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  1. 328 páginas
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Descripción del libro

En el Hollywood de los años 40, 50 y 60 del pasado siglo, fuera del plató muchos de los actores y actrices llevaban secretamente una vida muy desenfrenada, y un hombre en particular les ayudaba a hacerlo: Scotty Bowers. Scotty se acostó con numerosas estrellas y puso en contacto a otras con sus amigos jóvenes, atractivos y sexualmente desinhibidos. Un día, mientras trabajaba en una gasolinera, se le acercó y le ligó el actor Walter Pidgeon, que se lo llevó sin más a la villa de un amigo, donde pasaron una tarde de piscina, sol y sexo. Fue el primero de muchos encuentros que tuvo Scotty con los ricos y famosos de Hollywood como Noël Coward, Katharine Hepburn, Rita Hayworth, Cary Grant, Montgomery Clift, Vivien Leigh o Edith Piaf. El libro, con prólogo de Román Gubern, es la crónica fascinante del underground sexual de Hollywood.

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Información

Año
2013
ISBN de la versión impresa
9788433926012
ISBN del libro electrónico
9788433934406
Categoría
Literatura
1. LA FÁBRICA DE SUEÑOS
En 1946 yo tenía veintitrés años y la ciudad de Los Ángeles vivía un magno periodo de desarrollo posbélico. Aunque la zona metropolitana podía presumir de poseer un sistema completo de autobuses y tranvías, la era de las autopistas estaba a punto de empezar. Como había que abastecer a la industria bélica, no se habían fabricado automóviles desde 1942. Ahora la producción experimentaba un nuevo auge. El automóvil se disponía a ser el rey y a fijar una tendencia que haría que Los Ángeles creciera en torno a los coches y a la vasta red de autopistas. Las gasolineras no tardarían en ser un emblema icónico del paisaje y ya surgían por todas partes. Muchas se convirtieron en lugares de encuentro para jóvenes soldados recién licenciados de las fuerzas armadas. Con su animación a altas horas de la noche, sus accesos brillantemente iluminados y sus máquinas expendedoras de refrescos, eran el sitio ideal para que chicos sin empleo merodeasen con sus novias, pasaran el rato y se reunieran con amigos.
Russ Swanson, un ex compañero mío del cuerpo de marines, trabajaba en una gasolinera de la Union Oil en Wilshire Boulevard. De vez en cuando me pedía que le ayudara desde las ocho de la mañana hasta las cuatro y media de la tarde, la hora en que yo me iba a trabajar a la gasolinera nocturna de Hollywood Boulevard. Una mañana recibí una llamada suya diciendo que necesitaba que le sustituyera durante un par de horas, así que me dirigí a su puesto y me ocupé de los surtidores. Era un día precioso, claro y soleado, y no esperaba que hubiese mucho tráfico. Con un clima así la gente solía ir a la playa; no pasaba mucho tiempo dando vueltas en un coche caliente y asfixiante. Me resigné a lo que se presentaba como una jornada aburrida.
A eso del mediodía, cuando Russ volvió, estuvimos charlando un rato. Luego, justo cuando yo iba a marcharme, llegó un reluciente Lincoln cupé de dos puertas. Era un automóvil grande, caro, elegante. Sólo alguien rico y famoso podía conducir un coche así. Como Russ estaba ocupado en la oficina yo atendí al cliente. Cuando me acerqué al lado del conductor bajó la ventanilla y apareció la cara de un hombre muy guapo y de mediana edad al que yo estaba seguro de haber visto antes.
–¿Puedo ayudarle, señor? –pregunté.
El hombre al volante sonrió, me miró de arriba abajo y dijo:
–Sí, segurísimo que puedes.
Fue la voz la que le delató al instante. Dios mío, comprendí, este tipo no es otro que el renombrado actor Walter Pidgeon. Yo le recordaba por películas como Qué verde era mi valle, La señora Miniver y Madame Curie. Aquella característica voz grave, suave y que parecía la de alguien muy inteligente se reconocía al instante. Pensé que sería mejor fingir que no sabía quién era y farfullé una respuesta.
Llené el depósito con la cantidad de gasolina que me había pedido y cuando volví a la ventanilla del conductor, Pidgeon tenía la mano encima de la puerta. Sujetaba unos dólares entre el índice y el pulgar y estrujaba otro billete nuevecito entre el índice y el corazón. No distinguía de cuánto era el billete pero me detuve al verlo. La mirada de Pidgeon seguía clavada en mí.
–¿Qué vas a hacer el resto del día? –me preguntó con un tono muy amistoso, pero sin alterar su semblante inexpresivo.
Bueno, no era muy difícil adivinar lo que quería. Capté el mensaje al vuelo.
Cogí el dinero, le di las gracias y fui a decirle a Russ que me marchaba. Un par de minutos más tarde estaba en el cómodo asiento de cuero del copiloto en el coche de Pidgeon. Ninguno de los dos habló cuando salimos de la gasolinera y enfilamos hacia el oeste por Wilshire Boulevard. Tras unos minutos de silencio embarazoso me tendió la mano derecha y dijo: «Me llamo Walter.»
–Scotty –dije, y le estreché la mano.
Y eso fue todo, el relato completo de nuestra presentación. Lo demás fueron bromas y palique ocioso. Hablamos de la guerra que había terminado el año anterior y comentamos mi participación en ella en el cuerpo de marines. Me preguntó qué edad tenía, de dónde era y si conocía a mucha gente en la ciudad.
Unos veinte minutos más tarde subíamos Benedict Canyon, en Beverly Hills. Metió el coche en un sendero asfaltado que llevaba a una casa grande. Al girar el volante señaló las verjas imponentes del otro lado de la calle.
–¿Te gustan las estrellas de cine? –preguntó.
–Claro, ¿por qué? –contesté.
Indicó con un gesto el sendero de entrada opuesto y me dijo que allí vivía Harold Lloyd, el famoso actor del cine mudo.
Susurré un asombro fingido. Quería que creyera que me impresionaban las celebridades, pero tenía que mantener mi pose de que no le había reconocido a él. Cuando la gravilla crujió bajo las ruedas aparcó el Lincoln delante de una enorme casa de aspecto lujoso, me miró de reojo y dijo que el hombre que vivía allí era amigo suyo. Sí, ya, pensé. Fuera quien fuese era sin duda algo más que un «amigo». Sin embargo, me reservé estos pensamientos. El billete de más que me había dado –uno de veinte dólares– significaba mucho para mí. Tenía cosas en que gastarlo, desde luego. Tramaran lo que tramasen Walt y su amigo, decidí seguirles la corriente.
Saqué las piernas del auto, cerré la portezuela y me reuní en el pórtico con Pidgeon, que llamó al timbre. Cuando Jacques Potts abrió la puerta se sorprendió al verme.
Saludó a Pidgeon y luego me miró de arriba abajo como si estuviera examinando una mercancía. Tuve la sensación de que le gustó lo que veía. Potts nos condujo a través de su vivienda palaciega hasta la piscina del jardín trasero y después se dio media vuelta y desapareció dentro de la casa. Pidgeon se me acercó y me dijo:
–Hace calor, Scotty. Date un chapuzón. Yo vengo dentro de un minuto.
Se volvió para entrar en la casa pero no sin antes lanzarme una observación rápida.
–No necesitas traje de baño. Aquí no hay nadie más.
¿Qué diablos?, pensé. ¿Qué más da? Así que me desvestí, tiré la ropa encima de una tumbona y me lancé totalmente desnudo al agua centelleante. Estaba deliciosa. Nadé uno o dos largos antes de que Potts reapareciera, seguido por Pidgeon, que sólo cubría su desnudez con una toalla alrededor de la cintura. Eligieron sendas tumbonas, se recostaron y me miraron.
–Háblame de este nuevo amigo tuyo, Pidge –dijo Potts.
Al parecer a Pidgeon todos los amigos le llamaban Pidge. Me estaban evaluando, examinando, midiendo. Yo era un juguete que se inspecciona meticulosamente antes de meterlo en el corralito. Y a decir verdad disfrutaba de cada segundo de la situación.
Al cabo de una hora de sexo realmente cachondo, precedido por la felación que ambos me oficiaron por turnos, los tres nos desahogamos y nos relajamos alrededor de la piscina. Para entonces, por supuesto, Walter Pidgeon ya me había revelado su verdadera identidad. Yo fingí una absoluta sorpresa. Carraspeé, me trabuqué e hice grandes aspavientos, esforzándome en parecer a la vez intimidado y emocionado por su mera presencia, lo cual, para ser sincero, era verdad. En cuanto a Jacques Potts, pronto supe que su nombre auténtico era Jack y que Jacques era un nombre francés de fantasía que se había inventado en consonancia con su profesión de conocido sombrerero de estrellas.
Resultó que los dos estaban casados. La mujer de Pidgeon era Ruth Walker y se había casado con ella en 1931. Aquel día, antes de marcharme, me pidió que le jurara silencio y me suplicó que no mencionara nada a nadie de lo que había ocurrido entre nosotros. Le dije que era totalmente capaz de ser tan discreto como fuera necesario e instintivamente supe que me creía. La mujer de Potts estaba fuera de la ciudad. Y como él y Pidge habían acordado verse aquel día, habían dado la jornada libre a los criados y el jardinero. Era una oportunidad perfecta para retozar bajo el sol abrasador del sur de California.
Pidge y Potts eran los dos muy agradables, encantadores, unos chicos muy simpáticos. Los dos eran finos, bien educados y muy ricos. Sus modales eran impecables. Ninguno de los dos exhibía un asomo de conducta afeminada. Ambos disfrutaban también de una notable buena forma física, teniendo en cuenta su edad. Walter Pidgeon debía de tener cincuenta como mínimo en aquella época. Potts quizá era un poquito más viejo. Eran plenamente masculinos en todas sus maneras y en el modo de moverse, hablar y comportarse. Lo único que les diferenciaba un poco de los heterosexuales era el hecho de que gozaban del sexo tanto con hombres como con mujeres. Y, con toda franqueza, yo no veía nada malo en eso.
Como consecuencia de nuestro encuentro, Pidge y yo nos vimos de vez en cuando durante los siguientes años, siempre para una sesión de sexo seguida de una generosa propina. Su preferencia era mamármela mientras se masturbaba. Llegaba al orgasmo en el mismo momento en que yo alcanzaba el mío. En las raras ocasiones en que en años posteriores nos reuníamos con Jacques Potts, los tres componíamos traviesos e inventivos ménages à trois. A veces yo hacía de voyeur mientras ellos dos se dedicaban a lo suyo y Jacques servía de «base» a la «peonza» de Pidge. ¿Entienden lo que quiero decir? Estoy seguro de que no tengo que explicarlo. Lo cierto es que, hiciéramos lo que hiciésemos, y cada vez que lo hacíamos, siempre lo pasábamos en grande.
2. LA GASOLINERA DE HOLLYWOOD BOULEVARD
En 1946 no había autoservicio en las gasolineras. Mi trabajo en la Richfield de Hollywood consistía en recibir a todos los clientes con una sonrisa de oreja a oreja y un saludo amistoso, abastecer el depósito con el combustible que hubieran pedido, limpiar el parabrisas, vaciar los ceniceros, comprobar el aceite y el agua, asegurarme de que la presión de los neumáticos fuese la adecuada y procurar, en general, que cada automóvil y cada propietario obtuviesen un trato de alfombra roja. Me gustaba relacionarme con la gente y hacía lo posible por que todo el mundo se sintiera especial. Y no me importaban los horarios de tarde. De hecho, me facilitaban una excusa para conseguir un polvo y hacer de las mías después de haber cerrado alrededor de medianoche. Se diría que cuanto mayor me hacía más grande era mi apetito sexual. Tenía que saciarlo. Todas las noches. O días. Y en ocasiones muchas veces cada día.
Betty, la novia con quien vivía, nunca me interrogaba, ni siquiera cuando volvía a casa después de amanecer. Con la paga fija que cobraba pudimos mudarnos a un bonito y pequeño apartamento, no demasiado lejos de la gasolinera. Aunque nunca dimos el paso de casarnos, al cabo de un par de meses Betty se quedó embarazada. Emocionados por la noticia, nos trasladamos a un piso algo más grande que disponía de un dormitorio adicional para el bebé.
Una tarde, antes de ir al trabajo decidí hacer una visita a una pequeña oficina que habían abierto en el elegante Crossroads del centro comercial World, en Sunset Boulevard. Financiado por el gobierno, y dirigido por una mujer cuyo nombre ya no recuerdo, este local se había convertido en un punto de contacto crucial para ex soldados que intentaban recabar información sobre compañeros del ejército, amigos y familiares en los meses que habían transcurrido desde el final de la guerra. Funcionaba como una especie de centro informativo, lugar de reunión y banco de datos donde los excombatientes podían dejar su nombre, su número de teléfono y su dirección para que la gente los localizara o, a la inversa, para averiguar el nombre y el paradero de los que habían estado en el ejército con ellos. Era un servicio muy importante que ayudó a mucha gente a restablecer el contacto después de la guerra. Como ex marine que había servido en el Pacífico, sentía curiosidad por conocer si sabían dónde estaban mis antiguos compañeros de armas. Entré en la oficina, rellené una ficha, dejé a la mujer mi nombre y dirección y no volví a pensar en ello.
En aquel momento ni con la imaginación más calenturienta podría haber previsto las ramificaciones derivadas de haber cumplimentado aquella ficha.
Un atardecer, no mucho después de la primera vez que estuve con Walter Pidgeon, llegué a la gasolinera a las cinco en punto para cumplir mi turno. Al entrar con mi coche y aparcarlo me complació ver que dos de mis antiguos camaradas marines me esperaban en el bordillo. No nos habíamos visto desde que nos licenciaron en Seattle. Nos estrechamos la mano efusivamente, a continuación nos abrazamos y charlamos durante un par de minutos. Hablamos de banalidades, pero me alegraba de verles. Una vez marine, siempre marine. Era estupendo restablecer el contacto. Les invité a los dos a un refresco de la nevera que había fuera de la oficina y les pregunté cómo me habían encontrado. Yo no había dado a nadie la dirección de mi trabajo.
–Venga, Scotty. Claro que la has dado.
–¿Dónde? ¿Cuándo? –pregunté.
Y entonces ellos me recordaron lo de la oficina de contactos en el Crossroads of the World de Hollywood.
–Rellenaste una ficha, tontorrón –me regañaron.
¡Claro! Hacía un par de semanas que había rellenado la ficha. Para mi sorpresa, otro marine compatriota se presentó un par de días después. Y luego otro. Y otro más. Al cabo de quince días me habían contactado como mínimo una docena de mis ex camaradas del cuerpo. En las semanas siguientes aparecieron uno o dos más en la gasolinera casi todos los días. Y esto no tardó mucho en convertirse en un rito diario. A las cinco, cuando llegaba al trabajo, me encontraba con pequeños grupos. Muchos de ellos se habían echado novia y la traían con ellos. Los chicos sólo querían estar de palique durante un par de horas, comentar los resultados del béisbol y enterarse de las noticias y sucesos antes de irse con la música a otra parte según iba anocheciendo. Unos cuantos se habían comprado un automóvil –viejas cafeteras, mayormente– que traían para repostar. Otros venían en motocicleta. Todos me compraban gasolina y aceite y de cuando en cuando me traían su vehículo para una revisión y un cambio de aceite. Un tío llamado Wilbur McGee –al que todos conocían como «Mac»– se encargaba del taller durante el día, pero por la noche yo me ocupaba de todos los servicios para mis amigos. Lubricaba motores, le...

Índice

  1. Portada
  2. Notas de los coautores
  3. Presentación
  4. Prefacio
  5. 1. La fábrica de sueños
  6. 2. La gasolinera de Hollywood Boulevard
  7. 3. El despertar
  8. 4. Servicio completo
  9. 5. La gran ciudad
  10. 6. Trato de estrella
  11. 7. Líos
  12. 8. Campo de instrucción
  13. 9. En combate
  14. 10. Firmamento de estrellas
  15. 11. La brigada contra el vicio
  16. 12. Paternidad
  17. 13. Mezcla de bebidas
  18. 14. Un idilio regio
  19. 15. En la encrucijada
  20. 16. Un paso adelante
  21. 17. Mitos
  22. 18. Servicio de barra
  23. 19. Descubrimientos
  24. 20. Encuentros íntimos de todo tipo
  25. 21. A cada cual lo suyo
  26. 22. Los jóvenes y los impacientes
  27. 23. Peces gordos
  28. 24. Reinonas y música
  29. 25. El verdadero amor
  30. 26. Amigos
  31. 27. Los años setenta
  32. 28. Kew Drive
  33. 29. Mirando atrás
  34. Agradecimientos
  35. Imágenes
  36. Créditos
  37. Notas