La escopeta de caza
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La escopeta de caza

  1. 102 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

La escopeta de caza es una pequeña obra maestra de uno de los mejores escritores japoneses del siglo XX. Fue galardonada con el premio Akutagawa, el más importante galardón de su país. En ella se relata la historia de la relación adúltera entre un hombre casado, Josuke, y una mujer divorciada que acaba suicidándose, en tres cartas dirigidas a Josuke. En la primera, la hija de la amante explica a Josuke que ha leído el diario de su madre y que, por tanto, sabe su secreto y las causas de su muerte. En la segunda, la mujer legítima explica las razones por las que ha decidido abandonarle. La tercera carta es la escrita por la amante antes de su suicidio. En el centro, omnipresente, el hombre solitario con su escopeta de caza. De carta en carta, de sorpresa en sorpresa, el lector descubrirá los diferentes aspectos de la tragedia, en esta novela a la vez apasionada y glacial, de una extraordinaria intensidad.

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Información

Año
2019
ISBN del libro electrónico
9788433941077
Categoría
Literatura

Carta de Saiko

Cuando leas estas líneas, habré dejado de existir. Ignoro qué será la muerte, pero estoy segura de que mis alegrías, mis penas, mis temores no me sobrevivirán. Tantas preocupaciones respecto a ti, y tantas preocupaciones sin cesar renovadas respecto a Shoko... Pronto todo ello no tendrá razón de ser en este mundo. Mi cuerpo y mi alma desaparecerán.
Lo que no es óbice para que muchas horas, muchos días después de que me haya ido, de que haya regresado a la nada, leas esta carta, y te diga, a ti que permanecerás con vida después de que haya dejado yo de existir, los numerosos temas de reflexión que fueron los míos en vida. Como si oyeses mi voz, esta carta te dirá mis pensamientos, mis sentimientos, cosas que ignoras. Será como si conversáramos, como si oyeses mi voz. Te quedarás asombrado, y sin duda afligido, y me lo tendrás en cuenta. Pero, lo sé, no llorarás. Se te pondrá tan solo esa mirada triste, esa mirada que nadie sino yo te ha visto nunca, y quizá dirás: «Estás loca, cariño». Me estoy imaginando tu expresión, y oigo tu voz.
Por eso, más allá de la muerte, mi vida permanecerá presente en esta carta hasta que concluyas su lectura. A partir del instante en que la abras, en que comiences a leerla, hallarás en ella el calor de mi vida. Y durante quince o veinte minutos, hasta que hayas leído la palabra final, ese calor se difundirá por todo tu cuerpo, colmará tu mente de toda clase de pensamientos, como lo hiciera cuando yo aún respiraba.
¡Qué extraña cosa es una carta póstuma! Aun cuando la vida contenida en esta carta no haya de durar más que quince o veinte minutos, sí, aunque esa vida haya de tener tal brevedad, quiero revelarte mi «yo» profundo. Por espantoso que ello parezca, me doy perfecta cuenta, ahora, de que en vida jamás te he mostrado mi «yo» auténtico. El «yo» que escribe esta carta es mi yo, mi auténtico «yo»...
Puedo aún recordar la belleza del monte Tennozan en Yamazaki, con su follaje rojizo bañado por los aguaceros del postrer otoño. Nos guarecíamos de la lluvia, bajo el saledizo del viejo porche, a la entrada de la famosa casa de té, ante la estación; alzábamos la vista hacia la montaña que se erguía muy recta, al otro lado de la estación, dominándonos majestuosamente. ¿Era aquel espectáculo insólito efecto de un capricho de aquella tarde de noviembre invadida paulatinamente por la penumbra? ¿O era efecto del extraño tiempo que hacía aquel día, con aquellos breves aguaceros que se habían sucedido a lo largo de la tarde? En cualquier caso, la montaña nos brindaba un lujo de colores que nos hacía más bien aplazar el iniciar su ascensión. Trece años han transcurrido desde entonces, pero sigo conservando el deslumbrante recuerdo de la magnificencia del follaje y de cómo hizo que se me llenasen los ojos de lágrimas.
Era la primera vez que éramos nosotros mismos. Por la mañana, habíamos recorrido juntos los suburbios de Kioto y me hallaba extenuada. Tú también debías de estar cansado. Al internarnos en el estrecho y empinado sendero de montaña, me dijiste sin motivo aparente: «El amor es una obsesión. Cabe perfectamente estar obsesionado por tomar una taza de té. Así que, ¿por qué no voy a poder estar obsesionado por ti?». A continuación, añadiste: «Solo nosotros hemos podido disfrutar de la belleza del Tennozan. Solo nosotros hemos disfrutado a través de nosotros mismos y en el mismo instante. A partir de ahora, nunca podremos volvernos atrás».
Me pareció estar oyendo a un niño malcriado tascando el freno.
Aquellas palabras sin importancia pero desesperadas que pronunciaste me hicieron renunciar a mi decisión, como si, de golpe, la hubieras reducido a la nada, pues había decidido romper contigo y me había prometido a mí misma comunicártelo aquella mañana. Pero la melancolía que me embargó tras oír tus palabras hizo nacer en mí el deseo de ser amada como lo desea toda mujer.
¡Qué fácil me resultaba perdonar mi propia disipación, cuando había sido incapaz de perdonar la de mi marido!
Pronunciaste la palabra «pecador» por vez primera en el Hotel Atami, y dijiste: «Seamos pecadores». ¿Lo recuerdas?
Durante la noche, en nuestro cuarto que daba al mar, los postigos de madera comenzaron a golpear con el viento, y cuando te levantaste a abrirlos a medianoche para que cesase el ruido, divisé en el canal una barca de pesca que ardía como si estuviesen haciendo con ella una fogata. Varias vidas humanas se hallaban, ni que decir tiene, a dos dedos de la muerte, y sin embargo no experimentamos el menor horror. Solo la belleza de la escena nos llamó la atención. No obstante, cuando cerraste acto seguido los postigos, me invadió como una angustia. Los volví a abrir de inmediato, pero el barco debía de haberse consumido hasta la línea de flotación, porque no pude distinguir el menor fulgor. Solo era visible la inmensa extensión serena y como aceitosa del mar entenebrecido.
Hasta aquella noche, había tratado de romper contigo. Pero, luego de ver arder la barca de pesca, renuncié a la lucha y me abandoné de buen grado a lo que se me antojaba ser mi destino. Cuando me dijiste: «¿No quieres impedirme que engañe a Midori durante toda nuestra vida?», contesté sin vacilar: «Ya que no podemos evitar el ser pecadores, seamos al menos unos grandes pecadores. Y mientras vivamos, engañaremos no solo a Midori sino a todo el mundo». Y aquella noche, por primera vez desde que empezamos a vernos sin que nadie lo supiera, dormí de un tirón toda la noche.
En el espectáculo del barco que había ardido y se había tragado el mar, se me figuraba ver el símbolo del final reservado a nuestro amor sin esperanza. Aun en el instante de escribir estas palabras, conservo la visión de aquel barco cuyas llamas brillaban en la oscuridad. Lo que vi aquella noche, en la superficie del mar, no era, sin duda, sino el suplicio tan breve como patético de una mujer consumida por los fuegos del amor.
¿Pero para qué traer a la memoria tales recuerdos? Los trece años cuyos inicios marcaron aquellos acontecimientos no estuvieron exentos de penas y zozobras: así y todo, sigo pensando que mi dicha fue más completa que la de nadie. Los abrazos, las caricias que te inspiraba tu loca pasión me hicieron conocer, puedo afirmarlo, una dicha más grande que la que pueda soñar cualquier criatura en el mundo.
Hoy, mientras era de día, he recorrido las páginas de mi Diario, y he pensado que había empleado demasiadas veces las palabras «muerte», «pecado» y «amor». Me han recordado, una vez más, que la vida que había elegido contigo era la menos fácil. Pero cuando he sopesado el grueso cuaderno, su peso no dejaba de ser menos el peso de mi felicidad.
«Pecado», «pecado», «pecado». Estaba obsesionada por la noción de pecado, y a cada instante se me aparecía la imagen de la muerte. Pensaba que si llegaba a oídos de Midori-san nuestro amor debería pagar mi pecado con la muerte. Pero mi dicha ganaba aún más en profundidad.
¿Quién podía imaginar la existencia de un segundo yo, distinto del que describían esas páginas? El presentar la cosa así, pensarás sin duda, es carecer de modestia y de sensibilidad, pero no se me ocurre otra forma de describirlo. ¡Pues sí! En esa mujer llamada Saiko, ha existido otra mujer, que durante mucho tiempo he ignorado, otra mujer que jamás conociste ni imaginaste.
Me dijiste un día que todo ser albergaba una serpiente en el cuerpo. Fue el día en que fuiste a ver al doctor Takeda, en la Sección Científica de la Universidad de Kioto. Mientras conversabas con él, yo aguardaba en el largo pasillo del oscuro edificio de ladrillo rojo, y me entretenía observando, una tras otra, las serpientes expuestas en las vitrinas. Cuando regresaste junto a mí, media hora más tarde, casi me producían náuseas.
Echaste una ojeada a las vitrinas y me dijiste en son de guasa: «Esta es Saiko, esta es Midori y esta soy yo. Cada uno de nosotros alberga en su interior una serpiente. No hay razón para tener miedo».
La serpiente de Midori-san era pequeña, de color sepia, y provenía de Asia meridional; la que decías ser la mía era delgada, de origen australiano, totalmente cubierta de escamas blancas, con la cabeza puntiaguda como una hoja de cuchillo. ¿Qué habías querido decir exactamente? Nunca te lo pregunté, pero tus palabras se me antojaron como cargadas de misterio y nunca he podido olvidarlas. A menudo me he preguntado sobre esa serpiente que cada uno, según tú, lleva dentro, y he concluido que tan pronto simbolizaba el egoísmo, como los celos, como el destino.
Aun ahora, me veo incapaz de elegir entre esas distintas interpretaciones, pero es seguro, como dijiste entonces, que vive en mí una serpiente, y que acaba de aparecer hoy por primera vez. Esa serpiente es el otro yo que ni siquiera conocía...
Apareció esta tarde. Cuando Midori-san se presentó a preguntar por mí y penetró en mi habitación, yo llevaba el haori de seda gris malva que, hace ya mucho tiempo, encargaste que me trajeran de Mito City y que, durante mi juventud, me gustaba más que cualquier otra prenda. Midori-san se fijó en él nada más entrar. Pareció sorprendida, pues se detuvo a mitad de su discurso y permaneció un rato silenciosa. Pensé que se habría quedado sorprendida por la excentricidad de aquella prenda de jovencita y, con un pelo de malicia, permanecí muda yo también.
Entonces, me miró con extraña frialdad a los ojos y me dijo: «Es el haori que llevaba usted cuando se encontraba con Misugi, en Atami, ¿verdad? Los vi a los dos aquel día».
Su semblante estaba curiosamente pálido y grave, y su voz era tan cortante como una cuchilla con la que quisiera traspasarme.
De entrada, no entendí lo que había querido decir. Pero un instante después, cuando me percaté de la importancia de su observación, me alcé el cuello del kimono, sin razón plausible, y permanecí tiesa como una autómata.
«Lo sabe todo –pensé–. ¡Y desde hace tanto tiempo!»
Extrañamente, me notaba tranquila, como si me hallase a orillas del mar, al atardecer, contemplando cómo ascendía la marea hacia mí, desde mar adentro. Casi vi llegar el momento en que le tomaría la mano,...

Índice

  1. Portada
  2. La escopeta de caza
  3. Carta de Shoko
  4. Carta de Midori
  5. Carta de Saiko
  6. Notas
  7. Créditos