1
Bruno perdió el control del coche poco después de pasar Poitiers. El Peugeot 305 derrapó en mitad de la calzada, chocó levemente con la barrera de seguridad y se quedó parado después de girar como un trompo. «¡Mierda, me cago en la puta!», juró en voz baja. Un Jaguar que se acercaba a 220 kilómetros por hora frenó brutalmente, estuvo a punto de golpear la otra barrera de seguridad y siguió su camino con un concierto de bocinazos. Bruno salió y agitó el puño en su dirección. «¡Cabrón, cabrón de mierda!», aulló. Luego dio media vuelta y continuó el viaje.
El Espacio de lo Posible fue creado en 1975 por un grupo de antiguos militantes del 68 (a decir verdad ninguno había hecho nada en el 68; digamos que tenían espíritu del 68) en un amplio terreno plantado de pinos que pertenecía a los padres de uno de ellos, un poco al sur de Royan. El proyecto, impregnado de los ideales libertarios de moda a principios de los años setenta, consistía en poner en práctica una utopía concreta, es decir, un lugar donde uno se esforzaría en vivir «aquí y ahora» según los principios de la autogestión, el respeto a la libertad individual y la democracia directa. Sin embargo, el Espacio no era una comunidad nueva; se trataba, de manera más modesta, de crear un lugar de vacaciones, es decir, un lugar donde los simpatizantes de la iniciativa tendrían ocasión durante los meses de verano de enfrentarse de forma concreta a la aplicación de los principios propuestos; se trataba también de provocar sinergías, encuentros creativos, todo con un espíritu humanista y republicano; se trataba, según las palabras de uno de los fundadores, de «mojar bien».
Bruno dejó la autopista en la salida de Royan-Sur y recorrió una decena de kilómetros por una carretera costera. El mapa no estaba muy claro y tenía demasiado calor. Vio el letrero casi por casualidad, o esa impresión le dio. En letras multicolores sobre fondo blanco, anunciaba: «ESPACIO DE LO POSIBLE»; debajo, en un letrero más pequeño, estaba caligrafiado en letras rojas lo que parecía ser la divisa del lugar: «La libertad de los demás extiende la mía hasta el infinito» (Michel Bakunin). A la derecha, un camino debía de bajar hasta el mar; dos adolescentes arrastraban un pato de plástico. No llevaban nada debajo de la camiseta, las muy guarras. Bruno las siguió con la mirada; le dolía la polla. Una camiseta mojada ya es algo, se dijo sombríamente. Ellas torcieron a un lado en ese momento: por lo visto iban al otro camping.
Aparcó el 305 y se dirigió hacia una pequeña caseta de madera con un letrero encima que decía «BIENVENIDO». Dentro había una mujer de unos sesenta años con las piernas cruzadas a lo árabe. Sus pechos delgados y arrugados sobresalían débilmente de una túnica de algodón; Bruno sintió pena por ella. La mujer sonrió con una amabilidad un poco rígida. «Bienvenido al Espacio...», dijo por fin. Luego sonrió otra vez, de oreja a oreja. ¿Sería idiota? «¿Tienes la reserva?» Bruno sacó los papeles de su bolsa de mano. «Perfecto», articuló la vieja con la misma sonrisa de retrasada.
La circulación de vehículos estaba prohibida dentro del camping; decidió proceder en dos tiempos. Primero buscar un sitio para montar la tienda, y luego ir a por las cosas. Justo antes de irse había comprado una tienda iglú en La Samaritaine (fabricada en China popular, 2-3 personas, 449 francos).
Lo primero que vio Bruno al llegar al prado fue la pirámide. Veinte metros de base por veinte metros de altura: era perfectamente equilátera. Todas las paredes eran de vidrio, divididas en paneles por una celosía de madera oscura. Algunos paneles reflejaban vivamente los rayos del sol poniente; otros dejaban ver la estructura interna: niveles y tabiques de la misma madera oscura. El conjunto quería evocar un árbol y lo conseguía bastante bien: el tronco estaba representado por un gran cilindro que atravesaba la pirámide y debía de albergar la escalera principal. La gente salía del edificio, sola o en pequeños grupos; unos vestidos, otros desnudos. Bajo el sol poniente, que hacía resplandecer la hierba, aquello parecía una película de ciencia ficción. Bruno observó la escena durante dos o tres minutos; después volvió a coger la tienda debajo del brazo y empezó a subir la primera colina.
El lugar abarcaba varias colinas arboladas, con el suelo cubierto de agujas de pino y salpicadas por algunos claros; había aseos colectivos aquí y allá; las fronteras del camping no estaban delimitadas. Bruno sudaba un poco, tenía gases; era evidente que había comido demasiado en el área de servicio. Le costaba trabajo pensar con claridad; sin embargo, era consciente de que la elección del sitio podía resultar un elemento decisivo para el éxito de su estancia.
En ese momento de sus reflexiones vio una cuerda tendida entre dos árboles. Había braguitas secándose, suavemente agitadas por la brisa de la tarde. Tal vez fuera una idea, se dijo; la gente habla con sus vecinos de camping; no es que siempre terminen follando, pero por lo menos hablan, y como principio no está mal. Dejó la tienda en el suelo y empezó a estudiar las instrucciones de montaje. La traducción francesa era lamentable, y la inglesa no era mucho mejor; suponía que los otros idiomas europeos estarían igual. Mierda de chinitos. Pero ¿qué quería decir «suban las semirrígidas a fin de concretar la boveda»?
Estaba mirando los esquemas con creciente desesperación cuando una especie de squaw apareció a su derecha, vestida con una minifalda de cuero; sus grandes senos se balanceaban en el crepúsculo. «¿Acabas de llegar?», dijo la aparición. «¿Necesitas ayuda para montar la tienda?» «Todo va bien...», contestó él con voz estrangulada, «todo va bien, gracias. Muy amable...», añadió en un susurro. Olía la trampa. Y en efecto, segundos más tarde se oyeron gritos en el wigwam de al lado (¿dónde habrían comprado aquello? ¿Lo habrían hecho ellos?). La squaw entró corriendo y volvió a salir con dos críos minúsculos, uno en cada cadera, y empezó a acunarlos blandamente. Los gritos subieron de tono. El hombre de la squaw llegó trotando, polla al viento. Era un barbudo bastante musculoso, de unos cincuenta años y largo pelo gris. Cogió a uno de los chiquillos y empezó a hacerle carantoñas; era repugnante. Bruno se apartó unos metros; se había sonrojado. Con monstruos semejantes, la noche en blanco estaba asegurada. La muy vaca estaba con la lactancia, era obvio; a pesar de todo, bonitos pechos.
Bruno empezó a andar hacia un lado, alejándose con disimulo del wigwam; pero no quería alejarse demasiado de las braguitas. Eran objetos delicados, todo encajes y transparencias; no creía que fueran de la squaw. Eligió un sitio entre dos tiendas canadienses (¿serían primas?, ¿hermanas?, ¿compañeras de liceo?) y se puso manos a la obra.
Cuando terminó casi había caído la noche. Bajó a buscar sus maletas a la última luz de la tarde. Se cruzó con mucha gente en el camino: parejas, personas solas; bastantes mujeres solas de unos cuarenta años. Cada tanto había un cartel clavado a un árbol que decía «RESPETO MUTUO»; Bruno se acercó a uno de ellos. Bajo el cartel había una pequeña cesta llena hasta el borde de preservativos. Al pie del árbol había una papelera de plástico blanco. Apretó el pedal y encendió la linterna; sobre todo había latas de cerveza, pero también algunos preservativos usados. Buena señal, se dijo Bruno. Parece que aquí las cosas salen bien.
Volver a subir fue terrible; las maletas le cortaban las manos, estaba sin aliento; tuvo que detenerse a media cuesta. Otras personas andaban por el camping, los haces de las linternas de bolsillo se cruzaban en la oscuridad. Más allá se veía la carretera de la costa y aún había mucho tráfico; había una noche topless en el Dynasty, en la carretera de Saint-Georges, pero no le quedaban fuerzas para ir allí, ni a cualquier otro sitio. Bruno se quedó así una media hora. Miro los faros entre los árboles, se decía; así es mi vida.
Al volver a la tienda se sirvió un whisky y se hizo una paja tranquila hojeando Swing Magazine, «el derecho al placer»; había comprado el último número en un área de servicio cerca de Angers. En realidad no tenía ninguna intención de contestar anuncios; no se sentía capaz de sexo en grupo o una ducha de esperma. Las mujeres que accedían a ver a un hombre a solas preferían normalmente a los negros, y de todos modos exigían unas medidas mínimas que él estaba lejos de alcanzar. Número tras número tenía que resignarse: para meterse en la red porno, la tenía demasiado pequeña.
Sin embargo, en general no estaba descontento de su físico. Los implantes capilares habían arraigado, había dado con un médico competente. Iba con regularidad al gimnasio y francamente, para sus cuarenta y dos años, no estaba tan mal. Se echó el segundo whisky, eyaculó sobre la revista y se durmió casi aliviado.
2
TRECE HORAS DE VUELO
Muy pronto, el Espacio de lo Posible se enfrentó a un problema de envejecimiento. Los ideales fundadores les parecían caducos a los jóvenes de los años ochenta. Dejando aparte los talleres de teatro improvisado y de masaje californiano, el Espacio era sobre todo y en el fondo un camping; desde el punto de vista de la comodidad del alojamiento o de la calidad de la restauración, no podía rivalizar con los centros de vacaciones institucionales. Además, cierta cultura anarquista propia del lugar dificultaba el control preciso de los accesos y los pagos; cada vez era más difícil encontrar el equilibrio financiero, precario desde el principio.
La primera medida, que los fundadores adoptaron por unanimidad, consistió en establecer tarifas que favorecían claramente a los jóvenes; pero se reveló insuficiente. A principios del ejercicio de 1984, durante la asamblea general anual, Frédéric Le Dantec propuso el cambio que iba a llevar la prosperidad al lugar. La empresa, según su análisis, era el nuevo espacio para la aventura en los años ochenta. Todos habían adquirido una valiosa experiencia en las técnicas y terapias de la psicología humanista (gestalt, rebirth, do in, andar sobre brasas, análisis transaccional, meditación zen, psiconeurolingüística...). ¿Por qué no reinvertir estas competencias en la elaboración de un programa de cursillos para empresas? Tras un acalorado debate, se aprobó el proyecto. Entonces se empezó a construir la pirámide, así como unos cincuenta bungalows, con comodidades limitadas pero aceptables, para recibir a los cursillistas. A la vez, se envió a los directores de recursos humanos de distintas grandes firmas un mailing intensivo pero selectivo. Algunos socios, cuya posición política era muy de izquierdas, llevaron muy mal esta transición. Hubo una breve lucha interna por el poder, y la asociación según la ley 1901 que administraba el lugar fue disuelta y sustituida por una sociedad limitada en la que Frédéric Dantec era el principal accionista. Al fin y al cabo sus padres eran los propietarios del terreno, y la Caja de Ahorros de Maine-et-Loire parecía dispuesta a apoyar el proyecto.
Cinco años después, el Espacio ya tenía un buen catálogo de referencias (Banca Nacional, IBM, Ministerio de Trabajo, Transportes Públicos, Bouygues). Durante todo el año se organizaban cursos inter o intraempresariales, y la actividad «lugar de vacaciones», que más que nada seguía funcionando por nostalgia, sólo representaba el 5% de la cifra anual de facturación.
Bruno se despertó con un fuerte dolor de cabeza y sin excesivas ilusiones. Había oído hablar del sitio a una secretaria que volvía de hacer un cursillo de «Desarrollo personal y pensamiento positivo» a cinco mil francos por día. Había pedido el folleto de vacaciones de verano: simpático, asociativo, libertario, el tipo estaba claro. Sin embargo, le había llamado la atención una nota estadística a pie de página: el verano anterior, en julio y agosto, había ido al Espacio un 63% de mujeres. Prácticamente dos mujeres por tío; era un porcentaje de excepción. Decidió de inmediato ir una semana en julio a ver qué pasaba; además, el camping era más barato que los clubes de vacaciones. Claro, se imaginaba el tipo de mujeres: ex izquierdistas flipadas, seguramente seropositivas. Pero bueno, con dos mujeres por hombre tenía una oportunidad; si se las arreglaba bien, a lo mejor podía tirarse dos.
Sexualmente, el año había empezado bien. La llegada de las chicas de los países del Este había provocado una caída de precios, y ya no había problemas para encontrar una relajación personal a 200 francos en lugar de los 400 de unos meses antes. Desgraciadamente, en abril había tenido que hacerle importantes reparaciones al coche, y además tenía deudas. El banco empezó a apretarle y él tuvo que ponerse límites.
Se apoyó en un codo y se echó el primer whisky. El Swing Magazine seguía abierto en la misma página; un tipo que no se había quitado los calcetines estiraba el sexo hacia el objetivo con visible esfuerzo: se llamaba Hervé.
No es lo mío, se repitió Bruno, no es lo mío. Se puso un bañador antes de ir al bloque de aseos. Al fin y al cabo, se decía esperanzado, la squaw de ayer, por ejemplo, era relativamente follable. Tetas grandes y un poco fláccidas; era incluso ideal para una buena cubana; y hacía tres años que no le habían hecho una. Sin embargo, le encantaban las cubanas; pero a las putas, por lo general, no les gustan. ¿Es que les irrita recibir el esperma en la cara? ¿Acaso hace falta más tiempo y dedicación que para el francés? El caso es que la cubana no era corriente; no aparecía en las facturas, así que no estaba contemplada y por lo tanto era difícil de conseguir. Para las chicas, se trataba de una cosa privada. Sólo lo privado, vale. Más de una vez, en busca de una cubana, Bruno había tenido que conformarse con una simple paja o un francés. Que a veces estaba bien, por otra parte; pero aun así la oferta de cubanas era decididamente insuficiente; eso pensaba Bruno.
En este punto de sus reflexiones, llegó al espacio corporal n.o 8. Más o menos resignado a la idea de cruzarse con viejos pellejos, se llevó el susto de su vida cuando vio a las adolescentes. Eran cuatro, de entre quince y diecisiete años, y estaban junto a las duchas, justo enfrente de la fila de lavabos. Dos de ellas esperaban, sólo con la braga del traje de baño; las otras dos se retorcían como anguilas, charlaban, se tiraban agua, daban grititos: estaban completamente desnudas. El espectáculo era de una gracia y un erotismo sin límites; él no se merecía aquello. Se le había puesto dura; se sacó el pene con una mano y se pegó al soporte del lavabo, intentando usar un palillo dental. Se lo clavó en una encía y se lo sacó de la boca lleno de sangre. La punta del pene estaba caliente, hinchada, y la recorrían unos hormigueos terribles; empezaba a formarse una gota.
Una de las chicas, morena y grácil, salió del agua y cogió una toalla; se aporreó con ella los jóvenes pechos, contenta. Una pelirroja se quitó la braga y tomó el relevo en la ducha; tenía los pelos del coño de un rubio dorado. Bruno lanzó un suave gemido y sintió vértigo. Mentalmente se vio en movimiento. Tenía derecho a quitarse el bañador e ir a esperar junto a las duchas. Tenía derecho a esperar para darse una ducha. Se veía con la polla dura delante de ellas; se imaginaba diciendo una frase del tipo: «¿Está caliente el agua?» Las dos duchas estaban separadas por unos cincuenta centímetros; si se duchaba al lado de la pequeña pelirroja, puede que ella le rozara la polla sin querer. La idea le provocó un mareo todavía más fuerte; se aferró al lavabo. En ese momento, entraron dos chicos por la derecha con unas risas excesivamente ruidosas; llevaban pantalones cortos de color negro con rayas fluorescentes. A Bruno se le puso floja en el acto; la guardó en el bañador y se concentró en el aseo dental.
Más tarde, todavía bajo la impresión del encuentro, fue a las mesas del desayuno. Se sentó apartado y no habló con nadie; mientras masticaba sus cereales vitaminados pensaba en el vampirismo de la búsqueda sexual, en su aspecto fáustico. Es un error hablar de homosexuales, pensaba Bruno, por ejemplo. Él casi nunca había conocido homosexuales; por el contrario, conocía a muchos pederastas. Algunos pederastas –afortunadamente no demasiados– prefieren a los niños; éstos acaban en la cárcel con penas que no pueden reducirse, y no se habla más de ellos. No obstante, la mayoría de los pederastas prefieren a los jóvenes de entre quince y veinticinco años; más allá, para ellos, sólo hay culos viejos y reventados. Mirad a dos pederastas...