Ampliación del campo de batalla
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Ampliación del campo de batalla

Michel Houellebecq, Encarna Castejón

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Ampliación del campo de batalla

Michel Houellebecq, Encarna Castejón

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En 1994 apareció en Francia esta primera novela de Michel Houellebecq, con un título más bien disuasorio, publicada por un minúsculo aunque muy prestigioso editor, Maurice Nadeau. A pesar del silencio crítico inicial, la novela se fue convirtiendo en un libro de culto, obtuvo premios (y lectores) y Houellebecq, una voz totalmente nueva en la narrativa contemporánea, se vio catapultado a portavoz de su generación.

El narrador de Ampliación del campo de batalla es un ingeniero informático de 30 años, hastiado por su trabajo, que debe vender a sus posibles clientes las delicias de las nuevas tecnologías... Es un antihéroe que ha dejado de luchar, que espía apenas a sus congéneres, que se desliza hacia la depresión; lleva dos años de castidad, se refiere a «las mujeres que me abrían sus órganos» con tanta repugnancia como cuando habla de las egoístas psicoanalizadas...

Con la precisión de una autopsia, describe el campo de batalla de la sociedad actual, la sociedad neoliberal, con sus perdedores en el ámbito económico y sexual: la ampliación del campo de batalla a todas las edades de la vida, a todas las clases sociales...

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Información

Año
1999
ISBN
9788433935892
Categoría
Literature

Segunda parte

1

En las cercanías del paso de Bab-el-Mandel, bajo la superficie equívoca e inmutable del mar, se ocultan grandes arrecifes de coral, espaciados de manera irregular, que representan un peligro real para la navegación. Casi no son perceptibles, a no ser por un afloramiento rojizo, un tinte del agua un poco distinto. Y si el viajero de paso se digna recordar la extraordinaria densidad de la población de tiburones que caracteriza esta zona del Mar Rojo (llegan, si no me falla la memoria, a unos dos mil tiburones por kilómetro cuadrado), se comprenderá que sienta un ligero estremecimiento, a pesar del calor aplastante y casi irreal que hace vibrar el aire con un viscoso hormigueo en las cercanías del paso de Bab-elMandel.
Afortunadamente, por una singular compensación del cielo, siempre hace buen tiempo, excesivamente bueno, y el horizonte no se separa nunca de ese resplandor recalentado y blanco que también puede observarse en las fábricas siderúrgicas durante la tercera parte del tratamiento del mineral de hierro (me refiero a ese momento en que se dilata, como suspendido en la atmósfera y extrañamente consustancial a su naturaleza intrínseca, el vaciado recién formado de acero líquido). Por eso la mayoría de los marinos franquean el obstáculo sin problemas, y pronto surcan en silencio las aguas tranquilas, iridiscentes y húmedas del golfo de Adén.
A veces, sin embargo, tales cosas ocurren, y se manifiestan de verdad. Estamos a lunes por la mañana, uno de diciembre; hace frío y espero a Tisserand junto al aviso de salida del tren a Rouen; estamos en la estación de Saint-Lazare; cada vez tengo más frío y cada vez estoy más harto. Tisserand llega en el último momento; nos va a costar trabajo encontrar sitio. A menos que haya sacado un billete de primera para él; sería muy propio de él.
Podía formar un tándem con cuatro o cinco personas de la empresa, y me toca Tisserand. No me alegro en lo más mínimo. Él, por el contrario, está encantado. «Tú y yo formamos un equipo superbueno...», declara de entrada, «presiento que vamos a encajar de maravilla...» (esboza con las manos una especie de movimiento rotativo, como para simbolizar nuestra futura armonía).
Ya conozco a este chico; hemos hablado varias veces junto a la máquina de bebidas calientes. Normalmente, contaba historias guarras; me huelo que este viaje a provincias va a ser siniestro.
Más tarde, el tren arranca. Nos instalamos en medio de un grupo de estudiantes parlanchines que parecen pertenecer a una escuela de comercio. Me siento junto a la ventana para escapar, en una débil medida, del ruido ambiente. Tisserand saca de su cartera diferentes folletos a todo color que hablan de los programas de contabilidad; eso no tiene nada que ver con las clases de formación que vamos a dar. Me arriesgo a hacer la observación. Él apela vagamente: «Ah, sí, Sicómoro también está bien...», y sigue con su monólogo. Tengo la impresión de que, por lo que toca a los aspectos técnicos, cuenta conmigo en un cien por cien.
Lleva un traje espléndido con motivos rojos, amarillos y verdes; se parece un poco a un tapiz medieval. También lleva un pañuelo que sobresale del bolsillo superior de la chaqueta, más bien del estilo «Viaje al planeta Marte» y una corbata a juego. Toda su ropa recuerda al personaje del ejecutivo comercial hiperdinámico y no exento de humor. En cuanto a mí, voy vestido con una parka acolchada y un jersey grueso tipo «fin de semana en las Hébridas». Me imagino que en el juego de roles que está dando comienzo yo representaré al «hombre de sistemas», el técnico competente pero un poco tosco, que no tiene tiempo de preocuparse por la ropa y que sufre una incapacidad congénita para dialogar con el usuario. Me viene como anillo al dedo. Tiene razón, formamos un buen equipo.
Me pregunto si al sacar todos sus folletos no estará intentando llamar la atención de la chica sentada a su izquierda, una estudiante de la escuela de comercio, muy bonita, vaya. Así que sólo me estaría dedicando superficialmente su discurso. Me permito echar una ojeada al paisaje. Empieza a amanecer. Aparece el sol, rojo sangre, terriblemente rojo sobre la hierba verde oscuro, sobre los estanques brumosos. Pequeñas aldeas humean a lo lejos en el valle. Es un magnífico espectáculo, un poco pavoroso. A Tisserand no le interesa. Por el contrario, intenta atraer la mirada de la estudiante de su izquierda. El problema de Raphaël Tisserand –de hecho, el fundamento de su personalidad– es que es muy feo. Tan feo que su aspecto repele a las mujeres, y no consigue acostarse con ellas. No obstante lo intenta, lo intenta con toda su alma, pero no le sale. Simplemente, ellas no quieren saber nada de él.
Sin embargo, su cuerpo no está lejos de la normalidad: de tipo vagamente mediterráneo, está, sí, un poco gordo; «rechoncho», como se suele decir; además, su calvicie lleva una rápida evolución. Bueno, todo esto podría tener arreglo; pero lo que no tiene remedio es su rostro. Tiene la mismísima cara de un sapo: rasgos espesos, groseros, anchos, deformes, lo contrario exactamente de la belleza. Su piel reluciente, acnéica, parece exhudar a todas horas un humor graso. Lleva gafas de culo de botella, porque además es muy miope; pero me temo que si llevase lentillas no arreglaría nada. Para colmo, su conversación carece de elegancia, de fantasía, de humor; no tiene ni el más mínimo encanto (el encanto es una cualidad que a veces puede sustituir a la belleza; al menos en los hombres; a menudo se dice: «Tiene mucho encanto», o «El encanto es lo más importante»; eso es lo que se suele decir). En estas condiciones, seguro que está terriblemente frustrado, pero ¿qué le voy a hacer yo? Así que miro el paisaje.
Más tarde, inicia una conversación con la estudiante. Seguimos el curso del Sena, escarlata, completamente ahogado en los rayos del sol naciente; parece que el río arrastre sangre de verdad.
A eso de las nueve, llegamos a Rouen. La estudiante se despide de Tisserand; claro, se niega a darle su número de teléfono. Durante unos cuantos minutos se va a sentir un poco abatido; voy a tener que encargarme de buscar un autobús.
El edificio de la Dirección Provincial de Agricultura es siniestro, y llegamos tarde. Aquí el trabajo empieza a las ocho; luego me enteraré de que así suele ocurrir en provincias. El curso de formación comienza de inmediato. Tisserand toma la palabra; se presenta, me presenta, presenta a nuestra empresa. Supongo que justo después va a presentar la informática, los programas integrados, sus ventajas. También podría presentar el curso, el método de trabajo que vamos a seguir, muchas cosas. Con todo eso nos darían sin problemas las doce del mediodía, sobre todo si hay una de esas viejas y queridas pausas para un café. Me quito la parka y coloco algunos papeles a mi alrededor.
Los asistentes son unas quince personas; hay secretarias y ejecutivos, supongo que técnicos; tienen aspecto de técnicos. No parecen muy desagradables, ni muy interesados en la informática; y sin embargo, me digo para mis adentros, la informática va a cambiar sus vidas.
Veo enseguida de dónde va a venir el peligro: se trata de un chico muy joven con gafas, alto, delgado y flexible. Se ha instalado al fondo, como para poder vigilar a todo el mundo; para mis adentros lo llamo «la Serpiente», aunque se presenta, durante la pausa del café, con el nombre de Schnäbele. Es el futuro jefe de la sección informática en vías de creación, y parece estar muy satisfecho de ello. Sentado a su lado hay un tipo de unos cincuenta años, bastante bien plantado, que pone mala cara y lleva una barba pelirroja. Debe de ser un antiguo brigada, algo por el estilo. Tiene una mirada fija –Indochina, supongo– que clava en mí durante mucho tiempo, como para conminarme a que explique los motivos de mi presencia. Parece consagrado en cuerpo y alma a la serpiente, su jefe. Por su parte, él parece más bien un dogo; o, en cualquier caso, ese tipo de perros que nunca sueltan la presa.
Muy pronto la Serpiente hace preguntas con el objetivo de desestabilizar a Tisserand, de hacerlo quedar como un incompetente. Tisserand es un incompetente, eso es un hecho, pero ya las ha visto parecidas. Es un profesional. No le cuesta nada parar los diferentes ataques, ya sea eludiéndolos con gracia, ya prometiendo volver sobre tal punto en un momento ulterior del curso. A veces hasta consigue sugerir que la pregunta habría tenido cierto sentido en una época anterior de la informática, pero que ahora lo ha perdido por completo.
A mediodía, nos interrumpe un timbre estridente y desagradable. Schnäbele serpentea hacia nosotros: «¿Comemos juntos?...» Prácticamente, no deja lugar a réplica.
Nos comunica que tiene algunas cosillas que hacer antes de la comida, pide disculpas. Pero podemos acompañarle, así nos «enseñará la casa». Nos arrastra por los pasillos; su acólito nos sigue dos pasos más atrás. Tisserand consigue susurrarme que habría «preferido comer con las dos chavalas de la tercera fila». Así que ya ha encontrado presas femeninas entre la asistencia; era casi inevitable, pero aun así me preocupa un poco.
Entramos en el despacho de Schnäbele. El acólito se queda inmóvil en el umbral, en actitud de espera; monta guardia, por decirlo así. La habitación es grande, incluso muy grande para un ejecutivo tan joven, y al principio pienso que nos ha traído aquí sólo para demostrarlo, porque no hace nada; se conforma con dar golpecitos nerviosos sobre el teléfono. Me dejo caer en un sillón delante de la mesa, y Tisserand no tarda en imitarme. El otro imbécil concede: «Claro, siéntense...» En ese mismo momento, aparece una secretaria por una puerta lateral. Se acerca a la mesa con respeto. Es una mujer bastante mayor, con gafas. Sostiene, con ambas manos abiertas, una pila de documentos para firmar. Así que éste es el motivo de toda la puesta en escena, me digo.
Schnäbele interpreta su papel de un modo impresionante. Antes de firmar el primer documento lo recorre despacio con los ojos, gravemente. Señala un giro «de sintaxis poco afortunado». La secretaria, confusa: «Puedo rehacerlo, señor...»; y él, magnánimo: «Oh, no, está perfectamente.»
El fastidioso ceremonial se reproduce con el segundo documento, y después con el tercero. Empiezo a tener hambre. Me levanto para examinar las fotos colgadas en la pared. Son fotos de aficionado, reveladas y enmarcadas con cuidado. Parece que representan géiseres, concreciones de hielo, cosas así. Supongo que las sacó personalmente durante unas vacaciones en Islandia; un circuito de Nuevas Fronteras, con toda probabilidad. Pero les ha hecho de todo: solarización, efectos de filtro en estrella y no sé cuántas cosas más, tantas que casi no se reconoce nada y el conjunto es bastante feo.
Viendo mi interés, él se acerca y declara:
–Es Islandia... bastante bonita, creo yo.
–Ah... –contesto.
Por fin nos vamos a comer. Schnäbele nos precede por los pasillos, comentando la organización de los despachos y la «distribución del espacio», como si acabara de adquirir el edificio. De vez en cuando, cuando torcemos a la derecha, me pasa el brazo por los hombros; a pesar de todo sin tocarme, por fortuna. Anda deprisa, y a Tisserand, que tiene las piernas cortas, le cuesta un poco seguirle; le oigo jadear a mi lado. Dos pasos por detrás, el acólito cierra la marcha, como para prevenir un eventual ataque por sorpresa.
La comida se hace interminable. Al principio todo va bien, Schnäbele habla de sí mismo. Nos vuelve a informar de que a los veinticinco años ya es director de la sección de informática, o al menos está a punto de serlo en un futuro inmediato. Entre los entremeses y el primer plato nos recuerda tres veces su edad: veinticinco años.
Después quiere que le hablemos de nuestra «formación», probablemente para asegurarse de que es inferior a la suya (él es IGREF, y parece sentirse orgulloso; yo no sé qué es eso, pero luego me entero de que los IGREF son una variedad particular de altos funcionarios que sólo se encuentra en los organismos que dependen del Ministerio de Agricultura; un poco como los de la Escuela Nacional de Administración, pero con menos nivel). A este respecto, Tisserand lo deja completamente satisfecho: dice que ha estudiado en la Escuela Superior de Comercio de Bastia, o algo por el estilo, en el límite de la credibilidad. Yo mastico el entrecot a la bearnesa y finjo no haber entendido la pregunta. El ayudante me clava su mirada fija, y por un momento me pregunto si no me va a echar la bronca: «¡Conteste cuando le preguntan!»; vuelvo directamente la cabeza en otra dirección. Al final, Tisserand responde por mí: me presenta como «ingeniero de sistemas». Para acreditar la idea, pronuncio unas frases sobre las normas escandinavas y la conmutación de las redes; Schnäbele se repliega en la silla, a la defensiva; yo me voy a buscar un flan.
La tarde está dedicada a trabajos prácticos en el ordenador. Ahí intervengo yo: mientras Tisserand sigue con sus explicaciones, yo paso entre los grupos para comprobar que todo el mundo las entiende y consigue hacer los ejercicios propuestos. Me las arreglo bastante bien; pero, al fin y al cabo, es mi oficio.
Las dos chavalas me llaman con bastante frecuencia; son secretarias, y aparentemente es la primera vez que se encuentran delante de una pantalla de ordenador. Así que tienen un poco de pánico, y con razón, además. Pero cada vez que me acerco a ellas interviene Tisserand, que no vacila en interrumpir su explicación. Tengo la impresión de que es una de ellas la que más le atrae; cierto que es encantadora, jugosa, muy sexy; lleva un body de encaje negro y sus senos se mueven suavemente bajo la tela. Pero ay, cada vez que él se acerca a la pobrecita secretaria, la cara de ella se crispa en un involuntario gesto de repulsión, casi podría decirse que de asco. Realmente, es una fatalidad.
A las cinco vuelve a sonar el timbre. Los alumnos recogen sus cosas, se preparan para irse; pero Schnäbele se acerca a nosotros: el venenoso personaje guarda una última carta. Al principio intenta aislarme con una observación preliminar: «Creo que es una pregunta para un hombre de sistemas, como usted...»; luego me expone el asunto: ¿debe o no comprar un modulador para estabilizar la tensión de entrada de corriente que alimenta al servidor de red? Le han dicho cosas contradictorias sobre el tema. Yo no tengo ni idea, y me dispongo a decírselo. Pero Tisserand, que desde luego está en perfecta forma, se adelanta a toda velocidad: acaba de aparecer un estudio sobre ese tema, afirma con audacia; la conclusión está muy clara: a partir de cierto nivel de trabajo con los ordenadores el modulador se rentabiliza rápidamente, en cualquier caso en menos de tres años. Por desgracia no ha traído ese estudio, ni sus referencias; pero promete enviarle una fotocopia en cuanto regrese a París.
Buena jugada. Schnäbele se retira, completamente vencido; hasta llega a desearnos una buena tarde.
La tarde, al principio, consiste en buscar un hotel. A instancias de Tisserand, nos instalamos en Aux Armes Cauchoies. Bonito hotel, muy bonito; pero al fin y al cabo nos...

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