El Sur seguido de Bene
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El Sur seguido de Bene

Adelaida Garcia Morales

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El Sur seguido de Bene

Adelaida Garcia Morales

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Este volumen incluye dos novelas cortas, la primera de las cuales, El Sur, dio origen al guión de la película del mismo título dirigida por Víctor Erice. Tanto esta historia como la que se cuenta en Bene se caracterizan por su magnetismo narrativo, basado en la especial habilidad de Adelaida García Morales para rodear de un aura de misterio a ciertos personajes masculinos en torno a cuya ausencia teje cada una de las narraciones. Ausencia física pero presencia de sombra, añorada en un caso, ominosa en el otro, cuyo peso se hace sentir doblemente a causa de su misma realidad fantasmagórica. Moviéndose en un territorio que bordea las simas del incesto y del mal contempladas desde la pureza amoral de la adolescencia, estos dos relatos adentran al lector en regiones poco transitadas por nuestra literatura, y situaron a su autora en un lugar destacado.

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Información

Año
1985
ISBN
9788433928313
Categoría
Literatur

Bene

Anoche soñé contigo, Santiago. Venías a mi lado, paseando lentamente entre aquellos eucaliptos donde tantas veces fuimos a merendar con Bene, ¿recuerdas? También ella aparecía en mi sueño. Vestía un traje gris de listas y un delantal blanco, su uniforme. Aparecía muy triste, clavando su mirada en el suelo, entre sus pies, con sus manos juntas, como una colegiala. Tú y yo caminábamos lentamente, y ella permanecía muy quieta a lo lejos. No llevaba la cesta de la merienda y parecía ocultarse de alguien o de algo, quizás de aquellos gritos tan desagradables que tía Elisa, tan dulce y correcta para todos los demás, le dirigía por cualquier insignificancia. Tú habías vuelto para quedarte conmigo aquí, en esta vieja casa donde los dos nacimos y donde yo vivo ahora, envuelta en las sombras de los que os habéis marchado. Venías con la misma edad que tenías entonces, cuando te fuiste. Al ver a Bene entre los eucaliptos, tú me cogiste fuertemente del brazo y me susurraste al oído con sobresalto: «¡Ya sé por qué se ha ido Bene!» Al acercarnos a ella descubrimos un objeto entre sus manos. Era un libro, parecía un misal. Pude ver entonces, en la portada, la huella quemada de una mano humana. Tú ya no estabas a mi lado. Me encontré sola con ella, con una Bene desconocida que levantaba su rostro hacia mí sin gesto alguno. Su mirada parecía surgir de un vacío infinito. Y sus ojos comenzaron a brillar con una intensidad extraordinaria. Intenté escapar a la angustia que me asfixiaba. El resultado de mi esfuerzo fue despertar. Y tú no habías llegado a comunicarme lo que sabías de su marcha repentina.
Aún recuerdo el día que fuimos a buscar a Bene. Mi hermano Santiago no quiso venir. Se había quedado sentado en el jardín, entregado a la lectura con aquella misma concentración que, de niño, solía dedicar a uno de sus juegos predilectos: mientras con la mano izquierda sujetaba cuidadosamente un saltamontes, con la derecha, también con sumo cuidado, clavaba un alfiler en sus ojos. Cuántas veces, al presenciar aquella tortura, le grité desesperada y le llamé asesino. También ahora sentía deseos de gritar para apartarle de aquellos libros que diariamente se interponían entre nosotros. En aquel tiempo él tenía dieciséis años, cuatro más que yo. Pero no era sólo la diferencia de edad lo que entonces nos separaba, sino la nueva vida que él había comenzado, desde hacía dos años, al asistir a un colegio. Yo, en cambio, me había quedado sola, siempre encerrada en casa y recibiendo lecciones de doña Rosaura, la única profesora que tuve de niña.
Vivíamos en Extremadura, en una casa grande y aislada que distaba unos tres kilómetros de la ciudad. Yo no dejaba pasar ninguna oportunidad de salir al exterior, pues estaba cansada de apostarme en la cancela y, a través de sus barrotes, contemplar la carretera, casi siempre vacía. Allí fuera empezaba el mundo, donde yo imaginaba que podrían ocurrir las cosas más extraordinarias. Claro que sólo conseguía ver las manadas de toros que pasaban con frecuencia, levantando una nube de polvo que los envolvía, y haciendo temblar la tierra bajo los golpes poderosos de sus pisadas. Siempre iban corriendo, y cuando ya los tenía muy cerca, salía disparada a refugiarme tras una columna de la marquesina. Desde allí los contemplaba con terror y entusiasmo. A veces pasaban largas caravanas de gitanos silenciosos y cansados. Conducían sus pesados carromatos, y yo no sabía nunca adónde se dirigían ni de dónde venían. Siempre ha existido una gran pobreza en Extremadura, pero entonces, a principios de los años cincuenta, la miseria se hacía presente por todas partes. Cuando iba a la ciudad, me fijaba especialmente en todos aquellos desgraciados que pedían unas monedas tirados por las calles, sin casa, sin comida y vestidos con ropas destrozadas. Creo que les prestaba tanta atención porque la única amiga que tuve en mi infancia era la nieta de un mendigo y vivía sola con él. Se llamada Juana y era la hermana de Bene, aunque tenían padres diferentes, según me dijo ella misma. Cada día pasaba con su abuelo ante la cancela de mi casa. Cuando iba sola, se detenía a verme un rato. Manteníamos largas conversaciones a través de los barrotes. Tía Elisa me castigaba si la dejaba entrar o si salía a jugar con ella. Nuestra amistad crecía a medida que Santiago se alejaba de mí para dedicarse por entero a los quehaceres y amigos del colegio. Siempre que podía, me escapaba con ella o la introducía a escondidas hasta la huerta. Un día la vi pasar con su abuelo por la carretera y ni siquiera me miró. Iba vestida de blanco y, aunque la falda era corta, supe que había hecho la primera comunión. Llevaba el velo caído sobre los hombros. No se lo podía sujetar en la cabeza, pues la tenía rapada. Su abuelo se la afeitaba para que los piojos no anidaran en ella. Juana tenía mi edad, pero parecía más pequeña que yo. Por eso no me extrañó demasiado que hiciera la primera comunión a los doce años. Recuerdo que pocos días después volvió a pasar por delante de la cancela. Llevaba un vestido nuevo que no era de su talla. Daba una mano a su abuelo y la otra a una mujer joven. Imaginé que era su hermana Bene, de la que tanto me había hablado. Nunca había conocido a su padre, y su madre había muerto hacía ya mucho tiempo; ni siquiera la recordaba. Sin embargo, conocía al padre de Bene y no le quería. Era gitano, y a ella siempre le hablaba con mal humor. Se llevó a su hija cuando ésta cumplió los catorce años. Se la llevó a la fuerza, para que empezase a trabajar. Desde entonces, hacía ya cinco años, Juana no había vuelto a verla. Pero nunca la había olvidado y sus pocas esperanzas dependían todas de ella. La esperaba con perseverancia y la ensoñaba como a una reina que algún día llegaría a rescatarla de la miseria en que vivía. Ahora, al fin, había regresado. Y, sin embargo, Juana iba cogida de su mano, con la cabeza muy inclinada hacia el suelo, como si fuera llorando. No se volvió a mirarme y yo no me atreví a llamarla. Temí que se hubiera enfadado conmigo porque Bene iba a trabajar de criada en mi casa.
Cuando el taxi que nos conducía a tía Elisa y a mí se detuvo ante aquella choza pequeñísima que Juana llamaba su casa, corrí a buscar a mi amiga, gritando su nombre. Aquella vivienda se parecía mucho a las cabañas que Santiago y yo construíamos, años atrás, con palos y hojas secas para jugar. Bene salió a recibirnos y Juana venía con ella. Tampoco esta vez pudimos hablar. Tía Elisa, que ni siquiera se había bajado del coche, me ordenó subir inmediatamente. Bene me siguió y se sentó frente a nosotras, en uno de los sillines plegables, mientras Juana se quedaba llorando en silencio, viendo cómo nos alejábamos. Yo observaba a Bene con curiosidad y con esa impertinencia que sólo los niños y algunos viejos se suelen permitir. Ella contemplaba con entusiasmo el árido paisaje que atravesábamos. Volvía la cabeza de un lado a otro como si cualquier detalle de aquel campo, ya en pleno otoño, la sorprendiera. Recuerdo que llevaba una caja de zapatos entre sus manos, y que ése era su único equipaje. A mi lado, tía Elisa se mantenía rígida, ahogando, por algún motivo que yo entonces no alcanzaba a adivinar, su agobiante necesidad de hablar siempre, en cualquier momento y situación. Pero el tenso silencio que impuso durante el trayecto no parecía incomodar a Bene. En realidad, creo que ésta la ignoraba o, más bien, pienso ahora, fingía ignorarla. Ya entonces presentí que existía entre ambas una clara enemistad.
Cuando llegamos a casa, Catalina nos esperaba tras la cancela y nos saludaba con su discreta sonrisa. Tía Elisa se dirigió a ella con aquel tono enérgico con que solía hablar a las criadas:
–¿Ha venido el señorito?
–Acaba de llegar –respondió solícita aquella vieja mujer que se había ocupado de llevar la casa desde la muerte de nuestra madre. Después saludó con timidez a Bene, que se rezagaba más y más para contemplar cuanto la rodeaba. Caminaba despacio, volviéndose en todas direcciones y haciendo comentarios sobre la casa que incluso a mí, que era sólo una niña, me parecieron improcedentes. Parecía entrar como la nueva dueña y no como una sirvienta. Hizo proyectos para pintar la fachada, pues, según decía, los desconchados y humedades que se apreciaban en ella se multiplicarían con el mal tiempo del invierno. Asimismo decidió rehacer el jardín y sembrar las zonas desatendidas de éste y también la explanada rectangular en que se había ido convirtiendo el campo de tenis, abandonado desde la muerte de nuestra madre, hacía ya diez años. Elogió después la amplitud de las ventanas explicando que necesitaba mucha luz para trabajar y para vivir. Creo que tía Elisa no estaba preparada para responder a una actitud semejante. Se limitó a interrumpirla, desconcertada y colérica, diciéndole:
–¿No puedes andar más deprisa? ¡Y sin moverte tanto!
Y es que en Bene destacaba la gracia enorme de sus ademanes y de los movimientos de su cuerpo al caminar. No era guapa, pero su rostro parecía conmovido por algo indefinible: una vaga tristeza, un estremecimiento, un destello de ternura... Era algo tan inaprehensible como una sombra. No tenía apenas equipaje, aunque lucía un vestido muy elegante sobre el que tía Elisa más tarde, en su ausencia, al escuchar los elogios de Catalina, comentó con desprecio:
–¡Sabrá Dios quién se lo habrá regalado y lo que la desgraciada habrá tenido que dar a cambio!
Enseguida le ordenó que se lo cambiara por aquel otro de listas grises y blancas, su uniforme, con el que siempre se vistió en esta casa.
Recuerdo que me molestaba enormemente el tono con que tía Elisa solía referirse a Bene. En realidad creo que me incomodaba cualquier opinión que ella aventurase sobre alguien o algo que yo acabara de conocer. Pues, no sé cómo, sus palabras siempre estaban en medio, entorpeciendo mi visión sobre cualquier persona o cosa que llegara a esta casa. Aquella vez le dije irritada:
–Si no te gusta Bene, ¿por qué la traes?
–¡No seas tan descarada, Ángela! –me respondió.
–Pero ¿por qué la has traído? –insistí.
–Eso pregúntaselo a tu padre –me contestó mientras se alejaba.
Y cuando, poco después, observé a mi padre saludando a Bene, no comprendí sus palabras. Pues para mí era evidente que él acababa de conocerla en aquel mismo instante. Se acercó a ella pronunciando su nombre junto con unas pocas palabras de bienvenida. Y pensé que Bene también le descubría a él por primera vez. Me sorprendió ver que ella perdía su aplomo habitual. Se quedó muy quieta, frente a él, mirándole con asombro y admiración. Incluso olvidó estrechar la mano que él le tendía. Aquel encuentro lo presencié yo sola y, no sé por qué, consideré que debía mantenerlo en secreto.
De alguna manera, la actitud de Bene me pareció natural tratándose de mi padre, tan atractivo, de quien tantas mujeres se enamoraban, como decía tía Elisa. Pero a mí me dolió que él mostrara tanta indiferencia ante la muchacha. Ni siquiera advirtió su turbación, al menos eso pensé yo al ver que cogía unas cartas que había sobre la mesa y se alejaba abriéndolas, sin despedirse de nosotras. Entonces sentí lástima de Bene. Percibí en ella un desamparo absoluto e, involuntariamente, vino a mi memoria la diminuta choza en la que habitaban sus familiares, es decir, su abuelo y su hermana Juana. De pronto se me ocurrió cogerla de la mano e invitarla a conocer la torre, mi lugar predilecto en la casa. Tiré de ella como si deseara hacerle olvidar aquel encuentro con mi padre. Mientras subíamos la escalera, le explicaba cuánto me gustaba escuchar desde allí arriba los silbidos del viento y el temblor que éste producía en los cristales de las ventanas. Y también cómo solía refugiarme allí siempre que me sentía triste o contrariada y cómo nos reuníamos en aquella habitación Santiago y yo cuando teníamos algo secreto que contarnos o deseábamos sentirnos lejos de los demás. Cuántas veces habíamos escuchado desde aquel silencio el sonido de los truenos y habíamos contemplado atemorizados los rayos que nos amenazaban desde el cielo. Con frecuencia oíamos, en noches de calma, sonidos extraños. A veces parecían gemidos y a veces tranquilos murmullos que mi hermano atribuía, asustándome deliberadamente, a rumores de seres desconocidos, moradores de otro espacio, o a espíritus desencarnados que vagaban perdidos por la tierra.
Al abrir la puerta de aquel cuarto, temí que se decepcionara ante el vaho de humedad que se desprendía de su interior. En él se distribuían, sin ningún concierto, una cama turca, una mesa muy grande, varios sillones de mimbre y un gran armario. Una alfombra cubría todo el suelo y parecía no haber sido nunca pisada. Había también objetos de adorno colocados de manera arbitraria, como si hubieran sido dejados allí provisionalmente. Después de un largo silencio, durante el que ella no hizo ningún comentario, como yo esperaba, le dije confidencialmente y con tristeza que ya siempre subía yo sola. Pues Santiago, en aquel tiempo, solía tratarme como si fuera una niña pequeña. Se había alejado de mí, creyéndose ya un hombre y menospreciando toda complicidad conmigo. Y me pareció entonces, de pronto, que Bene ya no me escuchaba. Se había detenido ante una de las ventanas y miraba hacia el exterior, hacia la noche. Se volvió lentamente, como si se sintiera muy cansada, sus ojos vagaron perdidos de un lado a otro, hasta que se fijaron en mí con extrañeza, como si nunca me hubiera visto.
–Tenemos que bajar, es tarde –dijo con aspereza.
Por un instante sentí miedo ante la frialdad de su mirada. De repente aquella habitación que, a pesar de su desorden, siempre había sido para mí un lugar acogedor, se volvió hostil y la luz de su única lámpara me pareció tenebrosa.
Sin embargo cuando, poco después, salíamos a la escalera de mármol que nos separaba del resto de la casa y la miré con temor, la vi animada de nuevo, sin aquella expresión mortal en su rostro. Me pareció entonces que lo que había ocurrido era algo así como si la vida la...

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