Los huéspedes de pago
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Los huéspedes de pago

Sarah Waters, Jaime Zulaika

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Los huéspedes de pago

Sarah Waters, Jaime Zulaika

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Una pasión prohibida y un crimen, un deslumbrante crescendo de erotismo y tensión.

Londres, 1922. La sociedad está en pleno proceso de cambio y las consecuencias de la Primera Guerra Mundial siguen muy presentes. A Frances Wray la contienda le arrebató a sus dos hermanos, y ahora vive con su madre viuda en una mansión de una zona residencial a las afueras de Londres. Madre e hija, de clase alta, pasan apuros económicos, y, para aliviarlos, deciden alquilar parte de su residencia a unos huéspedes de pago.

Sus inquilinos son un joven matrimonio con aspiraciones burguesas, Leonard y Lilian Barber. Él tiene ambiciones y ella luce coloridos quimonos y pone música en el gramófono. Frances y su madre deberán amoldarse a la pérdida de intimidad que supone la llegada de la pareja, y entre propietarias y huéspedes se establecerá una relación a veces incómoda, marcada por la diferencia de clase. Pero Frances irá descubriendo que comparte más cosas de las que pudiera parecer con Lilian, y entre ambas mujeres se forjará una complicidad de secretos compartidos y una peligrosa pasión que desembocará en un acto violento de terribles consecuencias.

Sarah Waters abandona la época victoriana y el periodo de la Segunda Guerra Mundial que había explorado en anteriores libros y recrea los «felices veinte», mezclando la crónica de una sociedad en pleno proceso de transformación, el retrato costumbrista con toques de comedia, la historia de un amor prohibido y el suspense de un crimen inquietante.Através de su exploración del pasado de la sociedad británica, desvela sus tabúes, rincones oscuros y deseos inconfesables.

Manejando con magistral exactitud el crescendo de tensión y erotismo, la autora nos deslumbra con esta obra que la consagra como la reina indiscutible de la novela de ambientación histórica con un toque muy personal y moderno.

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Información

Año
2017
ISBN
9788433937568

Tercera parte

11

No paró de llover en toda la noche. La vela se apagó, se amansó el fuego de la chimenea; la habitación se volvió más oscura, luego se fue aclarando y el aguacero continuó hasta que Frances empezó a pensar que había oído por separado cada gota. No había dormido. Apenas cerró los ojos. Alrededor de las seis de la mañana consiguió liberarse de la presión de Lilian, se deslizó fuera de la cama, fue sin hacer ruido a la ventana y abrió las cortinas. Alcanzó a distinguir un contorno de tejados y chimeneas a través del chaparrón, pero no pudo ver nada del extremo más alejado del jardín: sólo una negra masa de sombra.
Le dolían todos los miembros y hacía un frío intenso en la habitación. Encendió una cerilla, fue de puntillas a la chimenea, hizo lo que pudo para encender un fuego en las cenizas del anterior. Cuando las llamas empezaron a crepitar, oyó un murmullo: «Frances.» Lilian estaba despierta y la miraba. Volvió a la cama y se abrazaron muy fuerte.
–He pensado que era un sueño –susurró Lilian–. He pensado que era un sueño y luego me he acordado.
La asaltó un estremecimiento idéntico al que deparaba el amor.
Pero no lloró. Las lágrimas parecían haberse escurrido de sus ojos. Se había producido un cambio en las dos: estaban tranquilas, quizá aturdidas. Frances miró el reloj.
–Tienes que volver a tu cuarto. Alguien lo encontrará, ahora que es de día; un obrero, alguien. Podría venir alguien a casa.
Lilian se levantó sin quejarse, sólo hizo una pequeña mueca de dolor. Seguía sangrando en la compresa, pero no tan intensamente como antes. Encajó los brazos en su bata, con los hombros caídos. Ella y Frances se estrecharon en un último y mudo abrazo. Después Frances abrió la puerta y Lilian cruzó furtivamente el rellano, pálida y silenciosa como un fantasma.
La llamada se produjo a las ocho menos cinco, cuando Frances se estaba poniendo una falda y ya empezaba a preguntarse si llamaría alguien. El doble aldabonazo enérgico del cartero era inconfundible. Sonó fuerte, agorero: el sonido de las malas noticias. El corazón le pesaba como el plomo en el pecho y los músculos desgarrados parecían desgarrarse de nuevo a cada paso que daba cuando bajó la escalera.
Encontró a su madre en el vestíbulo, que acababa de salir de su dormitorio.
–¿Estás esperando alguna entrega, Frances?
Ella negó con la cabeza.
El pequeño gesto pareció falso. El corazón pesado como el plomo se le agitó de un modo desagradable. Después abrió la puerta y la visión del policía, alto y corpulento, con su gabardina, casi le arrebató todas las fuerzas.
Pero era un hombre al que conocían un poco de haberlo visto hacer sus rondas: el agente Hardy, bastante joven y nuevo en el oficio. Frances vio la forma juvenil en que la nuez se le movió en la garganta cuando tragó saliva.
–La señorita Wray, supongo.
Ella asintió.
–¿Ocurre algo?
–Pues me temo que sí.
La madre se acercó.
–¿Qué pasa, Frances?
Entonces él se dirigió a ella, tragando saliva antes de hablar.
–Tengo entendido que un tal señor Leonard Barber reside normalmente en esta casa. ¿Es así?
–Sí. Sí, en efecto. Tiene habitaciones con su mujer en el piso de arriba. Pero ya se habrá marchado al trabajo. Al menos... ¿Se ha marchado hoy, Frances? No sé si lo he oído salir. ¿Ha sucedido algo, agente? Entre, por favor, no se quede en la puerta.
Él avanzó y se tomó la molestia de restregarse los pies. Cuando la puerta se cerró tras él dijo:
–Me temo que hay motivos para creer que han herido el señor Barber.
La madre de Frances se llevó una mano a la garganta.
–¿Herido? ¿Quiere decir en el camino al trabajo?
Él vaciló y luego miró hacia arriba de la escalera.
–¿La señora Barber está en casa?
Frances tocó el brazo de su madre.
–Voy a buscarla. Espera aquí.
El corazón se le había calmado, pero su actitud seguía pareciendo forzada y artificial, y cuando empezó a subir la escalera sintió que no controlaba del todo las piernas doloridas. Pensó subir directamente hasta arriba y llamar a Lilian desde allí; pero ésta, por supuesto, había oído la llamada a la puerta, había oído la voz del policía. Estaba ya fuera de su habitación, todavía en camisón y bata, pero con un chal encima de los hombros, y con la cara tan pálida y el cuerpo tan encorvado, tan fatigado –tan enfermo– que a Frances casi se le doblaron las rodillas. Lilian habló desde el giro de la escalera, horriblemente consciente de que el agente Hardy y la madre la estaban observando.
–No te asustes, Lilian. Pero ha venido un policía. Dice que... –sintió la lengua pastosa– que le sucedido algo a Leonard. No comprendo. ¿Ya se ha ido al trabajo?
Lilian la miró fijamente. Había detectado el extraño sonido de su voz y se había asustado. ¡No tenía que asustarse! Frances tragó saliva y su voz fue menos pastosa.
–¿Está Leonard aquí?
Finalmente, Lilian empezó a bajar.
–No. No, no está aquí.
–¿Se ha ido al trabajo?
–No ha venido a casa. No... no sé dónde está.
Siguió a Frances, escaleras abajo, y cuando vio al policía flaqueó, al igual que había hecho Frances, y extendió la mano hacia la barandilla. Pero eso estaba bien, pensó Frances; aquello era natural. ¿No? La cogió de la mano para ayudarla a bajar los últimos peldaños, intentando obtener fuerza y aplomo del contacto. El agente repitió que lo lamentaba, pero tenía algo muy grave que decir, y ¿quizá la señora Barber preferiría sentarse? Así que entraron todos en el salón y Frances fue rápidamente a las ventanas para descorrer las cortinas. Lilian se sentó en el extremo del sofá; la madre de Frances ocupó el sitio a su lado y le puso una mano en el hombro. El agente Hardy se quitó el casco y avanzó con cautela, procurando evitar la alfombra; le preocupaba el agua de lluvia que goteaba de su capa.
Mientras la nuez se le movía más alocadamente que antes, les dijo que había encontrado el cuerpo de un hombre en la vereda de detrás del jardín, y que tenía motivos para creer, a juzgar por algunos objetos en posesión del hombre, que el cuerpo era el del señor Barber. ¿Podía la señora Barber confirmar que su marido estaba ausente de la casa?
Lilian no dijo nada durante un momento. Fue la madre de Lilian la que gritó. El agente Hardy pareció aún más incómodo que antes.
–Si la señora Barber pudiera confirmar al menos...
–Sí –dijo Lilian por fin. Y luego–: No. No lo sé. No sé dónde está Len. No vino a casa anoche. ¡Oh, pero no puede ser él! ¿Es posible?
Había miedo en su voz. Pero ¿era la clase de miedo adecuada? Frances no sabría decirlo. Dio rápidamente la vuelta al sofá y le puso una mano en el hombro. No pierdas la calma. Sé valiente. Estoy aquí. Te amo.
El agente Hardy había sacado su libreta y empezó a apuntar los detalles del caso. ¿Podía decirle la señora Barber cuándo había visto por última vez a su marido? ¿Qué había hecho él exactamente el día anterior? ¿Había ido al trabajo? ¿Dónde trabajaba? ¿Y después? ¿Cuándo había advertido ella su ausencia?
Con un tono vacilante, Lilian le dio la dirección de la sede central de Pearl y luego le habló de que Leonard tenía previsto reunirse con Charlie Wismuth. El agente tomó nota del nombre cuidadosamente con una letra trabajosa de escolar y el casco sujeto con torpeza por debajo del codo mientras escribía. Luego se volvió hacia Frances y su madre. ¿No habían visto al señor Barber?
Ellas negaron con la cabeza. Y Frances dijo:
–No. No. ¡Ahí fuera, en la vereda! ¿Está totalmente seguro! Parece increíble.
Fijó la vista en la ventana, sin retirar la mano del hombro de Lilian, haciendo un esfuerzo desesperado por eliminar la afectación de su conducta, y al mismo tiempo procurando decidir qué preguntas debía hacer, qué elementos de información debía facilitar y cuáles no.
–Sé –dijo con la misma falta de autenticidad en el tono– que el señor Barber usa a veces la vereda como atajo. ¿Cree que lo podría haber hecho anoche? Pero eso quiere decir... ¿Cuánto tiempo calcula que ha estado ahí fuera?
–Bueno, tiene la ropa completamente empapada.
–¿Pero cómo es posible que haya ocurrido esto? ¿Cómo él...?
–Creemos que a causa de una herida en la cabeza.
Estas palabras hicieron estremecer a Lilian. Frances notó el salto que le daba el hombro. Lo apretó más fuerte. ¡Sé valiente!
Pero entonces su madre levantó los ojos hacia ella.
–Oh, esto es espantoso. ¡Espantoso! ¡Es como aquella otra vez, Frances!
El agente Hardy parpadeó.
–¿Otra vez?
Pisando ahora un terreno más seguro, y con mayor naturalidad, Frances le contó lo de que Leonard había sido agredido por un desconocido el pasado julio. Él anotó los pormenores, a su modo fatigoso; ella tuvo la impresión, sin embargo, de que el agente lo hacía sobre todo por pura formalidad. Porque aún era muy pronto, dijo él, para determinar la causa de la muerte. El forense de la policía podría decirles algo más en cuanto hubiese realizado el examen del cuerpo. Hasta donde habían podido comprobar, no le habían robado nada. En su monedero había dinero y llevaba encima su reloj de pulsera y la alianza matrimonial. Por lo cual era posible que simplemente hubiese perdido el equilibrio en el suelo mojado y hubiera sufrido un golpe en la cabeza. La superficie de la vereda estaba cubierta de piedras...
Frances notó que Lilian se estremecía de nuevo y le apretó más fuerte el hombro. Dijo, para afianzar la hipótesis:
–¿Una caída, quiere decir?
–Pues... sí, es desde luego lo que parece –dijo el agente.
La madre se había levantado del sofá y se había acercado a las puertaventanas. Tenía la cara grisácea.
–¡Resulta increíble! ¡Pensar que el pobre señor Barber está ahí fuera! ¡Y todavía sigue lloviendo! Señora Barber, tenemos que traerlo aquí, ¿no cree? Frances...
A Frances le produjo una oleada de náuseas la idea de aproximarse lo más mínimo a Leonard. ¡Si tuviera que tocarlo, si tuviera que levantarlo otra vez...! Pero el agente Hardy dijo:
–Me temo que no serviría de nada. Ya he mandado a un hombre a buscar una ambulancia.
–¡Pero que siga ahí fuera! ¿Quién está ahora con él?
–El agente Edwards custodia el cuerpo. Uno de sus vecinos de detrás nos ha dado un impermeable para cubrirlo. Es el hombre que lo ha descubierto cuando paseaba a su perro. Al principio ha supuesto que era un vagabundo, porque no llevaba sombrero; el sombrero se había ido rodando, ya ven. Pero luego ha visto que era una persona respetable, y después de mirarlo más de cerca ha pensado que lo conocía y que era un oficinista de una de las casas de Grove Lane. He estado allí llamando a puertas durante media hora. Entretanto hemos llamado a un médico para que viniera a confirmar el fallecimiento y es entonces cuando hemos encontrado un papel en el bolsillo del señor Barber con esta dirección... Parece que ya ha llegado la ambulancia –añadió, cuando una furgoneta gris sin distintivos subió por la calle y pasó por delante del jardín delantero. Hardy se volvió hacia Lilian y se le acercó–. Señora Barber, me temo que es mi deber pedirle, como familiar más cercano, que venga con nosotros al depósito para una identificación formal.
Lilian palideció aún más.
–¿Qué quiere decir? ¿Se refiere a ver a Len?
–Me temo que sí. Llamaremos a un taxi para que la lleve y la traiga de vuelta. No llevará mucho tiempo. El oficial del juez de instrucción también querrá tomarle declaración, pero supongo que él se presentará aquí más tarde para tomársela.
La respiración de Lilian había empezado a acelerarse.
–No sé si puedo –dijo. Levantó una mano hacia la de Frances, la miró a la cara–. Creo que no puedo.
Su mirada era de pánico, de indefensión. Alarmada, Frances le estrujó los dedos. Tampoco ella quería ver a Leonard. Recordaba la lengua rosa que le sobresalía de la boca. Pero se obligó a decir:
–Muy bien. Iré con usted. Quizá así resulte más fácil. No estará sola. –Se volvió hacia su madre–. ¿Te las arreglarás aquí, madre, si acompaño a Lilian?
–Sí, por supuesto –respondió la madre–. No, la señora Barber no debe ir sola. –Pero lo dijo distraídamente. Seguía atisbando el jardín–. La verdad, no me cabe en la cabeza. Pensar que estábamos las tres en la cama mientras...
Lilian la miró.
–Lo lamento muchísimo, señora Wray.
La madre se volvió desde el cristal, asombrada.
–¿Qué es lo que lamenta?
–No lo sé.
Se le quebró la voz al decir esto y rompió a llorar. Se enjugó los ojos con su pañuelo, pero lloró de nuevo cuando el agente Hardy le preguntó si había otras personas a las que ella quisiera notificar..., ¿parientes de su marido, o familiares de ella?
Lilian asintió.
–La madre y el padre de Len. ¡Oh, esto va a matarlos, estoy segura! –Y con una voz rota por la congoja y el miedo le dio la dirección de Peckham junto con la de su madre en Walworth Road.
El agente se guardó la libreta y se puso el casco, toqueteando la correa debajo de su barbilla. Hablaría con sus colegas de comisaría, dijo, y al mismo tiempo llamaría a un taxi. ¿Por casualidad había un teléfono en la c...

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