDO ERA EL LARGO

De la edad más menuda conservó pocos recuerdos pero muchas malas sensaciones. La infancia de Javier Pradera no transcurrió propiamente en su casa, sino en casa de sus tíos, y ni siquiera creció en la ciudad donde nació el 28 de abril de 1934, sino en una ciudad ajena, Madrid. Siempre quedó San Sebastián como refugio y consuelo para los veranos mientras se instalaban recogidos en Madrid tras el final de la guerra. Como recordó años después, aquella familia estaba «realmente muy cerca del cogollo de la vida política del país», y con él se cumplió alguno de los ritos de paso: vivió su escolarización de niño aplicado en el colegio de El Pilar en los años cuarenta mientras convivían la madre, Carmen de Gortázar, y los tres hijos con su tío Juan José Pradera. Era hermano de su padre y en casa regía el mando de una abuela tremenda –María la Brava era su apodo–, como no era extraño tampoco recibir año tras año la visita a domicilio, y también tremenda, de Carmen Polo. La mujer de Franco acudía allí para honrar la memoria de los muertos y saludar a los tres hermanos, pobrecitos, los huerfanitos, con la afectada pronunciación piadosa que imitan todavía hoy los Pradera y que yo le oí a Javier reteniendo una carcajada explosiva.
Era verdad, por una vez, lo que decía Carmen Polo. El 6 y el 7 de septiembre de 1936 detuvieron en San Sebastián a su abuelo un día y a su padre al otro para mandarlos a la cárcel de Ondarreta, antes de la toma de la ciudad por las tropas sublevadas. A ambos los fusilaron expeditivamente y arrojaron sus cuerpos en fosas comunes del cementerio de Polloe. Su abuelo Víctor Pradera había sido un relevante e icónico político del carlismo más tradicionalista (con calles por todos los sitios y referencia ineludible). Lo habían matado poco después de publicar en 1935 El Estado nuevo, partidario de todos los reaccionarismos posibles, desde la Falange de José Antonio hasta el Bloque Nacional de José Calvo Sotelo, y firme adversario del nacionalismo de Sabino Arana. Para matar al padre, Javier, debieron encontrar menos fundamento pero idéntica pulsión: era funcionario técnico del Ayuntamiento de San Sebastián, y una doble delación lo condenó a muerte sin más y sin otros cargos que ser hijo de Víctor Pradera y un tanto «jatorra», según Pradera. Contaba Javier dos años y pico, y desde entonces «rezaba todas las noches por mi padre y mi abuelo», y seguiría siendo durante años niño de rosario y comunión, aunque todavía no desfilase como Pelayo de las juventudes tradicionalistas. Lo haría en cuanto cumpliese la edad reglamentaria.
No era un entorno doméstico especialmente dotado para el diálogo o la negociación, y quizá con nadie menos que con la familia llegada de San Sebastián tras terminar la guerra. A un joven sociólogo recién establecido en Oxford, José María Maravall, le contaba Pradera hacia 1972 en una entrevista, suspendiendo la respuesta durante varios segundos mientras inhalaba el humo de un cigarrillo, que aquella era una familia diezmada y en «circunstancias bastante especiales». No parece muy seguro de querer seguir por ese camino confesional, el silencio se prolonga, los titubeos se multiplican, y Pradera acaba escurriendo el bulto ante un asunto que todavía le incomoda a sus casi cuarenta años: «En esto de los recuerdos hay tanta selectividad, ¿verdad?» Y ahí termina la respuesta sobre su medio familiar, al menos de momento.
Los niños Pradera (1938).
El enredo no era pequeño, en realidad, y la excusa para eludir ese pasado se antoja legítima o natural: la madeja de sentimientos arraigados en la infancia fue en su caso una suerte de lastre o de foco de tensión que estallaría en distintas direcciones, incluso contradictorias, durante su vida adulta. Apenas conservaría amigo alguno de su paso por el dichoso colegio de El Pilar, pero sí algún recuerdo de su indolencia: «Usted, Pradera, ni ve, ni oye, ni entiende, ni se entera, ni comprende», le decía uno de los padres educadores, poco antes de que Pradera viviese como continuidad natural su salida del colegio y su ingreso en la universidad. Las huidas a los billares de los luises seguirían siendo poco menos que las mismas tanto si salía del Pilar como si salía de San Bernardo, en una suerte de prolongación de la infancia indolente o de un mismo mundo inmóvil donde nada era cuestionable y los marcos de comprensión del franquismo resultaban inalterables. Tanto él como su hermano mayor, Víctor, fueron destacados estudiantes, además de hermanos con todas las de la ley, incluidos los abusos físicos y psíquicos del mayor sobre el menor, hasta que el menor devolvió una santa bofetada derribando al mayor al suelo. Ahí se reequilibró una relación que fue siempre estrecha y cómplice a lo largo de los años, y mucho más distante con su hermana, Machi (María Milagrosa).
Pradera podía no haber escapado nunca a la atmósfera oscura y opresiva de una familia privilegiada de la Victoria. Podía haber seguido la ruta natural de contramaestre jurídico del régimen y dócil instrumento de la prosperidad franquista, pero escapó al molde desde muy temprano. A principios de los años cincuenta pisa por primera vez la universidad para cursar la carrera de Derecho sin vocación ni convicción. Pero empezó entonces a configurar una tupida red de contactos que desembocaría a la vez en una pluralidad de papeles y experiencias inesperadas, casi experimentales y en gran medida solo imaginarias. Con él llegaban a las aulas otros jóvenes (casi todos varones) de buena posición, como él mismo, todos con sus trajes graves y sus corbatas estrechas, su formalidad de pelo recortado y sus gafas de pasta negra.
Que él procedía de la zona más turbia del régimen era seguro porque su apellido pesaba más que él. Figuraba tan alto en las vitrinas de los mártires de guerra como su propia estatura: su abuelo Víctor Pradera era mucho abuelo como ideólogo y portavoz del reaccionarismo tradicionalista de antes de la guerra. Su temprana e innata propensión al humorismo, sin embargo, podía complicar la imperiosa religiosidad de aquel régimen en las aulas del nacionalcatolicismo. Clemente Auger recuerda sin ningún titubeo el origen de su perdurable complicidad con Pradera en una de sus provocaciones: ninguno de los dos supo reprimir la risa cuando el auxiliar del doctor Puigdollers, el beato José María Ruiz Gallardón, acababa de santiguarse para empezar la clase. La fulminante expulsión del aula los dejó esa tarde en el caserón de San Bernardo deambulando para fraguar una alianza vital y biográfica que recorrería múltiples etapas pero ya no iba a romperse desde entonces.
A Pradera no le brotó la pasión por el Derecho en la universidad pero sí la pasión por las ideas y la política. Empezó entonces a cuajar la fantasía de ser algún día catedrático de Ciencias Políticas sin la menor aspiración a reformar nada, o perfectamente adaptado a los usos de una universidad cloroformizada. Al mismo José María Maravall le contaba Pradera hacia 1972 que su primera vocación había sido la Medicina pero que en la familia se impuso el Derecho sin margen de discusión y seguramente tutelado, como brillante estudiante con excelentes calificaciones, por un tío inhóspito que no se había movido del carrusel de cargos desde el inicio de la Victoria. Juan José Pradera era en ese momento vicesecretario de Secciones del Movimiento y vicepresidente primero de la Asociación de la Prensa de Madrid, había sido director del muy católico Ya hasta 1951, y seguía siendo homosexual disciplinadamente discreto. La familia era, de hecho, puro régimen con dos mártires de la Cruzada.
PRIMERA INTEMPERIE
Ese mundo universitario sin embargo albergaba aguas movedizas invisibles y zonas de tráfico imprevistamente agitadas. En ellas quedará atrapado el muchacho confuso durante los dos años posteriores a 1953, cuando Pradera fecha una crisis íntima y profunda, suya y de su grupo inmediato de amigos. Tiene diecinueve años y esa crisis no atañe solo a la fe religiosa, que entra en quiebra definitiva para no volver en ninguna de sus versiones, sino también a la fe ideológica de un joven socializado en el corazón del franquismo. Nada era lo que debía ser ni nada era tampoco lo que parecía para quienes cursaron a pies juntillas, como serios y estudiosos muchachos, la fe del falangismo y la convicción en la revolución social. La disparidad irreductible entre la letra del régimen y la paupérrima realidad franquista dejaba inerme ante las contradicciones. Cebaban sin saberlo una traición ideológica monstruosa.
No fue nunca cargo del falangista Sindicato Español Universitario (SEU) porque ese sindicato encarnaba una aclimatación deshonrosa a la vulgaridad franquista, sin ideal de vida y sin proyecto creíble alguno. Su rebeldía de cariz joseantoniano o ledesmiano fue antifranquista, y tan displicente con la Falange fósil de su casa como con el franquismo granítico. Se siente su entorno de amigos reserva genuina del «falangismo puro» y muy consciente a la vez de que «los marcos del sistema eran absolutamente inamovibles». La Guerra Civil pertenecía a un pasado «lejanísimo» y Franco, sin duda «un enorme corruptor de todo», era un puro «traidor» irrecuperable, como le contaba a Maravall en 1972.
Pero como huérfano de guerra y mártir de la Cruzada el proceso fue más complicado, más torturado y venenoso: esa instalación en el falangismo abstracto, ideológico y joseantoniano podía ser la antesala para una vivencia más radical del desapego, de la disidencia o incluso de la crítica al propio régimen. Ese lugar pedregoso y desafiante era a la vez un lugar culpable: la familia se había roto de forma trágica por la violencia revolucionaria de 1936 y los rojos eran el auténtico enemigo incuestionable. Por eso podía entrar entonces en terreno pantanoso: acentuar la acritud hacia el mundo familiar comportaba la traición a los muertos de casa, a su padre y a su abuelo, pero también a su madre, a su tío, al resto de una familia con complicidades fundadas en la sangre y el duelo.
Sus primeros encuentros con un vasco parlanchín y descarado, Enrique Múgica, pavimentaron esa ruta incierta ligándola a lo que entonces era, o dijo que era Enrique Múgica, «un demócrata-liberal». Se dirigió a él y a su grupo hacia 1953 como agitador e inconformista, como personaje dispuesto a sacudir la modorra de un entorno sin nervio ni ilusión alguna. No era verdad porque la verdad es siempre mucho peor: el enemigo, el auténtico enemigo, había vuelto a casa o había resucitado. Hacía apenas unos meses que actuaba en Madrid una microcélula comunista impulsada por Federico Sánchez, clandestinamente instalado en la capital desde la primavera de 1953. Y uno de sus miembros más activos era Enrique Múgica como aerolito lanzado desde las espesuras del pasado o desde las tinieblas exteriores.
A nada semejante pertenecía Pradera porque su fascismo era reflexivo y político, no mimético o epidérmico. Fue fascista porque las cosas se las tomaba en serio ese joven inteligente, convencido de que el Estado era «el elemento dinámico y reformador» capaz de enfrentarse «a una sociedad pragmática, inerte, egoísta». Defendía con su falangismo «una opción por la interpretación de la historia» y no los intereses de una familia o un botín de guerra. En una facultad fundamentalmente apolítica, convivían con alguna estridencia dos subgrupos minoritarios e ideologizados, los falangistas (que eran «los plebeyos») y los monárquicos (que eran «los señoritos»). Él no estaba cómodo en ninguno de los dos porque había encontrado una tercera opción: los falangistas que vestían la camisa azul no por imperativo de uniformidad sino como expresión de un ideario, los falangistas disidentes e inconformistas, los desengañados del franquismo y movilizados contra el inmovilismo del Movimiento, del SEU y de sus cargos.
En unos pocos meses del verano de 1953 se fraguó la crisis de conciencia que conduciría, dos años después, a su ingreso natural en el Partido Comunista con veintiún años. Todavía la papeleta de los exámenes finales de la carrera le temblaba en una mano en junio de 1955 cuando en la otra empezaban los temblores de la clandestinidad desde septiembre. El tránsito había sido traumático y doloroso, madurado lentamente desde el desengaño del falangista joseantoniano hasta la inversión totalitaria que lo lleva hacia la militancia comunista de sus nuevos amigos, y en particular Enrique Múgica. La movilización de una exigua minoría de universitarios estaba en marcha para crecer con cuidado, con astucia e incluso con engaños. Pradera y los suyos fueron carne de cañón sensible al discurso de aquel presunto «demócrata-liberal», capaz de promover una agitación real en forma de encuentros literarios, lecturas de poesía, charlas de discusión ideológica y política. Por eso Múgica entró a Pradera y su grupo de falangistas puros con un largo volantazo de reproche a Rafael Calvo Serer y su reaccionarismo tradicionalista: estaba en boca de todos un artículo suyo de ese mismo 1953, publicado en la ultraconservadora Écrits de Paris, en torno a una Tercera Fuerza apadrinada por el Opus Dei.
Ya no dejarían de discutir y debatir desde entonces, pese a las broncas y las desconfianzas. Empezó entonces un terremoto global, vivido lenta y tortuosamente en la intimidad de la conciencia, en la intimidad familiar y entre los amigos socializados en parecidas ideas joseantonianas y ledesmistas. A Maravall le confiesa que ahí cuajó una «crisis muy gorda de tipo personal, de tipo privado», junto a una «crisis política», también «muy gorda»: el desclasamiento dentro de casa era la primera, el descubrimiento de una nueva ideología era la segunda. César o nada, de Baroja, había sido «una especie de libro de cabecera» que se sabían de memoria. Pronto dejarían de ser lo que eran, «un grupo de fascistas puros».
Con su gracia y su punto de frescura imprudente, los primeros contactos con Múgica, Julio Diamante y otros poquísimos comunistas fueron difíciles y abruptos. Se llenaban necesariamente de equívocos porque jugaban todos en el territorio tácito de un inconformismo plagado de equívocos. Los enfrentamientos fueron a veces muy crudos: a Pradera le quedó durante muchos años la memoria de la marrullería maniobrera y maquiavélica de los comunistas, con las consiguientes broncas y trifulcas por deslealtades, por engaños, por «cabronadas» frustrantes mientras colaboraba en los Encuentros de Poesía de 1954. El contacto con esa nueva vanguardia juvenil, su actividad como promotores de charlas y tertulias, estructurarían políticamente sus nuevas experiencias de calado. En el caso de Pradera fueron, sobre todo, tres: las noticias sobre el marxismo escuchadas en clase de Javier Conde en el Instituto de Estudios Políticos, la inmersión en programas de acción del Servicio Universitario del Trabajo y un viaje a Italia, todo en el mismo verano de 1953.
La conexión comunista llegaba por la ruta de lo que Pradera llamaba «inversión de la ideología fascista». La excursión al corazón de la miseria rural y el viaje oxigenador a Italia activaron el contacto progresivamente franco con otra rebeldía juvenil, sintonizada con la suya pero no idéntica, y ni siquiera coherente, pero sí muy atractiva. Pradera creía que sin haber tratado antes a Enrique Múgica, la experiencia de los campos de trabajo del Servicio Universitario del Trabajo (SUT) no hubiese actuado con la hondura con la que lo hizo: descubrió allí un mundo desconocido pero profundamente hiriente. Su destino fue Plasencia primero y después uno de los lugares más miserables de la España de antes y de después de la guerra, las Hurdes, como a otros les tocaron otros tantos campos y lugares de epifanía social. Ese servicio fue por entonces poco menos que auténtica puerta giratoria hacia la militancia antifranquista, y comunista en particular, como le pasó a su colega de carrera Ramón Tamames, a Jesús López Pacheco, a Clemente Auger, a Nicolás Sartorius y a tantos otros.
El viaje a Italia de ese mismo verano de 1953 tampoco hubiese sido igual sin ese descubrimiento abrupto y descarnado. Italia no fue todavía un viaje político, y se lo repite a Maravall dos veces en 1972: lo hizo con su primo sin otro ánimo que la recreación ociosa de alguien ya intelectualmente activado, socializado en un fascismo frustrado y seguramente en condiciones de empezar su tránsito hacia otra fe. Por eso de Italia regresó con abundante literatura marxista traducida al español, pero también se acordaba de algún título singular, como Sul fascismo, de Palmiro Togliatti, a quien conocía por las clases de Conde, cuando el PCI vivía momentos dulces y buenos resultados electorales en Italia. Contaba entonces el partido con el respaldo activo de lo mejor de la clase intelectual, como la editorial de Giulio Einaudi y la nueva literatura y el nuevo cine neorrealistas de Elio Vittorini o Cesare Zavattini (quien había pasado una larga temporada en España acompañado de otro comunista de la guerra hoy resucitado, Ricardo Muñoz Suay).
Estaba a punto de quedar atrás la etapa de becario de veinte años en el laboratorio ideológico del régimen, el Instituto de Estudios Políticos, pero no la buenísima memoria que guardaría siempre de sus cursos. Allí aprendió entre 1952 y 1953 lo que no está escrito escuchando a Eduardo García de Enterría, a Enrique Gómez Arboleya y Enrique Tierno Galván, a Manuel Cardenal Iracheta, a Enrique Fuentes Quintana, a Carlos Ollero o al propio Javier Conde, según le contaba a Miguel Ángel Ruiz Carnicer y, según Pradera, sin especial toxicidad ideológica. A casi todos los reencontraría años después como autores, como asesores o como auxilios vitales, excepto a Gómez Arboleya. Se suicidó en 1959 después de haber sembrado la curiosidad en unas cuantas cabezas en torno al valor de la sociología como investigación empírica.
Pradera es ya un muchacho de familia vencedora sacudido por contradicciones flagrantes, hipocresías insolubles, papelones indecentes. Se siente miembro de una hueste sedada por una palabrería en la que ni creen ellos ni creen sus mandos. La desafección falangista contra el Movimiento y el franquismo cuajaba en el contacto con la calle y la miseria, el silencio y las mentiras. La retórica de una revolución social pendiente se desmoronaba en él y en jóvenes algo mayores que Pradera, también activos en distintos frentes, unos más politizados y otros menos. Algunos habían armado ya, con ayuda de un profesor represaliado y vencido, Antonio R...

Índice

  1. PORTADA
  2. PRÓLOGO SOBRE EL HOMBRE INVISIBLE
  3. 1. CUANDO ERA EL LARGO
  4. 2. EL VALOR DE LA CONSPIRACIÓN
  5. 3. DE LA RESISTENCIA A LA REVOLUCIÓN
  6. 4. A LA SOMBRA DE CUBA
  7. 5. NUEVAS AMISTADES
  8. 6. LOS NUEVOS PODERES
  9. 7. TRANSICIÓN SIN TRAUMAS
  10. 8. HACIA LA SOCIALDEMOCRACIA
  11. 9. VÍSPERAS DEL GOZO
  12. 10. VOLVER A EMPEZAR
  13. 11. EL SOTOBOSQUE GOLPISTA
  14. 12. EN EL REINO DE DIOS
  15. 13. EL ARTE DE LA INDEPENDENCIA
  16. 14. UN BIENIO NEGRO
  17. 15. EN LA BORRASCA INTERMINABLE
  18. 16. MEMORIA Y MELANCOLÍA
  19. EPÍLOGO SENTIMENTAL
  20. PIES DE ILUSTRACIONES
  21. CRÉDITOS