Malasangre
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Malasangre

Michelle Roche Rodríguez

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Malasangre

Michelle Roche Rodríguez

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Una deslumbrante historia vampírica cargada de violencia y erotismo, ambientada en la Venezuela de los años veinte.

Venezuela, año 1921. Diana, la hija de catorce años de una familia de arribistas de Caracas, descubre que ha heredado la hematofagia de su padre, prestamista y hacendado, ocupaciones que desempeña gracias a su relación con la dictadura de turno. La enfermedad la inclina a la violencia contra algunos hombres y la aleja de su madre, de estrictas convicciones católicas.

Mientras madura, Diana se enfrentará al maltrato del novio con el que se empeñan en casarla, a la brutalidad de su familia y a la tiranía del patriarcado militarista y religioso. Sin embargo, lo peor será verse involucrada en las actividades ilícitas y las conspiraciones políticas de los socios de su padre, que la llevarán hasta las recámaras privadas del palacio presidencial. Son tiempos de revolución petrolera y el general al mando se llama Juan Vicente Gómez, un hito en la historia venezolana menos porque duró tres décadas en el poder que porque en su tiempo se instauraron y fortalecieron las dos grandes instituciones del país: las fuerzas armadas y la economía rentista.

Michelle Roche Rodríguez ha escrito una poderosa alegoría en la que conviven lo fantástico y lo histórico, la exploración de la sexualidad y la política, la lucha por afirmar la identidad como mujer en una sociedad machista y el vampirismo como realidad y como símbolo.

Un libro seductor, envolvente y perturbador sobre la rebeldía y la transgresión. Una novela que juega con el género de terror explorando territorios nuevos, llevándolo más allá de los caminos trillados.

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Información

II

Papá volvió una tarde a finales de abril, cuando ya el mal tiempo había amainado. Yo ayudaba a Teresa a preparar la cena, cuando él entró en la cocina. Vestía con una camisa de algodón blanco que contrastaba con su cabello negro un poco largo. Llevaba tirantes y el sombrero canotier para protegerse del sol inclemente en las haciendas –era un esclavo de la moda y tenía una enorme colección de sombreros, el canotier era mi favorito–. En las manos traía su chaqueta y una bolsa con el queso fresco hecho por las sirvientas de la finca en Cojedes. Corrí hacia él, pero cuando lo tuve al alcance de mis brazos, su mirada me detuvo: sus ojos reflejaban el bozal.
Lo dejó todo sobre la mesa, se sentó y me examinó con cuidado. Teresa tomó el queso y lo guardó. La palanca de la nevera emitió un quejido con un sonoro rechinar cuando la empujó. El sonido llamó la atención de papá.
–La señora Cecilia –se limitó a decir la india, sin mirarlo. Pocas veces pronunció una frase tan nítida.
Él se levantó de golpe; vi cómo el rubor se le subía del cuello a la frente. Y, como me temía lo peor, corrí a abrazarlo. Cuando puse la cabeza sobre su pecho, sentí que se hundían en mi cuello los alambres del bozal, pero continué, acaso con más fuerza, asida a él. Comencé a llorar sin pensar en que mis lágrimas podían manchar su preciosa camisa.
–¿Estos son los cueros y hierros de las bridas del ganado? –preguntó.
Asentí. Estaba hincado frente a mí para estudiar con cuidado el bozal. Sus manos moviendo los alambres me hacían daño. Se acercó a Teresa y le dijo algo en secreto. Ella respondió con un monosílabo: no supe si negaba o afirmaba. Luego, papá fue a la parte de atrás y volvió de inmediato con un cuchillo para quitarme el bozal. Cuando terminó, como acto reflejo, me puse una mano sobre la boca. Él la retiró, me tomó por la barbilla y evaluó cada raspadura, abrasión y arañazo. La úlcera debajo de la boca era un pequeño cráter violáceo. Le mostré los dientes y pasó su dedo sobre cada uno. Sentí como si fueran a caerse, pero afortunadamente fue solo el susto. Con gesto teatral, Teresa soltó un suspiro y dijo que había tratado de contárselo, pero que nunca estaba disponible. Papá la mandó a callar levantando la mano y se acercó a la puerta. Desde allí llamó, dando alaridos, a mi madre:
–¡Cecilia! –gritó–. ¡Maldita sea! –añadió un poco más bajo, dirigiéndose a Teresa y a mí–. ¡Cecilia! –volvió a gritar.
Luego se puso a un lado de la puerta, expectante.
Mi madre irrumpió en escena a toda velocidad y lo abrazó. Tomó su cara entre las manos, besándola decenas de veces. Así lo saludaba luego de sus prolongadas ausencias. Podía decir cosas horribles mientras no estaba, pero cuando él volvía, se le olvidaban. El recibimiento lo obligó a contener su enojo, cargando aún más el ambiente. Tomó las manos de mi madre entre las suyas y la encaró con expresión severa, señalando con la mano a la mesa, donde estaban los restos del bozal.
–Evaristo, eso fue una medida necesaria –dijo ella volviendo a su habitual expresión rígida.
Papá preguntó si se había vuelto loca. Ella sonrió. Tenía tanto tiempo como yo esperando por esta conversación. Contó el episodio con Héctor. Repitió varias veces que debieron cogerle puntos. Papá la escuchaba de brazos cruzados, recostado sobre la pared. Se había quitado los tirantes de los hombros y le colgaban de la pretina de los pantalones. Cuando oyó el nombre masculino, preguntó con un rugido quién era él.
–Héctor Sanabria. El hijo de los amigos de mamá. Casi nos criamos juntos en la hacienda de Cojedes. ¿No te acuerdas de él en nuestra boda?
–¡Eso fue hace más de quince años!
Mi madre le explicó cómo transcurrió la jornada con datos escuetos: su amigo vino a hacerle la visita, contó las desgracias de su hermano y yo lo ataqué. Fin de la historia. Eran ciertas sus palabras, por supuesto, pero, dichas así, yo parecía una bestia, ¡no era sino necesario ponerme un bozal! Papá la miraba sin cambiar su cara de desaprobación:
–¿Vino a hacerle «la visita»?, ¿cuándo se ha visto que un hombre venga a hacerle «la visita» a una mujer mientras su marido está de viaje? –El acento andino de papá, quien trataba a todo el mundo de «usted», siempre me parecía más distante después de una de sus prolongadas ausencias. La formalidad de su lenguaje iba pareja con sus ideas conservadoras. Aunque despreciaba sus posturas, su formalidad me parecía un signo de distinción y me afanaba por imitarlo, sin abusar del «usted», claro. La costumbre terminó por construirme una coraza de aparente frialdad que repelía a los demás. Quizá por eso no tenía amigas.
Mi madre sonrió. Le gustaba que su marido la celara. Explicó la situación de Héctor: sus padres estaban muertos, su hermana y sobrino también, y su único hermano era un alma en pena olvidada de abandonar su cuerpo cuando murió en La Rotunda. No dijo que Héctor fue para ofrecer una concesión petrolera.
–¿Cuántos puntos le cogieron? –Papá no tenía interés en la familia de Héctor.
Mi madre volvió a mirarme y sonrió:
–Dos.
–¿Dos puntos?, ¿dos puntos, dice? ¡Y por dos puntos la castiga de esta manera... atroz!
–No es un castigo. Fue una disposición urgente para controlar la boca de Diana. ¡Va a terminar condenándonos a todos!
–Usted ve el pecado en todas partes –dijo papá tomando los restos del bozal y botándolos en la basura.
Él se quejaba de las creencias de mi madre, pero las suyas no eran menos conservadoras. Aunque no fuera un beato como ella, conocía a Dios desde pequeño. Lo crió el párroco de Capacho Viejo, un pueblo de la zona más occidental de la cordillera andina, más de ochocientos kilómetros al sur de Caracas. Su madre lo abandonó en esa parroquia cuando aún no había cumplido el año. Hubo una vez cuando él pensó en cambiar la túnica de monaguillo por la de sacerdote, pero se le atravesaron los generales Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, que iban de camino a Caracas para arrebatarle la presidencia al que mandaba. Desistió de la Iglesia y se decidió por el oficio más lucrativo de la guerra, uniéndose al grupo de montoneros que por casualidad más que por destreza militar dieron un golpe de Estado. El éxito imprevisible de aquella empresa a la cual papá se había vinculado por tedio más que por convicción le hizo cambiar el fanatismo religioso por el político. Pero eso no quería decir que sus nociones sobre el bien y el mal fueran menos radicales que las de mi madre. En otras palabras, cuando la acusaba de «ver el pecado en todas partes» no quería decir que me creyera incapaz de pecar, sino que podía ofrecer una interpretación diferente para mi comportamiento. No muy convencida, ella se le acercó y, como si tratara de contemporizar con él, le preguntó si mi «hambre desaforada» no sería el síntoma fundamental de mi «enfermedad». Los ojos de papá la escrutaron, luego se refirió a la ineficiencia de los «métodos medievales».
–Pues tus adorados británicos tienen siglos imponiéndoles bozales a las mujeres. Hoy están fuera de uso, pero ninguna ley los prohíbe –dijo mi madre.
Me habría reído por la contestación incoherente si no hubieran hablado de mi «enfermedad». Lo más extraño es que este comentario irrelevante para la conversación era cierto, lo comprobé días después cuando encontré la revista, pero a los métodos británicos de tortura contra las mujeres me referiré más adelante. En ese momento mi preocupación se limitaba a descubrir cualquier detalle sobre mi enfermedad. Sabía que si preguntaba algo me responderían con evasivas y lo mejor era ver qué podían revelar al calor de sus emociones encendidas. Ella preguntó a papá si se le ocurrían otros métodos para «aplacarme». Él la miró furioso y ella reaccionó cargando contra mí:
–¿Te ha dicho tu padre que, gracias a un descuido suyo, tú tienes una enfermedad horrible? –Una sonrisa luchaba por extenderse sobre sus labios–. Su lujuria los contagió a él y a ti.
Sentí un volcán ácido en el estómago y un reflujo agrio me subió por la garganta. No sé cómo evité vomitar. Papá saltó sobre ella:
–No diga tonterías. No es una enfermedad, est un état.
–¡Mi marido el políglota!, ¡no se trata de una enfermedad, dice él, es apenas un état, una condición! ¿Y una condición de qué, si se puede saber?
Ella gesticulaba con las manos alzadas. Le costaba un poco porque él la tenía agarrada por los hombros. Papá alzó la mano, como si estuviera a punto de abofetearla, pero en cambio señaló con el dedo hacia fuera de la cocina y los observé caminar en dirección al despacho.
La palabra «horrible» dejó el aire contaminado como un eructo de azufre. Teresa me acarició la cabeza, pero yo la evité con suavidad. No comprendí la conversación, pero la enfermedad, no tenía duda, era grave. Se referían a una peste inimaginable. La carne de papá y la mía unidas en la degeneración. Compartía con él una enfermedad horrible, quizá venérea. Estábamos condenados. Y en mi caso era peor, porque él había hecho algo para contagiarse, pero, sin tener responsabilidad alguna, yo era así antes de nacer.
Papá y mi madre se encerraron el resto de la tarde en el despacho y cada uno tomó la cena en un lugar distinto. Durante los siguientes tres días me evitaron. Tres días son mucho tiempo suspendida en estado de agitación. Setenta y dos horas, nueve comidas sin compañía, dos madrugadas eternas de noches sin dormir, preguntándome si valía la pena enfrentar a alguno para descubrir qué pasaba conmigo. Me imaginé mil maneras de abordar a uno u otro y luego desechaba las ideas. ¿Para qué? Mi madre habría recitado algo de la Biblia, acusándome de algún pecado, en lugar de ofrecerme una explicación. Papá habría apelado a los eufemismos para confundirme. Ninguno se habría atrevido a decir nada concreto, mi crianza se sustentaba en una estructura de silencios y medias verdades diseñadas para constreñirme en una idea de mujer. Solo Teresa de vez en cuando revelaba detalles del pasado de alguno de ellos; una anécdota que explicara por qué eran tan fríos conmigo, arrojando un poco de luz en ese caos de inseguridades llamado «niñez». Si ellos hubieran querido informarme sobre la enfermedad ya lo habrían hecho; lo habrían hecho incluso antes de la manifestación de sus síntomas. De esa manera habríamos podido llegar a una solución todos juntos, como una familia. Pero no lo hicieron.
Por fin, la mañana del sábado encontré oportunidad de hablar con papá. Quiza si ponía atención a sus eufemismos y lo obligaba a desarticularlos, podría llegar a comprender qué me pasaba. Teresa pasaría el fin de semana con un pariente y mi madre estaba en casa de una de sus beatas organizando la romería de la Virgen del Rosario. Me puse a hacer café y me robé uno de los marrons glacés celosamente guardados por mi madre para ofrecer a las visitas.
Lo encontré en su despacho, sentado en el escritorio. Su cara descansaba sobre un puño; leía una vieja revista de cultura y variedades. Sus pocos conocimientos, según decía, los había adquirido en publicaciones como esa, «pequeñas enciclopedias por entregas con todo el saber del mundo». Exageraba: leía más que revistas; su mujer lo llamaba «devorador de libros», y yo tomé la misma costumbre por imitarlo. Su entusiasmo literario lo convirtió en un hombre culto, a pesar de que nunca recibió una educación formal. Porque ¿qué instrucción podían darle a un niño en ese lugar metido en el culo del diablo que era Capacho Viejo? El cura que lo adoptó se ocupó de enseñarle a leer y escribir, así como a realizar las operaciones matemáticas básicas. Con esas herramientas forjó un futuro para él y para su familia: lo único necesario para prosperar es una avidez incesante de conocimiento.
Coloqué la taza de café sobre su escritorio. Lo tomaba guarapo: solo café con un chorrito de agua caliente. Le añadí una cucharada de azúcar y lo revolví. Sin decir nada, papá tomó del platico de la taza el marron glacé y le pegó un mordisco. Por eso casi se atraganta cuando le pregunté a qué enfermedad se refería mi madre.
–Cecilia no sabe lo que dice –contestó después de un rato, relamiéndose los restos de dulce de los dedos.
Quiso hacerme creer que ella se equivocaba. Inquirió si tenía síntomas o si me sentía mal. Buscaba hacer tiempo, yo lo sabía, esa era su estrategia para evitar conflictos. Por lo menos aún no se había escondido detrás de una verdad a medias. Dejé la bandeja en una de las sillas frente a él y me senté en la otra. ¿Podían ser síntomas la tendencia a morder, mi frecuente encierro en violentos pensamientos peregrinos o la impresión de la sangre sobre mi ánimo?
–Y, sin embargo, nunca negaste la enfermedad –dije, aún sin decidirme a formularle todas las preguntas que me agobiaban.
Papá me lanzó una o dos frases vacías. Luego apuró lo que quedaba de café en la taza y volvió a su revista. Chasqué la lengua y puse mi mano sobre la suya. Así conseguí llamar su atención. Suspiró y me dijo:
–No es una enfermedad.
Sus ojos parecían cansados. Al escucharme decir que los síntomas me interesaban menos que los remedios, él sonrió como si me estuviera refiriendo a un tema demasiado arcano para comprenderlo. Intentó salirse de nuevo de la conversación respondiéndome que eran cosas de mi madre. Empleando el mismo tono condescendiente que él usaba cuando quería disminuirme explicando algo obvio, le recordé la vez cuando me curó y desinfectó una herida en una rodilla que me impedía caminar. Yo era una niña, no tendría más de seis años, y me caí jugando en el jardín. Me hice una herida y me puse a llorar. Solo papá estaba en casa. Fumaba un habano. Se acercó a mí con recelo, perturbado: yo lloraba a gritos, con esa urgencia de los primeros años, cuando cualquier hecho es una tragedia. Él se demoró un rato viendo mi herida, con el habano humeante en una mano, el labio inferior contraído como si escondiera algo en su boca. Pero mi llanto fuerte no permitía contemplaciones. Me calmó con palabras bonitas, limpió la herida y la vendó. En ese momento fue un padre. Al día siguiente, yo podía moverme como de costumbre.
Él reconoció mi táctica con una sonrisa de medio lado. Le recordaba aquello no solo para ilustrar que todo mal tiene una cura, sino para notar su responsabilidad en mi crianza. Mirándome a los ojos contestó:
–Pero el que tiene una deformidad en el pie cojea toda la vida.
Por eso la llamó «condición» durante el altercado en la cocina, pero el cambio de nombre no le quitaba gravedad y se lo dije. No tenía síntomas, pero la enfermedad se manifestó de una manera «criminal», y en cuanto dije esa palabra reconocí a mi madre hablando por mi boca.
–Dígame: ¿qué le parece la sangre? –dijo él, cerrando la revista.
–¿La sangre?
–Sí, ¿qué opinión le merece? –Papá jugaba con su taza, como si esa fuera una conversación banal, a la cual no valía la pena prestar atención.
Pensé un poco y respondí que nos daba energía. Eso interesa a todos, dijo. No me quedó claro si ese genérico se refería a las personas con nuestra condición o a la humanidad entera. Lo único que me interesaba de la senda que había tomado de los síntomas era la forma de contagio y mi madre había hecho una acusación seria.
–Diana, ni usted ni su mamá pueden juzgarme por las cosas que ocurrieron antes del matrimonio. Soy un hombre y, antes de saber que Cecilia existía, yo tenía una vida. No le extrañará que conocí y estuve con otras mujeres.
Vaya, cuántos rodeos para no explicarme que la hematofagia heredada por mí era el resultado de relaciones carnales. ¡Yo no era una niña, por favor! Me quejé dando un golpe sobre el escritorio. Papá dijo que si quería saberlo me lo contaría. Y, para mi sorpresa, fue lo que hizo. No apeló a eufemismos ni medias verdades y utilizó los términos más gráficos para sus descripciones. Sin duda, también se le habían hecho largos a él los tres días transcurridos desde su llegada. La historia era larga y enrevesada y la contaré más adelante para no distraerme de la conversación con papá. Con el paso de los años quité y añadí detalles, en especial los más escabrosos, y pronto tuve la experiencia suficiente para conectar ciertas lagunas que, por pudor, él me ahorró. En muchas oportunidades el relato sobre mi hundimiento en la perversidad me obligará a echar mano de la invención para llenar los huecos de mi memoria. Pero incluso esas fantasías son verdad, pues la vida es la versión que cada quien hace de su historia.
Sobre la narración de papá debo señalar aún dos cosas. Una, que reveló el vínculo consanguíneo con una mujer perversa, la madre de mis vicios. Otra, que mostró a un hombre subyugado por sus impulsos. Fue esa mañana cuando su figura comenzó a ensombrecerse para mí. Más pronto que tarde, esa sombra me perfilaría.
–¿Por qué mamá no está contagiada? –pregunté cuando terminó su relato.
–Es difícil saberlo –contestó con desgana.
La enfermedad se transmitía por la sangre, me explicó: lo más seguro era que ella no se hubiera contagiado porque no era «sangre de su sangre», como yo. Un suspiro suyo llenó el despacho. No era gran cosa lo que sabía sobre el asunto. Lo miré con asombro: ¿cómo era posible eso?, ¿no sufría acaso?, ¿no le había cambiado completamente la vida? Y, sin embargo, mi situación era más incierta que la suya. Al reparar en la diferencia entre él y yo, le pregunté si la condición se reflejaba de manera diferente en hombres y en mujeres. Respondió con una negativa, pero hizo una...

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