IV. La búsqueda de una voz:
el dolor como narración
LA BÚSQUEDA DE UNA VOZ
«El dolor físico no tiene voz, pero cuando encuentra una, comienza a contar una historia», escribe Scarry, expresando la paradoja de la relación entre la enfermedad y la narración en la que inevitablemente deviene. El dolor no tiene voz. Entonces, ¿por qué parece hablar?
Cuando Hipócrates aconsejaba a los médicos que tratasen al paciente antes que a la enfermedad, era porque los médicos no comprendían la enfermedad. Ahora que la ciencia ha demostrado que el dolor es una enfermedad biológica, tratarla de otra forma sería considerado un perjuicio para el paciente, es decir, personalizarla, suponerla un estado del ser humano (que es como suele percibirse) en lugar de un estado del sistema nervioso.
Sin embargo, cuando se vive esa experiencia, la enfermedad del dolor se convierte en el sufrimiento individual de un trastorno, una interpretación que requiere un estudio, tanto del paciente como de la enfermedad. Recuerden el ingenioso postulado de Foucault que decía que la medicina moderna comenzó cuando los doctores dejaron de pedirles a sus pacientes que hicieran un relato de su enfermedad («¿Qué le sucede?») y pasaron a plantearle una pregunta centrada en la biología («¿Dónde le duele?»). Pero ay, el enfoque no sirve para esclarecer de forma definitiva y perfecta el dolor. Para bien o para mal, la naturaleza de la persona aquejada de dolor influye en la naturaleza del propio dolor.
Entonces, ¿cuál es la historia que cuenta el dolor?
ÁNIMO
El especialista en medicina del dolor casi temía ver al primer paciente que le tocaba en la ronda de visitas aquella mañana. Es un caso tan deprimente. El paciente era un revisor de tren, de mediana edad, que sufría de esclerosis múltiple. Se había caído de un tren (la esclerosis múltiple afecta al equilibrio) y había sufrido heridas de tal gravedad que tuvieron que amputarle ambas piernas y un brazo. Comenzaba a padecer dolores de miembro fantasma.
«¿Y además sigue sufriendo esclerosis múltiple?», exclamé sin pensar lo que decía, cuando el doctor me estaba contando la historia de aquel hombre. Lo dije como si el universo (tras robarle tres miembros de su cuerpo) debiera, al menos, haberle restaurado la mielina que recubre sus células nerviosas dañadas.
El médico continuó relatándome que, cuando entró en la habitación del paciente, éste estaba tumbado en la cama leyendo. «Eh, doctor, ¿ha leído este libro?», le preguntó, enseñándole un libro de historias médicas escrito por Rachel Naomi Remen: Historias para crecer. Recetas para sanar. «Hay que ver las cosas por las que ha pasado esta gente y cómo las han superado. Es increíble.»
El médico tardó unos segundos en reaccionar. El paciente, que sostenía el libro con el único brazo que le quedaba, se sentía imbuido de ánimo por los personajes de aquel libro, muchos de los cuales relataban unas adversidades mucho menos graves que las que él padecía. Lo que aquel paciente desconocía era que él mismo, con su capacidad para infundir ánimo, sería un incentivo para el médico hasta tal punto que, muchos años después, me estaba contando aquella historia y, con ella, había logrado infundírmelo a mí también (y eso que yo había leído Historias para crecer. Recetas para sanar y sus relatos de enfermedades enaltecedoras no habían logrado conmoverme).
«Siempre pienso en eso», me dijo el médico. «¿Por qué? ¿Por qué algunas personas llevan tan bien un sufrimiento que tiene difícil cura mientras que otras se derrumban ante un dolor común y corriente? He tenido pacientes que han tirado la toalla por sufrir algún que otro dolor lumbar sin especificar (han dejado de hacer ejercicio, se han deprimido y se han dedicado exclusivamente a ser pacientes crónicos), mientras que otros con afecciones mucho más serias demuestran una resistencia y una capacidad de recuperación sorprendentes.»
«Esas conferencias...» Hizo un ademán con la mano quitándole importancia a la conferencia de la que él y yo acabábamos de salir y que trataba sobre un gen que podría llegar, o no, a desempeñar un papel importante en cierto tipo de dolor.
El misterio de tener capacidad de recuperación o no tenerla, ¿es un asunto genético, de carácter, de temperamento, de voluntad, de suerte? ¿Qué puede hacer un médico (que no es cura ni mago) para ayudar a que los pacientes doblegados por el dolor se metamorfoseen en el revisor de tren, cuya empatía ante el sufrimiento de los demás era tal que se olvidaba durante un momento del suyo propio?
«Si conociéramos la respuesta a esa pregunta», dijo el médico, «sabríamos realmente cómo curar.»
SUFRIMIENTO
Nocicepción
Dolor
Discapacidad
Sufrimiento
Funcionamiento del dolor
Si el dolor funcionara como es debido, esos pasos se darían en ese orden: la nocicepción (los impulsos transmitidos por las células nerviosas que detectan la lesión tisular) causaría dolor. El dolor causaría discapacidad. La discapacidad causaría sufrimiento. El sufrimiento, como es de esperar, causaría un funcionamiento determinado del dolor que permitiría evaluar con cierta precisión, a partir de sus palabras y actos, cuánto está sufriendo esa persona.
Sin embargo, nada de esto es cierto. La nocicepción puede causar dolor o no. Sin duda, el grado de dolor no presenta una relación clara con el estímulo nociceptivo. El dolor puede causar discapacidad o no. Pero lo más desconcertante es la relación del dolor con el sufrimiento: hay personas que parecen sufrir lo indecible por causa de un dolor leve y las hay que no sufren ni la mitad por un dolor grave. No puede darse por sentado que el funcionamiento del dolor vaya a proporcionar una idea exacta de cómo se experimenta internamente el sufrimiento. El revisor de tren, que agitaba en su única mano el libro de relatos que incentivaban su ánimo, es un ejemplo dramático de que una nocicepción, un dolor y una discapacidad extraordinarios no causan necesariamente un sufrimiento ni un funcionamiento del dolor extraordinarios.
Las personas aquejadas de dolor sienten que el sufrimiento es algo originado fuera de ellos, afirma el doctor Eric J. Cassell en su libro The Nature of Suffering and the Goals of Medicine (La naturaleza del sufrimiento y los objetivos de la medicina). Sin embargo, «los factores que convierten en sufrimiento un dolor, incluso grave, dependen de la naturaleza del individuo en particular [...] El dolor es el dolor que es y el sufrimiento toma la forma que toma, en parte debido a los significados que le aporta el paciente. La misma enfermedad en diferentes pacientes se transforma en diferentes enfermedades, con dolores y sufrimientos diferentes».
Esto era algo de lo que yo había sido testigo paciente tras paciente. El artículo que me habían encargado escribir sobre el dolor crónico tendría que haberme llevado un mes, o dos si me lo tomaba con calma. No me habían pedido que escribiese una tesis. Sin embargo, siete meses después, yo seguía visitando clínicas del dolor por todo el país, acompañando a los directores de todas esas clínicas y observando su relación con los pacientes. Con el tiempo, llegué a estudiar a centenares de pacientes.
Después de publicar mi artículo en el año 2001, decidí escribir un libro porque quería hallar la respuesta a una cuestión crucial: ¿Por qué algunas personas mejoran? ¿Qué relación había entre los resultados y los pronósticos originales de los médicos? ¿Había una receta para curarse y, si era así, podía usarla para curarme yo? ¿Por qué un leñador de Virginia Occidental que conocí (y que ya no puede seguir trabajando debido a una lesión en la espalda) estaba al borde del suicidio y, sin embargo, Holly Wilson (que sufre una parálisis debida a una lesión de la médula espinal) no parecía en absoluto deprimida? Holly había quedado paralítica por una cruel ironía de la vida: un cirujano le había lesionado accidentalmente la médula espinal durante una intervención quirúrgica de poca importancia para extirparle una protuberancia discal cervical.
«Yo sufría un dolor en el cuello que se me extendía por todo el brazo», me dijo al explicarme su dolencia original. «¡Entonces me parecía lo peor que me podía pasar! Me quejaba del dolor todo el rato, no veía la hora de que me operaran. No tenía ni idea de lo que era un dolor incurable.» Ahora Holly padece un dolor incurable característico de las lesiones de médula espinal, que experimenta como un dolor procedente de su cuerpo paralizado y al que ella llama «mi sombra». Se resiste a tomar las dosis de opiáceos requeridas para controlarlo. «Me gusta tener la cabeza despejada. Para mí la claridad mental es más importante que la ausencia de dolor.» Probó con un estimulador de la médula espinal, pero sólo sirvió para empeorar el sufrimiento. Me contó que los tribunales fallaron a su favor, pero que la suma acordada como indemnización no alcanza para pagar los gastos médicos que tendrá que afrontar de por vida y que en la actualidad (diez años después de la operación) teme quedarse sin dinero.
Estuve entrevistándola horas y horas, observé las expresiones de su rostro, cómo se reía, cómo movía apenas la cabeza. Pero detrás de todas mis preguntas sólo había una que me importaba: ¿Por qué nunca se ha dejado llevar por la desesperación? Sufre dolor; está discapacitada; describe su dolor y su discapacidad vívidamente. ¿Por qué parecen no causarle un sufrimiento mayor?
Parte de la respuesta radica en la relación con su marido. «Siempre puedo contar con él», dijo. «Estoy segura, estoy un 99 % segura, de que nunca me va a dejar.» Otra parte de la respuesta parece estar en la relación con su médico, el doctor Scott Fishman. Aunque todavía no ha podido controlar el dolor de Holly, no deja de intentarlo, siempre tiene un plan de tratamiento que organiza con seis meses de anticipación. Cada vez que se entera de algún tratamiento experimental, se informa de inmediato si puede ser adecuado para ella. «Pienso llamar a quien sea necesario para ayudar a Holly», me dijo. La atención que le dispensa el doctor Fishman (y la seguridad que tiene Holly de que su médico siempre piensa en ella) la ayuda a calmar la herida psicológica que le produjo el que el cirujano que la operó nunca le hubiese pedido perdón ni la hubiese ido a visitar al hospital después de la intervención. Sin embargo Leigh Burke mantenía una buena relación con el Doctor Simpático, no hay duda de que la empatía de éste impedía a la paciente ver el fracaso de su tratamiento.
«Realmente, no lo sé», me contestó Holly cuando le pregunté sin rodeos cómo hacía para combatir la desesperación. «No voy a decir que nunca he pensado en poner fin a mi vida, porque sí lo he hecho y hubiera sido más fácil para mí, pero nunca le haría algo así a mi familia. Sé que nunca podría hacerles algo así porque mi padre lo hizo.»
DOLOR INTEGRADOR Y DESINTEGRADOR
«El dolor trastorna y destruye la naturaleza de la persona que lo sufre.» La máxima de Aristóteles es muy cierta: el dolor inunda la conciencia anulando aquello de lo que está hecho el yo. Sin embargo, es tal la particular relación del dolor con los significados que le damos que esa pérdida adopta unos significados sorprendentemente diferentes e incluso, en ocasiones, opuestos.
A veces se describe el sufrimiento como un estado que se convierte en una amenaza para la identidad. Mientras un dolor plantea una amenaza, otro dolor, paradójicamente, sirve para reforzar el yo. El dolor elegido (el dolor de parto, de un tatuaje, de una hazaña atlética, de un acto heroico en el campo de batalla) puede ser integrador, esto es, sirve para reforzar la integridad. Para los devotos religiosos y los participantes en los rituales de mayoría de edad y de duelo, comunes a la generalidad de las culturas, el trastorno al que es sometido el yo mediante el dolor es considerado un medio para reestructurar ese yo según los ideales de la comunidad. En un contexto secular, las novatadas recurren al dolor para crear «hermanos» y no para sembrar la discordia. El dolor del sadismo y del masoquismo satisface profundos deseos eróticos. El dolor de la automutilación puede aliviar un dolor psíquico mayor o una sensación de vacío o de entumecimiento.
El dolor integrador elegido difiere profundamente del dolor desintegrador no elegido (el dolor que no podemos conciliar con nuestro sentido del yo y sólo sirve para socavarlo y destruirlo), igual que el dolor de la cirugía difiere del dolor de la enfermedad, aunque ambas ocasionen la misma lesión tisular. El dolor de la cirugía puede ser integrador, porque favorece la supervivencia, mientras que el dolor provocado por la evolución de una enfermedad nos acerca más a la disolución del ser. El dolor del parto es diferente al dolor de un aborto espontáneo. Hoy en día hay muchas mujeres que se niegan a que se las anestesie durante el parto y, después de dar a luz, sostienen que se alegran de haberlo hecho.
«Hay una palabra que nos libra de todo el peso y el dolor de la vida; esa palabra es amor», escribió Sófocles en el siglo V a. n. e. Sean Mackey, director de la Unidad para la Gestión del Dolor de la Universidad de Stanford y director del Laboratorio de Neurociencia y del Dolor de Stanford, demostró recientemente que el dolor al que se refería Sófocles podía incluir el dolor físico. Al doctor Mackey le sorprendió el paralelismo existente entre la experiencia del primer amor romántico y la experiencia de la adicción. El primer amor romántico va acompañado de una dependencia emocional y de un ansia incontenible de estar con el ser amado, así como de un pensamiento obsesivo, una atención centrada intensamente en el objeto amoroso, una sensación de energía, de euforia y también de abandono. El doctor Mackey se planteó si tanto la adicción a los calmantes opiáceos como el primer amor romántico no activarían sistemas opioides del cerebro similares. Si es así, ¿tiene el amor romántico un efecto analgésico?
El doctor Mackey y su equipo reclutaron a estudiantes de Stanford que afirmaban estar viviendo los primeros nueve meses de una relación romántica apasionada. Se les pidió a los alumnos que llevaran fotografías de sus novias o novios y también otra foto de algún amigo o amiga que encontrasen igual de atractivos que sus relaciones amorosas. Se sometió a los estudiantes a un estímulo calorífico doloroso mientras se les hacía un escáner cerebral y se les dijo que concentrasen su atención en la foto de la persona amada o en la foto de sus amigos. El amor calmó el dolor. Cuando se les aplicaba un estímulo doloroso de intensidad moderada mientras miraban la foto de la persona amada se conseguía una mayor reducción del dolor, que podía llegar hasta un 46 %, en comparación con la reducción lograda mirando la foto de una persona amiga.
Sin embargo, cuando se comparaba el poder del amor con estímulos dolorosos de mayor intensidad, aquél comenzaba a menguar, reduciendo el dolor de los alumnos en sólo un 13 %. Pero cuanto más enamorado estaba el sujeto, mayor era el beneficio analgésico que percibía. Los estudiantes que afirmaban pasar más de la mitad del día pensando en el ser amado experimen...