Anatomía del miedo
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Anatomía del miedo

Un tratado sobre la valentía

José Antonio Marina

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Anatomía del miedo

Un tratado sobre la valentía

José Antonio Marina

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«El perspicaz Hobbes escribió una frase terrible que podríamos repetir todos: ?El día que yo nací, mi madre parió dos gemelos: yo y mi miedo.?» Así comienza este viaje al país del miedo donde aparecen los miedos normales y los miedos patológicos; se investiga por qué unas personas son más miedosas que otras; se analizan los miedos domésticos, los políticos y los religiosos; y, por último, se revisan las terapias más eficaces para luchar contra el temor. El lector irá acompañado por neurólogos y psicólogos, pero también por escritores expertos en miedos: Kafka, Rilke, Camus, Graham Greene, Georges Bernanos. Hasta aquí, éste es un libro de psicología. Pero el paisaje cambia cuando aparece un fenómeno que desborda la psicología y que nos separa de los animales: la valentía. El valiente siente miedo, pero actúa como debe «a pesar de él». Es lógico que todas las culturas hayan admirado el valor. ¡Nos sentiríamos tan libres si no estuviéramos tan asustados! Así, el libro que comienza siendo un estudio del miedo, se convierte en un tratado sobre la valentía.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433932549
MARCA PDF="9"

VIII. APARECE LA VALENTÍA

1. MÁS ALLÁ DE LA PSICOLOGÍA
En este punto, la investigación va a cambiar de rumbo. Hasta aquí he hablado de un sentimiento –el miedo y de cómo enfrentarse a él y meterlo en cintura cuando adquiere un poder excesivo. Nos hemos movido en el campo de la psicología, ciencia necesaria que, sin embargo, se extralimita al pretender monopolizar la explicación –y dirección– del comportamiento humano. Vamos a encararnos con lo que en una mirada superficial podríamos considerar el antónimo del miedo: la valentía. El lector puede pensar que seguimos en el dominio psicológico, pero le desafío a que me presente una teoría psicológica del valor. Lo más cercano a ella serían las investigaciones sobre el coping –es decir, el afrontamiento de los problemas o del estrés– y los estudios sobre los conflictos entre las tendencias de acercamiento y alejamiento que vemos en los animales y en los humanos. Pero ya comprobaremos que no es lo mismo. Una cosa es enfrentarse al estrés y otra actuar valientemente, ya que esto puede aumentar el estrés. Una cosa es que se imponga la tendencia al acercamiento y otra el valor. Cuando un perro duda entre acercarse o no a un recipiente de comida –que está relacionado en su memoria con un castigo previo–, y acaba haciéndolo cuando el hambre azuza, no se puede decir que se esté comportando valerosamente, sino siguiendo una especie de física de las motivaciones.
Ante todo, hay que distinguir entre tener miedo y ser un cobarde, porque son fenómenos que pertenecen a niveles distintos. El miedo es una emoción, la cobardía es un comportamiento. Y sólo podemos identificarlos si afirmamos que entre la emoción y la acción no hay ningún intermediario, si aceptamos que el deseo conduce al acto irremisiblemente, es decir, si negamos la libertad, cosa que la psicología hace con extremada facilidad, porque la libertad es un escándalo para la ciencia. El valor, el coraje, la valentía no son fenómenos que se agoten en sus mecanismos psicológicos. Como, al parecer, los psicólogos lo han olvidado, me parece oportuno recordar lo que mi maestro Husserl dijo acerca del psicologismo. Cuando multiplico, estoy sin duda utilizando mecanismos neuronales, pero quien me dice si una multiplicación es correcta no es la buena conexión de las neuronas, sino la tabla de multiplicar; no es la psicología, sino la aritmética. Al hablar de la valentía, nos instalamos en un nivel distinto al psicológico, lo mismo que al hablar de matemáticas. Sin duda, este nivel está fundado en la psicología, que a su vez está basada en la fisiología y ésta en la química y la física. Pero no se puede reducir un nivel a los inferiores, porque en cada uno de ellos se da un salto de fase y aparecen propiedades que en el anterior no existían. Ahora vamos a hacer la crónica de uno de esos saltos, en el que aparece un fenómeno humano, que no es psicología, ni fisiología, ni química, ni física, sino algo que emerge de ellos, como la vida surge de la química del carbono.
CORTE
El panorama es el siguiente. El ser humano siente miedo y responde psicológicamente al miedo con mecanismos muy próximos a los que usan los animales: huida, ataque, inmovilidad y sumisión. Biológicamente, el miedo no plantea ningún problema. ¿Qué otra cosa va a hacer el ciervo sino huir del leopardo? ¿Qué otra cosa va a hacer el escarabajo sino hacerse el muerto cuando lo toco? Son respuestas adaptativas eficaces para todos los animales. Pero el hombre no se encuentra cómodo en esas rutinas tan contrastadas. El ser humano quiere vivir por encima del miedo. Sabe que no puede eliminarlo, sin caer en la locura o en la insensibilidad, como ya decía Aristóteles, pero quiere actuar «a pesar» de él. Aquí se revela nuestra naturaleza paradójica: no podemos vivir sin que nuestros sentimientos nos orienten, pero no queremos vivir a merced de nuestros sentimientos. Para resolver esta contradicción, la inteligencia ha inventado, además de las consultas psi, las formas morales de vida, aquellas que no surgen sin más de los sentimientos, sino de los sentimientos regulados por la inteligencia creadora, una de cuyas invenciones es la ética. La psicología, a lo más que llega es a la salud. La ética habla del bien y de la nobleza.
La valentía se mueve, pues, en el campo de la inteligencia creadora, que aspira a superar nuestra naturaleza animal, a bailar sobre nuestros propios hombros, como decía Nietzsche. Lo nuestro no es «sobre-vivir», sino «super-vivir». Esto no quiere decir vivir por encima de nuestras posibilidades, lo que sería quimérico, sino por encima de nuestras realidades. Lo nuestro es aspirar a un proyecto de vida que, antes de existir en la realidad, sólo existe en nuestra mente. Ningún hombre –en estado natural– puede saltar más de dos metros de altura, ni volar, ni trepar a la cima del Everest. Tiene primero que inventar un proyecto y entregarle el mando de su acción y comenzar a buscar o a crear los medios para realizarlo. Los sabios griegos afirmaron que Prometeo fue el iniciador de la cultura humana. Robó el fuego a los dioses, que le condenaron por su hybris, por su soberbia. Somos, sin duda, desmesurados. Nuestra naturaleza nos impulsa a ampliar nuestra naturaleza, a recrearla. Recuerde aquella prédica exaltada de Pico della Mirandola en su Discurso sobre la dignidad del hombre, en la que Dios confía al hombre un secreto: «No te he dado esencia ninguna, para que así tengas que crearla.» Aunque lo parezca, no estoy hablando de un orgullo estúpido, porque nuestras limitaciones son demasiado evidentes. El frágil Rilke lo dijo: «¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo.» Uberstehn ist alles. ¡Qué palabra tan misteriosa! Sobreponernos. Ponernos, como podamos, por encima de nosotros mismos. No se trata sólo de aguantar al enemigo, sino de aguantarnos. ¿De qué estamos hablando cuando decimos: Es que no me soporto? ¿Quién es el yo soportante y el yo soportado? Nietzsche, que toda su vida luchó por sobreponerse a su vulnerabilidad, y que creía hablar del poder cuando estaba en realidad confesándonos su nostalgia de la valentía, escribió: «Y este secreto me confió la Vida misma: He aquí, dijo, yo soy aquello que debe siempre sobrepasarse a sí mismo.» La gran paradoja.
Tal vez por un resabio de su carácter que le hizo menos sabio, Heidegger creyó que la angustia era el sentimiento que revelaba la esencia del ser humano. Estoy seguro de que se equivocó. Es la valentía, es decir, nuestro afán de enfrentarnos a la angustia, lo que define nuestra esencia, esencia que nos pone constantemente en dificultades. Pero esto forma parte del guión. A lo que entrañaba dificultad llamaban los filósofos medievales lo arduo, e, introduciendo criterios morales verdaderos pero precipitados, opinaban que lo arduo no era valioso por ser difícil, sino al revés. Era difícil por ser valioso. Lo de precipitado lo digo porque cuando se pregunta a un alpinista por qué ha sufrido tanto para subir a una montaña, y responde «Porque estaba ahí», no nos está hablando de lo valioso que es llegar a la cima –una vez en ella lo único que se puede hacer es descender–, sino del valor del reto, de la atracción de lo dificultoso. Tomás de Aquino, en uno de esos detalles de genio que me reconcilian con él, definió lo arduo como lo elevatum supra facilem potestatem animalis, lo que supera las facultades animales, que son facultades de lo fácil. ¡Fantástica idea! El animal y el cobarde siguen siempre la lógica de la facilidad, que es a lo que todos nos sentimos tentados. Vladimir Jankélévitch –un penetrante analizador de los sentimientos humanos– dice en uno de sus libros: «El miedo es, como la mentira, una tentación de la facilidad.» Ya he mencionado las relaciones entre la mentira y el miedo. ¿Por qué voy a esforzarme, cuando es tan fácil claudicar? ¿Por qué voy a decir la verdad, cuando es tan fácil mentir? Pensar la verdad y decirla entra dentro de lo arduo, que empieza a delinearse como una heredad incómoda pero irremediablemente nuestra. Recuerdo una anécdota que cuenta Antoine de Saint-Exupéry en Terre des hommes. Va a visitar en el hospital a Guillaumet, un amigo piloto que ha tenido un accidente en los Andes y que ha conseguido atravesar las montañas heladas. Al contarle su aventura, Guillaumet le dice: «Lo que yo he hecho, te lo juro, no lo habría hecho ningún animal.» Me recuerda también una frase atribuida a Caballo Grande, jefe de los sioux: «Un guerrero –el guerrero ha sido siempre el prototipo del valiente– es aquel que puede atravesar una tormenta de nieve cuando ningún otro puede hacerlo.» No creo que necesite advertir al inteligente lector que si al hablar del miedo pasamos de la noción de «peligro» a la noción de «lo difícil» estamos dando a la valentía un ámbito de acción mucho más amplio, cotidiano y cercano. La pereza puede ser un tipo de cobardía, por poner un ejemplo. Y entendemos que Gracián elogiara la pintura de Velázquez diciendo que «pintaba a lo valiente», es decir, arrojándose al lienzo con determinación y sin cautelas.
En muchas ocasiones he afirmado que nuestra búsqueda de la felicidad es con frecuencia desgarradora, porque estamos movidos por dos deseos contradictorios: el bienestar y la superación. Necesitamos estar cómodos y necesitamos crear algo de lo que nos sintamos orgullosos, y por lo que nos sintamos reconocidos. Una actividad que dé un sentido a nuestra existencia, por muy ilusorio que sea ese sentido. Tenemos, pues, que armonizar anhelos contradictorios. Necesitamos construir la casa y descansar en ella. Necesitamos estar refugiados en puerto y navegando. Ahora puedo completar la descripción. Aspiramos a huir de la angustia y a enfrentarnos a ella. La búsqueda obsesiva del bienestar fomenta el miedo, nos convierte a todos en sumisos animales domésticos, y la sumisión es la solución confortable –y por eso amnésica– del temor. La valentía, en cambio, nos libera, pero –molesta contrapartida– nos hace perder parte del bienestar. Hace despertar en el gatito modorro al felino libre que vive, sin duda, menos cómodo, sin calefacción, sin cestito, sin comida puesta, y sin arrumacos. Nos lanza al descampado, que es el territorio de la libertad y de la creación.
2. ¿PERO QUÉ ES EL VALOR?
Todas las culturas han elogiado unánimemente el coraje. Y todos nosotros comprendemos a Oliver Goldsmith cuando dice que no hay nada más conmovedor y bello en el universo que «una persona buena luchando contra la adversidad». Hamlet, el primer héroe moderno de la literatura, sufre la tortura de tener que sobreponerse al miedo y actuar. Gary Cooper en Solo ante el peligro nos emociona con la soledad del valiente que siente mucho miedo y se sobrepone. Hay una fascinación omnipresente por el valor. Cuando Nietzsche se preguntaba: «¿Qué es bueno?», y contestaba: «Ser valiente es bueno», estaba dando voz a un sentir universal. Pero en asunto de tanta trascendencia había que afinar más, y los griegos, padres de nuestra cultura, que decidieron sistemáticamente no admitir gato por liebre, y por eso inventaron la ciencia, se esforzaron en definir el valor. Al hablar de ellos, no estoy haciendo historia, sino genealogía del alma del lector y de la mía, que son resultado de un permanente laboreo de la intimidad humana a través de los siglos. Nuestros afectos surgen de la naturaleza, pero a estas alturas son ya muy poco naturales. Para comprender nuestra postura ante la realidad, nuestros sentimientos, la razón por la que vemos como evidentes cosas que no lo son, debemos remontar el curso de la historia, las invenciones afectivas, las largas y enrevesadas peripecias del corazón humano. Igual que nuestra amígdala conserva miedos biográficos olvidados, hay una amígdala histórica que conserva terrores o esperanzas lejanísimas. Vivimos en un mundo heredado, en el que cada objeto remite a una genealogía caudalosa, donde cada cosa es una gigantesca memoria solidificada, una huella que remite a unas vidas pretéritas, una luenga historia de familia. La historia de la valentía –que está aún por hacer, y que voy a esbozar– es un ejemplo precioso de lo que digo.
La moral, en su comienzo, fue el modo de vivir de los nobles. Y la valentía era una de sus cualidades distintivas, que se convertía así en un primer criterio de estratificación social. El valor es lo que caracteriza al caballero. La sumisión es lo que define al súbdito. El valiente es el distinguido, el mejor, el aristós, el que se pone deberes a sí mismo, el que se exige más, el que se atreve. El cobarde es la masa. «El miedo es la prueba de un bajo nacimiento», sentenció Virgilio (Eneida, IV, 3). «Esclavo es el que no se atreve a morir», dictaminó Hegel, protegido en su cátedra. Para reforzar la urgencia de ser valiente, se creó todo un imaginario de gloria y vergüenza. Las novelas de caballerías, que fascinaron durante siglos a los lectores europeos, crearon una mitología del valor. Sancho Panza es medroso, don Quijote esforzado: «El miedo que tienes te hace, Sancho, que ni veas ni oigas a derechas; porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos. Y si es que tanto temes, retírate a una parte y déjame solo; que solo me basto a dar a la victoria a la parte a quien yo diera mi ayuda.» Dejadme solo ante el peligro, es la orden del caballero. Orlando furioso, un bestseller del siglo XVI, cuenta la historia de un «paladín inasequible al miedo», y hasta la mística Santa Teresa de Jesús soñaba con hazañas de caballerías.
Hasta aquí el valor tiene un contenido bélico. La valentía es la cualidad del soldado, y el elogio del valor era un modo de lanzarle animoso a la guerra. Incluso el poco heroico Aristóteles lo dice: «En el más alto sentido se llama valiente al que no tiene miedo de una muerte gloriosa» (Et. Nic., 1115b). Y no hay muerte más gloriosa que la que sobreviene en la batalla defendiendo a la patria. En la Edad Media, los caballeros son los defensores, los soldados distinguidos, los que protegen a los demás.
Con la Revolución Francesa –escribe Delumeau– el pueblo conquista el derecho al valor. Ya no necesita aristocracia que lo tutele. El ciudadano es capaz de defenderse a sí mismo. La obsesión de los estadounidenses por defender su derecho a tener armas procede de ahí. No necesito que nadie me saque mis castañas del fuego. La valentía se democratiza. Sin embargo, la democracia puede entenderse de dos maneras. A la francesa: nadie es noble. A la anglosajona: todos somos nobles. Son dos temples vitales distintos. Los demócratas americanos consideraron que el valor individual era una virtud cívica, necesaria para fundar la república. Los franceses consideraron que todo ciudadano era soldado, e inventaron el servicio militar obligatorio. En América, apareció un individualismo receloso del poder político. En Francia, apareció Napoleón.
3. MÁS ALLÁ DE LA GUERRA
Identificar el valor con el valor guerrero era demasiado torpe para que la agudeza griega lo admitiera. Platón dedicó uno de sus primeros diálogos –Laques– a hablar de ese asunto, y debió de considerarlo tan importante que volvió a tratarlo en el Protágoras (350b), en República (430b) y en Leyes (93 c-e). En Laques, Sócrates pide una definición del valor a dos generales, el impetuoso Laques y el educado Nicias. En el fondo se trata de un debate sobre la educación de los jóvenes. Es bien sabido que a Sócrates le preocupaba si la virtud se puede enseñar. ¿Se puede aprender a ser valiente? La pregunta es peliaguda, y continúa abierta. Los griegos antiguos creían en el fondo de su corazón que lo verdaderamente valioso no podía aprenderse. Lo dice Píndaro, en su tercer cántico nemeo:
CORTE
La gloria sólo tiene valor
cuando es innata. Quien sólo posee
lo que ha aprendido, es hombre oscuro
e indeciso,
jamás avanza con pie certero.
Sólo cata,
con inmaduro espíritu,
mil cosas altas.
La valentía aprendida sería siempre un valor advenedizo, de nuevo rico que se mueve entre la cursilería y la exhibición. Pero Píndaro es vestigio de una cultura que ya había desaparecido en su tiempo. Sócrates, en cambio, es moderno y tiene una confianza plena en la capacidad de aprender. Los protagonistas de Laques dialogan después de presenciar una exhibición de combate con armamento completo, lo que suscita la pregunta de si este tipo de gimnasia serviría para educar a los jóvenes y prepararlos para el combate. Nicias considera que conocer las artes del combate «puede hacer a cualquier hombre mucho más confiado y valeroso, superándose a sí mismo». El bravo Laques no piensa lo mismo: «Si uno que es cobarde cree poseer ese saber, al hacerse más osado pondrá más en evidencia su natural cobardía.» El remedio sería peor que la enfermedad. Para zanjar la discrepancia, Sócrates decide con buen acuerdo comenzar el debate por el principio, planteando a los dos generales la pregunta definitiva: «¿Qué es el valor?» Laques contesta presto: «Es valiente el que es capaz de rechazar, firme en su formación, a los enemigos, y de no huir.» Sócrates, después de excusarse por su torpeza al no precisar más la pregunta, indica que no inquiría sólo por el coraje del soldado, sino «además, por el de los que son valientes en los peligros del mar y de cuantos lo son frente a las enfermedades, ante la pobreza y ante los asuntos públicos, y aún más, de cuantos son valientes no sólo ante dolores y terrores, sino también ante pasiones o placeres, tanto resistiendo como dándose la vuelta; pues, en efecto, existen, Laques, algunos valientes también en tales situaciones» (191e). Más adel...

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