También esto pasará
eBook - ePub

También esto pasará

Milena Busquets

Compartir libro
  1. 176 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

También esto pasará

Milena Busquets

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Cuando era niña, para ayudarla a superar la muerte de su padre, a Blanca su madre le contó un cuento chino. Un cuento sobre un poderoso emperador que convocó a los sabios y les pidió una frase que sirviese para todas las situaciones posibles. Tras meses de deliberaciones, los sabios se presentaron ante el emperador con una propuesta: «También esto pasará.» Y la madre añadió: «El dolor y la pena pasarán, como pasan la euforia y la felicidad.» Ahora es la madre de Blanca quien ha muerto y esta novela, que arranca y se cierra en un cementerio, habla del dolor de la pérdida, del desgarro de la ausencia. Pero frente a este dolor queda el recuerdo de lo vivido y lo mucho aprendido, y cobra fuerza la reafirmación de la vida a través del sexo, las amigas, los hijos y los hombres que han sido y son importantes para Blanca, quien afirma: «La ligereza es una forma de elegancia. Vivir con ligereza y alegría es dificilísimo.» Esta y otras frases y el tono de la novela, tan ajena a cualquier concesión a lo convencional, evocan aquella Bonjour tristesse de Françoise Sagan, que encandiló a tantos (y escandalizó a no pocos) cuando se publicó en 1954. Todo ello en el transcurso de un verano en Cadaqués, con sus paisajes indómitos y su intensa luz mediterránea que lo baña todo. Milena Busquets transforma en literatura vivencias personales y partiendo de lo íntimo logra una novela que rompe fronteras y se está traduciendo con inusitada rapidez a las principales lenguas, como el inglés, el francés, el alemán, el italiano y el portugués. Y lo logra porque a través de la historia de Blanca y la enfermedad y muerte de su madre, a través de las relaciones con sus amantes y sus amigas, combinando prodigiosamente hondura y ligereza, nos habla de temas universales: el dolor y el amor, el miedo y el deseo, la tristeza y la risa, la desolación y la belleza de un paisaje en el que fugazmente se entrevé a la madre muerta paseando junto al mar, porque aquellos a quienes hemos amado no pueden desaparecer sin más.

Preguntas frecuentes

¿Cómo cancelo mi suscripción?
Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
¿Cómo descargo los libros?
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
¿En qué se diferencian los planes de precios?
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
¿Qué es Perlego?
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
¿Perlego ofrece la función de texto a voz?
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¿Es También esto pasará un PDF/ePUB en línea?
Sí, puedes acceder a También esto pasará de Milena Busquets en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Littérature y Littérature générale. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2015
ISBN
9788433935519

1

Por alguna extraña razón, nunca pensé que llegaría a los cuarenta años. A los veinte, me imaginaba con treinta, viviendo con el amor de mi vida y con unos cuantos hijos. Y con sesenta, haciendo tartas de manzana para mis nietos, yo, que no sé hacer ni un huevo frito, pero aprendería. Y con ochenta, como una vieja ruinosa, bebiendo whisky con mis amigas. Pero nunca me imaginé con cuarenta años, ni siquiera con cincuenta. Y sin embargo aquí estoy. En el funeral de mi madre y, encima, con cuarenta años. No sé muy bien cómo he llegado hasta aquí, ni hasta este pueblo que, de repente, me está dando unas ganas de vomitar terribles. Y creo que nunca en mi vida he ido tan mal vestida. Al llegar a casa, quemaré toda la ropa que llevo hoy, está empapada de cansancio y de tristeza, es irrecuperable. Han venido casi todos mis amigos y algunos de los de ella, y algunos que no fueron nunca amigos de nadie. Hay mucha gente y falta gente. Al final, la enfermedad, que la expulsó salvajemente de su trono y destrozó sin piedad su reino, hizo que nos puteara bastante a todos, y claro, eso se paga a la hora del funeral. Por un lado, tú, la muerta, les puteaste bastante, y por otro lado yo, la hija, no les caigo demasiado bien. Es culpa tuya, mamá, claro. Fuiste depositando, poco a poco y sin darte cuenta, toda la responsabilidad de tu menguante felicidad sobre mis hombros. Y me pesaba, me pesaba incluso cuando estaba lejos, incluso cuando empecé a entender y aceptar lo que pasaba, incluso cuando me aparté un poco de ti al ver que, si no lo hacía, no sólo morirías tú bajo tus escombros. Pero creo que me querías, ni mucho, ni poco, me querías y punto. Siempre he pensado que los que dicen «te quiero mucho», en realidad te quieren poco, o tal vez añaden el «mucho», que en este caso significa «poco», por timidez o por miedo a la contundencia de «te quiero», que es la única manera verdadera de decir «te quiero». El «mucho» hace que el «te quiero» se convierta en algo apto para todos los públicos, cuando, en realidad, casi nunca lo es. «Te quiero», las palabras mágicas que te pueden convertir en un perro, en un dios, en un chiflado, en una sombra. Además, muchos de tus amigos eran progres, ahora creo que ya no se llaman así o que ya no existen. No creían ni en Dios ni en una vida después de la muerte. Recuerdo cuando estaba de moda no creer en Dios. Ahora, si dices que no crees en Dios, ni en Vishnu, ni en la madre tierra, ni en la reencarnación, ni en el espíritu de no sé qué, ni en nada, te miran con cara de pena y te dicen: «Cómo se nota que no estás nada iluminada.» Así que han debido de pensar: «Mejor me quedo en casa, sentado en el sofá, con la botella de vino, haciéndole mi particular homenaje, mucho más trascendente que el de la montaña con los cabrones de los hijos. Después de todo, los funerales son una convención social más.» O algo así. Porque supongo que te han perdonado, si es que había algo que perdonar, y que te quisieron. Yo, de niña, os veía reír y jugar a las cartas hasta el amanecer y viajar y bañaros en pelotas en el mar y salir a cenar, y creo que lo pasabais bien, que erais felices. El problema con las familias que uno elige es que desaparecen más fácilmente que las de sangre. Los adultos con los que crecí están muertos o no sé dónde están. Aquí, bajo este sol de justicia que funde la piel y resquebraja la tierra, desde luego no están. Es un mal trago, un funeral, y una pesadez las dos horas de carretera para llegar hasta aquí. Yo me lo sé de memoria, este camino entre olivos, estrecho y ondulante. Es, o fue, a pesar de no pasar más de un par de meses al año en el pueblo, el camino de vuelta a casa y a todas las cosas que nos gustaban. Ahora ya no sé lo que es. Debería haber cogido un sombrero, aunque después también lo hubiese tenido que tirar a la basura. Me estoy mareando. Creo que voy sentarme al lado de este ángel amenazador de alas como espadas y que no me levantaré nunca más. Se me acerca Carolina, que siempre se da cuenta de todo, me coge del brazo y me lleva hasta al muro desde donde se divisa el mar, muy próximo, al final de una cuesta de olivos cansados, de espaldas a todo el mundo. Mamá, me prometiste que cuando murieses mi vida estaría encarrilada y en orden y que el dolor sería soportable, no me dijiste que tendría ganas de arrancarme mis propias vísceras y comérmelas. Y me lo dijiste antes de empezar a mentir. Hubo un momento, no sé por qué, en que tú, que no mentías nunca, empezaste a hacerlo. Los amigos, que al final te trataron poco y recuerdan a la persona gloriosa que eras hace diez o diez mil años, sí que han venido. Y mis amigas, Carolina, Mercè, Elisa y Sofía. Mamá, al final hemos decidido no enterrar a Patum contigo. Esto no es el Egipto de los faraones. Ya sé que decías que sin ti su vida no tendría sentido, pero, por un lado, es una perra grande y no cabría en el nicho –imagino a los dos enterradores empujándola por el culo para hacerla entrar, como habíamos hecho tantas veces desde alta mar, después del baño, para ayudarla a subir a la barca por las escaleras– y, por otro, eso de enterrarse con el perro seguro que es ilegal. Incluso si estuviese muerto como tú. Porque tú estás muerta, mamá. Llevo dos días repitiéndolo y repitiéndomelo y preguntándoselo a mis amigas, por si ha habido algún error o lo he entendido mal, pero cada vez me aseguran que ha ocurrido lo impensable. Aparte de los padres de mis hijos, sólo hay un hombre interesante, desconocido. Estoy a punto de desmayarme de horror y de calor y, a pesar de todo, sigo siendo capaz de detectar inmediatamente a un hombre atractivo. Debe de ser el instinto de supervivencia. Me pregunto cuál es el protocolo para ligar en un cementerio. Me pregunto si vendrá a darme el pésame. Creo que no. Cobarde. Cobarde guapo, ¿qué hace un cobarde en el funeral de mi madre, la persona menos cobarde que he conocido en mi vida? O quizá esa chica que está a tu lado, apretándote la mano y mirándome con curiosidad e insistencia, sea tu novia. ¿No es un poco bajita para ti? Bueno, novia enana de cobarde misterioso, hoy es el día del funeral de mi madre, tengo derecho a hacer y decir lo que me dé la gana, ¿no?, como si fuese el día de mi cumpleaños. No me lo tengas en cuenta.
Se acaba el funeral. Veinte minutos en total, en medio de un silencio casi absoluto, no ha habido ni discursos, ni poemas –juraste levantarte de tu tumba y perseguirnos por toda la eternidad si dejábamos que alguno de tus amigos poetas recitara algo–, ni rezos, ni flores, ni música. Hubiese sido todavía más rápido si los ancianos operarios que tenían que introducir el ataúd en el nicho no hubiesen sido tan torpes. Entiendo que el hombre atractivo no se acercase a cambiarme la vida aunque, por otro lado, no se me ocurre un momento más adecuado y necesario para hacerlo, pero al menos hubiese podido ayudar a los viejos cuando casi se les cae el ataúd al suelo. Uno de ellos ha exclamado: «Me cago en dena!» Ésas han sido las únicas palabras pronunciadas en tu funeral. Me parecen muy apropiadas, muy exactas. A partir de ahora, supongo que cada funeral al que asista será el tuyo. Bajamos por la cuesta. Carolina me coge de la mano. Ya está. Mi madre ha muerto. Creo que me voy a empadronar en Cadaqués. Ahora que tú vives aquí, será lo mejor.

2

Que yo sepa, lo único que no da resaca y que disipa momentáneamente la muerte –también la vida– es el sexo. Su efecto fulminante lo reduce todo a escombros. Pero sólo durante unos instantes, o como mucho, si te duermes después, durante un rato. Luego, los muebles, la ropa, los recuerdos, las lámparas, el pánico, la pena, todo lo que había desaparecido en un tornado como el del Mago de Oz, baja y vuelve a ocupar su lugar exacto, en la habitación, en la cabeza, en el estómago. Y abro los ojos y no estoy rodeada de flores y de enanitos cantarines y agradecidos, sino que me encuentro en la cama al lado de mi ex. La casa está en silencio y por la ventana abierta entran los gritos de unos niños chapoteando en la piscina. La luz azul y diáfana promete un día más de sol y de calor, y las copas de los plátanos que diviso desde la cama se balancean pacíficas, sorprendentemente indiferentes a todos los desastres. Por lo visto, no han ardido por combustión espontánea durante la noche, ni sus ramas se han convertido en espadas voladoras y asesinas, no chorrean sangre ni nada por el estilo. Miro a Óscar de reojo sin moverme, consciente de que el menor gesto mío le despertará, hace mucho que no dormimos juntos. Observo su cuerpo largo y fuerte, con el pecho ligeramente cóncavo, las caderas estrechas, las piernas de ciclista, las facciones grandes de rasgos rotundos y masculinos, ligeramente animales en su expresividad y contundencia. «Me gusta, tiene cara de hombre», me dijo mi madre después de cruzárselo por primera vez en el ascensor de casa y adivinar, sin necesidad de ninguna presentación, que aquel chico de cabeza de toro y cuerpo de adolescente tímido, siempre un poco encorvado hacia delante, iba a mi piso. Y le dijo, coqueteando: «Hace tanto calor, que me ducho vestida, me siento a escribir con la ropa mojada y, al cabo de media hora, ¡ya está seca!» Y él llegó a mi piso, donde yo le esperaba temblando de impaciencia, muerto de risa: «Me parece que acabo de conocer a tu madre.» Durante un tiempo, el cuerpo de Óscar fue mi única casa, el único lugar del mundo. Luego tuvimos un hijo. Y luego nos conocimos. Uno intenta actuar como un animal de la selva, guiándose por el instinto, la piel y los ciclos de la luna, respondiendo sin demora y con agradecimiento y cierto alivio a las exigencias de todo lo que no necesita pensarse porque el cuerpo o las estrellas ya lo han pensado y decidido por nosotros, pero siempre llega el día en que es necesario ponerse de pie y empezar a hablar. Lo que, en teoría, sólo ocurrió una vez en la historia de la humanidad, dejar de ir a cuatro patas, ponerse en pie y empezar a pensar, a mí me ocurre cada vez que aterrizo del amor. Cada vez, un aterrizaje forzoso. Ya he perdido la cuenta de las veces que hemos intentado retomar la relación. Pero siempre se interpone algo, normalmente su carácter o el mío. Ahora tiene novia, pero eso no le impide compartir mi cama en este momento, ni haber estado a mi lado durante los últimos seis meses de tinieblas y hospitales y médicos y batallas irremediablemente perdidas. Mamá, ¿cómo pudiste pensar que tenías alguna posibilidad de ganar esta batalla, la última, la que no gana absolutamente nadie? Ni los más inteligentes, ni los más fuertes, ni los más valientes, ni los más generosos, ni los que lo merecerían. Yo me hubiese conformado con que murieses tranquila. Habíamos hablado mucho de la muerte, pero jamás pensamos que la muy cabrona te arrebataría la cabeza antes de llevarse también todo lo demás, que te dejaría únicamente unas migajas de lucidez intermitente que sólo servirían para hacerte sufrir más.
Óscar es un firme defensor de los poderes curativos del sexo, uno de esos hombres de temperamento vital y salud vigorosa, que opinan que no hay desgracia, disgusto o decepción que el sexo no pueda arreglar. ¿Estás triste? Folla. ¿Te duele la cabeza? Folla. ¿Se te ha estropeado el ordenador? Folla. ¿Estás en la ruina? Folla. ¿Se ha muerto tu madre? Folla. A veces funciona. Salgo sigilosamente de la cama. Óscar también opina que hacer el amor es la mejor manera de empezar el día. Yo por las mañanas quisiera ser invisible y no alcanzar plena corporeidad hasta la hora de comer. El fregadero desborda de platos sucios y en la nevera sólo hay unos cuantos yogures caducados, una manzana arrugada y un par de cervezas. Abro una, no queda ni café ni té. Los árboles me saludan por las ventanas del salón agitando sus hojas y me doy cuenta de que las persianas de la anciana que vive delante están cerradas, ya se ha debido de marchar de vacaciones o tal vez también se haya muerto, quién sabe. Tengo la sensación de que he pasado meses viviendo en otro sitio. Llevo encima el sudor de la noche y del hombre toro con el que he dormido, meto la nariz dentro del cuello de la camiseta y reconozco el olor ajeno, las huellas invisibles de la alegre invasión de mi cuerpo por otro cuerpo, de mi piel –tan dócil y permeable– por otra piel, de mi sudor por un sudor distinto. A veces, ni la ducha logra borrar esa presencia, y paso días percibiéndola, cada vez más lejana, como un vestido indecente y favorecedor, hasta que desaparece del todo. Me acerco el vaso de cerveza a la sien y cierro los ojos. En teoría, ésta era mi época favorita del año, pero no tengo planes. Tu hundimiento era mi único plan desde hacía meses, tal vez años. Oigo a Óscar trastear en el dormitorio, me llama:
–Ven, ven corriendo, tengo que decirte algo importantísimo.
Es una de sus tretas sexuales y finjo no oírle. Si voy, no volveremos a salir de la cama hasta la hora de comer, y no tengo tiempo, la muerte conlleva mil gestiones. Finalmente, después de diez minutos gruñendo y llamándome porque dice que no encuentra sus calzoncillos y que seguro que se los he escondido yo –claro, no tengo nada mejor que hacer que jugar al escondite con tus calzoncillos–, sale de la habitación. Sin decir una palabra, se pone detrás de mí y empieza a besarme el cuello mientras me aprieta contra la mesa. Sigo ordenando mis papeles como si no pasara nada. Me muerde la oreja violentamente. Protesto. No sé si darle un bofetón. Cuando decido que tal vez sea lo mejor y me dispongo a hacerlo, ya es demasiado tarde. Se puede decir mucho de un tío por la manera en que te quita o te aparta las bragas. Y el animal que hay en mí –y que tal vez sea lo único que no haya quedado reducido a cenizas en los últimos meses– arquea la espalda, apoya las manos sobre la mesa y tensa todo el cuerpo. Hasta el último momento, creo que le voy a dar una hostia, pero al final mi otro corazón, el que su polla ha invadido, se pone a palpitar y me olvido de todo.
–No deberías beber cerveza por la mañana, Blanquita. Ni fumar –añade al verme encender un cigarrillo.
Me mira con la misma cara que pone todo el mundo conmigo desde hace unos días, una mezcla de preocupación y de lástima, ya no sé si sus caras son un reflejo de la mía o al revés. Hace días que no me miro al espejo o que me miro sin verme, sólo para arreglarme. Nunca habíamos tenido tan mala relación. Mi espejo, mon semblable, mon frère, se empeña en recordarme que se ha acabado la fiesta. En la mirada de Óscar, además de lástima y preocupación, hay ternura, un sentimiento muy cercano al amor. Pero no estoy acostumbrada a dar pena, y se me revuelven las tripas. ¿Puedes volver a mirarme como hace cinco minutos, por favor? ¿Puedes volver a convertirme en un objeto, en un juguete? ¿Algo que obtiene y da placer, y que no está triste, y a lo que no se le ha muerto el amor de su vida mientras ella, volando por las calles de Barcelona en moto, no llegaba a tiempo?
–Creo que deberías marcharte unos días, airearte. Aquí ya no tienes nada que hacer y la ciudad está desierta.
–Sí, tienes razón.
–No quiero que estés sola.
–No. –No le digo que desde hace meses me siento siempre sola.
–Lo peor ya ha pasado.
Me echo a reír.
–Lo peor y lo mejor. Ya ha pasado todo.
–Y hay mucha gente que te quiere.
No sé cuántas veces me habrán dicho esa frase en los últimos días. El ejército silencioso y parlanchín de la gente que me quiere se ha alzado, justo en el preciso instante en que yo lo único que quiero es meterme en la cama y que me dejen en paz. Y que mi madre se siente a mi lado, me coja la mano y me ponga la suya en la frente.
–Sí, sí, lo sé. Y lo agradezco muchísimo. –No le digo que ya no me creo el amor de nadie, que hasta mi madre dejó de quererme durante un tiempo, que el amor es lo menos fiable del mundo.
–¿Por qué no subes a Cadaqués unos días? Ahora la casa es tuya.
Pero ¿qué dices, tío chalado, irrespetuoso y estúpido?, pienso fugazmente mirando sus grandes ojos bondadosos y preocupados. La casa es de mi madre. Y siempre lo será.
–No sé –contesto.
–Y la barca está en el agua. Allí estaréis bien.
Tal vez tenga razón, me digo. Las brujas de ese pueblo resguardado por las montañas, por una carretera endiablada y por un viento salvaje, que enloquece a todos los que no merecen la belleza de sus cielos y la luz rosa de sus atardeceres de verano, siempre me han protegido. Desde niña, veía cómo, encaramadas al campanario, riendo a carcajadas o frunciendo el ceño, expulsaban o abrazaban a los recién llegados, hacían estallar disputas entre las parejas más enamoradas, indicaban a las medusas qué piernas y estómagos picar, colocaban los erizos estratégicamente debajo de ciertos pies. Y cómo dibujaban amaneceres alucinantes que aliviaban las resacas más terribles, convertían cada una de las calles y de los rincones del pueblo en acogedores dormitorios, te envolvían en olas de terciopelo que borraban todos los disgustos y males del mundo. Y ahora, además, hay una bruja nueva.
–Sí, tal vez tengas razón. Cadaqués. Voy a ir a Cadaqués. –Y añado–: Tara, mi casa, la tierra roja de Tara, volveré a Tara... Después de todo, mañana será otro día.
Doy un largo sorbo a la cerveza.
–¿De qué peli es? –le pregunto.
–Creo que estás mezclando Lo que el viento se llevó con E.T. –dice riendo.
–Ah, es posible, es posible. La cerveza en ayunas hace que se me ocurran las mayores tonterías. ¿Cuántas veces te obligué a ver Lo que el viento se llevó?
–Muchas.
–¿Y cuántas veces te quedaste dormido viéndola?
–Casi todas.
–Ya, siempre has tenido un gusto pésimo para el cine. Eres un esnob.
Por una vez, no me replica, sólo me mira sonriendo, con ojos de ilusión. Óscar es uno de los poco...

Índice