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En los años ochenta, en California, un gran número de mujeres camboyanas acudieron al médico con la misma queja: no veían. Todas aquellas mujeres eran refugiadas de guerra. Antes de volar a su país natal habían sido testigos de las atrocidades por las cuales los Jemeres Rojos, que habían ocupado el poder desde 1975 hasta 1979, eran tan conocidos. Muchas de aquellas mujeres habían sido violadas, torturadas o vejadas de otro modo. La mayoría había visto asesinar a miembros de su familia. Una mujer que no volvió a ver a su marido ni a sus tres hijos después de que los soldados aparecieran y se los llevaran dijo que había perdido la vista tras haber llorado todos los días durante cuatro años. No era la única que parecía haber llorado hasta quedarse ciega. Otras sufrieron de visión parcial o borrosa, sus ojos quedaron afectados por sombras y dolor.
Los médicos que examinaron a aquellas mujeres –unas ciento cincuenta en total– no advirtieron nada extraño. Otras pruebas mostraron que sus cerebros también funcionaban con normalidad. Si aquellas mujeres estaban diciendo la verdad –y había quienes lo dudaban y pensaban que podrían estar haciéndose las enfermas porque buscaban atención o esperaban recibir prestaciones por discapacidad–, la única explicación era ceguera psicosomática.
En otras palabras, las mentes de aquellas mujeres, forzadas a digerir tanto horror e incapaces de asimilar más, se las habían arreglado para apagar las luces.
Esto fue lo último de lo que tú y yo hablamos cuando todavía estabas vivo. Después, solamente tu correo electrónico con una lista de libros que pensabas que me serían de ayuda en mi investigación. Y, por las fechas, tus mejores deseos para el Año Nuevo.
Había dos errores en tu obituario. La fecha en la que te mudaste de Londres a Nueva York: equivocada por un año. Una errata en el nombre de soltera de tu Esposa Uno. Pequeños errores que después corrigieron, pero que todos sabíamos que te habrían sacado de quicio.
Sin embargo, en tu homenaje oí algo que te habría divertido:
Querría poder rezar.
¿Qué te lo impide?
Él.
Te habría, te habría. Los muertos viven en el condicional, el tiempo de lo irreal, pero también está la extraordinaria sensación de que te has vuelto omnisciente, de que nada de lo que hagamos, pensemos o sintamos se te puede ocultar. La sensación extraordinaria de que estás leyendo estas palabras, de que sabes lo que dirán incluso antes de que las escriba.
Es cierto que si lloras lo suficientemente fuerte durante el tiempo suficiente puedes acabar con visión borrosa.
Yo estaba tumbada, era media tarde pero estaba en la cama. Tanto llorar me había dado dolor de cabeza, sentí un dolor punzante en la cabeza durante días. Me levanté y fui a mirar por la ventana. Ya era invierno, ya hacía frío junto a la ventana, hacía corriente. Pero era agradable, tan agradable como presionar la frente contra el cristal helado. Seguí parpadeando pero los ojos no se me aclaraban. Pensé en las mujeres que habían llorado hasta quedarse ciegas. Parpadeé y parpadeé, cada vez más asustada. Entonces te vi. Llevabas tu cazadora de aviador vintage color marrón, aquella que era demasiado estrecha –y justo te quedaba mejor por eso– y tu pelo era oscuro y grueso y largo. Que es como estaba segura de que tenía que haber sido en su día. Hacía mucho tiempo. Casi treinta años.
¿Adónde ibas? A ningún sitio en concreto. Ni a un recado, ni a una cita. Simplemente paseabas, con las manos en los bolsillos, saboreando la calle. Era lo que a ti te iba. Si no puedo caminar, no puedo escribir. Trabajabas por la mañana y, en determinado momento, que siempre llegaba, cuando parecía que eras incapaz de escribir una simple frase, salías y caminabas unos kilómetros. Malditos eran los días en que el mal tiempo te lo impedía (cosa que raramente ocurría, porque no te importaba ni el frío ni la lluvia, solo una buena tormenta te lo impediría). Cuando regresabas, te volvías a sentar a trabajar, tratando de mantener el ritmo que se había impuesto durante la caminata. Y cuanto mejor se te hubiera dado, mejor escribías.
Porque el ritmo lo es todo, decías. Las buenas frases comienzan con un latido.
Publicaste en internet un ensayo, «Cómo ser un flâneur», acerca del hábito de pasear y deambular y el lugar que ello ocupaba en la cultura literaria. Te llovieron las críticas por preguntarte si realmente existió la figura de la flâneuse. No pensabas que fuese posible para una mujer errar por las calles con el mismo ánimo y la misma actitud que un hombre. Una transeúnte estaba sujeta a alteraciones constantes: miradas, comentarios, piropos, toqueteos. A una mujer se la educa para estar siempre en guardia: ¿el tipo ese andaba demasiado pegado?, ¿el tipo ese la estaba siguiendo? Entonces, siendo así, ¿cómo podría relajarse lo suficiente como para experimentar la pérdida del sentido del yo, el placer de limitarse a ser, que era el ideal de la verdadera flânerie?
Concluiste que, para las mujeres, era probable que el equivalente fuese ir de tiendas, en particular, el modo de mirar escaparates de la gente que no piensa comprar nada.
No me pareció que estuvieses equivocado al respecto. He conocido a muchas mujeres que se mentalizan cada vez que salen de casa, incluso algunas que tratan de evitar salir de casa. Por supuesto, una mujer no tiene más que esperar llegar a cierta edad en la que se vuelve invisible y... problema solucionado.
Y date cuenta de cómo usaste la palabra mujeres cuando lo que realmente querías decir era mujeres jóvenes.
Últimamente he caminado mucho pero no he escrito. Me pasé de la fecha de entrega. Me dieron una prórroga por motivos personales. Volví a no cumplir con la fecha de entrega. Ahora el editor cree que estoy haciéndome la enferma.
No fui la única que cometió el error de pensar que, como solías hablar de ello, jamás lo harías. Al fin y al cabo, no eras la persona más infeliz que conocíamos. No eras el más deprimido (piensa en G, en D o en T-R). Ni siquiera eras –ahora suena raro al decirlo– el más suicida.
Por el momento que elegiste, tan cerca del comienzo del año, cabía pensar que se trataba de un propósito de Año Nuevo.
Una de las veces en que hablaste de ello dijiste que lo que te frenaría serían tus alumnos. Naturalmente, te preocupaba el efecto que un ejemplo así causaría en ellos. Aun así, por más que supiéramos que te gustaba enseñar y que te hacía falta el dinero, no le dimos mayor importancia cuando dejaste de dar clases el año pasado.
En otra ocasión dijiste que, para una persona que ha alcanzado una edad, podría ser una decisión racional, una elección perfectamente sensata, incluso una solución. No como cuando una persona joven se suicida, que no es otra cosa que un error.
Una vez, nos partimos de la risa con tu frase Creo que preferiría la novela corta de una vida.
Que Stevie Smith llamase a la Muerte el único dios que ha de venir cuando se lo llama te encantó, y lo mismo ocurría con las diversas maneras en que la gente decía que si no fuese por el suicidio no podrían seguir adelante.
Paseando con Samuel Beckett una agradable mañana de primavera, un amigo suyo le preguntó: Un día como este, ¿no hace que te alegres de estar vivo? Yo no diría tanto, dijo Beckett.
¿Y no eras tú quien nos contó que Ted Bundy una vez trabajó en el teléfono de un centro de prevención de suicidios?
Ted Bundy.
Hola. Me llamo Ted y estoy aquí para escucharte. Háblame.
Que fuese a tener lugar un homenaje nos pilló por sorpresa. Nosotros, que te habíamos oído decir que nunca querrías algo así, que la sola idea te repugnaba. ¿Acaso Esposa Tres decidió simplemente ignorarlo? ¿Fue porque no llegaste a ponerlo por escrito? Como la mayoría de los suicidas, no dejaste una nota. Nunca entendí por qué se llama nota. Debe de haber quienes decidan no ser breves.
En alemán la llaman Abschiedsbrief: una carta de despedida. (Mejor.)
Tu deseo de que te incinerasen se ha respetado, al menos, y no hubo funeral, nada de shivá.1 El obituario enfatizó tu ateísmo. Entre religión y conocimiento, dijo, se ha de elegir el conocimiento.
Qué cosa tan absurda para cualquiera que sepa algo de la historia judía, decía un comentario.
Cuando se celebró el homenaje ya había pasado el susto. La gente se distraía especulando cómo sería tener a todas las esposas en la misma habitación. Sin mencionar a las novias (todas juntas, según el chiste, no cabrían en una habitación).
Excepto por la sesión de diapositivas en bucle, con su recordatorio martilleante de la belleza y la juventud perdidas, no fue muy distinta de otras reuniones literarias. A la gente que conversaba en la recepción se la oía hablar de dinero, de premios literarios como desagravio y de la última reseña tipo muere, autor, muere. El decoro en esta ocasión exigía la ausencia de lágrimas. La gente aprovechaba aquella oportunidad para hacer contactos y ponerse al día. Chismorreos y cabezas que negaban acerca de los excesos de la Esposa Dos en el texto de homenaje (y ahora el rumor de que lo está convirtiendo en un libro).
La Esposa Tres, todo sea dicho, estaba radiante, aunque irradiase la frialdad de una cuchilla. Trátenme como objeto de compasión, anunciaban sus modales, insinúen que de algún modo tengo la culpa y los rajaré a todos.
Me conmovió que me preguntase qué tal iba mi escritura.
Tengo muchísimas ganas de leerlo, dijo falsamente.
No estoy segura de que lo vaya a terminar, dije.
Oh, pero sabes que él habría querido que lo terminases. (Habría querido.)
Ese hábito desconcertante suyo de mover lentamente la cabeza cuando habla, como si estuviese negando simultáneamente cada palabra que dice.
Alguien medio famoso se acercó. Ella, antes de darse la vuelta, preguntó: ¿Te va bien si te llamo?
Yo me marché pronto. Al salir oí que alguien decía: Espero que haya más gente que aquí en mi homenaje.
Y: Ahora es oficialmente un hombre blanco muerto.
¿Es cierto que el mundillo literario está minado de odio, que es un campo de batalla rodeado de francotiradores donde las envidias y las rivalidades no hacen más que aflorar?, preguntó el entrevistador de la Radio Pública Nacional (NPR) al distinguido autor. Quien reconoció que así era. Hay mucha envidia y enemistad, dijo el autor. Y trató de explicarse: Es como una balsa que se está hundiendo y a la que demasiada gente quiere subirse. Así que cada empujón que des, sube un poco la balsa a tu favor.
Si leer aumenta realmente la empatía, como se nos dice constantemente que hace, parece que la escritura la disminuye un poco.
Una vez, en una charla, alarmaste al público que abarrotaba la sala diciendo: ¿De dónde sacan todos ustedes la idea de que ser escritor es algo maravilloso? No es una profesión sino una vocación de infelicidad, dijo Simenon que era la escritura. Georges Simenon, que escribió cientos de novelas bajo su propio nombre y cientos de otras bajo dos docenas de seudónimos, y quien, cuando se jubiló, era el autor que más vendía del mundo. O sea, un montón de infelicidad.
El que presumía de haberse acostado con más de diez mil mujeres, bastantes, si no la mayoría, prostitutas, y el que se consideraba feminista. El que tenía como mentor literario nada menos que a Colette y como amante nada menos que a Josephine Baker, aunque se dijo que terminó con esa aventura porque interfería demasiado con su trabajo, pues ralentizó la producción novelística de ese año hasta una patética docena. Quien, al preguntarle qué le había convertido en novelista, respondió: Mi odio hacia mi madre. (Eso es mucho odio.)
Simenon el flâneur: Todos mis libros se me ocurren cuando camino.
Tenía una hija que estaba psicóticamente enamorada de él. Cuando era una niña pequeña le pidió un anillo de boda y él se lo dio. Ella hizo que se lo ensancharan para que le cupiese en el dedo a medida que crecía. A los veinticinco años se pegó un tiro.
P. ¿Dónde consigue una joven parisina una pistola?
R. En un armero acerca del cual leyó algo en una de las novelas de papá.
Un día, en 1974, en la misma aula de la universidad donde a veces doy clase, una poeta les anunció a los participantes del taller que estaba d...